miércoles, 9 de marzo de 2022

La república del Titicaca (memorias)

 

Autor de estas memorias con el lago Titicaca de fondo
Isla de Amantaní


Por Freddy Ortiz Regis


No se vaya a pensar que el título de esta composición se debe a una forma de gobierno independiente o que estoy proponiendo un desmembramiento del Perú y de Bolivia, a los cuales pertenece este inconmensurable cuerpo de aguas que comparten, bendecidamente, ambas naciones. El título solo hace referencia a una forma de vida que ha luchado por mantenerse fiel a sus orígenes en medio de la creciente influencia de la cultura occidental y de la tecnología que impera en las naciones en medio de las cuales se encuentra enclavada.

 

Cuando conocí el lago Titicaca, me encontraba saliendo de la adolescencia. Con un grupo de jóvenes, compañeros de clase del Colegio Nacional de San Juan de Trujillo, realizamos un tour —allá por el año 1976— que comprendió las ciudades de Lima, Arequipa, Puno y Cusco.

 

Cuando llegamos a la ciudad de Puno, bajamos del tren cuya estación estaba a orillas del lago. Era como las 5 de la tarde y el crespúsculo de julio comenzaba a dibujar sus pincelazos en el horizonte del lago. Si no hubiera sido por este hermoso espectáculo, la imagen con la que nos hubiéramos quedado del lago habría sido la de un simple charco de agua inundado de basurales, miasmas y aves revoloteando en busca de insanos alimentos.

 

Lo primero que se nos vino a la mente fue encontrar un hospedaje lo más cerca posible pues el frío era casi insoportable. Después de una travesía desde Arequipa, pasando por Juliaca, en un servicio económico que no tenía sistema de calefacción, lo que dominaba nuestros deseos era encontrar un lugar cálido en donde podamos beber algo que calentara nuestros ateridos cuerpos.

 

Después de caminar por unos cuantos minutos, soportando el gélido frío y sintiendo el terrible impacto de estar a más de 3,800 metros sobre el nivel del mar, encontramos un pequeño hostal que lo único que nos ofrecía era un techo, una cama y mucha agua fría… Nos instalamos buenamente en él e inmediatamente salimos nuevamente a la calle a buscar algo caliente que ingerir. Encontramos un restaurante en el cual nos sirvieron un caldo de no me acuerdo qué con muchas papas, el que devoramos con frenesí.

 

La sola idea de salir a conocer la ciudad nos pareció suicida. Además, lo poco que habíamos visto de Puno en nuestra búsqueda de un hotel y luego de un restaurante, nos había mostrado una ciudad poco atractiva y —por las inclemencias del clima— hasta hostil. En nuestro itinerario original estaba llegar hasta la ciudad boliviana de Copacabana; sin embargo, esto quedó de lado y decidimos retornar lo más pronto al hostal y al día siguiente enrumbar hacia el Cusco, en donde esperábamos encontrar un ambiente más propicio y amigable.

 

Así pasó y Puno quedó en mi memoria como un lugar episódico en la ruta hacia una ciudad que brillaba como el Sol: el Cusco. Cuando el tren partió rumbo a la capital del imperio incaico, miré por la ventana y vi el lago Titicaca que se perdía tristemente en el horizonte, y nunca imaginé que en el ocaso de mi vida volvería a él para redescubrir no solo su belleza sino también el microcosmos de vida y de color que se desarrollaba sobre sus aguas.

 

oOo

 

Cuando llegamos a Juliaca en un vuelo de casi 90 minutos, nos esperaba un radiante sol matinal y una agradable temperatura de 15 grados centígrados. Una emoción muy grande embargó mi corazón pues retornaba al altiplano después de más de cuarenta años. El jovencito inmaduro y friolento que una vez pasó por esta ciudad rumbo a Puno ya no era más. En su lugar estaba un hombre que había conocido temperaturas mucho más gélidas como las de la Europa oriental y escalado alturas mucho más altas como las del Pastoruri. Sin embargo, el tiempo —que todo lo transforma— también me hacía arrastrar el peso de los años y una hipertensión (aunque controlada) que jugaban en mi contra.

 

El grupo, conformado por diecinueve personas, nos dirigimos en un miniván hacia la ciudad de Puno. La ruta que conduce desde Juliaca hasta la capital del departamento Puno nos sorprendió gratamente por su modernidad y asfaltado, por lo que llegamos en apenas unos quince minutos al hermoso hotel Ciudad del Lago en donde estaban ya reservadas nuestras habitaciones.

 

El desayuno lo teníamos libre, por lo que aproveché para recorrer las calles de la ciudad de Puno que no se semejaban, en lo más mínimo, a la agreste ciudad que me desilusionó hacía cuatro décadas. Encontré orden, limpieza, negocios muy bien estructurados, restaurantes de lujo y una atmósfera cosmopolita y andina que la engrandecían.

 

Plaza de Armas de la ciudad de Puno


Después de conseguir un lugar para desayunar —una leche chocolatada con un sánguche de jamón y queso— retorné al hotel para integrarme al grupo y prepararnos para viajar al complejo arqueológico de Sillustani y, luego, a la ciudad de Chucuito con su famoso templo de la fertilidad.

 

El complejo arqueológico de Sillustani se ubica a 31 kilómetros de la ciudad de Puno, en el distrito de Atuncolla. Ocupa la explanada y laderas de la península situada en la orilla este de la laguna Umayo. El sitio arqueológico presenta ocupación Tiwanaku (600 d.C.-1100 d.C.) que se define en base a fragmentos de cerámica dispersos, pero no en el mismo sitio de Sillustani, si no en los alrededores (1).

