sábado, 21 de julio de 2018

Viera Nicolaevna (memorias)




Por Freddy Ortiz Regis

Cuando llegamos a Moscú era la postrimería de la estación del otoño. En unos días comenzaría el crudo invierno ruso, y después de pasar por todos los controles médicos y soportar la cuarentena de rigor (no poder salir a la calle y pasarnos todo el día viendo TV o leyendo una que otra revista), llegó, por fin, el primer día de clases.

Todo el primer año lo pasaríamos estudiando la lengua en que habríamos de sobrellevar la carga académica de la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú. Antes de llegar a Rusia ya había estudiado un curso básico del idioma en la ciudad de Trujillo, Perú, a la que llegué a vivir cuando apenas tenía doce años. Precisamente, uno de los rubros de la evaluación para poder ganar la beca de estudios a la —en ese entonces— Unión Soviética era responder un cuestionario de preguntas en el idioma ruso.

Mi primer contacto con este idioma fue a través de mi amigo Nicolás Barrutia. Él había estudiado historia en la misma universidad a la cual ahora yo había llegado con muchas ilusiones y una gran dosis de ansiedad. Pero, Nicolás, no solo me puso en contacto con esta hermosa lengua que tiene el alfabeto griego y la gramática del latín, sino que, además, sembró en mi corazón el anhelo de conocer la tierra del gran Vladimir Ilich Ulianov (Lenin) y comprobar “con mis propios ojos” las maravillas que el socialismo había logrado en la llamada URSS.

Lo cierto es que Nicolás solo había tenido ojos para mirar lo más hermoso de Rusia… Bastaba escucharlo hablar de este país para comenzar a imaginarnos cómo sería el paraíso. Sus ojos vivaces, que se mostraban detrás de unas gafas muy parecidas a las de Gandhi, adquirían un brillo diferente cuando hablaba del país del socialismo triunfante, y su voz, una voz agamuzada que le era tan característica, nos transportaba hacia paisajes en donde sí era posible la justicia, la igualdad y, sobre todo, la alegría. Quienquiera que veía a Nicolás por la primera vez, pensaba que era natural de la India. Eso fue lo que a mí también me pasó cuando me lo presentaron en la Casa de la Amistad Peruano-Soviética, que estaba ubicada a pocos metros de la esquina que conforman las calles Colón y San Martín.

Desde ese momento surgió entre nosotros una gran amistad que duró todo el tiempo que estudié en aquel lugar el idioma ruso y aprendí los fundamentos del materialismo dialéctico e histórico, que Nicolás también impartía con sagrada devoción. Después del día que nos despedimos para viajar a Moscú no lo volví a ver nunca más. He tenido muchos intentos fallidos de encontrarlo, pero no para confesarle mi desasosiego por la frustración que me significó el sistema socialista, sino, sobre todo, para volver a verlo, darle un abrazo y compartirle lo más hermoso que descubrí en el pueblo ruso: su nobleza.

Y ahora había llegado el día del primer día de clases… Después de pasar por los controles de rigor, finalmente, me tocó un aula conformada por solamente seis estudiantes —dos peruanos, un mexicano, un dominicano, un colombiano y un salvadoreño—. La disposición de los muebles era una gran mesa semicircular ante la cual estaban sentados los estudiantes, y frente a ella, en el centro, el profesor. Centenares de jóvenes provenientes de los cinco continentes se habían reunido para buscar sus aulas e integrarse a los grupos de estudio del idioma ruso. Muchos nos mirábamos y sonreíamos tratando de calmar un poco los nervios y la ansiedad propios del primer día de clases. Hasta entonces hablábamos diferentes lenguas, pero, poco a poco, ese muro de separación habría de ir cayendo por acción del idioma ruso que derribaría las diferencias idiomáticas y nos permitiría acercar no solo nuestras culturas sino también nuestros sentimientos.

En el caso de los latinos, fue Viera Nicolaevna la culpable de que cayera ese muro de separación. Cuando ingresó al aula todos hicimos silencio y nos pusimos de pie por invitación del director académico del área de idiomas que la acompañaba. Hablando un perfecto español, el funcionario nos presentó a quien iba a ser nuestra docente de idioma ruso por el primer año de estudios en la Universidad. Luego se retiró y nos dejó con Viera, quien colocando una mano sobre la mesa y dibujando una amplia y fresca sonrisa nos saludó y dio la bienvenida con esa fría cortesía que habría de ser su sello durante todo el tiempo que duró nuestros estudios bajo su guía y dirección.

Viera era una mujer de —en ese entonces— unos sesenta y cinco años de edad. Su rostro dejaba traslucir una belleza que le había acompañado durante toda su vida. Sus intensos ojos azules parecían no haber sucumbido al paso de los años. A diferencia de otras profesoras, que eran más jóvenes y de cuerpos mas estilizados, Viera era subidita de peso y su rostro, rechoncho y agradable, al que se sumaba una voz maternal y muy femenina, le daban la gracia de una madre amorosa y consentidora.

Pero Viera no era ni amorosa ni consentidora. Es probable que por haber enseñado el ruso a alumnos latinos por más de treinta años estos atributos solo engañaban a quienes se quedaban de ella con la primera impresión. Viera Nicolaevna —en Rusia, el antropónimo de una persona consta de tres elementos: nombre, patrónimo y apellido; por ejemplo, Antón Pávlovich Chejóv  (Antón, hijo de Pável Chéjov), Anna Pávlovna Pávlova  (Anna, hija de Pável Pávlov), Serguéi Mijáilovich Einsenstein  (Serguéi, hijo de Mijaíl Eisenstein)— era firme y, en algunas circunstancias, dura. Tenía que serlo. Tratar con jóvenes provenientes de América Latina no era una cosa fácil. Mientras los jóvenes de la India, Sri Lanka o de algún país emergente del Asia se caracterizaban por su docilidad y permeabilidad, los alumnos latinos éramos todo lo contrario.

