martes, 7 de mayo de 2019

Minsk (memorias)


Por Freddy Ortiz Regis







Hay seres insignificantes que solo necesitan un 

miligramo de poder para corromper la decencia, el honor y la verdad. 


Este 9 de mayo Rusia celebra el 74 aniversario del triunfo del Ejército Rojo sobre las fuerzas de la Alemania nazi, conocido como el Día de la Victoria. La batalla decisiva entre ambos bandos se libró en las calles de Berlín, que era el centro del poder nazi. La participación de las fuerzas del Ejército soviético marcó un antes y un después en el conflicto bélico; antes de la entrada de las tropas rojas en la guerra, las fuerzas de Adolfo Hitler se habían extendido por el territorio europeo sin mucha resistencia.

Esta fecha del calendario bélico mundial ha despertado muchos recuerdos de mi estadía en Rusia en la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú, allá por la década de los ochenta; memorias que trataré de resumir poniendo énfasis en los hechos que más me impactaron no solo del pueblo ruso sino también de su sacrificio en la segunda guerra mundial.

A la mitad de mi primer año en Moscú, la universidad programó un viaje a la ciudad de Minsk, la capital de la república soviética de Bielorrusia. Corría el primer año de la década de los 80 y nada —hasta ese entonces— hacía presagiar que, pocos años después, el socialismo marxista-leninista que la había obligado a integrar la URSS se desmoronaría, y menos, que esta república llegaría a ser, como lo es hoy en la actualidad, una república soberana, aunque aún en manos de un caudillo que ha dado pie para que Bielorrusia sea conocida como la “única dictadura de Europa”.

La distancia entre Moscú y Minsk es de aproximadamente unos 700 Km que —en autobús— toman casi ocho horas de viaje. Salimos temprano por la mañana, en pleno invierno, y llegamos a la capital de Bielorrusia a eso de las cuatro de la tarde. El ómnibus se estacionó en la puerta de un elegante hotel al cual ingresamos con poco equipaje, pues nuestra estadía en esta ciudad no sobrepasaría de tres días.

Los latinos fuimos asignados al tercer piso, y la habitación que me tocó la compartí con dos compatriotas más: “Cheko” y Martín. Estábamos muy emocionados. Sentíamos que Minsk tenía una gran energía, y aunque por las ventanas de la habitación sólo se veía una ciudad casi sepultada por la nieve, nuestros corazones latían marcando los segundos para ir, al día siguiente, al Museo de Historia de la Gran Guerra Patria.

Los alumnos de la facultad de historia ya nos habían hablado de este museo. Gran parte del material que por esos años el gobierno socialista ruso empleaba para difundir académicamente los hechos de la segunda guerra mundial, provenía de este museo. El material fílmico era de lo más atroz: muchos de los estudiantes de historia no podían resistir las imágenes de las abominaciones que los nazis cometieron contra el pueblo bielorruso, y abandonaban las aulas de clase en medio de violentas arcadas.

A eso de las ocho de la noche todos los estudiantes fuimos convocados al restaurante del hotel cuyo nombre ya no recuerdo, pero que se asemejaba a un hermoso palacio de los zares. El restaurante se encontraba en la parte central del primer piso del edificio y se extendía como unos treinta metros con mesas elegantemente aderezadas. Las luces, provenientes de hermosas arañas colgantes, se extendían iluminando el lugar y completando el cuadro de refinamiento y distinción que nos hacía sentirnos importantes y halagados. “Pensar que esta experiencia solo es para la gente rica de mi país”, era el sentimiento generalizado de todos los estudiantes, conforme íbamos entrando y ocupando nuestro lugar en las mesas.

Al rato aparecieron los mozos y mozas correctamente uniformados. Pensábamos que traían el menú; pero en lugar de ello portaban límpidas y cristalinas jarras con agua que posaron gentilmente sobre cada una de las mesas. No recuerdo con exactitud quiénes compartían mi mesa, pero nunca me olvidaré que había un mexicano, de pelo ensortijado, de cabeza voluminosa y grandes ojos saltones, que miraba el escenario como si estuviese en un lugar de ensoñación por el que más tarde tendría que pagar la cuenta. Pero no fue por esto que pervive en mi memoria, sino porque le salió la mexicanada de dárselas de galán y le dijo —a una de las deslumbrantes mozas que nos atendían— en su ruso casi primitivo: “Я тебя хочу”, que en ese idioma significa “te deseo”.