 

La península de Umayo llegó a ser la capital del reino Qolla (1100-1450 d.C.), una de cuyas características más importantes fue la construcción de chullpas. Las chullpas están ubicadas en la cima de una pequeña colina. Entre las más famosas, figuran la chullpa del Lagarto, llamada así por los grandes bloques de piedra que tiene en la base. Investigaciones arqueológicas han determinado que las chullpas cumplían la función de tumbas o mausoleos para individuos de alto estatus social, quienes eran enterrados con los bienes que utilizaron en vida y, en algunos casos, hasta con personas que los acompañarían en la siguiente vida (1).

 

No está demás decir, que Sillustani fue nuestra primera prueba de fuego en la altura de Puno. Escalar hasta la cúspide en donde se encuentran las tumbas es todo un desafío para los habitantes de la costa peruana. Hasta ella se llega dando un rodeo a la montaña. A simple vista, las chullpas aparecen al alcance de la mano, pero llegar hasta ellas es una caminata de más o menos treinta minutos respirando por la boca y sintiendo las ganas de regresar por nuestros pasos. Solo la hermosa vista del lago Umayo, el radiante cielo azul moteado de nubes esplendorosamente níveas y la prominente chullpa mayor destacándose en el primer plano de la montaña, son las cosas que nos hacen seguir adelante y alcanzar nuestra meta.

 



 

Después de visitar este magnífico centro arqueológico, enrumbamos hasta Chucuito para conocer el templo de la fertilidad, también llamado Inca Uyo, que es un sitio arqueológico situado en la ciudad de Chucuito, distrito de Chucuito a unos 18 kilómetros de la ciudad de Puno.

 

Su espacio no es muy grande, pero dentro de este templo se puede encontrar alrededor de 80 falos de piedra. Este santuario tiene como nombre “Inca Uyo”, de origen aymara y que significa “miembro viril del inca”, haciéndose grandes ofrendas en agradecimiento al milagro de la reproducción (2).

 

Las historias contadas por los lugareños sobre este santuario hacen referencia a que las mujeres recobraban la fertilidad mediante un rito con hojas de coca y chicha de maíz morado, luego se sentaban sobre el falo y echaban la chicha, si el líquido se iba hacia los costados no se podía tener hijos, pero si este iba hacia el centro, tendrían hijos (2).

 

Sin embargo, la historia también nos cuenta que el lugar habría sido un ushno, un altar donde se realizaban ofrendas líquidas (con chicha, conocida como la sangre de los sacrificios) que, a través de las piedras, eran filtradas hacia el interior de la tierra para rendirle culto a la pachamama y, por lo tanto, a su fertilidad (2).

 

A pesar de conocer esto, quienes tenemos el privilegio de visitar el templo de la fertilidad, no podemos evitar apreciarlo, de primera intención, desde la perspectiva de nuestra cultura. Por ello, no llaman la atención las bromas y las actitudes maliciosas de los visitantes que ven en los falos de piedra manifestaciones eróticas de una civilización que no tenía los mismos prejuicios, represiones ni tabúes como los que arrastramos aún los peruanos del siglo XXI. Nunca debemos olvidar que el principio fundamental del conocimiento de una nueva civilización, anterior a la nuestra, es no apreciarla con los lentes de nuestra cultura, sino con la vocación y el esfuerzo de comprenderla, aprehenderla y estudiarla desde la perspectiva de su propia cosmovisión. Solo la ciencia —encarnada en la arqueología y la antropología— nos dará progresivamente las claves de esa cosmovisión y las respuestas para una mejor y objetiva comprensión de nuestros antepasados y, por lo mismo, de nuestro futuro.

 




Es casi las 3 de la tarde y no hemos almorzado aún. Así que después de todo este desgaste, lo único que queremos tener delante de nosotros es un apetitoso almuerzo que compense todo el esfuerzo desplegado.

 

Nuestro guía, el Sr. Esteban Ramos, nos llevó a un restaurante ubicado a solo unas cuadras de la plaza principal de Chucuito. Yo creo que ya nos estaban esperando porque, dada la hora, me pareció extraño que nos ofrecieran una carta bastante variada. Unimos las mesas y los “19 guerreros”, como por ahí nos autodenominamos, reparamos el hambre con exquisitos platos a base de trucha, el pez emblemático del lago Titicaca.

 

Sopa de papas

Trucha frita

Chicharrones de trucha

Queso frito
 

El lago Titicaca

Después de aplacar el hambre, enrumbamos de retorno a la ciudad de Puno, al hermoso hotel Ciudad del Lago. Al día siguiente nos esperaba el plato de fondo de nuestro tour: la visita al lago Titicaca y sus islas.

 

En la noche no podía conciliar bien el sueño. El frío penetraba las gruesas lunas que estaban selladas para permitir que el aire acondicionado cumpla con su función. Me tomé una cápsula de Acetazolamida y me cubrí con las cuatro mantas que pesaban —juntas— casi como ocho kilogramos. En la madrugada me despertó el bochorno del calor. El termostato marcaba casi 26 grados centígrados, así que me levanté raudamente y lo apagué. Volví a la cama y dormí plácidamente hasta las 6 a.m. en que sonó mi celular: había que bajar a desayunar porque el miniván que nos llevaría al Titicaca estaba ya esperándonos.  