Una noche, la comunidad de estudiantes latinos hizo una fiesta entre semana. La diversión duró hasta altas hora de la madrugada, y como es natural para nosotros, decidimos no ir a clases al día siguiente. Al amanecer, una hora después del inicio de clases, las puertas de los dormitorios de los latinos eran golpeadas con frenesí. Al abrir la puerta nos dimos con la sorpresa que era Viera Nicolaevna acompañada de uno de los supervisores académicos de la universidad. Sus ojos azules parecían despedir llamaradas de fuego mientras el supervisor, gritando y tratando furiosamente de apagar un moderno equipo de sonido que teníamos en la habitación, nos emplazaba a alistarnos para ir a clases.

Al llegar al salón de clase, encontramos a Viera Nicolaevna con la cabeza enterrada entre sus apuntes. Aún somnolientos, ingresamos lenta y silenciosamente al aula. Al levantar su mirada hacia nosotros advertimos que sus ojos estaban inflamados por un llanto reciente. Con esa voz maternal pero firme que ya le habíamos reconocido desde el primer día de clases, nos dijo que no nos iba a ofrecer disculpas por lo ocurrido porque nosotros teníamos un compromiso con nuestros países, de donde habíamos venido para labrarnos un futuro mejor. Añadió que nada justificaba —a no ser una enfermedad o un evento de fuerza mayor— dejarla plantada con la clase y retrasar el cronograma de enseñanza que la universidad había programado para el presente año lectivo.

Nadie dijo una sola palabra (aunque para nuestros adentros la estábamos maldiciendo por haberse metido en nuestra vida privada). Sin embargo, desde lo ocurrido, el carácter de Viera Nicolaevna como que aflojó un poco. Ahora celebraba las bromas que le hacían David (el colombiano) y Jaime (el salvadoreño, pero criado en México). Este par podían volver loca a cualquier persona. David la galanteaba descaradamente, y Jaime hablaba —mejor dicho, gritaba— como si todos estuvieran a cincuenta metros de él. Sus gritos eran tan fuertes que un día la profesora de la clase contigua tuvo que pedirle que moderara la intensidad de su voz. Este Jaime era más mexicano que el verdadero mexicano que también formaba parte de nuestra clase, cuyo nombre era Adrián. Y este Adrián parecía como si siempre estuviera asustado. Cómo le costaba pronunciar el ruso. Viera Nicolaevna mudaba su rostro en mil colores cuando escuchaba a Adrián cumplir con la rutina de los ejercicios en clase. Un día, le ordenó que no viniera a clase, sino que se quedara toda la jornada en el laboratorio de idiomas de la universidad en donde estaban disponibles los equipos de audio con grabaciones en alta fidelidad de las palabras y fonemas del idioma ruso. En una oportunidad, Adrián, en un arranque de desesperación, le preguntó a Viera Nicolaevna por qué en ruso la vocal “o” cuando no le recae el golpe de voz se pronuncia como “a”. Viera —con esa facultad que tenía para mezclar la risa con la conmiseración— le respondió no a él sino a todos:

—Nunca pregunten por qué en el estudio de un idioma. Las lenguas no se generan ni evolucionan por un porqué sino por factores relacionados con el desarrollo cerebral y la experiencia histórica de los pueblos. En el lenguaje hay cosas que rebasan el concepto de la lógica, y es natural porque el lenguaje es un producto social. Por ejemplo, ustedes, en español, preguntan cuando quieren saber el tiempo: “¿qué hora tienes?”. Pero yo les pregunto: ¿el tiempo se tiene o es? El tiempo es algo abstracto, por lo que según las reglas de la lógica no se puede tener; en cambio, por ser una dimensión está en el plano de lo ontológico, de lo que es. Por ello, en ruso, no preguntamos “qué hora tiene” sino “qué hora es”.

Yo no sé si Adrián entendió lo que Viera Nicolaevna respondió, pero estaba claro que la respuesta no era solo para él…

Los que menos dolores de cabeza le dábamos a Viera Nicolaevna, éramos, a no dudarlo, mi compatriota Alberto, el dominicano Enrique y yo. Y esto, porque no solo teníamos una mejor actitud frente a la clase sino porque, además, sacábamos las mejores calificaciones. Sin embargo, un día, Viera Nicolaevna, como para que no nos envaneciéramos neciamente, nos dijo a boca de jarro que “en la tierra de los ciegos (refiriéndose a David, Jaime y Adrián), los tuertos son príncipes”.

Así era Viera Nicolaevna. Las otras profesoras de lengua rusa hasta invitaban a sus alumnos a sus casas para tomar el té o compartir un rato agradable al calor de sus hogares. Nosotros, en cambio, solo esperábamos que ese día llegara en la vida de Viera Nicolaevna y sus alumnos de América Latina. Pero ese día nunca llegó. Viera Nicolaevna solo estaba con nosotros en los momentos oficiales y protocolares programados por la universidad. La foto que aparece a continuación registra una visita a la casa museo de algún personaje de la historia rusa que la memoria no me ha permitido retener. Ahí aparecen—yendo en dirección de derecha hacia la izquierda—: Acocha de Nigeria, la profesora de ruso en lengua inglesa (con gorro), Mteto y Aicha, también de Nigeria, cuatro estudiantes varones de la India, una estudiante de Chipre, la profesora de ruso en lengua griega (con gorro), dos jóvenes mujeres, también de Chipre, Enrique de República Dominicana y yo. Viera Nicolaevna no aparece (probablemente es quien toma la foto) como no aparece en ninguna de las pocas fotografías que sobrevivieron a mi travesía por Europa después de abandonar Rusia.  


Docentes rusas y alumnos de la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú

