Por Freddy Ortiz Regis
Cuando bajé del tren, lo primero que hice, fue preguntar a uno de los
guardias rusos que acompañaban en los vagones dónde podía tomar un taxi que
me llevara al centro de Berlín occidental. El guardia, que se encontraba absorto
con el paisaje nocturno de la ciudad de Berlín desde la altura de la explanada,
me respondió:
― No lo sé… Nunca he entrado a la ciudad…
Le di la mano, le agradecí por su compañía y comencé a
caminar hasta encontrar unas escaleras que me llevaron directamente a la sala
de revisión aduanera. Mi corazón latía a mil por hora. Había tenido un viaje
cargado de sobresaltos, desde Moscú hasta Berlín oeste, en el que casi perdí el
tren en Polonia y tuve que lidiar con los guardias de ese país que se habían
propuesto –a toda costa- encontrarme los dólares que con toda seguridad traía
desde Moscú.
Sacar dólares de la Unión Soviética (que así se llamaba por
esos años Rusia y sus repúblicas socialistas) era un delito que era penado con
sanciones muy severas. Por ello, antes de tomar el tren en Moscú que me llevaría
a Berlín, compré un radio a transistor. Lo abrí por la parte trasera y metí en
él cuatrocientos dólares americanos. Cuando el tren llegó a Varsovia subió un
tropel de guardias polacos con perros y, uno por uno, entraban a los cuartos de
los pasajeros revisando desde las paredes y resquicios de los vagones hasta la
ropa interior que llevábamos puesta los pasajeros.
― ¿Dónde están los dólares? ―me preguntó uno de los guardias
después de meter su mano por mi entrepierna y revisar cada pulgada de mi
habitación.
No sé de dónde me salió serenidad y sangre fía para no
ponerme nervioso.
― No llevo dólares, señor ―le respondí tajantemente.
― Y ¿cómo te vas Berlín sin dinero? ―me preguntó.
― Me voy a Berlín sin dinero porque no es legal sacar
dólares de la Unión Soviética y porque mis amigos allá me esperan ―le respondí.
El guardia me miró fijamente y luego desvió su atención
hacia la mesita en donde estaba mi radio
a transistor transmitiendo la programación de radio Moscú. Mi corazón
comenzó a latir fuertemente. Luego miró a su compañero, que sostenía a un perro
pastor alemán, y le dijo: “¡Vámonos!”.
En esa época aún no creía en Dios pues había dejado de creer
en él en los albores de mi adolescencia, cuando impregnado de la propaganda
socialista me había convencido que la justicia en el mundo no podría provenir
de un Dios al que no veía sino de la acción revolucionaria de los pueblos en su
lucha por la libertad y la justicia.
Por eso, cuando los guardias abandonaron mi habitación del
vagón del tren, no tenía a quién agradecer sino solo exhalé un profundo
suspiro de alivio.
Pero ahora estaba en Berlín porque me había desilusionado
del sistema socialista, en el que lejos de encontrar la justicia y la libertad,
había constatado todo lo contrario: Que la justicia tenía un color―el color del
Partido― y que la libertad solo existía para las élites gobernantes quienes
tenían el patrimonio de decidir quién era libre y quién no.
De las peripecias y sobresaltos que pasé para lograr una
visa de salida de Rusia será motivo de escribir otro artículo; pero por ahora
continuaré relatando mi paso por el Muro de Berlín. La carga emocional tan
grande que tuve que soportar para salir de Rusia, mi paso por el este europeo y
la experiencia tenida con los guardias polacos, me habían predispuesto
desfavorablemente al momento de enfrentar la revisión aduanera en la estación
de Berlín occidental.
Pero mi sorpresa sería muy grande pues yo me imaginaba hacer
frente a otro grupo de guardias armados y con perros. Pero la persona que me
recibió era un joven alemán, con el pelo hasta los hombros, que mascaba chicle
y escuchaba su walkman con los audífonos colocados a todo volumen.
― Buenas noches ―me dijo en inglés.
― Buenas noches ―le respondí.
― Abra su maleta por favor ― me dijo sin quitarse los
audífonos y sin dejar de moverse al son de la música.
Yo abrí mi maleta. El joven metió la mano y revolvió mis
cosas ligeramente, y con una sonrisa me dijo:
―Está bien. Bienvenido a Berlín.
