martes, 24 de diciembre de 2019

San Petersburgo (memorias)


Por Freddy Ortiz Regis

Cuando la idea de salir de la URSS (hoy República Federativa de Rusia) había madurado, decidí visitar a mi primo Edy que vivía en Leningrado (hoy San Petersburgo).

La estación estival hervía sobre Moscú, refrescada, de cuando en cuando, por alguna violenta tormenta a la que nunca logré acostumbrarme. Aún faltaba mucho para la llegada del invierno, así que consideré que era el mejor momento para viajar a Leningrado y conocer la antigua capital del reino de los zares, así como visitar su famoso museo el Hermitage.

Le escribí una carta a mi primo Edy, explicándole que quería visitarlo y, de paso, conocer las bellezas de esta ciudad. Mi primo me respondió que tanto él como su familia, y su hermano Paco, me esperaban con los brazos abiertos.

Mi primo Edy fue el primero de la familia que viajó a Rusia, específicamente a Leningrado, a estudiar la carrera de arquitectura. Coincidentemente, cuando él se encontraba ya en la mitad de su carrera, yo incursionaba en la Casa de la Amistad Peruano-Soviética, estudiando el ruso y bebiendo de la arrobadora filosofía del materialismo dialéctico e histórico.

Un día, mi madre me dijo que mi tía Jesús (la mamá de mi primo Edy), había venido a visitarla para invitarnos a una recepción en su casa de la urbanización San Nicolás. Iba a llegar de Rusia su hijo Edy y quería presentarlo a la familia y los amigos.

Al escuchar las palabras de mi madre, yo me estremecí. Rusia —para mi cándida adolescencia— era lo más grande que podía haber sobre la Tierra. Competía con EE.UU. en la carrera espacial, se había posicionado como la segunda potencia mundial, era el modelo del socialismo triunfante, y yo, estaba aprendiendo a hablar no solo su idioma sino también a escudriñar la naturaleza de su pensamiento.  ¡Y ahora, mi madre me daba la noticia de que yo tenía un primo que iba a venir a visitarnos procedente de Rusia!

Mi madre me narró todo lo que sabía de Edy, y yo comencé a contar los días que faltaban para llegar a conocerlo. Y el día —como todo lo que ocurre en la vida— llegó.

Al llegar a la casa de mi tía Jesús, me sobrecogió una especial emoción. La sala, que siempre había visto envuelta en la penumbra, ahora relucía como si se hubieran encendido mil lámparas. Ingresé con mi madre y todos dirigieron sus miradas hacia nosotros. El salón estaba lleno de gente elegantemente vestida. Todos se veían muy intelectuales, y rápidamente asocié su presencia a la vida política del padre de mi primo Edy y esposo de mi tía Jesús.

Encontramos un lugar en donde sentarnos y yo hurgaba, buscando entre la gente, el rostro de mi primo Edy, a quien no conocía personalmente. A quien sí conocía era a Paco, el hermano de Edy, y aunque yo era algunos años mayor, nos dábamos tiempo para compartir brevemente no solo en el colegio en el cual estudiamos la media sino también en los momentos de familia en la casa de nuestras tías Flor e Irma del barrio de Chicago.

Por un momento vi pasar a Paco, pero no lo pude abordar pues se le veía apurado y cumpliendo no sé qué encomienda. Le pregunté a mi madre si veía a Edy en la reunión, pero ella me respondió que casi no se acordaba de él. Entonces, no aguanté más, y pregunté a un señor que estaba a mi costado si —entre los presentes— se encontraba mi primo Edy, el que había llegado de Rusia.

— Aún no sale, hijo —me respondió amablemente.

Yo me tranquilicé y me quedé muy quieto en mi asiento, esperando pacientemente la presentación de mi primo.

De pronto percibí una excitación entre todos los presentes. Estaba entrando a la sala mi primo Edy. Le acompañaban mis tíos. Todos prorrumpieron en un prolongado aplauso, que solo se detuvo cuando el padre de Edy tomó la palabra y presentó a su hijo, que había venido de vacaciones a su ciudad natal y luego retornaría a Leningrado para terminar sus estudios de arquitectura.

A continuación, mi primo Edy hizo uso de la palabra. Habló de la universidad en la ciudad de Leningrado, de sus años como estudiante y de los sueños que tenía al terminar su carrera y retornar a nuestro país para quedarse definitivamente. Luego, levantando la mano derecha, invitó a hacer un brindis a todos los presentes.