Después de terminar el primer año académico de la Universidad, estábamos listos para comenzar los estudios de la carrera que habíamos elegido, en mi caso economía. El ruso había dejado de ser una incógnita para nosotros. Ahora podíamos caminar por las avenidas, subir a un transporte público o leer los titulares de los periódicos en las calles y entender de qué estaban hablando o escribiendo los soviéticos en su multifacética forma de vida. Mucho me acuerdo de un grupo de brasileros que conocí los primeros días de mi llegada a Moscú, y con quienes podíamos conversar aún en nuestros propios idiomas, pero entendiéndonos a medias. Después de haber aprendido el ruso pusimos a un costado el español y el portugués y comenzamos a dialogar con mayor entendimiento en la nueva lengua que ahora nos cobijaba. ¡Qué maravilla era el lenguaje! ¡Qué gran conquista de nuestros cerebros fue haber evolucionado al punto de poder intercambiar unos con otros no solo los deseos de nuestras mentes y corazones, sino también la forma como cada uno interpretaba el mundo! ¡Qué satisfacción ver a Adrián, el mexicano, dialogando con jóvenes de distintas lenguas sobre aspectos relacionados a la carga académica o simplemente intercambiando ideas y experiencias acerca de sus propias culturas! Este fue el mayor regalo que Viera Nicolaevna dejó a su pequeño grupo de alumnos latinos de la Universidad de la Amistad de los Pueblos. Siguiendo el curso natural del tiempo, éste debe de haber traspasado ya a la vieja maestra, que descansará según la fe que hubiere atesorado en la vida. Y, como los seres que han trascendido al tiempo y al espacio, María Nicolaevna, no nos dejó nada tangible ni compartió con nosotros las sutilezas en que suelen enseñorearse los placeres de la vida; ella nos dejó un legado espiritual, una perspectiva del maestro por encima del profesor. Por ello he escrito estas memorias para que quienes las lean y la reconozcan, puedan rendirle un secreto tributo a la mujer que nos ayudó a ampliar nuestros horizontes y a reconocer que nada —con excepción del egoísta corazón humano— existe para servirse a sí mismo. 

En las vacaciones del primer año —cuando la estación estival había borrado ya de nuestra memoria el frío y níveo paisaje del largo invierno moscovita— me alisté en una brigada de trabajo estudiantil en Kazajtán, una república soviética al norte de China. Los hechos y ocurrencias que me marcaron en ese bello lugar están registrados en mi artículo titulado Memorias de mi estancia en la república de Kazajtán con la brigada de trabajo de la universidad Drushba Naródav de Moscú 







jueves, 14 de junio de 2018

Marina (memorias)



Por Freddy Ortiz Regis

Después de abandonar la Unión Soviética (antiguo nombre de la actual Rusia) me dirigí a la ciudad de Berlín Oeste. Las memorias de mi llegada y parte de mi estadía en esa ciudad están descritas en mi publicación del 9 de noviembre de 2014 titulada “El muro de Berlín, a 25 años de su caída”.
Al llegar, las primeras personas que me dieron posada fueron los hermanos chiclayanos Huancaruna. Ellos residían como estudiantes en esa moderna ciudad que había sido dividida como consecuencia de la segunda guerra mundial y constituía un enclave del capitalismo en el corazón de la Alemania Oriental, que formaba parte de los países satélites de la Unión Soviética. No recuerdo qué estudiaba el menor de los hermanos, pero el mayor, Teddy, seguía una carrera relacionada con las ciencias alimentarias. Ellos se alternaban en darme el alojamiento, de modo que unos días pernoctaba en el departamento del mayor, y otros, en el departamento del menor.
El poco dinero con el que había salido de Moscú lo empleaba en adquirir algunas cosas que consideraba necesarias para el sustento. Y aunque los Huancaruna nunca me pidieron nada y siempre rechazaban lo poco que podía aportar, yo sentía que era la única forma como podía retribuirles su generosa hospitalidad.
Los hermanos Huancaruna hablaban muy bien el alemán. El mayor, Teddy, era más comunicativo y sociable, a diferencia de su hermano –cuyo nombre también he olvidado– que era un tanto reservado y menos locuaz.  Sin embargo, cuando nos poníamos de acuerdo para ir a un bar o a una discoteca, los roles se intercambiaban. Teddy pasaba a ser el reservado, y su hermano, dejaba su manto de seriedad para exhibirse como un chico alegre y vivaz.
Estos eran los mejores momentos que pasaba en la compañía de los hermanos Huancaruna. Yo percibía que —como yo— también sufrían la extrañeza de la patria y de la familia, a lo que se sumaba la fuerte exigencia académica de los estudios. Por ello, las pocas veces que salíamos a alegrarnos por la ciudad de Berlín, lo hacíamos con mucha energía y entrega.
Una noche —de esas que solíamos ir a uno que otro bar para degustar algunos tragos y entregarnos a los placeres de la risa y la plática desenfadada— advertimos que en una de las mesas estaba un grupo de latinos que hablaban en ruso con dos mujeres.
Teddy me dijo:
Oye, Freddy, ¿me parece que en esa mesa están hablando en ruso, o me equivoco?
No te equivocas, Teddy. En efecto, están hablando en ruso.
Su hermano, me dijo:
¿Por qué no te acercas a ellos y les saludas? ¿Te has fijado que los patas parecen ser peruanos?
Los peruanos tenemos un biotipo que es muy particular en el concierto de los países latinoamericanos y solo nos podían confundir con los bolivianos.
Bueno —le respondí— podrían ser bolivianos, también.
No lo creo —intervino Teddy—. Los bolivianos tienen un seseo que es inconfundible, aun hablando un idioma extranjero.
Yo me quedé un buen rato pensativo. Y observando disimuladamente a los del grupo, llegué a la conclusión que los hermanos Huancaruna estaban en lo cierto.
Sí, amigos. Creo que tienen razón.
Anda, ve. Preséntate —me dijeron los dos casi al unísono.  
Yo dudé un poco, pero la idea de conocer a otros compatriotas que —como yo— también hubieran abandonado la Unión Soviética, fue más fuerte que cualquier reticencia mía.
Está bien, iré.
Me levanté de mi asiento y me acerqué lentamente a la mesa. En ella había tres jóvenes varones y dos mujeres.
Hola —les dije en ruso.
Los cinco dejaron de conversar y se quedaron mirándome, amigablemente.
Hola —me respondió, adelantándose, una de las jóvenes.
Hola —me respondieron los demás en ruso.
¿Puedo sentarme?
Todos asinteron.
Resulta que los tres varones eran dos peruanos y un paraguayo; mientras que las mujeres eran dos jóvenes rusas que vivían en Berlín. Los jóvenes latinos estaban de paso en la ciudad de retorno a Rusia, específicamente a la ciudad de Leningrado (hoy San Petersburgo). Apenas se habían conocido en el bar y ya habían entablado una grata tertulia.
Después de indagar todo cuanto pudieron sobre mí, y yo de ellos, pasamos a conversar sobre la ciudad de Berlín que, a los que estaban de paso, les parecía fascinante.
Tragos van, tragos vienen, el tiempo avanzó inexorablemente. Los jóvenes tenían que retirarse porque a las primeras horas del alba debían abordar el tren que los llevaría de retorno a Moscú para, posteriormente, tomar el que los trasladaría hasta Leningrado. Una de las jóvenes, la de menor edad, se fue con ellos y en la mesa solo quedamos Marina y yo.
Cuando me volví para mirar hacia la mesa en que había dejado a los hermanos Huancaruna, ésta estaba ocupada por otras personas. Así que no me quedaba más alternativa que quedarme en la mesa, acompañando a Marina, y pensando en dónde pasaría la noche porque el bar se encontraba en un lugar al que solo los hermanos Huancaruna sabían llegar.
Marina pareció notar mi aprehensión y sonriendo me dijo:
¿Cómo me dijiste que te llamabas?
— Freddy —le respondí.
— Yo soy Marina —me dijo creyendo que no había retenido su nombre.
    Sí, claro, Marina —le respondí.
Se hizo un largo silencio entre los dos, que ella rompió con la misma sonrisa.
— ¿Estás preocupado por tus amigos?
A la verdad, no solo estaba preocupado sino también asustado.  
— Es que no sé en qué momento los he perdido de vista.
— Ellos se despidieron de ti —me dijo, mientras llevaba a sus labios el último sorbo de cerveza que quedaba en su vaso.
No lo podía creer. “¡Cómo no me había percatado de esto!”, me dije para mis adentros.
En eso, se acercó una joven para preguntar si íbamos a pedir más bebida, a lo que ella asintió pidiendo dos vasos más de cerveza.
— No te preocupes más, Freddy —me dijo apretando su mano sobre la mía—. Yo no vivo muy lejos de aquí, así que puedes pasar la noche en mi departamento.
Si Marina se había propuesto calmar mi ansiedad, lo único que había conseguido era el efecto contrario. Yo nunca había pasado la noche en el departamento de ninguna mujer, y menos, en el de una desconocida aún para mí.