 

Después de desayunar, el miniván nos llevó hasta el puerto, que es como llaman al atracadero de las embarcaciones que cubren el servicio turístico sobre el lago. La mañana estaba seminublada y el lago se exhibía como un regalo, esperándonos para descubrirnos sus maravillas y misterios. De aquella imagen de mi adolescencia no quedada nada. Los basurales y los miasmas de la contaminación de hacía cuatro décadas habían sido reemplazados por aguas casi cristalinas, embarcaciones que creaban el paisaje de un muelle de lujo y un ambiente de regocijo y expectativa que fluía de los rostros de decenas de turistas ansiosos por abordar.

 

Puerto de Puno en orillas del Titicaca



El primero en darnos la bienvenida fue el licenciado Walter Durand, joven profesional en turismo, egresado de la Universidad Nacional del Altiplano de Puno. En el interín de la travesía nos narró que pertenecía a la nación de los Uros que habitan en los islotes de junco sobre las aguas del Titicaca. Nosotros nos sentimos gozosos de tener la suerte de que un miembro de las comunidades que habitan en el lago sea quien nos instruya y aleccione en este microcosmos completamente nuevo para nosotros.

 

Walter tiene el biotipo de los habitantes que conforman la nación Uro, conformante a su vez, de las comunidades aymaras y quechuas que pueblan el departamento de Puno. De rostro redondo, frente amplia, bajo en estatura y ojillos achinados pero vivaces, el color de la piel de Walter era el resultado de las inclemencias del sol y del frío que —cuando se despliegan en sus manifestaciones extremas— convierten en cobrizo todo lo que tocan.

 

Nuestro guía, Lic. Walter Durand


Islas de los uros

No pasó mucho tiempo navegando sobre las aguas del Titicaca cuando llegamos al primer islote de los uros. Walter nos indicó que en el Titicaca había poco más de cien islotes de los Uros; mas, aquel al que habíamos llegado —el islote Qana Marka Mayku—, no era aquel en el que nació y se crió.

 

Cada islote está gobernado por un presidente, quien regula sobre los asuntos atinentes a las costumbres y a las reglas ancestrales de sus antepasados. Como es costumbre de los uros, se conforma un comité de recepción encabezado por el presidente, el que da la bienvenida a los turistas que llegan al islote. Para nuestro caso, el presidente fue una mujer, quien estuvo acompañada por otras dos mujeres.

 

Una vez en el islote, llama su atención nuestro temor de pisar un terreno hecho solamente de junco (totora, como le llaman los Uros). Los uros recolectan sus raíces cuando salen a flote, en la época de lluvia; cortan grandes bloques y los van uniendo hasta que forman una isla flotante que puede perdurar hasta veintitrés años. Por lo general son los hombres quienes recolectan la totora. Para mantenerlas, cada quince días se añade una nueva capa de totora sobre la superficie y anclan las islas con cuerdas, estacas y piedras que se hunden a una profundidad de unos tres metros, según nos explicó Walter.

 

A lo largo del año, el nivel del Titicaca apenas sube unos dos metros, en gran parte debido a la evaporación, pero también gracias al río Desaguadero, que descarga agua en otro lago en la parte boliviana. En cada isla conviven entre cinco y siete familias que subsisten gracias a la caza y la pesca que luego venden o cambian en el mercado de Puno. Además, realizan hermosos y coloridos bordados y artesanías que venden a los turistas que les visitan (3).

 

También las viviendas y algunas de las embarcaciones que utilizan están fabricadas con totora, planta que además comen y utilizan como medicina. Las casas, de forma rectangular, son unos pequeños habitáculos de una sola pieza en los que duerme toda la familia. En cuanto a las embarcaciones, que pueden tener incluso dos pisos, tardan unos seis meses en construirse y pueden utilizarse unos siete años.

 

En las islas de los Uros








La llegada de los turistas es un acontecimiento que los uros esperan con mucha paciencia, sobre todo en este tiempo de la pandemia del coronavirus que ha impactado negativamente en la afluencia de visitantes. Son expertos mercaderes. El regateo no tiene casi ninguna eficacia con ellos pues se mantienen incólumes frente a sus precios. Esto es bueno porque saben apreciar y valorar el tiempo y los recursos que les consume realizar alguno de sus hermosos textiles y prendas de vestir.

 

— Si alguna obra de bien les mueve hacer en favor de los habitantes de las islas, que no sea ofrecerles una propina, sino más bien comprarles sus productos. Eso no solo les provee de ingresos para su subsistencia, sino también de dignidad —nos dice Walter, minutos antes de llegar a la primera de las islas.

 

Así que premunidos de este consejo compramos lo más que nos permitió nuestra economía. Aún nos quedaban más islas por conocer, así que había necesidad de dosificar, también, nuestros gastos.

 

Pero el contacto con lo uros no se reduce a un mero intercambio comercial. Ellos nos prodigaron con una clase magistral sobre cómo es que se construyen y se mantienen las islas flotantes y, lo más emotivo: nos facilitaron sus prendas de vestir para que nos tomemos fotografías y vivamos la experiencia de “confundirnos, vestirnos y vernos como ellos”.

 

Nuestro grupo ataviado con los ropajes uros


Esta experiencia no tiene precio. Uno de los clamores históricos más fuertes de nuestra peruanidad es la necesidad de conocernos los unos a los otros. Durante siglos el peruano de la costa ha vivido divorciado del peruano de la sierra, y éste del de la selva, y viceversa. Esta separación encuentra su solución en el turismo vivencial, que permite que las mujeres y los hombres puedan colocarse en el lugar de sus compatriotas que viven en diferentes contextos telúricos y culturales. Y aunque el intercambio haya sido episódico —como el que hemos experimentado con los uros— la trascendencia y el impacto socioemocional es tan grande y poderoso que quedará grabado en nuestros corazones hasta cuando Dios nos dé la gracia de la vida.