Todos volvieron a aplaudir y yo me encontraba muy contento y sorprendido por la personalidad de mi primo Edy, quien vestía un elegante terno de color claro, completamente distinto al oscuro, que era el común denominador entre los presentes. Su rostro —extremadamente pálido por el clima gélido de Leningrado— expresaba una mezcla de inteligencia y serenidad que se acentuaban con la puntiaguda barbilla de color azabache que se prolongaba de su rostro asemejándolo al del líder revolucionario Lenin.

“Vaya, pero ¡qué extremadamente parecido a Lenin es!”, me dije para mis adentros, mientras sentía la mirada de mi madre que quería penetrar en lo más profundo de mis pensamientos.

Yo me volví hacia ella y le respondí con una sonrisa. Luego todos tomamos asiento y mi primo Edy comenzó a dialogar con los asistentes, especialmente con sus amigos y familiares más directos. Mi tía Jesús irradiaba orgullo por donde se le mirara. Las horas nocturnas pasaron y al despedirme, sólo me quedé con el apretón de manos que mi primo Edy me dio. Había sido tan requerido por los asistentes, la mayoría personas de edad mayor, que no había quedado ni un minuto para que me le acercara y le participara de mis estudios del idioma ruso y de la filosofía marxista, así como de mi admiración por Rusia y el secreto anhelo de algún día llegar a conocer ese gran país.

Por ello, cuando mi tía Jesús se enteró que había ganado una beca para estudiar en Rusia, fue la primera en alegrarse hasta las lágrimas pues —decía— ahora alguien más de la familia habría de estar cerca de “sus hijitos” Edy y Paco (que un año antes también había ganado la beca para estudiar ingeniería civil en Leningrado).

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Una vez llegado a la estación de Leningradsky, en Moscú, me aseguré de comprar una cajetilla de cigarrillos, mientras esperaba con cierta aprehensión el llamado para subir al tren que me llevaría hasta San Petersburgo, cubriendo los casi 720 kilómetros que separan a estas dos grandes urbes rusas.

La estación de Leningradsky fue construida entre 1844 y 1851 por el arquitecto Konstantín Ton como la terminal de la línea ferroviaria Moscú-San Petersburgo, un proyecto del zar Nicolás I. La estación fue inaugurada en 1851 y fue conocida como estación Peterburgski debido a que el trayecto finalizaba en la ciudad petersburguesa. Tras la muerte del zar cinco años después, la estación fue renombrada Nikoláyevski y, por consiguiente, la línea ferroviaria cambió a Nikoláyevskaya, nombre que se conservó hasta 1924. Ese año, los bolcheviques renombraron la estación a Oktiábrski para conmemorar la Revolución de Octubre. El nombre actual se fijó en 1937.

Estación de Leningradsky

Mientras permanecía en la estación, esperando el llamado para subir al tren, nada me hacía presagiar que, algunos años después, esta hermosa estación, dominada por el ruido de los trenes que llegaban y salían, el ajetreo de los pasajeros cargando bultos y maletas, y el olor de las cafeterías y restaurantes, habría de agregar —a la espléndida modernidad en que el capitalismo salvaje y antidemocrático de Putin ha llevado a la Rusia de hoy— el conmovedor escenario de los niños abandonados que viven, se drogan y duermen en los rincones más obscuros de la estación, a la espera de alguna caridad o de la oferta insana de los pederastas.

Pero esto, es historia de una época que no me ha tocado testificar. La historia que ahora traigo ocurrió durante el gobierno marxista de la Rusia Soviética, cuando me encontraba en Moscú becado como estudiante de la facultad de economía. Y aunque mi corazón y mi mente ya habían comenzado a percibir desde muy temprano muchas de las inconsistencias y contradicciones que el pueblo ruso denunciaba en voz baja pero con rabia, no fue sino hasta pasado dos años de mi estancia en Moscú que me decidí voltear la hoja de mi vida y reiniciar mis sueños y convicciones.

Hasta que, por fin, el altavoz de la estación Leningradsky comenzó a llamar a los pasajeros que tenían por destino la ciudad de Leningrado. Tomé mi maletín y me apeé al tren. El viaje fue sin sobresaltos. Me recosté en el camarote que estaba sobre mi cabeza y cuando abrí los ojos la intensa luz de la mañana ingresaba por la ventana. Estábamos entrando a la ciudad de Leningrado, y en la estación me esperaba mi primo Paco.

