lunes, 15 de agosto de 2022

Alemania - Parte IV (memorias)

Por Freddy Ortiz Regis 

Floración de los cerezos en Bonn

El Poncho (continuación)

 

Julio era un buen cocinero. El almuerzo consistió en un pollo al horno con cebollas, tomates y champiñones. El sabor era exquisito. El jugo de los tomates se había mezclado con los efluvios de las cebollas y los hongos ofreciendo un aroma y un gusto que nunca había sentido en mi vida. Pero había algo más que le daba a la acidez de los tomates un ligero efecto dulzón. Le pregunté a Julio qué era y me respondió:

 

— ¡Vino blanco!

 

Don Jorge estaba especialmente feliz y entusiasmado, y a Julio le brillaban los ojos por el efecto de mis alabanzas a su exquisito potaje.

 

Mientras saboreábamos ese rico pollo con champiñones, don Jorge aprovechó para ponerme al corriente de un plan que había añorado secretamente y que, por fin, parecía que se podría hacer realidad.

 

— Como te adelanté, Freddy, la presencia de los chilenos en el restaurante es para mí ya insostenible. Ellos prácticamente se han apoderado de El Poncho y esto me está costando la pérdida de clientes y de ingresos. ¡Fíjate que hasta la cocinera es chilena!

 

Yo me sorprendí por esta confesión de don Jorge.

 

—¿Que la cocinera es chilena? —le pregunté.


Julio sonrió al tiempo que seguía degustando su exquisito potaje.

 

—¿O sea que ella prepara platos chilenos en este restaurante? —pregunté inquieto.

 

Don Jorge sonrió y me respondió:

 

— No, ella ha aprendido a cocinar los platos peruanos más conocidos…

 

Se hizo un silencio y volví a preguntar:

 

— ¿Como cuáles?

 

— Papa a la huancaína, lomo saltado, pato a la chiclayana, pescado a la chorrillana y otros —me respondió don Jorge, manifestando en su rostro la sombra de una antigua resignación.

 

Me pareció increíble que una chilena fuera la cocinera de un restaurante peruano. Y mirando a Julio, cuyos ojos no dejaban de moverse de un lado a otro, como dos huevos friéndose en una escurridiza sartén, le pregunté:

 

—¿Y por qué tú no cocinas esos platos?

 

Julio no se esperaba esta pregunta y, mirando a don Jorge, me respondió:

 

—Porque no me salen bien. La verdad es que lo mío es la cocina internacional.

 

Se hizo nuevamente el silencio entre los tres, que fue roto por don Jorge quien, dirigiéndose hacia mí, me preguntó:

 

— ¿Y tú, sabes cocinar?

 

La pregunta me hizo retroceder, con esa velocidad superior a la de la luz, a los recuerdos de mi madre en la cocina de la casa. Ella sí que era una buena cocinera. No solo a la familia sino a todos cuantos la conocían les faltaban adjetivos para calificar su exquisita sazón. Para ella no había plato imposible de preparar: desde la compleja e interminable lista de platos de nuestra cocina nacional hasta la comida china; ésta última, aunque no igualaba a la original que se expendía en los restaurantes chinos llamados “chifas”, tenía un encanto propio que ella había logrado imponer gracias a la fusión de sus propios ingredientes y estilos.

 

Chifa peruano, fusión de la cocina china y peruana


Mi corazón sintió esa contracción peculiar cuando los recuerdos se convierten en nostalgia y —estando a miles de kilómetros de distancia de mi hogar— no pude evitar el humedecimiento de mis ojos.

 

Don Jorge y Julio advirtieron mi estado de ánimo y antes de que me dijeran nada, respondí:

 

— Mi madre es una excelente cocinera, y quien ha sido criado en la buena sazón, tiene todas las condiciones para saber cocinar.

 

El rostro de don Jorge se iluminó, y sin esperar más, me dijo:

 

—¡Bien, Freddy! Yo quiero que seas el reemplazo de la chilena. Lo vamos a hacer con mucha cautela. Mientras tanto, mira, observa y toma nota de cómo cocina.

 

La propuesta de don Jorge me hizo sentir, en ese momento, plenamente aceptado por ellos. Los ojos de Julio despedían una luz brillante que parecía iluminar la lobreguez de El Poncho, y sin poder resistirse, añadió a la propuesta de don Jorge:

 

—¡Y yo también te voy a enseñar los platos que preparo!