La incomodidad que sintió la moza fue compartida por todos los que estábamos en la mesa. El mexicano había querido decirle “te amo” y usó la frase —que en español también es equivalente—: “te quiero”, sin conocer que “te quiero” en Rusia significa “te deseo” con una connotación sexual. La respuesta de la joven no se hizo esperar: “И я тебя, нет!”, que en ruso significa “¡Y yo a ti, no!”. El rostro desencajado del mexicano consideramos fue la mejor sanción, pero no pudimos evitar sentirnos también castigados por este incidente que empañó el encanto y la fascinación que nos embargaba en nuestra primera noche en Bielorrusia. Después de esto, la joven no volvió a atender a nuestra mesa, y en su lugar vino un joven de rostro muy hermoso, pero congelado por la frialdad y el desafecto. Por un momento, pensamos que uno de los policías que nos dieron la bienvenida en el aeropuerto de Moscú había sido asignado para atendernos en este bello y acogedor restaurante.

Después de este percance, la cena se desenvolvió con normalidad. No recuerdo qué fue lo que nos sirvieron, pero hubo de estar agradable para que no guarde un mal recuerdo de ella. Dicen que son las experiencias malas las que sobreviven en los recuerdos, mientras que las buenas se difuminan por su normalidad y cotidianeidad.

Después de cenar, la orden fue dirigirnos a nuestras habitaciones para descansar, pues al día siguiente habría que desayunar temprano para poder dirigirnos hacia el Gran Museo, que era nuestro destino principal.

Una vez en mi habitación comprobamos que faltaba Martín. Le pregunté a Cheko si lo había visto, y me dijo que no había compartido con él la mesa.

— Ya llegará —dijo con tranquilidad.

Al cabo de unos minutos, Martín tocó la puerta y entró a nuestra habitación bastante agitado:

— A que no saben a quién he conocido en el hotel —nos dijo.

Martín y yo nos encogimos de hombros.

— ¡A un boxeador de Leningrado!

Sin dejar su agitación, Martín nos contó que este boxeador, con otros dos más, estaba alojado en el mismo piso que nosotros. Habían llegado a Minsk para participar en un torneo nacional de box que tendría lugar el fin de semana. Pero agregó algo más que a Cheko y a mí nos estremeció:

— ¡Y nos ha invitado a su habitación para conocernos!

La inmediata reacción de Cheko fue de asentimiento. Ambos me miraron esperando mi respuesta:

— Pero, amigos, ¿cómo vamos a aceptar su invitación si nos han ordenado descansar para mañana partir hacia el museo?

Ambos me convencieron de que no era muy tarde y que no teníamos por qué permanecer mucho tiempo con ellos, despidiéndonos en el momento que consideráramos oportuno retirarnos.

Al tocar la puerta de su habitación, nos abrió un gigante de casi dos metros de alto que extendió sus grandes manos hacia nosotros apretándolas hasta hacernos sentir un poco de dolor. No hablaba, gritaba en ruso, saludándonos, y llamando la atención de las personas que estaban acompañándolo en la habitación: dos varones casi de su mismo porte y una mujer que más tarde averiguamos era la esposa de uno de éstos.

Boris se llamaba el ruso que contactó con Martín. Él nos presentó a sus amigos e inmediatamente nos hicieron espacio en un sofá que estaba al lado derecho de la puerta de entrada. Todos estaban en bivirí, mientras las ventanas permanecían abiertas de par en par y en la calle la temperatura no bajaba de -10 °C aproximadamente. Así que lo primero que sentimos al ingresar fue un helado latigazo que nos compelió automáticamente a cruzar los brazos. Uno de los hombres se dio cuenta de nuestra incomodidad y cerró una de las ventanas, al tiempo que el otro se dirigió hacia una mesa para abrir una botella de licor. La mujer, rubia y de contextura robusta, también se dirigió hacia la mesa, y hurgando entre muchas bolsas, extrajo un gran pan negro que comenzó a partir en rodajas. Nosotros les dijimos que acabábamos de cenar, pero ellos hicieron como que no nos habían escuchado o no habían entendido nuestro ruso aún balbuceante.