Pero no solo pasaría solamente esa noche en su departamento, sino que —con su ayuda— al día siguiente pude llegar hasta la casa de Teddy Huancaruna para retirar de ahí mi austero equipaje y darle las gracias por su generosa hospitalidad.
Marina vivía sola en un apartamento que quedaba en el tercer piso de una antigua casona muy cerca del zoológico de Berlín por la Friedrichstraße. Cuando le pregunté de qué parte de la Unión Soviética era, ella me dijo que había nacido en Kaliningrado, pero que se había criado en Volgogrado. Y cuando le hice más preguntas, sobre todo, cómo es que vivía en Berlín, me respondió que la historia era muy larga y que algún día me contaría todo.  
Una de esas tardes en que solía irse del departamento a trabajar (nunca me dijo en qué trabajaba ni en dónde), encontré un álbum de fotos con algunas relativas a su familia y a su niñez. Ahí aparecía ella como de unos cinco años de edad, vistiendo un vestido blanco. Su pelo rubio y sus ojos azules intensos como el cielo resplandecían destacándose como lo más hermoso de su pequeña figura infantil.
Y Marina se había quedado pequeña. Cuando yo vivía en Moscú nunca había superado en estatura a mujer rusa alguna, así que con Marina yo me sentía alto, pues, su estatura, no pasaba de un metro con cincuenta y cinco centímetros aproximadamente. Pero lo que a Marina le faltaba en altura, le sobraba en grosor: era gordita, piernas y brazos robustos, anchas caderas y poderosos senos que se apretaban jugosos debajo de su entallada blusa, contrastando todo, con su pequeño rostro de niña, sus ojos azules y sus sonrosadas mejillas; como las mejillas de las mujeres del Ande de mi país cuando bajan al nivel del mar.
La vida de Marina no sé si era triste o feliz. Todas las noches salíamos a uno que otro bar y no regresábamos hasta pasada la una o las dos de la madrugada. Yo me sentía exhausto porque siempre me había acostumbrado a dormir a las diez u once la noche. Y cuando los primeros rayos del sol entraban por las ventanas del departamento de María yo me levantaba sin hacer mucho ruido para no despertarla, recogía la colchoneta en la que dormía, preparaba el desayuno, hacía la limpieza y luego descendía por el ascensor hasta la calle en busca de un empleo que me permitiera obtener algunos ingresos para seguir subsistiendo en esta moderna y exigente ciudad.
Cuando yo retornaba, pasado un poco el mediodía, ya no la encontraba. Ella había comprado comida para los dos y me dejaba mi parte en el interior de un horno eléctrico. Cuando no compraba nada, entonces me dejaba diez marcos para que coma algo por la calle. Su departamento constaba solamente de tres ambientes: el dormitorio, que era el más amplio, la cocina y los servicios higiénicos. Yo dormía en la cocina, sobre una colchoneta que enrollaba apenas me levantaba y colocaba sigilosamente en una esquina de su habitación. Los primeros días se me hicieron muy difíciles para conciliar el sueño: sus ronquidos eran tan potentes que no sé cómo los vecinos no protestaban. Y así como empezaba, de pronto, dejaba de roncar, y entonces parecía que la noche recién era noche y que las puertas del mundo de lo onírico se abrían para dejarme entrar.
La habitación de Marina daba la impresión que se había detenido en el tiempo de la segunda guerra mundial. Los pocos muebles que había eran todos de madera: la cama, una mesa redonda en el centro, una cómoda sobre el que se apilaban libros en alemán y en ruso dejando muy poco de espacio para sus únicos artículos de belleza: un juego de peinetas y uno que otro perfume, un ropero de dos cuerpos con un amplio espejo en el centro, un sillón y dos sillas. No había radio y menos televisión. Pensé que tal vez podía tener un tocadiscos, pero nunca pude encontrarlo.
Y así transcurrían mis días al amparo de la hospitalidad de Marina. Mientras las semanas iban pasando y el poco dinero que había traído de Moscú se me iba desvaneciendo, mi angustia iba en aumento. Pero Marina parecía que tenía un sexto sentido, y siempre me decía que hasta que no consiguiera un empleo su casa y sus recursos (que no sabía de dónde los obtenía) estaban disponibles para mí.
Los fines de semana —en que ella no trabajaba— solíamos dormir hasta casi el mediodía. Nos aseábamos y salíamos a recorrer la ciudad de Berlín, en especial, los barrios que están en las riberas de los ríos Esprea, Havel, Panke, Dahme y Wuhle que fluyen tranquilamente por la ciudad. Yo esperaba con ansias los fines de semana porque podíamos comer en algún restaurante, pasear al aire libre, conversar y reírnos de la vida y, lo más importante, en esos días no nos acercábamos ni por broma a los bares a los que solíamos ir todas las noches y permanecer ahí hasta las primeras horas de la madrugada.
Uno de esos fines de semana —no recuerdo si fue un sábado o un domingo por la tarde— Marina me dijo que íbamos a ir a visitar a unos amigos chilenos que vivían a casi unos veinte minutos de viaje en el metro de Berlín. Yo me sorprendí porque hasta ese momento había llegado a la conclusión de que solamente yo era su amigo.
No pude ocultar mi inquietud pues nunca me había hablado de ellos. Cuando le pregunté cómo así los conocía, me respondió:
— Ellos son refugiados que han obtenido asilo político.
Yo pensé que eran refugiados chilenos que estaban siendo perseguidos por sus ideas y que provenían de algún país de la órbita soviética.
— No. Ellos son perseguidos políticos de la dictadura de Pinochet —me respondió.
En el año 1973, las fuerzas armadas chilenas derrocaron al presidente constitucional Salvador Allende inaugurando un estado dictatorial y de terror con el objetivo de exterminar toda manifestación de las fuerzas políticas de la izquierda marxista. Esto dio origen a que miles de chilenos de izquierda abandonaran su país y solicitaran asilo político en las democracias de occidente, entre ellas, Alemania.
Y en tanto ella me hablaba de esos chilenos que habían logrado el asilo en Berlín, el taxi que nos conducía recorría las avenidas y calles, mientras la tarde comenzaba a decaer para ceder el paso a la vertiginosa vida nocturna de esta gran ciudad.
Cuando llegamos al lugar donde vivían sus amigos chilenos, tuvimos que subir hasta el segundo piso de una casona, también tan antigua como la casa en donde vivía Marina. Al llegar, ella tocó la puerta y una voz —con ese dejo tan peculiar que tienen los chilenos al hablar— preguntó en alemán quién era.
— Soy yo, Marina —respondió también en alemán.