 

Yo, esbozando una sonrisa agradecida, le respondí:

 

—Con que me enseñes a preparar este pollo con champiñones me doy por satisfecho.

 

Todos sonreímos y en esa sonrisa se envolvía un pacto de amigos y de compatriotas.

 

El Poncho funcionaba de lunes a sábado desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche, así que el tiempo que faltaba para abrir era ya poco.

 

Con la ayuda de Julio terminamos de limpiar el área de las mesas y luego seguimos con los servicios higiénicos, el bar y, finalmente, la cocina.

 

Mientras nosotros hacíamos las labores de preparación del restaurante para la apertura de ese día, don Jorge me iba poniendo al corriente de otras cosas más que según él debía saber sobre la vida en El Poncho.

 

Entre ellas me contó que el restaurante contaba con el apoyo de algunos amigos que no eran peruanos, pero que se identificaban no solo con nuestras comidas sino también con nuestra cultura. Me habló de cuatro jóvenes alemanes que se habían hecho “fans” de El Poncho, a tal punto que se turnaban entre ellos para brindar sus servicios en el restaurante por una simbólica propina. Tres de ellos eran mujeres y uno varón: Aída, Martha, Frida y Hans. Aída y Hans apoyaban como mozos, y Martha y Frida, apoyaban en la barra.

 

Sentí curiosidad por la cocinera chilena, y don Jorge me dijo que ella era una mujer de unos cuarenta años, casada con un chileno de casi su misma edad, que encontraron asilo político en Alemania juntamente con su menor hija de apenas cinco años. Su nombre era Irene y su esposo se llamaba Silvio.

 

No habíamos terminado de hablar sobre ella cuando sonó el timbre del restaurante. Julio abrió la puerta e ingresó una mujer de unos cuarenta años, blanca, pelo negro, de rasgos faciales indoamericanos, de contextura regordeta, de baja estatura y algo sobremaquillada. Lo primero que hizo fue clavarme una mirada inquisidora. Era una mirada fuerte y penetrante. Se paró frente a mí y, antes de que ella abriera la boca, don Jorge se le adelantó diciéndole:

 

—Irene, te presento a Freddy. Él es un peruano que ha venido de Rusia y va a estar un tiempo con nosotros.

 

—Al escuchar las palabras de don Jorge, la mujer transformó la dureza de su mirada por una más suave y amigable. Seguramente pensó que el hecho de venir de Rusia me colocaba en el bando de los que simpatizan con la izquierda y las ideas marxistas.

 

Yo le extendí la mano la que apretó con firmeza.

 

Hecha la presentación se dirigió a la cocina para ultimar los detalles relativos a la apertura de la atención a los comensales.

 

Cuando apenas faltaban unos pocos minutos para la apertura del restaurante, llegaron Aída, Martha y Hans. Aída y Hans —los mozos— llegaron juntos, y Martha, que apoyaba en la barra, con unos breves minutos de diferencia.

 

Don Jorge me presentó a los tres informándoles que desde ahora iba a apoyar como ayudante de cocina. Los tres me miraban sorprendidos y me sonreían con esa sonrisa que revela la emoción de encontrarse con algo nuevo en la rutina de la vida.

 

Hechas las presentaciones cada uno tomó su lugar en el restaurante, y yo pasé a la cocina para apoyar en las labores de esa área. Irene llevaba puesto un gran mandil que cubría casi toda la parte anterior de su cuerpo regordete y Julio, de quien se había apoderado una especial ansiedad, disponía las cosas de modo que cuando llegasen los pedidos todo esté a su alcance.

 

Mientras Julio me daba un sinfín de indicaciones, Irene me miraba de reojo, esperando el momento de dirigirse a mí. Al final, mientras preparaba un aderezo que olía exquisitamente bien, Irene me lanzó la primera de sus preguntas:

 

— Así que vienes de Rusia… ¿Y qué te trae por aquí? —me dijo con un tono de voz amigable y, yo diría, hasta casi familiar.