En poco tiempo, estábamos todos ante una mesa pequeña en medio de los sillones, y sobre ella una botella de licor (que en principio creíamos era vodka), vasos pequeños, pan negro en rodajas y dos latas abiertas de sardinas (que en nuestro país solemos llamar portolas). La mujer nos observaba con mucha curiosidad y sonreía a todo cuanto Boris decía. Martín —quien era el que mejor entendía hasta ese momento el ruso— nos traducía lo que él creía que decían nuestros anfitriones. Fue así como nos enteramos que la mujer se llamaba Nadiezhda (que en ruso significa Esperanza) y que era la esposa de uno de los amigos de Boris. También nos enteramos que su mayor interés era saber de dónde éramos y qué hacíamos en Minsk.

Satisfechas las curiosidades del momento, Boris cogió la botella de licor y comenzó a servirlo en los vasos pequeños. Ya habíamos probado el vodka (que es el licor nacional de Rusia), en una que otra oportunidad, durante los pocos meses que aún residíamos en Moscú. Yo lo había percibido como un licor bastante fuerte por lo que no pude evitar sentir cierta aprehensión cuando vi que Boris lo servía en los vasos hasta agotar el contenido de la botella. Cuando terminó de servirlo, y la botella se quedó vacía, uno de sus amigos sacó de su bolsillo una caja de fósforos, encendió un cerillo y lo metió dentro de la botella, de la que salió una llamarada acompañada de un poderoso ruido que nos hizo inclinarnos hacia atrás. Los rusos lanzaron una sonora carcajada al ver nuestros rostros iluminados por el fuego que salió del pico de la botella: no era vodka, nos dijo Martín; era una bebida aún más fuerte que el vodka llamado самое огонь, que en español significa “el mismo fuego”.

No quedaba duda: los rusos nos estaban presumiendo de su afición por la bebida. Esto era algo de lo que ya nos habíamos percatado en el mismo Moscú. En los restaurantes y bares, el licor —y en especial el vodka— era infaltable y se consumía en cantidades increíbles. No fueron pocas las veces que alcancé a ver a los rusos bebiéndose un vaso de vodka —de aproximadamente 10 onzas— al ras y salir como si nada. Según algunos historiadores, el vodka apareció en Rusia no antes del siglo XVI y rápidamente se convirtió en uno de sus símbolos. El escritor soviético Venedikt Eroféiev recomendó con ironía en su poema Moscú-Petushkí marcar la frontera entre Europa y Rusia según el consumo de alcohol: “A un lado hablan ruso y beben más, al otro lado beben menos y no hablan ruso...”. El vodka, pues, estaba en el corazón de la vida social rusa. Durante los primeros meses de mi estadía en Moscú siempre me había preguntado cómo hacían los rusos para enamorarse si los hombres y las mujeres solteros solo andaban con sus congéneres. La respuesta llegó más temprano que tarde: en las fiestas y reuniones sociales el vodka era el culpable de romper todas las barreras.

Sin embargo, esta noche, no estábamos ante vasos pequeños de vodka sino ante una bebida que, según nuestros anfitriones, era más fuerte que el vodka, era el mismo fuego. Antes de hacer el brindis con el mismo fuego, nos ofrecieron el pan negro y las sardinas en salsa de tomate que estaban sobre la mesa. No había cubiertos, así que debíamos seguir su ejemplo: partir el pan y ayudarnos con él para sacar un poco de salsa y sardina y llevarlos a la boca. Bocados van, bocados vienen, llegó el momento que más temía: hacer el brindis.

Al ingresar el licor sentí que mi lengua se había desvanecido. Los tres peruanos intercambiamos miradas tratando de compartir, sin palabras, la primera sensación que nos había provocado el primer trago del mismo fuego. Segundos después, una oleada de calor me invadió al punto que deseé también estar en bivirí, como nuestros anfitriones. La sola idea de que aún me quedaba un saldo de el mismo fuego por beber, me aterró. Los rusos estaban felices de vernos en el apuro en que nos encontrábamos. Nos ofrecían más pan negro y sardinas, el que aceptábamos con fruición. Luego, vino el segundo brindis, y de ahí me comencé a sentir como un ser que está presente en una reunión, pero del que nadie se ha dado cuenta que ha fallecido… Los rostros de los rusos se desdibujaban ante mí y sus palabras (ahora sí completamente ininteligibles) se escuchaban como si estuviesen siendo dichas a cientos de kilómetros de distancia…


Cuando Cheko y Martín me despertaron jaloneándome violentamente, estaba en la cama de mi habitación del hotel, con la misma ropa de la noche anterior y con un terrible dolor de cabeza. Me senté sobre el filo de la cama y al buscar mis zapatos vi mi propio vómito esparcido en el suelo. La risa burlona de ambos me convenció de que había sido el primero en morir en la batalla contra el mismo fuego.

