lunes, 8 de marzo de 2021

Alemania - Parte II (memorias)


Por Freddy Ortiz Regis

 

Libre de las ataduras y penurias de El Agostino, tenía ante mí a la ciudad de Berlín. Con la última paga y unos cuantos ahorros que guardaba celosamente en el bolsillo de una casaca, sentía que tenía el derecho de explorar esta maravillosa ciudad que representaba —aun en plena Guerra Fría— el último reducto del sueño de un mundo libre.

 

Berlín Oeste era, pues, como un portal dimensional que se superponía sobre los años de la dictadura nazi y del estalinismo soviético; y el muro, era la última frontera que separaba la libertad de la opresión. En el centro de la ciudad se erguía la Iglesia del Kaiser Wilhelm que fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial, y con cuyos chamuscados restos se tomó la decisión de crear un monumento conmemorativo para recordar la insensatez de la guerra. Pero no solo los monumentos eran los portavoces de la necesidad de un mundo nuevo: los berlineses mismos eran el centro de la atención mundial; de cómo ellos se desenvolvieran en este oasis de libertad dependía la validez de los principios de un mundo libre, sin ideologías sectarias, que hicieran posible la convivencia de los seres humanos en un marco de respeto y tolerancia.


Iglesia del Kaiser Wilhelm

 

Una de las primeras sensaciones de sorpresa que tuve al adentrarme en la vida urbana de Berlín fue ver caminar por las calles, con la mayor soltura, a grupos de jóvenes con el pelo pintado de muchos colores; otros, rapados; y otros, vistiendo apretados atuendos que, si no fuera por el biotipo que permite distinguir a un hombre de una mujer, no me habría sido posible diferenciarlos. Eran los punks.

 

Chica punk alemana


Estos jóvenes llamaron mucho mi atención no solo porque era la primera vez que los veía sino, fundamentalmente, porque sus modales, expresiones y actitudes no se correspondían con nada de lo que la sociedad tradicional había desarrollado en siglos. A veces me pasaba mucho tiempo observándolos, como si se fueran  alienígenas que habían llegado a nuestro planeta y que no habían logrado integrarse con el resto de la gente. Parecía que ellos ni se daban cuenta de nuestra existencia y que vivían su vida al margen de los demás.

 

Caminaban en pequeños grupos de jóvenes de ambos sexos. También hacían uso de los autobuses y se comportaban siguiendo las reglas establecidas para el transporte público. Lo mismo ocurría cuando se reunían en los parques o plazas de la ciudad. Solo hablaban entre ellos y se conducían de una manera que consolidaba su peculiaridad y nihilismo.

 

El movimiento punk alemán de la década de los 80s y que me tocó apreciar durante mi estadía en la ciudad de Berlín fue crucial para mi entendimiento de lo que significaba el mundo libre. Hasta ese momento, mi vida, se había desarrollado y formado en ambientes profundamente represivos.  Desde mi niñez hasta mi adolescencia la educación que había recibido se había fundamentado en el autoritarismo religioso (el catolicismo) y el autoritarismo político (las sucesivas e intermitentes dictaduras militares que gobernaron a mi país a lo largo de su vida republicana). Posteriormente, en los años de mi floreciente juventud, la influencia de la filosofía marxista (con su materialismo dialéctico e histórico) consolidó en mi alma una cosmovisión rígida y dicotómica de la existencia, la que terminó por resquebrajarse durante mi estadía en la Unión Soviética. Por ello, encontrarme con los jóvenes punk en la vigorosa y modernísima ciudad de Berlín fue para mi convaleciente “espíritu socialista” un descubrimiento existencial que marcaría el inicio de una nueva comprensión de la sociedad, la libertad y la democracia.

 

La sola presencia de los punks alemanes era la más provocativa invitación a reflexionar sobre las limitaciones de la sociedad de mi país: imposible que un movimiento como este pudiera manifestarse en el Perú. Sin embargo, ahora, veía a estos jóvenes contestatarios en Alemania Occidental, un país que, no hacía mucho, había estado dominado por una ideología dictatorial, fanática y genocida como lo fue el nacionalsocialismo.