Al abrirse la puerta apareció la figura de un hombre como de unos 38 años de edad. Después de saludar a Marina con un beso en la mejilla, desplazó su mirada hacia mí.
— Es un amigo peruano —le dijo Marina, adelantándose para calmar la indisimulada aprehensión que se reflejaba en su rostro.
Después de extenderme la mano, nos hizo pasar a la casa. El departamento era mucho más grande que el de Marina. La sala casi duplicaba en tamaño y hacia el fondo se podía ver hasta tres puertas que comunicaban a otras habitaciones.
De pronto, aparecieron dos hombres más. También eran chilenos y saludaron a Marina con un beso en la mejilla. Como el anterior, ambos dirigieron sus miradas hacia mi persona. Al enterarse que era peruano, se acercaron a mí y me extendieron la mano sin expresar ningún sentimiento en sus rostros.
Me incomodó que el tema inicial de conversación fuera mi persona. Querían saber todo de mí: De qué parte del Perú era. Quiénes eran mis padres. Cómo llegué a Rusia. Qué estaba estudiando. Por qué salí de Rusia. Qué opinión tenía del sistema socialista. Que si las mujeres rusas eran tan retacas como Marina. Etc., etc., etc. Yo les respondía haciendo un profundo esfuerzo por ocultar mi desazón por su forma de hablar y comportarse. Cuando vivía en Moscú compartí, por una temporada, mi habitación con un chileno, un ruso y un joven africano. Mis relaciones con el chileno nunca fueron buenas porque estuvieron basadas en la hipocresía. Yo percibía que el chileno se daba aires de superioridad conmigo, y a esto se añadía mi visceral rechazo por ese acento que le imprimen a sus expresiones que delata una superficial y cruda conexión con la realidad y las personas.
Después de que se cansaron de hurgar en mi vida, se dieron cuenta de que Marina se sentía tan incómoda como yo. Ella se había mantenido al margen de la conversación pues el español que decía conocer no le alcanzaba para entender el interrogatorio al que me habían sometido sus amigos. Luego, pasaron a hablar con ella en alemán, y ahora me tocó el turno de encontrarme en el limbo: el alemán que había estudiado en los cinco años de la educación media no me alcanzaba para entender su plática.
De pronto, María tomó su bolso y le dio dinero a uno de los chilenos, quien salió presto hacia la calle. Al rato retornó con tres cajas de cerveza y dos pizzas grandes. Uno de ellos colocó un casete en una radiograbadora y con gran potencia comenzó a escucharse los cánticos de los trovadores chilenos de izquierda, muchos de ellos ya asesinados por la dictadura pinochetista.
Y mientras las horas de la noche avanzaban, el licor iba haciendo sus estragos. Marina estaba más sonrosada que nunca y los chilenos cantaban a viva voz sin importarles que podían estar incomodando a los vecinos. Uno de ellos se me acercó y me rodeó por los hombros con su brazo derecho pretendiendo obligarme a cantar conjuntamente ellos.
La atmósfera se hacía cada vez más tensa y del lenguaje suave y amical que inicialmente nos prodigaron transmutaron a otro saturado de palabras y expresiones duras y groseras, lamentando su situación de refugiados y lanzando maldiciones al gobierno dictatorial de Pinochet. Uno de ellos, que fijaba de cuando en cuando su atención en mi persona, me increpó —sin esconder un sentimiento de rabia— el odio que supuestamente los peruanos guardábamos hacia los chilenos.
Yo me encontraba muy perturbado, pues, desde el comienzo, no me fiaba de estos tipos. Marina se percató de esta situación y levantándose de su asiento se dirigió hacia una de las puertas que yo imaginé sería el excusado, probablemente para arreglarse y disponerse a marcharnos. Pero, como el alcohol hace perder la noción del tiempo, no me percaté que Marina demoraba en retornar. Agudicé al máximo mis sentidos y pude advertir que también faltaba uno de los chilenos. No duró mucho mi preocupación porque al momento se escucharon los gritos de Marina, llamándome.
Yo me levanté presto de mi asiento y corrí en dirección de la puerta por donde Marina había ingresado. No era el excusado. Era la cocina. Y encima de ella, forcejando, se encontraba el chileno que nos había abierto la puerta y hecho pasar. Mi corazón se puso a mil. No lo dudé un instante y me abalancé sobre él empujándolo para separarlo de Marina a quien sostenía por las muñecas.
Pero, no pude hacer nada más. Los otros chilenos habían ido tras mis pasos. Uno de ellos me rodeó el cuello con su brazo como intentando ahorcarme, mientras el otro (el que creía que los peruanos odiamos a los chilenos) se la emprendió a puntapiés contra mí. Yo era apenas un mozo de 22 años, mientras ellos promediaban los 35 años. Marina pudo zafarse del chileno que intentaba abusar de ella, y se abalanzó sobre los otros dos que me tenían prisionero. Ella gritaba, como intentando llamar la atención de los vecinos y encontrar alguna forma de ayuda, pero todo era en vano. Sin saber cómo, la puerta del departamento se abrió, y tanto a Marina como mí los tres hombres nos lanzaron con toda su fuerza haciéndonos rodar por la escalera. De no ser porque en el trayecto pude agarrarme de uno de los balaustres, nuestra caída habría sido más aparatosa y accidentada. Ya en el rellano nos detuvimos y, después de examinarnos mutuamente, constatamos que nuestras contusiones no eran graves ni requerían atención médica. Ella intentó regresar, seguramente para decirles todo lo que su rabia le hiciera decir, pero logré retenerla por un brazo y convencerla de que no era el momento.
Al salir a la calle, tomamos un taxi que surgió más oportuno que nunca de entre la oscuridad de la noche. No hablamos por el camino. Cuando llegamos a su casa me pidió, con lágrimas en los ojos, perdón por todo lo que había pasado. Yo me sentía no solo adolorido física sino también espiritualmente. Nunca nadie me había humillado de esa manera y, al dolor, añadía mucha soledad, rabia y frustración.
Me pidió que me recostara en su cama mientras cumplía con asegurar la puerta con todos los cerrojos que ella había acondicionado. Cuando retornó, apagó la luz, y se echó a mi lado. Yo hice el ademán —a pesar del dolor que me sobrecogía— de levantarme de la cama, pero Marina me tomó del brazo y me pidió que no me fuera…
Al amanecer, fui el primero en abrir los ojos, y sin quererlo vino a mi mente la letra de esa bella y sugerente canción de Raphael: “Había sido mi gran noche y, al despertar, mi vida ya sabía algo que no conocía”.