— Caíste como pollito —dijo Cheko riéndose conjuntamente con Martín.

Yo les miraba fijamente y no podía creer que el mismo fuego no les hubiera afectado también a ellos.

— Claro que sí —respondió Martín—, pero no nos desmayamos como tú. Boris tuvo que traerte cargado hasta la cama.

 — ¡Mierda! —exclame—. ¡Qué vergüenza!

— Y ¿alguien se ha enterado de esto? —pregunté preocupado.

— Felizmente, no —respondieron mis amigos, casi al unísono.

Con su ayuda limpiamos el piso, mientras escuchábamos los gritos del profesor supervisor llamando a todos los estudiantes a tomar el desayuno.

Mientras estaba en el hermoso comedor del hotel tomando un fresco desayuno a base de smietana, pan, mantequilla y café, mi pensamiento no podía apartarse de la experiencia en la habitación de los boxeadores rusos. Todo había sido tan corto y tan rápido que por un momento pensé que solo lo había soñado. En ese momento no me imaginaba que meses después —en mis vacaciones de verano, alistado en la brigada de trabajo en Kazajtán— habría de tener otra mala experiencia con el licor ruso y que narro en detalle en mis memorias tituladas: "Memorias de mi estancia en larepública de Kazajtán con la brigada de trabajo de la universidad DrushbaNaródav de Moscú".

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El desayuno tuvo un cierto efecto reparador en mi cuerpo y en mi espíritu. Mis amigos —Cheko y Martín— también evidenciaban en sus rostros los efectos de una mala noche; pero ellos se veían más relajados y ansiosos por lo que se venía: la visita al Museo de Historia de la Gran Guerra Patria. Ellos ya habían volteado la página; pero yo aún permanecía doblegado por los acontecimientos de la noche anterior. Hurgaba en los rostros del profesor supervisor y también en el de mi maestra, Viera Nikolaevna, algún rastro que me pudiera informar si sabían algo de lo acontecido con los increíbles boxeadores de Leningrado. 

En la puerta del hotel ya estaba estacionado el ómnibus que nos llevaría hasta el Museo. Salimos ordenadamente del hotel y nos subimos al vehículo ubicándonos casi en los asientos centrales. Hacía un día soleado y los rayos luminosos estallaban sobre la nieve otorgando al paisaje un espíritu casi festivo y de fantasía. Esto era lo que me faltaba para disipar por completo mi intranquilidad. Esbocé una sonrisa y mi corazón comenzó a latir con prisa cuando el bus empezó a transitar por las amplias avenidas de la ciudad de Minsk.

No pasó ni veinte minutos y ya estábamos en la puerta del gran edificio que albergaba el Museo de Historia de la Gran Guerra Patria. Este museo fue el primero en el mundo en narrar la historia de la guerra más sangrienta del siglo XX: la Segunda Guerra Mundial; y lo más curioso es que este museo fue creado durante los años de la ocupación nazi.

Hoy en día —ya en un nuevo y moderno edificio— es reconocido como el museo más grande, completo e importante del mundo sobre la Segunda Guerra Mundial al lado de los museos de Moscú, Kiev y Nueva Orleans.

En esos terribles años, los bielorrusos perdieron a la tercera parte de su población. Murieron más de 3 millones, incluyendo 50 mil guerrilleros y combatientes clandestinos. A través de Bielorrusia hubo más de 250 campos de la muerte, incluyendo el famoso campo de concentración Trostenets, uno de los más grandes después de Auschwitz, Majdanek y Treblinka.

El museo es un gigantesco complejo repleto de documentación y material histórico, el recorrido propone un viaje en el tiempo desde el ataque a la Fortaleza de Brest, hasta la reconstrucción de las ciudades en la posguerra, contando con incontables detalles sobre los hechos y la vida en la época de la guerra. También posee una increíble colección de armas y vehículos. El recorrido culmina con un memorial a los héroes que perdieron la vida en la gesta. Realmente es un viaje en el túnel del tiempo visitar este museo, y los bielorrusos deben sentirse orgullosos de tenerlo. En mi opinión uno de los mejores museos que he visitado en mi vida.