 

Pero, esta transición alemana, no iba a ser rápida ni fácil. Los rezagos de una educación autoritaria, en un extremo, y los albores de una cultura alternativa que ponía en jaque los valores tradicionales de occidente, en el otro extremo, estaban en permanente pugna no solo en el arte y la cultura sino también en los modos de actuar y conducirse de los berlineses de ayer y los de ahora. Una muestra de esto es lo que paso continuación a narrar:

 

Una mañana cuando que me dirigía hacia el metro (U-Bahn) advertí un tumulto en la entrada de la estación. Me abrí paso entre la gente y pude ver a un anciano y a una joven punk protagonizando un peculiar conflicto: el anciano quería pasar justamente por el lugar en donde la joven estaba sentada. Ella, impertérrita, permanecía sentada con las piernas flexionadas mientras el anciano la golpeaba —con golpes controlados en los muslos— con su bastón, exhortándola a levantarse y cederle el paso. El anciano tenía a su disposición más de cinco metros para que pudiera entrar a la estación del metro, pero se había propuesto pasar, precisamente, por el pequeño espacio que ocupaba la joven sentada. Otro hecho que también llamó mi atención fue la pasividad del público. Todos observaban la escena. Algunos, los de edad avanzada, fruncían el entrecejo, mientras que los más jóvenes solo atinaban a esbozar una ligera sonrisa. Pero a nadie se le ocurrió meterse en el conflicto.

 

Entrada de una estación del Metro de Berlín


Como andaba apurado, me retiré, pero con la inquietud de saber cómo terminaría el impase. En el trayecto del viaje, a la velocidad del vagón, iba pensando en los múltiples mensajes que se desprendían de este conflicto. Por un lado, el anciano defendiendo el orden (la entrada a la estación del metro no es para sentarse) y, por el otro, la joven defendiendo la libertad (ella puede sentarse en donde le plazca, siempre y cuando su posicionamiento no representara un obstáculo insalvable para el tránsito de las personas). La indiferencia del público también enviaba un mensaje: los conflictos deben resolverse —hasta donde la seguridad y la integridad de los protagonistas lo permitiesen— solo por los implicados en él.

 

Pero Berlín nos tenía reservadas otras encrucijadas… Uno de los problemas que enfrentaba esta ciudad era la presencia de los inmigrantes.  Ubicada en el corazón de Europa, como bisagra entre el capitalismo y el socialismo, la ciudad era el centro de la atención no solo de intelectuales, artistas y aventureros, sino también de una masa laboral ansiosa de hacer dinero y salir de la pobreza. Los inmigrantes (en su mayoría jóvenes provenientes de los países capitalistas más atrasados tanto de la Europa capitalista como de la socialista) encontraron en Berlín las puertas abiertas para iniciar el sueño berlinés de la prosperidad, la libertad y el placer.

 

Y hablando de esto último, las discotecas berlinesas se contaban entre los lugares en donde se podía dar rienda suelta a muchas cosas: desde pasar un momento de sano esparcimiento con tus amigos hasta agotar una sensual cacería de drogas y sexo. Las discotecas también estaban clasificadas por las subculturas que convivían en esta gran ciudad. Dos eran las más importantes pues dos eran las corrientes juveniles que se disputaban el centro de la atención: los pops y los punks. Mientras éstos encarnaban el hartazgo con la hipocresía hippie,  la estrechez de miras de la burguesía y la rebeldía nihilista hacia una sociedad que lo más grande que había conseguido era engendrar dos guerras mundiales casi sucesivas, aquéllos estaban enfocados en la cultura pop norteamericana de la década de los 70s, en el estilo de Jhon Travolta y de Olivia Newton-John (de la película Fiebre del sábado por la noche) y en el horizonte consumista de la ropa glamorosa y la comida rápida. Los pops y los punks eran irreconciliables y ambos estaban en los extremos de la cultura berlinesa de los 80s.