 

Por diez soles se tiene derecho a subir a dar un paseo en una de sus enormes embarcaciones confeccionadas totalmente de totora. El precio nos pareció justo así que nos subimos a la imponente embarcación y, al mismo tiempo, nos despedimos de la comunidad de Qana marka mayku. El paseo consistió en llegar hasta la isla de Mojsa Titikaka, en donde podríamos degustar un refrigerio para luego continuar hasta nuestro destino principal: la isla de Amantaní. En el trayecto, el firmamento se puso rápidamente de un color oscuro que avizoraba una potente lluvia, al tiempo que las aguas del lago, como un espejo infinito, se mimetizaban con el cielo adquiriendo una totalidad acerada: como un enorme imán que de pronto se hizo líquido.

 

Al llegar a la isla de Mojsa Titikaka nos reencontramos con un pedacito de occidente: ahí nos esperaban cachangas, infusiones, ceviche de trucha, galletas, golosinas, gaseosas, jugos y todo cuanto estábamos acostumbrados.

  



Isla de Amantaní

Después de degustar un breve refrigerio, Walter nos aconsejó que nos proveyéramos de algunas cosas más porque el viaje hasta la isla de Amantaní iba a ser algo largo y accidentado. Y no se equivocó. En la mitad del trayecto, las aguas del lago, impulsadas por fuertes vientos, formaron olas que hacían que la embarcación que nos transportaba diera tremendos sobresaltos. Si hasta este momento había en el grupo algunos que estaban sobrellevando estoicamente los estragos de la altura, con este “pequeño oleaje” terminaron por empeorar su situación. Felizmente, Walter, nos tranquilizó diciéndonos que, en comparación con otros oleajes, el que estábamos experimentando “no era nada”.  

 

Finalmente, ya casi faltando una hora para llegar a la isla de Amantaní —que aparecía frente a nosotros como si estuviera a tan solo cinco minutos— las aguas del lago se tranquilizaron como si se hubieran puesto de acuerdo en darnos una tregua para llegar sanos y salvos a nuestro destino. Habíamos navegado casi cuatro horas en el lago Titicaca desde nuestra salida del puerto de Puno: ¡eso solamente era ya para nosotros un récord y un descubrimiento! Y el lago, hasta nos ofreció uno de sus oleajes más “cariñosos” para enriquecer nuestra experiencia. Solo faltó un poco de lluvia y algunos relámpagos y truenos para que nuestra experiencia sea completa; pero esto, el lago nos lo había reservado para después…

 

La isla de Amantaní es una isla rocosa; a diferencia de los islotes de junco habitados por los uros de raigambre aymara. Las islas rocosas del lago Titicacaca están habitadas por hablantes quechuas. Amantaní es de forma casi circular con un diámetro promedio de 3.4 km. Alcanza una superficie de 9,28 km², siendo la mayor isla de la parte peruana del lago (y la segunda en relación a todo él, pues la más grande es la Isla del Sol, con un área de 14.5 km²). Su altura máxima, en la cima del monte Llacastiti es de 4150 m.s.n.m., es decir 340 m sobre el nivel del lago (3810 msnm).

 

La isla tiene aproximadamente cuatrocientas familias, repartidas en diez comunidades: Santa Rosa, Lampayuni, Sancayuni, Alto Sancayuni, Occosuyo, Occopampa, Incatiana, Colquecachi y Villa Orinojón más el pueblo.

 

Al llegar al atracadero de la isla nos esperaban dos funcionarios: uno, representante del serenazgo, y el otro, del Sernanp. No nos hicieron ningún cateo, inspección o preguntas. Solo querían demostrarnos —con su sola presencia— que en la isla había autoridad para nuestro conocimiento y fines pertinentes

 

Después de evacuar la embarcación, Walter nos indicó que debíamos ascender hasta un punto equidistante de las familias a las cuales nos íbamos a integrar. Mientras ascendíamos por una vereda empedrada, respirando por la boca, contemplábamos el hermoso paisaje que nos ofrecía la isla rodeada por el lago. No creo haber visto antes un paisaje tan esplendoroso y polícromo de la naturaleza. Por un momento me sentí como una criatura viviente que se mueve en el interior de un lienzo pintado por una mano omniscientemente artística.

 

Cuando llegamos al punto señalado por Walter nos esperaban los representantes de cinco familias de Amantaní, pertenecientes a la red de acogimiento familiar en el marco de turismo vivencial convenido por la comunidad y las agencias de turismo. Nos organizamos en cinco grupos y cada grupo se fue con uno de los representantes.

 

Mi grupo estuvo conformado por mi sobrino Juan Pablo, su esposa Nathaly, su madre, doña Carmen, y yo. La familia que nos tocó estaba conformada por doña Juana Calsi y su esposo Juan de Dios Calsi. Doña Juana nos saludó con una franca sonrisa y nos pidió que la siguiéramos. “Por aquí cerca, nomás”, nos dijo. Pero tuvimos que caminar un largo trecho, jadeantes y sedientos, hasta llegar a su hogar enclavado en una depresión del terreno.

 

Bajamos hasta el primer piso y de ahí tomamos unas escaleras que conducían al segundo. Al llegar al primer piso nos topamos con la suegra de Juan de Dios, quien con la misma sonrisa franca y fresca de doña Juana, nos dio la bienvenida.

 

Al llegar al segundo piso apreciamos que la casa estaba diseñada para el programa de turismo vivencial. Los cuartos —en número de cuatro— se sucedían uno a continuación del otro y colindaban con una enorme habitación que hacía de comedor. Junto al comedor estaba la cocina; compartimiento que solo era usado para preparar los alimentos de los turistas porque la cocina de la casa estaba en el primer piso, justo de donde salió la suegra de Juan de Dios para saludarnos.