Caminar entre el material de guerra (tanques, metrallas, fusiles, camiones de tropas y armas hechas a manos por los valientes combatientes bielorrusos); contemplar las condecoraciones, uniformes, banderas, proclamas escritas del ejército bielorruso, y que aparecen en vitrinas pulcramente decoradas e iluminadas y colocadas en la pared, es revivir las terribles experiencias de la segunda guerra mundial, de la que solo tenía conocimiento por las películas de Hollywood en el cine y en la TV.

Pero en el museo no solo están los vestigios de los valerosos combatientes bielorrusos; también aparecen los objetos y materiales capturados al enemigo. Solo que hay un detalle: mientras los materiales de guerra de los bielorrusos se exhiben con honor en  pulcras vitrinas y estantes, los materiales de guerra de los nazis, en cambio, se exhiben en el suelo[1].






























Pero más allá de los materiales de guerra de uno y otro bando que se exhiben en el museo con profusa y detallada amplitud, en el museo también se da testimonio de un episodio que marcó un hito en la lucha del pueblo bielorruso contra el nazismo: la masacre alemana al pueblo de Khatyn.

Para entenderlo es necesario retroceder en el tiempo hasta marzo de 1943, en plena «Operación Barbarroja», el plan de Hitler para invadir la Unión Soviética a gran escala y lograr arrebatar a Stalin los pozos de petróleo del Caúcaso. En esas andaban los alemanes cuando, el 21 de ese mismo mes, una de sus unidades motorizadas de las SS fue atacada en una autopista cercana (aproximadamente a 6 kilómetros) del pueblo de Khatyn. Aquel fue un día trágico para los nazis, pues, en palabras del susodicho organismo gubernamental, perdieron a uno de sus oficiales más queridos. La semilla del odio (un odio que ya se había materializado mediante múltiples matanzas de inocentes soviéticos a lo largo y ancho de la región) germinó entonces en estos combatientes. Decididos, marcharon hacia el pequeño pueblo de Khatyn ávidos de venganza. Sabían que los ciudadanos no eran culpables de lo sucedido, pero no les importó. En plena mañana, rodearon todas las casas de la zona y, una por una, fueron sacando a punta de fusil a los habitantes a la calle. Hombres, mujeres, enfermos, niños y bebés. No hubo piedad para nadie. Desde la familia Baranovski y sus nueve hijos, hasta los Yaskevich, cuya madre salió en brazos con su hijo de apenas un año. Otros tuvieron menos suerte. Fue el caso de la joven Lena Yaskevich que, tras intentar huir, fue acribillada violentamente frente a los ojos asustados de sus padres. Tras este acto de violencia nadie se negó a hacer lo que los uniformados decían, por lo que varias decenas de habitantes (poco más de 150, según el Ministerio de Cultura de Bielorrusia) fueron obligados a entrar en un cobertizo. Todos temían lo peor y, efectivamente, no fallaron en su juicio. Instantes después, los alemanes atrancaron la puerta, cubrieron el edificio de paja, derramaron gasolina y, sin dudarlo, prendieron fuego al lugar. Mientras el cobertizo ardía se podía oír a los bebés llorando. [2]

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Mi visita al Gran Museo Estatal Bielorruso de la Gran Guerra Patria me marcó profundamente. Desde ese día comencé a comprender que la versión de la Segunda Guerra Mundial que hasta ahora había conocido no estaba completa sin el reconocimiento del heroico aporte del pueblo ruso —y bielorruso— a la victoria sobre un régimen que concentró los horrores de la guerra, el despotismo y el abuso de todos los tiempos.

Durante el recorrido que me llevó del museo hasta el hotel, y de éste hasta Moscú, en mi corazón se había instalado el interés por conocer más sobre los hechos que marcaron la segunda guerra mundial. Desde ese día, hasta ahora, la temática referida al surgimiento, apogeo y caída del régimen nazi ha sido un asunto preponderante en mi formación cultural y humanista.



El autor de estas memorias posando ante la Tumba del Soldado Desconocido en el interior del Kremlin, Moscú.

No ha habido una clara oportunidad que haya perdido para indagar sobre el carácter de los líderes que protagonizaron esta cruenta lucha entre las naciones en la mitad del siglo XX, así como por las circunstancias políticas, económicas y sociales que condicionaron su estallido. El tema de la segunda guerra mundial, pues, me cautivó desde mi visita al museo de la ciudad de Minsk. Y aun cuando durante mi estadía en Rusia recibí la influencia de la versión oficial soviética de la participación de Rusia en el desenlace final de la guerra, esto no fue un obstáculo para que —con el paso de los años y mi disposición para seguir estudiando abiertamente sobre el tema— replanteé muchos de los conocimientos que aquilaté ya sea a través de libros, artículos de revistas y periódicos, películas y documentales.