Después de darnos un fuerte abrazo, mi primo Paco me llevó a conocer la hermosa universidad estatal de Leningrado, en la cual llevaba ya un año estudiando la carrera de ingeniería civil. Grato fue encontrarme allí con el joven Iván Flores Alegría, un buen amigo, bisnieto de nuestro laureado escritor Ciro Alegría, y que también estudiaba en la misma universidad de mi primo Paco, pero en la facultad de medicina. A Iván lo conocí cuando asistíamos a la Academia Nuevo Mundo de Trujillo. Yo me preparaba para lograr una vacante en ingeniería mecánica y él en medicina. Nuestras madres se hicieron muy amigas y, durante el tiempo que sus hijos estuvieron en la URSS, saber que ellas y nuestras familias se reunían y compartían hermosos momentos de amistad, nos ayudaba a sobrellevar la soledad y el extrañamiento que implicaba vivir en un país tan lejano y con una cultura casi diametralmente diferente a la nuestra.

Después de conocer la ciudad universitaria y la residencia de los jóvenes estudiantes de la universidad de Leningrado, siendo ya el atardecer, nos dirigimos a la casa de mi primo Edy, no sin antes recorrer a la luz de la puesta del sol algunas calles de esta ciudad que fue fundada en 1703 por Pedro El Grande.  Este zar se empecinó en hacer de Rusia un país moderno, más cercano a Europa, y trasladó la capital de Moscú a San Petersburgo en 1714, cambiándola por Petrogrado (en honor de su nombre). Desde entonces esta hermosa ciudad ha sufrido grandes transformaciones debido a las revoluciones políticas que la afectaron a lo largo de su historia. Así, en 1924 (bajo el poder de los comunistas) se cambió su nombre a Leningrado, en honor a Lenin, el fundador del estado soviético; y en 1991, luego de la caída del régimen socialista, recuperó su nombre: San Petersburgo.

Mi primo Edy vivía en un edificio de departamentos en un barrio no muy alejado del centro de Leningrado. Había que tomar un ascensor para llegar al quinto piso en el que residía con su esposa y el mayor de sus hijos, que a la sazón tendría como unos tres o cuatro años de edad. Al ingresar sentí el calor de un hogar. Mi primo Edy me recibió con un cálido abrazo y me presentó a su esposa y a su hermoso bebé.

Mientras cenábamos, nos pusimos al día recordando a nuestros amados familiares que estaban en el Perú, de cuánto los extrañábamos y de cómo a Edy, ya le faltaba muy poco para retornar al Perú, y reencontrase nuevamente con la familia. También fue parte de nuestra tertulia, la vida en la URSS, de los grandes avances que esta sociedad había alcanzado, así como también de los grandes déficits que aún se percibían. Pero hablar de política no era lo primordial en esos tiempos. Para suplir ese vacío estaba el arte, los deportes y la ciencia. Así que, de manera casi automática, nuestra conversación pasó a lo que sería el acontecimiento artístico de mi vida: la visita al —después de Louvre de París— segundo museo más grande del mundo, el Hermitage.

Aquella noche —después de despedir a mi primo Paco, que retornaba a la residencia estudiantil y prometerme venir a recogerme en la mañana para ir al museo— casi no pude dormir. En mi mente aparecían y desaparecían las imágenes de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos, como si ellos también compartieran la misma ansiedad que me embargaba. Mi corazón se estremecía pensando en cómo había llegado hasta el hogar de mi primo Edy, quien una vez me pareció inalcanzable, y ahora, departía con su esposa y su pequeño bebé, que hablaba el ruso mejor que yo.

Pero como el sueño llega sin avisar y nos desconecta del tiempo, muy pronto sentí la mano de mi primo Edy que me despertaba para desayunar. Su esposa había preparado un delicioso desayuno y pronto llegaría mi primo Paco para recogerme e ir al museo.

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Después de desayunar, salimos con Paco rumbo al museo. Caminamos hacia la estación más cercana del metro de San Petersburgo, que —con sus ciento once metros— es el más profundo del mundo, y cuando se desciende por las escaleras mecánicas para entrar en uno de sus múltiples vagones, se siente como si estuviéramos siendo tragados por la tierra. 

Luego de unos minutos, salimos a la superficie y nos encontramos en una de las principales avenidas de San Petersburgo, la Nevsky Prospekt, que conduce hasta el río Neva y, ahí, mirando a la derecha, aparece el Palacio de Invierno en todo su esplendor. Nos orientamos en dirección de la plaza Dvortsovaya (plaza del palacio) para admirarla como se debe. La plaza es inmensa y en ella se encuentran tres construcciones magníficas: la columna de Alejandro (que está en medio de la plaza), el museo Hermitage (que ocupa cinco edificios unidos: el Palacio de Invierno, el Teatro de Hermitage, el Hermitage Pequeño, el Hermitage Viejo y el Nuevo Hermitage), y el edificio del estado mayor de San Petersburgo.