 

Jóvenes pops alemanes

Obviamente que las discotecas a las cuales asistíamos eran a las discotecas de los pops. Los punks no solo nos inspiraban temor, sino que, además, no estábamos preparados para digerir su subterránea contracultura. Quienes veníamos huyendo y desertando de la cortina de hierro (la Europa socialista con la Unión Soviética a la cabeza) encontramos en los pops la encarnación que reivindicaba los valores que una vez abominamos en nuestros países, hipnotizados por la propaganda marxista de los 70s en América Latina y, sobre todo, en el Perú de la revolución izquierdista de Velazco Alvarado. Así, a la escasez que agobiaba a la economía socialista planificada se oponía la abundancia de la sociedad de consumo berlinesa; a la austeridad de la moda moscovita se superponía la opulencia y elegancia de la cultura pop; a la subyugación del individualismo a todo nivel del marxismo-leninismo se contraponía la elevación del yo de los adolescentes y jóvenes pops en su más exaltada demostración.  

 

Pero en la sociedad berlinesa no solo brillaban los pops y los punks. Como ya lo dije antes, estas subculturas se encontraban en los extremos. Entre uno y otro coexistían otras expresiones culturales y políticas como las defensoras del pacifismo y del medio ambiente (los verdes), las que luchaban por la caída del muro de Berlín y la reunificación de las dos Alemanias (los reunionistas), y la amplia gama de los partidos políticos tradicionales entre los que destacaban el CDU (Unión Demócrata Cristiana) y el SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania).

 

Muro de Berlín

Algunos lectores se estarán preguntando ¿y qué fue del partido nacionalsocialista (nazi)?  Cuando llegué a Alemania guardaba el secreto temor de que aún existieran rezagos de este partido político en la sociedad alemana de la posguerra. Grato fue descubrir que los alemanes de la década de los 80s resentían y hasta se avergonzaban de que una era de su luminosa historia hubiera sido ensombrecida por la llegada de los nazis al poder y la captura por parte de éstos de todos los estamentos de la vida de esta gran nación europea.

 

Sin embargo, a pesar de este resentimiento, la sociedad alemana aprendió que la democracia es la forma más razonable de la coexistencia humana, y este sistema está cimentado en los partidos políticos que son los instrumentos y las instituciones fundamentales a través de los cuales se canaliza la voluntad popular. Debido a esto, para el ordenamiento jurídico alemán es muy difícil proscribir partidos políticos, aun cuando alguno contenga en su seno principios y valores que nieguen o debiliten los postulados de la democracia.

 

Sólo en dos ocasiones se ha decretado la prohibición de partidos políticos en Alemania: en 1951 y 1956. En el primer caso, fue proscrito el llamado Partido Socialista del Reich (SRP), que se atenía a la tradición del partido nazi NSDAP. En el segundo caso, siguió el mismo camino el Partido Comunista de Alemania (KPD), al cual se le atribuía estrecho contacto con la Unión Soviética y la desaparecida República Democrática Alemana. En plena Guerra Fría, el KPD era considerado una amenaza para la democracia y para el gobierno del entonces canciller Konrad Adenauer. (1)

 

A partir de estas dos fechas ya no han existido más prohibiciones de partidos. La refundación en 1964 de un partido nazi fue tolerada y tan solo los movimientos de sus dirigentes y afiliados, vigilados. El intento de declararlo ilegal por parte del gobierno socialdemócrata y verde del canciller Schröder fracasó precisamente en el Tribunal Constitucional (2003) y con el comunismo nadie se ha atrevido. (1)

 

Tribunal Constitucional de Alemania

 

Adiós, Berlín

 

Una mañana, alguien tocaba la puerta de mi habitación insistentemente, quitándome el sueño. Había llegado a mi cuarto a las tres de la madrugada con algunos tragos de más y que te despierten a las seis es de lo más desagradable que puedes esperar.

 

Me levanté con la cabeza dándome vueltas y, preguntando quién era el que tocaba la puerta, escuché la voz de Juan que respondió del otro lado.

 

Abrí la puerta, intrigado, y vi el rostro desencajado de mi amigo. ¿Qué había pasado? Hacía solo unas horas habíamos estado en una discoteca y él —como siempre e incansable— había estado de lo más alegre y en la conquista infructuosa de alguna bella chica pop.

 

— Entra, Juan —le dije—. ¿Qué pasó?

 

— Pasa que todo se fue a la mierda, amigo —me contestó, profundamente contrariado.

 

— ¿Cómo así? Explícate, Juan —le dije.