 

La pregunta de Irene y el modo en que la planteó me trajo los recuerdos de otro chileno que conocí en Moscú, en el campus de la ciudad universitaria. Este joven, de unos veinticinco años aproximadamente, también había obtenido el asilo y era estudiante de la facultad de economía. Por una temporada compartió conmigo la habitación y, desde el primer día en que nos conocimos, su trato hacia mi persona se caracterizó por ser paternalista y hasta asfixiantemente amable. Se preocupaba por cada detalle de mi vida, qué había hecho durante el día, qué pensaba sobre esto o el otro, qué me había parecido la comida en el comedor, cómo había sido mi vida en el Perú y un largo etcétera de inquisiciones que a mí me incomodaban no por su contenido sino por su afectación: siempre he percibido en los chilenos —desde su histórica victoria en la guerra de 1879— un aire de superioridad hacia nosotros, los peruanos, que pretenden disfrazarlo de conmiseración y adulación.

 

Así que, ante la pregunta de Irene, solo pude responder:

 

—Solo estoy de paso, de retorno a mi país.

 

La conversación no pudo continuar porque pronto comenzaron a llegar los primeros pedidos.

 

Hans entraba y salía de la cocina con la orden, la leía en su español casi balbuceante, se reía, y luego retornaba al área de las mesas. Este Hans era un tipo bastante bonachón. De contextura regordeta y cabello castaño tenía una breve barba casi pelirroja que le rodeaba la mandíbula. Detrás de unas gafas de grueso calibre se advertía, furtivos, unos ojillos azules que escondían una mirada mezcla de picardía y sensualidad.

 

Lo primero que me dijo Hans, en una de sus entradas y salidas a la cocina fue:

 

—¿Tú sabes la diferencia entre una bicicleta y una mujer?

 

Yo sonreí y, sin pensarlo más tiempo, le respondí:

 

—Mmmmm…. ¡No!

 

—Entonces, ¡quédate con la bicicleta! —me dijo sin dejar de reír con esa risa nerviosa que le conocería hasta el último día en que permanecí en Bonn.

 

Y volvió a desaparecer de la cocina. Irene y Julio no tuvieron ninguna reacción ante la broma de Hans, por lo que deduje que no era la primera vez que la hacía. Era la forma que Hans tenía para entrar en confianza con alguien que no conocía aún.

 

El restaurante estaba casi por la mitad de su capacidad con comensales alemanes que disfrutaban tanto de los potajes que Irene y Julio preparaban con esmero como de la música andina que salía de un equipo de sonido ubicado en la parte superior de la barra. El ambiente no podía ser más agradable. En la barra, Martha, atendía los pedidos de bebidas al tiempo que se balanceaba al ritmo de la música. Don Jorge me había pedido que saliera brevemente al área de las mesas y que me sentara en una mesa dispuesta solo para el personal al lado de la entrada a la cocina. Desde ahí veía a Martha.

 

Martha, se dio cuenta de que no dejaba de mirarla y dibujando una hermosa sonrisa me dijo desde donde estaba:

 

—¿Do you like to drink something?

 

Martha no hablaba el español; con los comensales y con el personal del restaurante se comunicaba exclusivamente en alemán. De un porte promedio al de las mujeres alemanas, Martha era una chica alta comparada conmigo. Sus anchas caderas guardaban una perfecta proporción con la esbeltez de su cuerpo. Coronaba su figura un hermoso rostro redondo y juvenil, de un color que parecía provenir de una playa del Caribe, al tiempo que sus ojos azules semejaban trocitos de un cielo despejado y brillante. Su cabellera, corta y castaña, parecía la melena de un león sacudida por el viento.

 

—Yes, I do —le respondí a Martha, devolviéndole la sonrisa.

 

—¿Do you like Coke or a bier? —me preguntó, mientras sus ojos azules me ponían nervioso.

 

—Coke —le respondí.

 

Me dirigí hasta la barra y recogí la bebida recibiendo, de yapa, una nueva y fresca sonrisa.

 

Mientras retornaba a mi mesa, vi que Aída se acercó a la barra en donde atenía Martha y, en alemán, dialogaban sin dejar de sonreír.