Plaza de San Petersburgo

Museo Hermitage

Yo me quedé por un breve tiempo contemplando aquellas hermosas construcciones, y tratando de acostumbrarme a la idea de que estaba viviendo una experiencia real. Paco se percató de ese sublime sentimiento que se irradiaba de mi rostro juvenil, y tomándome del brazo me guío hasta una cola conformada por decenas de personas de toda edad, raza y nacionalidad, mientras él se encaminó a adquirir las entradas para ingresar al Hermitage.

Una vez dentro del museo, no pude evitar sentir un fuerte sobrecogimiento: en este fastuoso edificio construido por un gobierno despótico se albergaban las obras artísticas de los seres más refinados de la humanidad.  Recorrer sus salas es un in crescendo de sensaciones y sentimientos encontrados: la más bella de todas es la sala Malaquita con sus columnas, pilastras, chimeneas, lámparas de pie y mesitas que están decoradas con malaquita de los montes Urales. Y por ello, el verde vivo de la malaquita, combinado con el brillo del dorado y el mobiliario tapiado con seda de color frambuesa, consagran la impresión fantástica de esta sala.

Sala Malaquita

Según narran los historiadores rusos, este Palacio de Invierno era la residencia principal de los zares rusos, lo que ha determinado su carácter fastuoso. El Hermitage Pequeño fue construido para la vida privada de Catalina II. La emperatriz quería descansar de la vida oficial en un lugar más íntimo y cálido. Por ese motivo el palacio fue denominado “Hermitage”, palabra francesa que significa “ermita”, y a él solamente podían acceder sus invitados más allegados.

El Hermitage viejo fue construido en la década de 1770 para instalar la creciente colección artística de Catalina II. Ahora en este palacio se encuentran obras de los maestros del renacimiento italiano: se expone Judit, obra maestra de Giorgione, la poética Virgen de la Anunciación de Simone Martín y obras de Fra Angelico y Boticelli. Pero las gemas de la colección son dos cuadros de Leonardo da Vinci: la Madona Benois y la lacónica Madona Litta. Entre las obras de la célebre colección de Tiziano destaca San Sebastián, pintado al final de la vida del gran maestro veneciano.

Virgen de la Anunciación de Simone Martín


Madona Litta de Leonardo Da Vinci

En el edificio del Hermitage nuevo encontramos una parte de la colección de los maestros italianos, que fue construido por Nicolas I y abrió las puertas al público hace 150 años. Aquí se encuentra arte italiano de los siglos XIII al XVIII, La visión de San Agustín de Lippi, La virgen y el niño de Fra Angelico, El tañedor de laúd de Caravaggio. La única obra de Miguel Ángel, El niño en Cuclillas que estaba destinada al panteón de los Médici.

Niño en cuclillas de Miguel Ángel

En las salas grandes, decoradas con vasos de malaquita y lapislázuli, se encuentra la exposición de pintura italiana y la colección de pintura española, que ha sido considerada como una de las mejores fuera de España. En ella se puede ver obras de El Greco, Velázquez, Ribera, Zurbarán, Murillo y Goya. Además de las pinturas españolas, a principios del siglo XIX, se sumaron cuadros de maestros de los Países Bajos. Esta colección no es grande, pero tiene obras maestras de Robert Camping, Roger van del Weyden y Hugo van del Goes.

San Onofre de José de Ribera

Niño con un perro de Picasso

Las casi cuatro horas que duró nuestra permanencia en el Hermitage no fueron suficientes para apreciar todo lo que este lugar tiene para ofrecer al mundo entero. Se dice que, si una persona dedicara solo un minuto a contemplar cada pieza del museo, necesitaría cuatro años y medio, sin descanso, para verlas todas.  En total, en el Hermitage se exponen unos 3 millones de obras de arte (cuadros, esculturas, obras gráficas, hallazgos arqueológicos, monedas, medallas, objetos de artes aplicadas). Los materiales del museo se encuentran repartidos en 400 salas y, hoy, gracias a la tecnología informática, gran parte de este patrimonio de la humanidad se encuentra digitalizado y es posible acceder a él a través de la página web https://www.hermitagemuseum.org/

Mi primo Paco (izq) y yo (der con gorra) en el Hermitage

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Quien visite el Hermitage no podrá seguir siendo el mismo. Haber tenido el privilegio de estar en el Arca de Noé de la cultura universal es algo que toca las fibras más esenciales de nuestro ser. Fue en este lugar en que los otros ojos del alma se despertaron para engancharme con la sensibilidad de los hombres y mujeres de todas las épocas y lugares de nuestro mundo, que una vez fueron iluminados por la luz de la gracia o entenebrecidos por la oscuridad de las tinieblas.