 

— El italiano ha descubierto que estoy dando posada a inmigrantes y me ha despedido.

 

Se sentó sobre el borde de mi cama y se llevó las manos a la cara. Siempre había visto a Juan alegre y sonriendo y, ahora, verlo en esa situación me rasgó el corazón. Desde que me alejé de Marina y me quedé completamente solo, si había tenido una palabra de aliento y un socorro oportuno, éste siempre vino de Juan. Ahora, era mi oportunidad de devolverle lo bueno que había sido no solo conmigo sino también con otros latinos que necesitaron un techo y un alivio urgentes.

 

Me acerqué a él y, poniendo mi mano sobre su hombro, le dije:

 

— Juan, puedes quedarte en mi cuarto hasta cuando encuentres otra chamba.

 

Nos dimos un fuerte abrazo y así fue: durante el día salíamos a recorrer Berlín tratando de encontrar una nueva fuente de ingresos, y cuando llegaba la noche buscábamos a los hermanos Huancaruna y nos perdíamos entre las palpitantes avenidas y calles de Berlín pretendiendo olvidarnos del estrés del desempleo y gastando los pocos ahorros que nos quedaban. A veces los hermanos Huancaruna no nos daban bola porque ellos eran estudiantes (y de los aplicados), y entonces solo nos quedaba buscar a un peruano cuyo nombre se ha borrado de mi memoria, pero que tenía todos los medios para conectarnos con el dark side de Berlín, terminando, la mayor de las veces, borrachos y llorando desconsoladamente en mi habitación por alguna razón que el alcohol, mezclado con sabe-Dios-qué-cosa, desenterraba de nuestras almas.

 

Este Perucho, por ponerle un nombre, consiguió que la Universidad Libre de Berlín nos permitiera almorzar en su comedor universitario. También fue el responsable de que me rentaran una habitación completamente amoblada en una residencial dedicada exclusivamente para los estudiantes extranjeros. Gracias al carné que el Perucho nos “tramitó” pudimos, Juan y yo, disfrutar de las delicias y de la modernidad de este comedor y sobrellevar —con el estómago lleno— la pérdida de nuestros empleos en las pizzerías. Así que un sentimiento de agradecimiento nos unía a este Perucho (aunque nada con lo que nos favorecía era gratuito) a pesar de que —durante las noches berlinesas— se había propuesto llevarnos por el camino del mal y de la perdición. Y si no fuera por un luctuoso suceso que ocurrió en el comedor universitario y que paso a narrar a continuación, la trayectoria de nuestras vidas hubiera seguido tal vez su rumbo ya trazado…

 

Universidad Libre de Berlín

Era el mediodía y Juan y yo nos encontrábamos en la cola para ingresar al comedor a almorzar. El comedor tenía tres pisos y como era nuestra costumbre siempre subíamos al segundo piso en donde una moderna faja transportadora nos hacía llegar los alimentos. Nunca nos ubicamos en el primer piso porque éste era ocupado en su gran mayoría por estudiantes del Oriente Medio; y no era por su procedencia que nos alejábamos de ellos sino porque eran muy vocingleros y pendencieros.

 

Apenas recibida la comida de la faja transportadora, Juan y yo, nos dirigimos a ocupar una de las mesas cercana a las escaleras que conducían al primer piso. Mientras degustábamos la deliciosa y nutritiva comida que ese día se había preparado, de pronto, escuchamos unos gritos terribles que venían desde el primer piso. Los gritos se correspondían a hombres y mujeres que discutían en árabe. Pero, luego, los gritos pasaron a un segundo plano porque —como si fuera un violento vendaval— las mesas y enseres del primer piso comenzaron a volar en todas direcciones haciendo que el ruido no solo apareciera atronador sino también atemorizante. Esta batalla campal duró como diez minutos que a nosotros nos parecieron una eternidad. Al ensordecedor ruido se unió, desde los exteriores, las estremecedoras sirenas de la policía y de las ambulancias que se habían estacionado en la puerta del comedor universitario. Cuando, al final, se nos dio el permiso para bajar al primer piso y poder salir del comedor universitario, vimos un panorama desolador: enormes manchas de sangre en el piso, enseres destruidos, vidrios rotos en todas direcciones y muchos jóvenes árabes siendo transportados en camillas hacia las ambulancias. ¿La policía? La policía nunca entró al comedor: su respeto por la autonomía y la inviolabilidad del campus universitario era absolutamente escrupuloso.