 

Aída la joven que —juntamente con Hans— atendía a las mesas era de una belleza peculiar. Quien la viera por primera vez no la imaginaba alemana. Era de tez pálida con hermosos pronunciamientos rosados en los pómulos, como el de las mujeres andinas de mi país cuando bajan a la costa; su cabello lacio y largo hasta la mitad de su espalda era castaño oscuro, y sus ojos, pardos y rasgados como los de una japonesa adolescente, irradiaban una mirada vivaz e inocente.  Aída era realmente la más bonita que había esa noche en el restaurante. Por un momento pensé que estaría a mi alcance, pero más tarde tuve que renunciar a esa peregrina idea.

 

Era como las diez de la noche y la ensoñación que me provocaba observar a Martha y Aída concentradas en sus labores se vio interrumpida por la entrada de un tropel de latinos con guitarras al restaurante: eran los chilenos de los que ya me había hablado don Jorge. Se instalaron rápidamente en las mesas que aún estaban vacías y comenzaron a tocar la guitarra mientras cantaban a todo pulmón.

 

El rostro de Martha se ensombreció y, poco a poco, los comensales alemanes que disfrutaban de la comida y del ambiente de El Poncho comenzaron a retirarse. Uno de ellos ingresó raudamente a la cocina saludando, de pasada, a don Jorge: era el esposo de Irene que entró y la saludó con un beso en la mejilla.

 

De un momento a otro, el restaurante peruano El Poncho se convirtió en un antro de cánticos, peroratas y vivas de un grupo de chilenos que no encontraron mejor ambiente que el local de don Jorge para confraternizar, chismosear y pasar la soledad de sus noches de asilo.

 

El rostro de don Jorge era una mezcla de desazón y cortesía diplomática pues los chilenos —inconscientes del daño económico que le producían— lo invitaban a sus mesas para brindar y festejar nadie sabe qué victorias o privilegios. Digo esto último porque sus compatriotas que habían recibido el asilo en la otra Alemania (en la RDA o Alemania Socialista) no la pasaban tan bien como ellos. Allá, los chilenos que huían del régimen de Pinochet, tenían que trabajar (incluso por debajo de sus calificaciones), y cuando solicitaban permiso para visitar Alemania Occidental muchas veces éste les era denegado.

 

Video ilustrativo de las dos Alemanias

 

Los jóvenes alemanes que apoyaban a don Jorge se retiraban, como era su costumbre, a las 11 de la noche; y desde ese momento, don Jorge, Julio y yo apoyábamos en la barra porque lo único que los chilenos consumían era cerveza. A partir de la medianoche comenzaba la puja para invitarlos a salir porque el restaurante tenía que cerrar y el personal ir a descansar.

 

Y así transcurrió la vida en El Poncho por unos cuantos meses más hasta que algo cambió: don Jorge tomó el coraje para despedir a Irene y yo ocupé su lugar en la cocina criolla.

 

Sin embargo, esta decisión de don Jorge no fue fácil. Irene y su esposo ya la veían venir y trataron —con todos los esfuerzos posibles— por evitarla intentando atraerme hacia su grupo. Lisonjas, regalos y hasta cenas en su casa no fueron suficientes para que yo me inclinara a traicionar a quien me extendió la mano y su amistad en el momento en que más solo me sentía en el extranjero: don Jorge.

 

El retiro de Irene de El Poncho afectó gravemente a la comunidad de chilenos en Bonn, que habían hecho del restaurante peruano su lugar de franquichuelas y consuelos e, Irene y su esposo, fueron los primeros en azuzar las rivalidades entre peruanos y chilenos que se enfocaron en desprestigiar al restaurante entre la comunidad de latinos y españoles residentes en la capital de Alemania Federal. Los embates fueron fuertes, pero pronto ellos encontraron otro local en donde continuar todo lo que habían hecho en El Poncho desde que lograron el asilo en Bonn.

 

Así fue cómo —por mi llegada al El Poncho y a las destrezas que poco a poco fui ganando en la preparación de la comida peruana— don Jorge pudo desembarazarse de un problema que le había hecho sufrir por varios años. Ahora —según sus palabras— se “iniciaba una nueva era en la historia de El Poncho en la ciudad de Bonn”.