Pintura de la portada: Girl Asleep, 1935, by Pablo Picasso.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Manolo (memorias)



Por Freddy Ortiz Regis

La clasificación de mi país al Mundial de Rusia ha despertado nuevamente recuerdos de mi vida en ese hermoso país sobre el cual alguien dijo -no sin cierta razón- que es como mi segunda patria…

Hoy voy a rememorar a una persona muy especial en mi paso como estudiante de la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú. Escribir nos brinda la oportunidad de plasmar en el mundo exterior aquello que no puede ser retenido en el alma y busca escapar para hacer su vida propia, o tal vez, reencarnar en la experiencia de los demás.

Una de las primeras cosas que un peruano hace cuando está en un país extranjero es buscar a otros compatriotas con quienes seguir compartiendo la patria. En el caso de los jóvenes que llegamos a Moscú, allá en los albores de la década de los 80, el deseo de entablar relaciones amicales genuinas cobró una especial significación para nuestras vidas: la primera, porque la universidad nos reunió por conglomerados estudiantiles, separados de las chicas; la segunda, porque el idioma y las costumbres eran lo que más nos unían; y la tercera, porque las chicas, por una tonta obsesión que nunca llegué a comprender, desviaron sus atenciones y preferencias por los rusos: altos, blancos y de ojos azules.

Esta actitud de las peruanas nos desconcertó inicialmente, pero no les íbamos a rogar. Tarde o temprano volverían en sí. Mientras tanto, teníamos muchas cosas en qué distraernos: la nueva lengua, que era todo un desafío; la nueva comida, que pugnaba por hacerse un espacio en nuestro exigente paladar; y, sobre todo, la ciudad y su gente, que eran para nosotros como los escenarios de cuentos de hadas que de un momento a otro habíanse convertido en realidad.

Contábamos las horas para que terminasen las clases o llegase el fin de semana para salir, en grupo de amigos, a recorrer la hermosa ciudad de Moscú con sus amplias avenidas, sus históricas plazas adornadas de coloridos jardines y transparentes fuentes de aguas, y sus elegantes edificios, entre los que destacaban el Parque de la Ciencia y la Tecnología (VDNKH), la Colina de los Gorriones, el río Moscoba, la calle Arbat, el teatro Bolshoi,  la Plaza Roja, en donde estaban la sede del gobierno ruso (el Kremlin) y la tumba de ese personaje que había ocupado un lugar especial en nuestros jóvenes corazones por su lucha por la libertad y el engrandecimiento de un país sumido en la pobreza y la explotación de los zares: Vladimir Ilich Ulianov (Lenin).

Sin embargo, lo que más nos cautivó fue el metro de Moscú (en ruso: Московский метрополитен), también conocido como el «palacio subterráneo». Fue inaugurado en 1935. Es el primero del mundo por densidad de pasajeros. En el año 2011 transportó a 2388,8 millones de pasajeros y el día pico fue el 22 de noviembre de 2011 en el cual transportó a 9,27 millones de personas. Tiene 212 estaciones y una longitud de tendido subterráneo de más de 350 kilómetros (tercero en el mundo después de Londres y Nueva York) con 14 líneas.

Todas estas maravillas las compartíamos un pequeño grupo de peruanos que habíamos tenido la feliz oportunidad de ser becados para estudiar en la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú, un centro superior de estudios conformado por estudiantes de todos los países –en esa época– llamados tercermundistas. Unos llegaban por su filiación al Partido Comunista y otros –como yo- por un régimen de extensión cultural desplegado por la Casa de la Amistad de la URSS (como en ese entonces se le llamaba a Rusia) con todos los países con los que esta potencia mantenía relaciones diplomáticas.