 

Lo que vino después —para Juan y yo— luego de la tragedia en el comedor universitario fue lo que más temíamos: quedarnos en la más completa indigencia. La universidad cerró el comedor por varias semanas mientras se hacían las investigaciones y se reparaban los daños ocasionados a su patrimonio. El comedor —gracias a la intervención de nuestro “amigo” el Perucho— nos había sido de gran ayuda y era lo que nos ataba aún a la ciudad de Berlín, a la que abrazábamos con una rara dualidad existencial de esperanza y decadencia. Y, ahora que ya no lo teníamos, fue el acicate para que mi amigo y yo nos decidiéramos por escuchar el consejo de los hermanos Huancaruna: ir a Bonn, la capital de Alemania Federal, y tentar una beca en alguna institución superior que tuviera entre sus postulados extender una mano a los jóvenes migrantes de los países que no pertenecieran a la Comunidad Económica Europea (CEE), que así se llamaba por ese entonces a la actual Unión Europea (UE) que terminó absorbiéndola.

 

Reuniendo los pocos marcos que nos quedaban, Juan y yo, tomamos un colectivo hacia la ciudad de Bonn. Este sistema de transporte era muy solicitado entre los jóvenes alemanes que deseaban viajar en el interior de Alemania Federal. Consistía en poner un aviso en los lugares indicados para los comunicados en los pasadizos de los claustros universitarios convocando a otras personas para arrendar un automóvil (con chofer incluido) y pagar, entre todos, el costo del transporte.

 

Felizmente, conseguimos a dos personas dispuestas a completar —con nosotros— los cuatro pasajeros para viajar a Bonn. El equipaje no podía ser muy voluminoso, así que con mucho dolor tuvimos que deshacernos de algunas cosas que habíamos traído desde Moscú y otras que habíamos adquirido en Berlín.

 

No me acuerdo el día, pero sí recuerdo con mucha nitidez que fue una mañana soleada de verano que Juan y yo cruzamos la frontera que separaba Alemania Democrática de Alemania Federal, dejando atrás a la moderna, pujante, sensual y vibrante ciudad de Berlín. Nos embargaba un sentimiento de tristeza mezclado con rabia por alejarnos de esta ciudad a la que habíamos llegado —tal como ocurrió con nuestro arribo a Moscú— con la ilusión de hacer realidad el sueño de nuestros padres: ser profesionales competentes formados en el extranjero.

 

Sin embargo, a diferencia de lo vivido en Moscú —a la que logramos conocer además de su faceta académica también por sus expresiones sociales y culturales— en Berlín más nos habíamos aproximado a su dimensión underground que a lo que ella nos podía ofrecer en el plano de la cultura y el arte.

 

Berlín era una ciudad vanguardista que marcaba tendencias continuamente a nivel mundial. Paseando por sus amplias avenidas y calles encontramos diseño, moda, arte contemporáneo y galerías. Berlín marcaba, en esa época, las pautas del arte europeo en todos sus aspectos. El sano entretenimiento estaba garantizado con su ópera clásica, con ocho orquestas sinfónicas, incluyendo la famosa Filarmónica de Berlín y tres grandes edificios de ópera que determinaban la vida musical de la ciudad. Pero a nada de esto logramos acceder porque nuestras vidas estuvieron siempre marcadas por el natural anhelo de satisfacer prioritariamente nuestras necesidades primarias de trabajo, protección y consuelo; las que logramos alcanzar de manera bastante precaria…

 

Ruta Berlín-Bonn


Durante las casi seis horas que duró el trayecto de 600 kilómetros que hay entre Berlín y Bonn en automóvil, solo una cosa teníamos en mente: superar el fracaso de Berlín y conquistar la ciudad de Bonn, la elegante y flemática capital de Alemania Occidental. 



---------------------------

(1) Sosa, F. (2018). Prohibición de partidos políticos. Disponible en http://bit.ly/3kYb0gF