 

De ahí en adelante, don Jorge comenzó a confiar plenamente en mí. Le había dado muestras de lealtad y probidad. Mandó hacer un duplicado de la llave de la puerta del restaurante que me entregó para que pudiera ingresar al local sin tener que pedir permiso a Julio o a él. La retirada de “la chilenada”, como don Jorge la denominaba, no sólo había sido un acontecimiento que iluminó y mejoró las relaciones entre don Jorge, Julio y yo, sino que también influenció grandemente en el estado de ánimo de los jóvenes alemanes que apoyaban desinteresadamente a El Poncho. Hans se volvió más locuaz y llegaba a visitarnos incluso en horas fuera de la atención en el restaurante, aunque sus chistes alemanes habían empeorado más y más. Las chicas —Martha y Aída— también sintieron el bálsamo de bienestar y seguridad que significó la retirada de los chilenos. Martha invitó a varios de sus amigos de la universidad a conocer El Poncho, y Aída, por fin, aceptó —con la desazón y la desilusión que ello representó para mí— el amor de Julio. Hasta la esposa de don Jorge —doña Emma— que nunca fue a El Poncho (al menos durante el tiempo que ya llevaba laborando allí) se animó a visitarnos trayéndonos —cuando su humor lo permitía— deliciosos pastelillos que compraba en el trayecto de su casa al restaurante.

 

La deliciosa pastelería alemana


Y como si todo este panorama de esperanza y armonía no fuera suficiente, don Jorge se ofreció a apoyarme para que estudiara el alemán y para que consiguiera una habitación en la cual pudiera vivir de manera independiente.

 

Fue así cómo, Bonn, me confirmaba ese sentimiento inicial de optimismo y esperanza que con Juan sentimos al pisar por primera vez su suelo aquella hermosa tarde estival. Los trámites de don Jorge para matricularme en un instituto de enseñanza del alemán para extranjeros fueron tan rápidos que, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba yo sentando en un aula de clases compartiendo con otros jóvenes extranjeros el aprendizaje del idioma de Goethe.

 

Y aunque el idioma alemán no me era extraño, pues lo había estudiado durante los cinco años de la enseñanza media en mi país, ahora su reestudio tenía para mí un nuevo significado: ya no lo hacía como una imposición que nace del estudio de una materia obligada, sino que representaba para mí la esperanza de comenzar una nueva vida en este país tan adelantado y desafiante.

 

Dos semanas después de haber iniciado mis clases de alemán en el Institut für Deutschunterricht für Ausländer, don Jorge cumplió su segundo ofrecimiento: que pudiera tener mi propia habitación en la ciudad de Bonn. Gracias a su gestión con una pareja de esposos alemanes que vivían en el barrio de Godesberg-Nord, pude instalarme en una de las habitaciones de una casa diseñada para estudiantes tanto alemanes como extranjeros. La noche anterior a mi mudanza (dos pequeñas maletas y una mochila) los propietarios nos invitaron a don Jorge y a mí a una cena: querían conocer a quien habría de ocupar una de sus habitaciones de arrendamiento.

 

Barrio de Godesberg


Esa noche se apoderó de mí una especial aprehensión. Era la primera vez que compartiría en el hogar de una familia alemana. Los prejuicios hacia los alemanes —que creía superados por mi experiencia en Berlín— afloraron. No era fácil desprenderse de toda una vida de influencias provenientes de la cultura y la historia interpretada por los vencedores. Sin embargo, fue una grata noche en la compañía de estos dos ancianos alemanes que no solo nos prodigaron con una deliciosa cena, sino que también se mostraron muy amigables con don Jorge y con mi persona. Don Jorge les hizo el pago de la primera renta (que obviamente después me la descontó de mi salario), y el anciano alemán (cuyo nombre he olvidado) le entregó dos llaves: la de la puerta principal de la casa y la de mi habitación. Mi corazón palpitaba a mil y toda esta escena me parecía algo surreal.

 

Al día siguiente, Julio y don Jorge me acompañaron a instalarme en mi nueva casa. La habitación alfombrada —de unos nueve metros cuadrados aproximadamente— estaba en el segundo piso de una casa de cuatro pisos. En cada piso había cuatro habitaciones que compartían un baño y una cocina con todos sus implementos. Las primeras noches dormía en el suelo y usaba mi mochila como almohada, pero, poco a poco, fui adquiriendo algunos enseres que le dieron contenido y forma a mi nuevo hogar en la hermosa y elegante ciudad capital de la Alemania de esa época.