Con los años que han transcurrido he luchado por lograr recordar los nombres o sobrenombres de estos muchachos peruanos que conformábamos el grupo. Nombraré solo a quienes han logrado sobrevivir al deterioro de mis recuerdos y pasaré por alto a otros –a pesar de tenerlos aún en mi mente y en mi corazón: Rafael (que era un joven provinciano que vivía en Lima y había dejado la Universidad Nacional de Ingeniería, UNI, para estudiar en Moscú); Juaneco (que era un joven de tez trigueña, bajito y menudito); «Cheko» (un joven fornido, de ojos saltones, como si estuviera siempre asustado); Javier (a quien le llamábamos «Estimado», blanco, bien parecido y de un carácter muy jovial); «Barbis» (no recuerdo su nombre, era de la UNI, hacía gala de mucha cultura y refinamiento; su apodo lo debía a la prominente y espesa barba negra que hacía contraste con su rostro blanco y bien parecido); Oswaldo (un joven que venía del Cusco y que llegó a ser congresista, de carácter burlón, con tendencia a la risa fácil; nunca pude entender cómo es que llegó a terminar física nuclear); David (un pequeño pícaro que también era de la UNI, había nacido y vivido en Comas; él se encargaba de hacernos recordar lo palomillas y desadaptados que podíamos ser); Alberto (que venía de Trujillo, como yo, de rostro adusto, a veces depresivo, lo que le valía para que, cuando mostraba su lado gracioso, nadie pudiera resistirse a celebrarlo con la mejor de las ganas); y, Manolo (un joven que tendría, en ese tiempo, unos 25 años) y de quien me ocuparé en las líneas que siguen a continuación.

Manolo era un joven muy noble e inteligente, dos virtudes que raramente conviven en un cuerpo humano. Su mirada no era la de un joven veinteañero sino la de un ser de mucha más edad; de alguien que veía los hechos y las personas con infinita tranquilidad y seguridad. Casi nunca se enojaba, y cuando algo desaprobaba, le bastaba con mover la cabeza y hacer una mueca que simulaba una sonrisa cargada de pena y conmiseración. Su hablar siempre era limpio; y si alguna vez pronunciaba alguna palabra licenciosa, lo hacía porque era necesaria y jamás por costumbre o afectación.

Manolo era de buen parecer, pero su rostro reflejaba una serenidad que no podía esconder una profunda tristeza que –poco a poco– fui descubriendo con el paso del tiempo y el fortalecimiento de nuestra amistad. Manolo tenía, pues, muchas virtudes, pero tres cosas le marcaban de una manera muy particular: era olvidadizo en grado sumo, no era pulcro en el vestir y era cojo.

Nos conocimos después de haber terminado la «cuarentena», un período de adaptación y profilaxis que teníamos que pasar los recién llegados a Moscú en las instalaciones de la universidad, y en el cual teníamos prohibidos salir a la calle y nos pasábamos la mayor parte del tiempo yendo y viniendo de exámenes médicos, viendo TV, leyendo o conversando. Congeniamos a primera vista. De ahí en adelante estuvimos muy unidos y nos acompañábamos casi a todo lugar. Cuando salíamos a recorrer Moscú siempre me quedaba rezagado, esperándolo para que no pierda el paso con el resto del grupo. Y cuando retornábamos a la universidad, después de nuestros paseos por la ciudad, había que regalarle una gorra o una bufanda porque las había dejado olvidadas en la banca de un parque o en el asiento de algún bus o restaurante.  Una vez, olvidó en la mesa de una cafetería su cámara fotográfica. Cuando reaccionó, tuvimos que echar a correr por las calles y avenidas de Moscú, hasta llegar a la cafetería y encontrarnos con la grata sorpresa de que la cámara había sido guardada por el personal administrativo, a la espera de que aparezca su verdadero dueño.

- ¡Manolo! ¡Manolo! –exclamábamos todos, al unísono, mientras él sonreía avergonzado.

Una tarde que tuvimos que dejar la universidad y retornar rápidamente a nuestro albergue por una espantosa tormenta que obligó a la suspensión de las clases, Manolo me fue a visitar como de costumbre a mi habitación. Ambos estábamos muy asustados porque en la costa peruana –de la cual proveníamos él y yo- esto nunca ocurría. Los truenos retumbaban como explosiones mientras, los relámpagos, rasgaban eléctricamente la insondable oscuridad en que se había sumido la ciudad siendo, apenas, las cinco de la tarde.

Manolo estaba muy triste y nostálgico y comenzó a hablarme de su familia. Los pormenores de aquella charla se han desvanecido de mi memoria. Mas, lo que sí recuerdo con mucha nitidez es la historia del accidente que le dejó lisiado. Un chofer irresponsable había sido el causante de un terrible atropello que lo dejó postrado, inconsciente, por varios días en la cama de un hospital. Cuando despertó, descubrió que ya no iba a caminar como siempre lo había hecho, sumiéndose en una gran depresión que le hizo renunciar a sus deseos de vivir, de jugar y de estudiar.  Y así pasó su niñez y adolescencia, encerrado en su cuarto, mientras sus padres sufrían en silencio la permanente agonía en que se había convertido la vida de su hijo.

Un día, desde la soledad de su habitación, Manolo escuchó a su padre que hablaba con un amigo cuyo hijo había logrado una beca para estudiar en Rusia. La alegría y el orgullo que brotaban de las palabras de este hombre contrastaban con el silencio con el que su padre le escuchaba, como si fuese un mudo interlocutor. Este triste cuadro, en el que su padre solo tenía como respuesta el silencio, despertó en Manolo un sentimiento que había dejado de percibir desde hacía mucho tiempo: la autoestima. Por primera vez sintió que era uno con él; que el silencio de su padre, era también el suyo. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y una poderosa energía se apoderó de su alma, al punto de esperar el momento en que se retirara la visita para salir de su habitación y pedirle a su padre que le hablara de Rusia y de cómo podía llegar a ese misterioso y lejano país.