Salí de la estación del tren con la única maleta que traía.
Era como las once de la noche y la ciudad vivía su vida nocturna. Lo primero
que llamó mi atención fue el sistema de transporte. Todo era un lujo: los autos
particulares eran de último modelo, los taxis eran de la marca Mercedes Benz al
igual que los buses del servicio urbano que lucían maravillosamente iluminados
con sus dos pisos llenos de personas cómodamente sentadas.
Yo me acerqué a un paradero de taxis pensando cuánto me
costaría el servicio. Me atendió una dama, me ayudó a poner mi equipaje en la
maletera y en un perfecto inglés me pidió la dirección a donde me llevaría. Yo
le di la dirección y partimos inmediatamente recorriendo la ciudad que me cautivó
más y más a medida que avanzábamos por sus calles y avenidas.
Cuando llegamos, la dama detuvo el taxi en la entrada de un
edificio multifamiliar de unos diez pisos más
o menos. Yo le pregunté cuánto le debía, y ella me dijo que era cuatro
marcos. “¿Marcos?”, pensé. ¡Recién me daba cuenta que estaba en Alemania, que
se usaba otra moneda, y que no tenía
marcos… sino dólares!
Yo me puse nervioso y la dama del taxi me preguntó si pasaba
algo. Yo le respondí que en mi equipaje traía el dinero. Bajamos. Abrió la
maletera y me entregó mi equipaje. Yo saqué el radio a transistor (mientras
ella me miraba con sus hermosos ojos azules veinteañeros) y procedí a sacar los
cuatrocientos dólares en billetes de cien…
La dama del taxi sonrió y me preguntó si no tenía marcos. Yo
le respondí que acababa de llegar a Berlín procedente de Moscú y eso era todo
lo que tenía.
Ella sonrió y me dijo:
―No se preocupe. Para otra vez será.
Me dio la mano y se dirigió al taxi para perderse en la luminosa noche berlinesa, mientras un sentimiento, mezcla de culpa y vergüenza, me dominaba irremediablemente.
Pero esto no era sino el comienzo de una serie de aventuras
y experiencias que tendría en el llamado ―por esa época― “mundo libre”.
Cuando toqué la puerta del compatriota que me habían
recomendado me daría hospedaje (pues no lo conocía personalmente), me llevé
otra sorpresa: El muchacho estaba durmiendo con una amiguita y no podía
recibirme en ese momento.
Y ahora, ¿dónde pasaría la noche?, fue lo primero que pensé. Era un recién llegado a una ciudad que no conocía, tenía cuatrocientos dólares en el bolsillo, y me tenían que durar hasta que
encontrara trabajo. Esa noche, el desván del edificio fue mi posada hasta el
día siguiente en que mi compatriota me abrió sus puertas. Teddy Huancaruna era
su nombre y llegamos a ser buenos amigos.
Una de las pocas fotografías que sobrevivieron de mi estadía en Berlín oeste |
Esta es la breve historia de cómo llegué a Berlín occidental
cuando aún existía el muro que dividía a la capital de la antigua Alemania en dos: Una parte en la
Alemania comunista , y la otra, como un enclave del capitalismo y del mundo
libre, en el seno de una sociedad que se autoproclamaba socialista.
Han transcurrido 25 años de aquel inolvidable día en que el
muro fue derribado por el irrefrenable peso de la historia que se inclina
siempre en dirección de la libertad y la justicia. Con el muro cayeron después
los regímenes autoritarios que eran sus bases y sus cimientos, dando inicio a
una nueva era en la historia del pensamiento humano.
Cuando el muro cayó yo había retornado a mi país y en mi
corazón también fueron derribados los muros que me separaban del conocimiento
de Dios y de la verdad. Mi ateísmo adolescente fue sustituido por la fe en
Cristo como el único Señor y Salvador no solo de mi vida sino del mundo entero.
El tiempo me ha enseñado que los proyectos humanos solo son
consecuentes con la libertad y la justicia si están fundamentados en la
obediencia a los preceptos divinos y no en los egoístas intereses humanos. Y no
cabe duda que la caída del muro de Berlín estaba entre los proyectos de Dios
para la humanidad, pues, a partir de ahí millones de corazones de la Europa del
este se abrieron al conocimiento de Jesús y de las profecías que anuncian su
segunda venida.