 

Fue así como el horizonte en suelo alemán se abría luminoso. Aunque a veces me asaltaba la depresión por la ausencia de mis padres y de mis hermanos, por la distancia de mi terruño y por los amigos que dejé tanto en la Unión Soviética como en el Perú, lo cierto es que también me sentía consolado por los nuevos amigos que había encontrado en Bonn y, sobre todo, por la íntima ilusión de alcanzar lo que no había podido concretar en la URSS: lograr un posicionamiento que hiciera que mis padres, familiares y amigos se sintieran orgullosos de mí.

 

(continuará…)


martes, 7 de junio de 2022

Alemania - Parte III (memorias)

 

Por Freddy Ortiz Regis


Vista panorámica de la ciudad de Bonn

 

El “Hotel Verde”

 

Cuando llegamos a Bonn era como las cinco de la tarde. Un sol esplendoroso reposaba sobre sus calles dándole un aire casi festivo a la antigua ciudad que relucía por su limpieza y modernidad. Sí, esto fue lo primero que llamó nuestra atención: la perfecta simbiosis entre lo clásico de sus construcciones y arquitectura y lo moderno de sus automóviles, buses y señalizaciones.

 

Juan y yo experimentamos una oleada de emociones y sonreímos, casi al mismo tiempo, disfrutando de esta espontánea sensación de seguridad, belleza y perfección que emanaba de la ciudad, desde cualquier rincón por donde la mirásemos. Secretamente, algo nos decía que nos iba a ir mejor en Bonn que en Berlín, pues, el abrazo citadino de esta cálida urbe nos rodeó casi instantáneamente.

 

Caminamos sin rumbo por sus calles y avenidas hasta que —como guiados por un instinto— llegamos a una plaza en donde se destacaba un monumento: era el monumento a Bethoven. Más tarde nos enteramos de que esta plaza se llamaba Münsterplatz y que la estatua al universal músico alemán fue erigida en el año 1845.

 

Plaza Münsterplatz


Sentimos hambre y entramos a un McDonald's que, en ese momento, estaba repleto de gente de todas las edades; todos joviales, conversando animosamente y en voz alta. Qué hermoso se escuchaba el idioma alemán en la voz de sus bellas doncellas, y qué duro y hasta áspero en las voces de sus varoniles mancebos. La atención fue muy rápida, pues, en esa época, McDonald's tenía como slogan comercial que, si se demoraban más de cinco minutos en atenderte, simplemente no pagabas. Cuando recibí mi pedido sentí que el apetito me había disminuido porque advertí que detrás de esa jugosa hamburguesa y esas irresistibles papitas fritas, estaba el sudor, el terrible estrés y la angustia que percibí en los jóvenes trabajadores extranjeros que se movían —no en puestos de trabajo sino en puestos de combate— con un frenesí digno de la más encarnizada de las batallas.

 

— ¿Qué te pasa, Freddy? —me preguntó Juan al sentarnos a una de las mesas, descubriendo un repentino ensombrecimiento de mi rostro.

 

— Nada, amigo —le mentí, pero sintiendo en mis adentros los tristes recuerdos de mi paso por el Agostino.

 

Después de engañar a nuestros estómagos salimos del restaurante con la preocupación de no saber en dónde iríamos a pasar la noche. Pronto anochecería y no conocíamos a nadie en esta ciudad que nos pudiera ofrecer un techo. Sobre la base de nuestra experiencia en Berlín buscamos y preguntamos (yo con mi inglés bastante aceptable y Juan con su alemán menos aceptable que mi inglés) sobre algún lugar, un albergue o algo que se le parezca que nos pudiera servir para evitar tener que pasar la noche en una plaza, un parque o en alguna estación del metro.

 

La alegría inicial que nos rodeó al llegar a Bonn en las horas de la tarde, rápidamente se esfumó al llegar la noche y enfrentarnos a la encrucijada de encontrar un lugar en dónde dormir. Finalmente, nos arreglamos para dormir entre los crecidos arbustos de una plaza pública. Felizmente era verano y la noche era cálidamente fresca. En la mitad de la madrugada sentimos un poco de frío, pero nos apretujamos para darnos mutuamente un poco de calor.