 

Un cuarto con vista al lago fue ocupado por mi sobrino Juan Pablo y su esposa, y el cuarto contiguo, por doña Carmen y yo. Los cuartos —de aproximadamente unos 9 m2— tienen dos camas de madera aceptablemente cómodas, una mesa en donde colocar parte del equipaje y una silla. El techo está adornado con motivos paisajísticos y el piso cubierto por una gruesa lona que hace de alfombra. En Amantaní no llega la señal de la telefonía móvil y tampoco internet. Así que nuestros preciados celulares, que son la caja de Pandora de nuestra civilización, solo quedaron reducidos a meras cámaras fotográficas. Felizmente, sí hay energía eléctrica. La isla cuenta con una red de cableado eléctrico, y las casas tienen, en los techos, paneles solares que acumulan energía para casos de emergencia, cuando la red pública de electricidad sufre algún desperfecto.

 

Al constatar que, por primera vez en nuestras vidas, estábamos incomunicados con el mundo exterior que conocíamos, sentimos una natural aprehensión que luego se fue disipando conforme dirigíamos nuestra atención y nuestras miradas al increíble paisaje que se abría ante nuestros ojos, con la isla en el centro y el lago Titicaca —esta vez tan azul como el cielo de Amantaní— rodeándola.

 

Después de instalarnos y conocer a la familia Calsi Calsi pasamos, a eso del mediodía, al gran comedor. Digo gran comedor porque en el centro se extiende una gran mesa, como de unos diez metros de longitud cubierta por un hermoso mantel con motivos de la textilería indígena. El almuerzo que la familia nos ofreció consistió en un caldo de quinua con papas sancochadas como entrada y, de segundo, un plato de queso frito con papas fritas, ensalada de tomate y arroz. Como refresco, infusión de muña.


En el hogar de la familia Calsi Calsi
 

Ahí nos contó don Juan de Dios que la isla tiene una economía de subsistencia. La agricultura es prácticamente la actividad más importante de las familias y en la que participan los niños, las mujeres y los hombres. Utilizan medios tradicionales y como abono los desechos de los corrales. Entre ellos —nos dijo Juan de Dios— aún perviven los sistemas andinos colectivos como el ayni y la minka. Otras actividades de subsistencia son básicamente la pesca y la artesanía y —junto a la agricultura— son las actividades para el sostenimiento de las familias. En cuanto a la agricultura, ésta se desarrolla en pequeñas parcelas de tierras para su autoconsumo y aún se emplea la ancestral técnica incaica de los andenes.

 

Cuando le preguntamos a Juan de Dios cómo se abastecían de los productos que ellos no producían, nos dijo que recurrían al sistema de trueque, especialmente para obtener la totora y el pescado de lugares como Capachica, Uros, Ichu y Socca.

 

Un detalle que nos llamó la atención fue la limpieza de la isla, a pesar de que habíamos visto que algunas familias tenían en sus corrales ovejas y aves. Juan de Dios nos refirió que el ganado se cría en zonas especializadas de la isla y quienes tienen en sus corrales una que otra oveja se hace responsable de ellas.

 

— Cuando una oveja se sale de su corral por empecinamiento del animal o negligencia de sus dueños, aquélla es “detenida” por la autoridad y su propietario tiene que pagar hasta veinte soles para recuperarla —nos dijo en tono jocoso.

 

Sin embargo, aunque la actividad pecuaria tiene pequeñas dimensiones, tiene una gran importancia para la economía familiar (ovinos, vacunos, porcinos y aves de corral). Y en cuanto a la producción de la pesca artesanal, ésta es escasa (por efecto del cambio climático) y de autoconsumo; los pobladores pescan especies nativas como el carachi, ispi, pejerrey y trucha (4).

 

Después de haber disfrutado de un rico almuerzo y de una interesante plática con Juan de Dios, nos acordamos de que Walter nos había citado a las 5 p.m. en la cancha deportiva de Amantaní para enrumbar hacia el Mirador, ubicado en la parte más alta de la isla. El propósito: conocer —aunque sea a puertas cerradas por la pandemia— un templo inca y deleitarnos con la puesta del Sol sobre el lago.

 

No todos acudimos a la cita. Muchos aprovecharon para descansar y tomarse una sobrecarga de energías. Yo también me sentía cansado: mi reloj que usualmente en la costa me marcaba entre 80 y 85 pulsaciones por minuto, ahora marcaba entre 115 y 120. Estaba preocupado. Sin embargo, me sobrepuse y fui tras los pasos de Juana, la esposa de Juan de Dios, quien nos guiaba hasta la cancha deportiva, que era el lugar de encuentro con Walter y el resto de los “19 combatientes”.

 

Para llegar a la “cancha deportiva” había que seguir cuesta arriba casi como veinte minutos. En el trayecto sentí dos fuertes punzadas en el corazón y tomé la decisión de no continuar hasta la cima de la isla. “El cuerpo, que no sabe hablar, nos da señales inequívocas”, me dije para mis adentros. Así que sin decir una sola palabra seguí tras los pasos de Juana como si estuviera avanzando con mi cruz hasta el monte Calvario.

 

Cuando llegamos a la cancha deportiva me di con la sorpresa de que no estaban todos. Y de quienes habíamos llegado puntualmente a la cita con Walter, un grupo (entre los cuales me encontraba yo) tomamos la decisión de no continuar hasta el Mirador. Quienes sí continuaron (y mis respetos por ellos) nos contaron que nos habíamos perdido uno de los espectáculos más hermosos del mundo: la puesta del Sol sobre las aguas del lago Titicaca.