En efecto, el estudio de la segunda guerra mundial es un imperativo para las generaciones presentes y futuras. Los horrores que en ella se cometieron sintetizan de manera aguda y sangrienta las pasiones, intrigas, ambiciones y temores de la humanidad a través de los siglos. La segunda guerra mundial no es un hecho histórico singular; todo lo contrario: es un evento histórico que envuelve a los pueblos, a los gobernantes, a las religiones, a los poderes económicos y políticos.

Desde mi visita al museo de Minsk ya no fui el mismo. Mi visión de la vida desde la perspectiva de un engreído adolescente comenzó a cambiar hasta comprobar —en el horror de un conflicto bélico de las proporciones de la segunda guerra mundial— que la felicidad, el amor y la inocencia pueden ser pisoteados, de la noche a la mañana, por la furia y la impiedad de una horda seducida por el fanatismo y la ignorancia.  

Muchas son las teorías y corrientes que han intentado explicar la segunda guerra mundial. Todas tienen algo de razón y de objetividad. La segunda guerra mundial nos enseña que la cultura no es suficiente protección contra el odio: las víctimas de las hordas nazis, al referirse a sus verdugos alemanes, los llamaban “los criminales que aman la música y tocan el piano”. También nos enseña que el dinero tampoco es protección eficaz: los judíos tenían inmensas fortunas, y fueron, precisamente, sus fortunas, las que desataron la ambición de sus enemigos hasta moverlos hacia su total exterminio. Tampoco el poder político ni los pactos fueron protección contra la traición: Hitler y Stalin habían firmado pactos de no agresión, los que fueron hechos pedazos con la fallida, pero sangrienta, invasión de Alemania a Rusia.

La segunda guerra mundial nos enseñó que los líderes también son personas con los mismos defectos que nosotros, aunque en un nivel superlativo (creo que hay que tener mucho ego para anhelar gobernar un país). La política está conformada por líderes con defectos y virtudes. Y, dependiendo del cristal con que se los mire, la historia ha exacerbado, en unos casos, sus virtudes, y en otros, sus defectos. Hoy en día vemos cómo muchos de esos liderazgos (v. gr. Gandi, Churchill, el Che, Kennedy, etc., etc.) que habíamos idealizado, hoy se presentan en sus reales dimensiones. Hitler, Mussolini y Stalin fueron individuos paranoicos a quienes se les permitió asumir las riendas de la historia de sus respectivos países. Churchill, por su parte, fue un hombre increíblemente complejo, contradictorio y con un aura de grandeza, que marcaron contradicciones con las que luchó durante toda su vida. Los líderes políticos se han fijado como meta el poder, no los altares. Depende mucho del entorno que los rodea para que sus liderazgos se conviertan en caudillismos irrefrenables o, por el contrario, sufran los contrapesos que les ayude a catalizar el cambio y el progreso.

Al dejar la Unión Soviética, comprobé que muchos de los hechos que marcaron la segunda guerra mundial permanecían —y aún permanecen— latentes en el desarrollo de las naciones. La paz, la prosperidad y la justicia aún pueden llegar a depender del carácter y la ambición personal de los líderes políticos. Las enseñanzas de la segunda guerra mundial han comenzado —poco a poco— a olvidarse y el mundo está reingresando a una guerra fría en la que conquistas como la existencia de la Organización de las Naciones Unidas, la Corte Internacional de la Haya, la doctrina de los derechos humanos, la consolidación de los valores democráticos, entre otras, están siendo relativizadas por el progresivo fortalecimiento de las ideologías totalitarias y las actividades mafiosas de la corrupción política organizada.

Cuando dejé la Unión Soviética y me mudé hacia Europa Occidental tuve la oportunidad de beber de nuevas fuentes de interpretación de la segunda guerra mundial. Si bien, el mundo de la posguerra ha sido configurado por los acuerdos y los protocolos basados en el reconocimiento y el respeto de los derechos humanos, lo cierto y real es que el mapa político de la humanidad ha quedado rediseñado por la presencia de un nuevo elemento de supremacía: el poderío nuclear. Son los países que poseen el armamento atómico los que mueven las piezas del ajedrez geopolítico de las naciones.