Despertar la capacidad de ver los colores desde la tez de un niño pequeño, discernir las proporciones desde la visión teofónica de un pintor arrebatado en el espíritu, descubrir la amistad desde los trazos del amor entre un niño y su perro, sentir la plasticidad del cuerpo humano en los golpes guiados de un escultor universal y estremecerse con la oración de un anciano que ya perdió la conexión con este mundo, son experiencias y sentimientos que solo el arte puede hacer aflorar en todos y cada uno de nosotros. ¡Padres, maestros, expongan a los niños y adolescentes al influjo bienhechor del arte en cualesquiera de sus más sublimes expresiones y obtendrán ciudadanos refinados, sensibles y comprometidos!

Después de salir del museo, mi primo Paco y yo caminamos en silencio por breve tiempo por las calles de San Petersburgo, sintiendo que el Hermitage aún se proyectaba en la plasticidad de sus edificios, avenidas y plazas. He conocido muchas ciudades y pueblos de Rusia y de Europa, pero ninguno iguala a San Petersburgo en su romanticismo, magia y belleza. Tendría que escribirse muchos libros para poder expresar en toda su grandeza la historia, el sacrificio y la personalidad de esta ciudad y su gente.

Esa misma noche debía retornar a Moscú para reincorporarme a mis clases en la Universidad de la Amistad de los Pueblos y continuar —hasta donde la discreción lo permitiera— con mis planes de dejar la Unión Soviética.  Por ello, cuando me despedí de mis primos Paco y Edy y su familia en San Petersburgo, lo hice con la secreta incertidumbre de no saber cuándo los volvería a ver nuevamente.

En efecto, un año después, dejaba la URSS y me dirigía con destino a Berlín Occidental, en un viaje por tren, y de cuyas peripecias narro en mis memorias tituladas El muro de Berlín, a 25 años de su caída.

¿Qué fue de las vidas de mis primos Edy y Paco? Pues, Edy retornó al Perú con su esposa y tres hijos nacidos en San Petersburgo; algunos años después su amada esposa peterbursguesa falleció, dejándolos a él y a sus hermosos hijos, quienes en la actualidad son destacados profesionales que viven en EE.UU. Edy no solo incursionó en el campo profesional privado como arquitecto, sino que también ocupó importantes puestos como funcionario público en el Perú.

Mi primo Paco tuvo un hijo con una ciudadana rusa, de la que se separó. Hoy su primogénito viene a visitarlo a Trujillo, y hace poco tuve el agrado de conocerlo personalmente. Sigue la profesión de su padre y es consultor de importantes empresas extranjeras. Después de terminar los estudios en San Petersburgo, mi primo Paco viajó a Alemania, en donde se unió a una ciudadana alemana, con la cual tuvo dos hijos que radican en ese país. Y tan igual que su hermano Edy, también ha desplegado una amplia y fructífera trayectoria profesional en el campo privado, ocupando las gerencias de importantes consorcios en nuestro país. 

Y estas son las memorias de mi visita a la hermosa ciudad de Leningrado, hoy con su recuperado nombre, San Petersburgo. Moriré con la convicción de que mientras exista el Hermitage, la lucha del pueblo ruso por la democracia y la libertad genuinas tendrán en este bastión de la cultura una fuente inagotable de inspiración.

No quiero terminar estas memorias sin confesar que, por alguna razón que apenas he logrado discernir en las postrimerías de mi existencia, en cada ciudad y pueblo que visité durante mi estadía en Europa, siempre tuve la ingrata sensación de no ser merecedor de esas experiencias que inevitablemente me enriquecían como persona. Esta sensación también me acompañó cuando —muchos años después— salí del hospital como sobreviviente de una crisis de salud que me puso al borde de la muerte. Sin embargo, a estas alturas de mi vida, todo se aclara y puedo ver en retrospectiva el plan de Dios no solo para mí sino también para los que hoy forman parte de mi círculo de familiares, amigos y clientes más íntimo, y para quienes he tratado de ser —en la medida que los hechos y las circunstancias me lo han permitido— una influencia positiva hacia la tolerancia, el respeto a la naturaleza, el amor por la verdad y la justicia y, sobre todo, la confianza en un Ser Supremo que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).

Si algún día tengo nuevamente la oportunidad de retornar de visita a Rusia, lo primero que haré será volver a San Petersburgo y recorrer, aunque sea por cuatro horas más, este maravilloso museo que es el Hermitage y la ciudad misma.