 

Así que mientras ellos subían para ser testigos del beso del Sol con el Lago, yo bajé por el mismo camino por el que ascendí hasta la casa de los Calsi Calsi. En el trayecto, me encontré con un grupo de residentes de la isla que conversaban animadamente en la lengua quechua. Me quedé enamorado de sus sonidos y cadencias y, con su permiso, activé mi cámara y comencé a filmarlos. Ellos no se inmutaron con mi presencia ni con la cámara, por lo que deduje que el turismo —y los turistas— son para los habitantes de Amantaní parte del paisaje natural con el que conviven desde su nacimiento.

 


Diálogo quechua de los habitantes de Amantaní

 

La noche de discoteca

¡Vaya que me tomé un buen descanso! Cuando Juan Pablo y Nathaly (que habían llegado hasta el Mirador) retornaron a la casa de los Calsi, me encontraron completamente repuesto y con un mejor ánimo para enfrentar lo que se venía más tarde: ¡la noche de discoteca!

 

La noche de discoteca era uno de los momentos más esperados no solo por los pobladores de Amantaní que nos acogieron con tanta hospitalidad sino también por los turistas que, de un modo o de otro, se anoticiaron de sus características y pormenores. Era el momento de mayor acercamiento pues los pobladores nos hacían llegar a nuestras habitaciones las vestimentas típicas de Amantaní, las que debíamos lucir, con dignidad y orgullo, en la discoteca.

 

Así que después de haber cenado, los Calsi Calsi nos informaron que, en esta oportunidad, la noche de discoteca se iba a realizar en su hogar, en el primer piso, justo en el ambiente que está debajo del gran comedor. Yo respiré aliviado porque temía que caminar hasta la discoteca iba a ser, para mí, otra prueba más de resistencia.

 

A eso de las 8 de la noche, mientras doña Carmen y yo conversábamos acerca de cómo sería la famosa noche de discoteca, tocaron a la puerta de nuestra habitación: era uno de los miembros de la comunidad haciéndonos llegar las vestimentas. Para mí me dieron un hermoso poncho color marrón con franjas multicolores en la parte inferior; y a doña Carmen una pollera negra con motivos de flores, una blusa blanca también floreada y una manta de color negro, además de una faja con franjas de colores. Yo me coloqué el poncho en una, pero doña Carmen no sabía por dónde comenzar.

 

A las 8:30 p.m. estábamos todos en el salón de baile. Me sentía muy satisfecho vistiendo, por primera vez, un hermoso poncho amantanino; desde niño siempre quise usar uno, pero en la costa, en el medio en el que siempre he vivido, usar poncho no era la costumbre. Mientras terminaban de instalar el equipo de sonido, las mujeres lugareñas ayudaban a las de nuestro grupo a reacomodar sus vestimentas. Yo, sentía que algo me faltaba; pronto lo descubriría cuando doña Juana, nuestra anfitriona, se acercó a mí con su franca sonrisa y me colocó un chuyo en la cabeza. Luego me tomó de las manos y, al tiempo que el huayno comenzaba a sonar, ya estábamos bailando en el centro del salón e iniciando la Noche de Discoteca.

 

Noche de discoteca


Inmediatamente, los otros miembros de la comunidad se acercaron a nuestro grupo para invitarlos a bailar. Pronto se integraron a la noche de discoteca turistas conformantes de otros grupos que también visitaban la isla, especialmente extranjeros. Lo cierto es que bailamos hasta la medianoche derrochando alegría con los huaynos y sanjuanitos que el “discjokey” (don Juan de Dios) colocaba uno a continuación de otro, sin darnos tregua. Los comuneros tomaban cerveza y también chacchaban la hoja de la coca. Todo me parecía surreal. Hasta ahora estas reuniones sociales del hombre y la mujer andinos las había visto en películas o en documentales, y hoy era parte de una de ellas. El cansancio y los males de la altura habían cedido para dar el paso al jolgorio, al descubrimiento de nuevas experiencias y a la integración con nuestros hermanos y hermanas de Amantaní.


 

Cuando, por fin me encontraba en mi cama, rememorando los momentos más bonitos de la fiesta y esperando a que el sueño haga lo suyo, sucedió lo que la naturaleza nos lo tenía reservado: una tormenta de relámpagos, truenos y granizo se desató sobre la isla. Doña Carmen, que jamás había experimentado tal fenómeno atmosférico, no cesaba de gritar y orar cada vez que la potente luz de los relámpagos ingresaba por las ventanas de nuestra habitación como si se tratara de la explosión de un equipo electrógeno. Y cuando el estruendo de los truenos se estrellaba sobre los techos de las casitas, debo confesar que también yo me sentí sobrecogido y hasta atemorizado.

 

Para mí no era la primera vez que experimentaba un fenómeno de esta naturaleza. Lo viví cuando en los años de mi juventud estudié en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (hoy Rusia). En Moscú, la temporada de verano era la más propicia para las tormentas eléctricas, las que eran de tal magnitud que hacían que las clases se suspendieran. También lo viví en Kazajstán soviética (una república al norte de China) a donde fui a trabajar durante mis vacaciones. Y, en mi país, cuando visité las ciudades amazónicas de Yurimaguas y Tarapoto.

 

Sin embargo, mucho tiempo había transcurrido ya desde esas experiencias que, ahora que volvía a vivirlo en Amantaní, no podía evitar sentir ese natural temor que llevamos en nuestros genes ante la ímpetu y la fuerza de la naturaleza.