Cuando viajé a la Unión Soviética lo hice soñando en un sistema político que podría traer la verdadera justicia y paz a la humanidad. Pero más temprano que tarde la venda de los ojos se me cayó y pude ver al sistema socialista soviético en su verdadera dimensión: un sistema basado en una casta con privilegios, atornillada en el poder, déspota con los derechos ciudadanos y utilizando todos los recursos del estado para manipular y engañar a la opinión pública.

Por ello, el estudio de la segunda guerra mundial es un imperativo de todo demócrata. Si algo he aprendido a estas alturas de mi existencia es que solo existe un único sistema político: el sistema democrático de gobierno con sus virtudes y defectos, pues, al ser ejercido por seres humanos refleja de éstos su naturaleza y esencia.

Hay una frase en la Biblia —específicamente en Isaías 8:20— que dice: “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”. De manera análoga, podemos decir que si un gobierno que se proclama demócrata no garantiza los fundamentos del sistema democrático —libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de culto, libertad de partidos políticos, libertad de opinión e independencia de los poderes públicos y de los organismos supervisores y de control—, entonces podemos decir con meridiana claridad que ese gobierno solo es democrático de nombre mas no en los hechos ni en la realidad histórica.

No nos engañemos. No hay sistemas de gobierno socialistas ni comunistas. Tampoco socialdemócratas ni de derecha, de izquierda o de centro. Lo único que existe es el sistema democrático de gobierno; lo anteriormente dicho solo son matices, énfasis o tendencias.

Lamentablemente, el mundo posterior a la segunda guerra mundial ha consolidado formas de gobierno que han consagrado las antítesis de la democracia, como lo son Rusia y China; potencias nucleares que —hasta que no se derrumben sus gobiernos antidemocráticos por la acción heroica de sus pueblos— constituyen un enorme peso gravitacional en la geopolítica del mundo. Ese enorme peso lo vemos en sus esferas de influencia en Medio Oriente, Asia y América Latina, y con estupor en la reciente elección del presidente Trump en los EE.UU.

La alarma está dada. El sistema democrático de gobierno está agonizante. Lo están destruyendo las esferas de influencia rusa y china, y también, las élites de poder corrupto en el seno de los mismos países que se autoproclaman democráticos (ciertamente, Trump y muchos presidentes latinoamericanos no son dignos ocupantes de la silla de Lincoln, Roosevelt y de los prohombres que marcaron la ruta de nuestra independencia; pero no están tan lejos del temperamento, la falta de escrúpulos y la superficialidad que caracteriza ahora a las nuevas generaciones de occidente).

Al salir del Museo de Historia de la Gran Guerra Patria de Minsk, comprendí que un país culto —como lo ha sido y es Alemania— puede llegar a ser un monstruo cuando se pisotean los fundamentos del sistema democrático de gobierno (como lo hizo Hitler y la camarilla que lo sostuvo en el poder) y, además —gracias a la manipulación y las prebendas— se cuenta con complicidad del pueblo.

El fascismo, por tanto, como antítesis de la democracia no es una perversión política inherente a los partidos que contemporáneamente se proclaman de izquierda, socialistas o comunistas; no, el fascismo también puede estar enquistado en un sistema de gobierno con la apariencia de democracia.

La experiencia del fascismo nacionalsocialista alemán de la segunda guerra mundial es un fenómeno que no murió con la muerte de sus mentores. El fascismo alemán se recicló en las políticas de recepción de los exnazis tanto en EE.UU. como en la Unión Soviética, que vieron en estos supervivientes fascistas la mejor oportunidad para crecer científicamente y sacarse ventaja de la guerra fría en la que se enfrascaron por el dominio del mundo.

A contrapelo de algunos historiadores y estudiosos de la cultura política, yo no creo que el término fascismo pueda ser aplicado solo a las dictaduras de extrema derecha. El fascismo —como antítesis de la democracia— es toda forma de gobierno (sea de derecha, de izquierda o de cualquier tendencia) que niega las posibilidades que nos ofrece el único sistema de gobierno: la democracia. Y en esto último sí estoy de acuerdo con Angelo Attanasio a quien, parafraseándolo, podemos sostener que la democracia en sí misma no es necesariamente buena. Solo es buena si realiza su ideal democrático, es decir, la creación de una sociedad donde no hay discriminación y existen las condiciones para llegar a desarrollar su personalidad libremente, algo que el fascismo niega por completo. Entonces, el problema hoy en día no es el retorno del fascismo, sino cuáles son los peligros que la democracia puede generar por sí misma, cuando la mayoría de la población —o al menos la mayoría de los que votan— eligen democráticamente a líderes nacionalistas, clasistas, racistas, xenófobos y fanáticos religiosos.