Su padre, gozoso, advirtió que esta era la oportunidad para hacer volver a la vida a su hijo, y no escatimó esfuerzo para poner a disposición de Manolo toda la información que él necesitaba. Lo primero que Manolo tenía que hacer era terminar la primaria y luego estudiar la secundaria. ¿Cómo habría de ir un chico de 18 años a la escuela primaria?, se preguntaron sus padres. Pero Manolo les dijo que él podía terminar, en casa, no solo la primaria sino también estudiar la secundaria.

En dos años –cuando cumplió los veinte y con la admiración de sus padres, docentes y amigos–Manolo había rendido con total suficiencia las pruebas de la educación no escolarizada, y se encontraba listo para postular a una beca para Rusia, la que –obviamente- ganó a través del servicio de intercambio cultural de la URSS con el Perú. Durante los meses que duró los trámites ante la embajada y los preparativos para el viaje, Manolo se había ensimismado en el estudio de la cultura soviética y –sobre todo– en el estudio de los grandes ajedrecistas rusos que eran los líderes mundiales indiscutibles. Su madre le compró un juego de ajedrez y su casa, de la noche a la mañana, se convirtió en la gozosa entrada y apesadumbrada salida de muchos jóvenes que, sin chance alguna, venían a jugar con Manolo.

Cuando Manolo terminó de contarme esta historia, la tempestad había amainado y las luces de la ciudad alumbraban como pequeñas esferas de arco iris la atmósfera humedecida que queda después de una tormenta. Yo no sabía si creer o no la historia que mi amigo me había confiado. Nunca había dado señales de fanfarronería, entonces «¿por qué, ahora, habría de hacerlo?», me dije para mis adentros.  Manolo me miraba fijamente y sabía que luchaba por vencer la incredulidad. Entonces, se me ocurrió algo: le pedí jugar una partida de ajedrez. Yo no era bueno en el ajedrez. En mi casa, el más adelantado en este juego era Raúl, el menor de mis hermanos. Por temporadas, sobre todo cuando estábamos en época del colegio, armábamos pequeños campeonatos en mi hogar mientras mi madre nos atendía amorosamente con algunas viandas y refrescos. Los campeonatos casi nunca terminaban con un ganador porque a medida que las posibilidades de algunos se iban recortando, entonces, se iban retirando para no sufrir la «humillación» de quedar entre los últimos. El ajedrez tenía para nosotros una increíble carga emocional y lo asociábamos –tonta e ignorantemente– al grado o nivel de inteligencia.

- ¡Hecho! –me respondió Manolo. Y mientras me dirigí hasta mi gaveta para sacar el tablero y las piezas del ajedrez, Manolo aprovechó para recostarse en mi cama.

Una vez que llegué hasta la mesa de mi habitación y coloqué el juego sobre ella, Manolo me pidió que armase el juego y que le reservara las piezas negras para él, lo que hice rápidamente.

- Ya está, Manolo –le dije, dándole a mis palabras el tono para invitarlo a sentarse a la mesa.

- Muy bien, Freddy –me respondió desde la comodidad de mi cama-. Comienza de una vez.

Yo sonreí y le dije:

- ¿Cómo voy a comenzar si no vienes a la mesa?

El guardó silencio por cortos segundos y me respondió:

- Solo léeme la posición de tu jugada. Yo jugaré desde aquí y te responderé de la misma manera –me dijo con esa pasmosa tranquilidad que le caracterizaba.

- Pero, no puede ser, Manolo –repliqué impacientemente-. ¿Cómo vas a jugar si no puedes ver el tablero?

- Hazlo –me contestó.

La partida apenas si duró más de quince minutos. Manolo me venció sin moverse de la cama. Aún no me reponía de la impresión cuando, de pronto, dio un salto y se acercó bruscamente hacia la mesa, y mirándome a los ojos, me dijo:

- ¿Quieres que te diga en donde fue tu error?

- ¿Qué? –solo atiné a decirle.

Sin dar crédito a lo que veía, Manolo organizó nuevamente el tablero de ajedrez y comenzó a reproducir la partida jugada por jugada hasta llegar al punto en que, según él, yo había cometido el error que me había costado el jaque mate.

Desde ese día, Manolo pasó a ocupar un lugar especial entre mis afectos. Y aunque estudiábamos en facultades distintas –él en la facultad de ingeniería mecánica, y yo en la de economía- siempre nos dábamos tiempo para permanecer juntos, salir a pasear, ir al teatro y comer las delicias que nos ofrecía el restaurante “La Habana” y la gastronomía rusa. Cuando extrañábamos el sabor de una Pepsi Cola nos íbamos a la Casa de las Américas y nos sentábamos a escuchar los discursos de los intelectuales a la sazón invitados, y nos retirábamos no bien habían servido las deliciosas bebidas que estaban vedadas para el común de la gente, y solo eran para los extranjeros que vivían o visitaban Moscú.

Con Manolo compartí mi afición por la lectura al punto que nos gastábamos buena parte de nuestra remesa mensual que nos ofrecía la universidad en comprar con fascinación los elegantes libros que editaba la editorial Progreso de Moscú. Así, cada mes, nuestra biblioteca se hacía más grande, aunque tuviéramos que recorrer todos los edificios de la ciudad universitaria juntando botellas para venderlas y poder sustentarnos hasta la próxima remesa.

Cuando llegó el tiempo de irme de Rusia porque mi alma ya no sintonizaba con la descomposición de un régimen político que pocos años después se derrumbaría para siempre, me fui sin despedirme de Manolo, a quien nunca le compartí mi decisión de viajar a Occidente y comenzar allá una nueva vida. Durante el trajinado viaje en tren que me llevaba a Alemania del Oeste, mi corazón crujía por el sentimiento que habría de haber expresado Manolo al comprobar que su amigo trujillano se había marchado sin darle el abrazo final que se deben los verdaderos amigos.

No he vuelto a saber más de Manolo. No sé si terminó la carrera en la universidad de Moscú a pesar de su portentosa inteligencia y de sus increíbles olvidos. ¿Qué habrá sido de su vida? ¿Habrá retornado a Lima o se habrá ido a otras tierras lejanas? ¿Habrá hecho una familia? ¿Qué suerte le deparó el destino? Cómo quisiera volver a verlo y tras una partida de ajedrez –que nunca le gané- invitarlo a cenar y recorrer en las alas de nuestra amistad los caminos que ya no más compartimos y pedirle perdón.