 

Cuando la tormenta pasó —después de casi dos horas— y el silencio volvió a reinar sobre la isla, ya no pude conciliar el sueño pensando y recordando hechos de mi vida, procesando imágenes del épico imperio incaico que surgían en mi mente como mensajeros del pasado entre las sombras de la noche y admirándome sobre cómo —de un apacible firmamento estrellado antes de la fiesta— el cielo se convirtió en un infierno de fuego y estruendosos ayes.

 

Cuando, por fin, el sueño tuvo misericordia de mí, el estado REM de mi cerebro me llevó a un mundo mítico, alimentado seguramente por la tormenta que acababa de terminar y la falta de oxígeno. En mi sueño observaba a la isla de Amantaní desde lo alto, como si fuera un ave estacionada en los aires. De pronto algo llamó mi atención hacia un punto de la isla: era una silueta humana muy brillante que se movía lentamente sobre la superficie. Yo me acerqué a esa luz y sentí un estremecimiento cuando vi que se trataba de un hombre totalmente de oro. Pero el color del oro no era el de una tonalidad metálica, sino incandescente, como si el ente fuera en sí mismo una fuente radioactiva. El hombre caminaba lentamente —como caminaba yo en la isla agobiado por la altura y el cansancio— por el sendero empedrado que nos había traído hasta la casa de los Calsi Calsi. Me acerqué tanto hacia él desde las alturas, que el hombre me localizó y, levantando rápidamente su rostro, se quedó mirándome fieramente. En ese momento me desperté sobresaltado y advertí que doña Carmen dormía plácidamente. Nuevamente volví a quedarme dormido y mis sueños me llevaron a la isla de los uros; precisamente a la misma isla que habíamos conocido en la mañana del día anterior. En mi sueño vi a la presidente que repetía una escena en la cual abría un junco de totora y lo colocaba en la frente de doña Elena, un miembro de nuestro grupo. El propósito de esa acción había sido demostrar cómo la totora no solo sirve como un elemento de construcción, sino también de sanación. La creencia de los uros es que el jugo que brota de su tallo tiene propiedades antipiréticas ante cualquier enfermedad. Pero en mi sueño, el brote de junco se convirtió en un filudo cuchillo que hirió profusamente la frente de doña Elena hasta hacerla sangrar.

 

Cuando el día despuntó no quería levantarme. El sueño me había llegado tarde y anhelaba seguir durmiendo un rato más. Pero ha de saberse que en los tours los horarios son rígidos y hasta sagrados. Así que mientras oía a doña Carmen que hablaba sola y se movía de un lado a otro de la habitación, mi cerebro comenzó lentamente a entrar en la fase de vigilia.

 

Dicen que lo que soñaste en la madrugada te marca para el resto del día. Mientras se hacía los preparativos para ir a desayunar y preparar nuestras cosas para despedirnos de Amantaní y viajar a la isla de Taquile, mi corazón meditaba en el contenido de aquellos sueños y trataba de encontrarle algún significado. Algún día sabré el sentido de esos sueños (tal vez para cuando ya se hayan cumplido); pero mientras tanto permanecerán escondidos entre mis inquietudes, mis miedos y mis ilusiones.

 

Como si nada hubiera ocurrido en la madrugada, Amantaní lucía en la mañana con un firmamento esplendorosamente soleado, con níveas nubes altocúmulos y rodeada de un Titicaca intensamente azul. Era el mejor marco para una despedida, que espero no sea un adiós. En el atracadero coincidimos no solamente los de nuestro grupo, sino también turistas de otros grupos, nacionales y extranjeros.

 

Los abrazos van y vienen y las palabras de agradecimiento también. Para los habitantes de Amantaní que nos cobijaron en sus hogares ésta, probablemente, sea una escena que —en épocas altas de turismo vivencial— se repite varias veces a la semana. Sin embargo, para nosotros que hemos vivido esta experiencia como algo único en nuestras vidas, despedirnos de ellos adquiría un cariz especial. Ellos nos habían dejado una semilla en el corazón que, estoy seguro, germinará hasta hacernos madurar de peruanidad. La sonrisa franca de doña Juana, el rostro inocente de Juan de Dios, los niños haciendo surf en la isla con sandboards de totora, los cantos de los pájaros en la tarde y el rebuznar de los asnos en la mañana, el azul intenso del cielo en el día y la llamarada borrascosa de la lluvia en la noche, todo esto y más, permanecerán en nuestra memoria como elementos mágicos de un mundo que sobrevive en el lago navegable más alto del mundo.

 

Mientras la embarcación arrancaba motores del atracadero de Amantaní y se alejaba de la isla, las manitas de nuestros anfitriones se agitaban diciéndonos adiós.

 

oOo

 

La isla de Taquile

Las distancias en el lago Titicaca son engañosas. Taquile es una isla rocosa, similar a Amantaní en cuanto a su estructura geológica, pero de menor tamaño. Desde la isla de Amantaní la veíamos permanentemente y sabíamos que ella era nuestro próximo destino. Se veía tan cerca que pensábamos que llegar hasta ella no nos iba a llevar más de diez minutos. Sin embargo, desde que nos despedimos de Amantaní pasó un poco más de una hora para llegar hasta el atracadero de Taquile y posar nuestros cansados pies sobre esta isla de aspecto bastante pintoresco y atractivo.

 

A diferencia de Amantaní, que es propicia para el turismo vivencial, Taquile es más propicia para el turismo cultural y gastronómico. Mientras Amantaní está aferrada casi inflexiblemente a sus tradiciones ancestrales y así es como quiere compartirlas, Taquile, por su lado, se ha acomodado al turista y a sus inclinaciones por comprar cosas, comer deliciosamente y mimetizarse (para la foto) con la cultura anfitriona.