Los últimos acontecimientos políticos que han marcado el ingreso de la humanidad al s. XXI nos dan señales inequívocas de que estamos asistiendo no a un retorno del fascismo clásico que caracterizó el período de las entreguerras, sino a un neofascismo caracterizado por el peligro, cada vez más inminente, de que una democracia, en nombre de la soberanía popular, pueda asumir características intolerantes. Los fenómenos políticos a los que me estoy refiriendo son: el crecimiento de los nacionalismos de ultraderecha en Europa que propenden la vía democrática para llegar al poder e instaurar regímenes autocráticos; el crecimiento paulatino pero seguro de los movimientos supremacistas blancos en Europa y EE.UU.; la influencia militar del gobierno ruso de Putin en Rusia que respalda y avalentona a regímenes antidemocráticos en todo el mundo (v. gr. la Cuba castrista y la Venezuela chavista, para no irnos tan lejos); la influencia económica de China que por el poder de sus mercados condiciona a las democracias del mundo a hacerse de la vista gorda frente a las atrocidades que su gobierno comete en materia de derechos civiles; la explosión del fundamentalismo cristiano en EE.UU. y América Latina que  ha sido denunciado por Sam Harris en su obra El fin de la fe y desarrolla que los fundamentalismos ya no son ninguna broma ni una simple opción a mantener en la privacidad, da cuenta de la peligrosidad que implican al pasar al terreno de las decisiones políticas, y pide que los intelectuales no se mantengan al margen de la crítica a la religión como fuente de daños públicos, sino que utilicen sus conocimientos para concienciar a la población; y, finalmente, la ausencia de una cultura democrática entre las naciones (que ese expresa en la tendencia cada vez más creciente por desterrar las asignaturas de humanidades y derechos civiles en las escuelas y universidades para favorecer las asignaturas científicas, empresariales, tecnológicas y de inteligencia artificial).

Como se puede ver, existen en el escenario político mundial contemporáneo, todos los condimentos que sazonaron el surgimiento, el crecimiento y el apogeo del fascismo alemán en la mitad del siglo pasado: los nacionalismos (que fueron el sustrato ideológico nazi para proclamar a Alemania como la nación que está sobre todas las demás en la tierra de modo que todo lo que se oponga a la soberanía de los ideales nacionales debe ser erradicado o controlado); el racismo (que marcó el extermino de la tercera parte de los judíos en el mundo bajo la premisa de la supremacía de la raza aria alemana); el poder económico (que promovió el salto económico de la Alemania nazi con la complicidad de algunos sectores financieros de Occidente); la religiosidad (que a través de prácticas ocultistas sentaron las bases de su ideología segregacionista y fundamentalista); poder militar (que sobre la base de la aplicación de la ciencia y la tecnología más avanzada desarrollada por la élite científica nazi colocó a Alemania como la primera superpotencia militar del mundo de ese entonces); ausencia de educación democrática de los pueblos (Alemania estaba entre las naciones más cultas y educadas del mundo, pero había una ausencia de cultura democrática que le capacitara al pueblo para discernir entre los principios de la democracia y los engaños del fascismo).

Han transcurrido 74 años de la victoria sobre el nazismo, pero durante este tiempo los sueños de la humanidad por un mundo en donde reine la justicia, la paz y el amor, se han ido desvaneciendo para abrir nuevamente el camino a la pesadilla del autoritarismo y el abuso del poder. ¿Quién ganará esta lucha entre los hombres y mujeres de buena voluntad contra las fuerzas de la oscuridad?








[1] Esto que parece tener bastante lógica, no ha primado en el caso de mi país, pues en el Lugar de la Memoria (que resume la guerra contra el terrorismo del movimiento Túpac Amaru y de Sendero Luminoso de las décadas de los 80 y 90) se exhibe la parafernalia terrorista en las mismas condiciones que la de los valientes combatientes que le hicieron frente, tanto militares como de las rondas campesinas.
[2]  Villatoro, M. (3 de junio de 2015). La masacre de Kathyn. Diario ABC. En:  https://bit.ly/2H0FY5N