 

Cuando desembarcamos en uno de sus muchos atracaderos, la isla se nos presentaba como un enorme desafío. Su belleza era de tal envergadura que cualquier precio era poco con tal de caminar desde sus faldas hasta sus —hasta ahora— escondidos tesoros. A diferencia de otros días, esta mañana había amanecido con mucha energía y la oportunidad de reivindicarme por lo ocurrido en la isla de Amantaní se me presentaba propicia. “El lago Titicaca también suele darte la revancha”, me dije, y emprendí la subida deteniéndome cada diez minutos para rasguñarle un poco de oxígeno al viento que soplaba desafiante sobre mi rostro.

 

 


Video subiendo por la isla Taquile

 

Después de ascender casi por noventa minutos llegamos a la plaza de armas de Taquile. En una de sus esquinas —como para recordarnos que seguimos en el planeta Tierra— hay un poste con los nombres de las grandes capitales del mundo y la distancia que nos separa de ellas.

 


La plaza principal de Taquile es muy hermosa y de gran tamaño. De forma cuadrangular está rodeada por casas de adobe, un restaurante, el templo católico y una gran tienda en donde los turistas pueden comprar lo que ellos saben hacer mejor: tejidos.

 

La calidad y variedad de sus tejidos es increíble. Los turistas pueden comprar sombreros, bufandas, chompas, ponchos, chuyos, calcetines y todo tipo de prendas hechas con lana de alpaca. Como todos los pobladores de la isla, son buenos comerciantes y son raras las veces que ceden al regateo, por lo que los precios son casi fijos y al alcance de los visitantes, lo que se justifica por su colorido, la complejidad de los motivos y la calidad de la materia prima.

 

Con una de las hermosas vendedoras de tejidos de Taquile


Al salir de la tienda nos sorprendió un conjunto de danzantes que, en el centro de la plaza principal, invitaban a los turistas a unírseles. Ni cortos ni perezosos nos unimos, haciendo un ruedo, en la festiva danza. El malestar por la altura —más de 3,800 m.s.n.m.— y la falta de oxígeno, pasaron a un segundo plano a medida que nuestros cuerpos se integraban, gozosos, con las hermosas notas que salían de los instrumentos musicales de los danzantes. Nunca olvidaré esta experiencia bajo el intenso cielo azul de Taquile, reflejado en las cristalinas aguas del Titicaca.

 

Después de esta experiencia que llenó nuestros espíritus con las telúricas melodías del Titicaca, nuestro guía nos dijo lo que querían escuchar ya nuestros oídos: había llegado la hora del almuerzo. Así, después de tomarnos muchas fotos con los músicos y danzantes, nos enrumbamos hasta el lugar en donde nos esperaban con una gran mesa y un suculento almuerzo. Felizmente, ya no había que seguir ascendiendo, sino que caminamos cuesta abajo teniendo como telón de fondo el colorido paisaje de la vegetación rodeado por el intenso azul del lago.

 

La caminata no duró más de diez minutos, y pronto ingresamos a una casa que tenía un amplio patio, y en el centro, una gran mesa ya lista para recibirnos. Mientras unos jóvenes taquileños tomaban nuestros pedidos, los anfitriones, nos dieron una demostración de cómo hacen sus tejidos y de los tintes que usan para darles el color y la belleza que les caracteriza.

 


Descenso hasta el lugar donde tomamos el almuerzo

 

A diferencia de la sazón de Amantaní, más natural y apegada a sus ancestrales recetas, la gastronomía de Taquile era generosa en sazón y sabor. ¡Hasta tenían Coca Cola!

 

Deliciosa sopa taquileña

 

Después de almorzar nos despedimos de nuestros anfitriones y de la isla de Taquile. Con esta experiencia terminaba nuestro viaje al lago Titicaca y sus hermosas islas habitadas por los aimaras y los quechuas que viven desde tiempos inmemoriales en completa paz y conservando sus ancestrales costumbres.

 

Con los ojos humedecidos por la nostalgia, Walter, nuestro extraordinario guía aimara, natural de las islas del lago Titicaca pertenecientes a los Uros, nos dijo que deberíamos sentirnos muy honrados por haber sido testigos de la cultura de esta república del Titicaca, pues las generaciones futuras se están preparando para emigrar hacia las grandes ciudades del Perú occidentalizado, de modo que lo que ahora hemos visto, dentro de unos pocos años, ya no será, sea porque las nuevas generaciones abandonaron las islas, o porque los que se queden adopten nuevas costumbres y estilos más relajados y condescendientes con la forma de vida del capitalismo.


El vìdeo completo de esta aventura en Puno y el lago Titicaca está disponible en la siguiente dirección de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=-8K55Vt_3Tg 



 

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(1) Andina (2019). Chullpas de Sillustani: sitio arqueológico reabre sus puertas al turismo en Puno. Disponible en https://bit.ly/32oZJRA

(2) ProCrear (2020). Inca Uyo: el templo peruano de la fertilidad. Disponible en https://bit.ly/3fIiGlj

(3) National Geographic (2018). Los Uros, el pueblo flotante del Lago Titicaca. Disponible en https://bit.ly/3nNP5Lq. En este sitio de internet se puede conocer más sobre el origen de los uros y costumbres de los uros.

(4) Páucar Ruiz, Edith (2013). Análisis de los beneficios socioeconómicos de las familias que participan del turismo rural. Un estudio en las comunidades de Amantaní en Puno-Perú y La Pacanda en Michoacán de Ocampo-México. Disponible en https://bit.ly/3IuKlCp