 

Así pasamos una semana. En el día buscábamos trabajo, visitando todos los restaurantes que podíamos encontrar, caminando de un lado a otro, y recibiendo una gentil negativa como respuesta. Comíamos lo que nuestros exiguos presupuestos lo permitían, y cuando llegaba la noche, nos guarecíamos entre los crecidos arbustos de esa placita a la que le pusimos por nombre el Hotel Verde, en alusión, tanto por la vegetación que la rodeaba y que nos permitía camuflarnos dándonos seguridad y cobijo, como por la corriente política que dominaba en la ciudad: los verdes, defensores de la naturaleza, el medio ambiente y una economía sustentable.

 

También tentamos en algunos institutos y universidades, pero todos nos exigían el dominio del idioma alemán y pasar por un riguroso examen también en el mismo idioma. Estaban abiertas las puertas con una media beca, pero acceder a ésta también pasaba por atender a las mismas condiciones del idioma.

 

Con los bolsillos casi vacíos, las posibilidades de estudiar en Bonn prácticamente eran nulas, si teníamos en cuenta que hasta ahora no habíamos podido encontrar una fuente de ingresos. Bonn no tenía las mismas revoluciones que Berlín, que era una ciudad mucho más grande y con mayores oportunidades, pero, también, con mayor inmigración, por lo que la lucha para encontrar un empleo también era feroz y, la mayoría de las veces, frustrante.

 

Una noche —sin poder conciliar el sueño y al amparo de una cálida temperatura y de las brillantes estrellas que titilaban alegres sobre la ciudad y sobre nuestras tristezas— nos pasamos conversando toda la madrugada acerca de nuestras vidas y de cómo habíamos llegado hasta este punto de ser inquilinos “morosos” del Hotel Verde. Juan no tardó en ponerse a llorar y yo —que solo suelo llorar cuando estoy bajo los efectos del alcohol— no pude acompañarlo en su dolor. Solo atiné a poner mi mano sobre su hombro y le dije que no debíamos llorar sino tomar una decisión: volver a Berlín o retornar al Perú. Juan se secó las lágrimas y decidió retornar a Berlín y seguir intentando en una ciudad a la que ya conocía. Volvería al restaurante en donde había trabajado de manera muy eficiente y le pediría perdón al italiano que le despidió, prometiéndole solemnemente no dar cobijo nunca más a ningún inmigrante.

 

Yo, decidí retornar al Perú. Era una decisión que había tomado sin habérsela comentando a Juan. Y ahora, que estábamos en un intercambio de decisiones, consideré que era el momento de decírselo. Tenía planeado ir a la embajada de Perú en Bonn y no moverme de ahí hasta que mis paisanos me ayudaran a comprar un pasaje de retorno a mi país.

 

Sin darnos cuenta, el día comenzó a despuntar. Nos despedimos del Hotel Verde y nos dirigimos a tomar desayuno a un café cercano a la Universidad de Bonn, en donde también habíamos intentado —sin éxito— una salida académica. Después de desayunar, Juan me pidió que lo acompañara hasta el inmenso jardín de dicha universidad para tomarnos una foto. “Ya que no hemos logrado quedarnos en ella, al menos guardemos un recuerdo de su fachada”, me dijo, recuperando su alegría y la luminosidad de su sonrisa.

 

Así lo hicimos. Luego acompañé a Juan a la estación del tren en donde nos dimos el último abrazo. Con profunda nostalgia y emoción revivo esta despedida, recordando sus manitas diciéndome adiós por la ventana del tren mientras mis ojos se humedecían no solamente porque presentía que no volvería a verlo nunca más sino, también, porque me quedaba, otra vez, completamente solo.

 

“El Poncho”

 

Después de despedir a Juan (era como las 10 de la mañana) me dirigí hacia la embajada del Perú en Alemania. Ya había estado antes frente a ella en uno de esos días que buscaba trabajo por las calles de Bonn, así que no me fue difícil encontrarla.

 

No recuerdo el nombre de la calle, mas sí su fachada que tenía la apariencia de ser una casa más de ese barrio elegante y tranquilo que había sido elegido por mi país para ser su sede diplomática en la —por aquel tiempo— capital de la República Federal de Alemania. Toqué el timbre y la voz de una mujer me saludó por el intercomunicador en alemán. Yo le respondí en español y le dije que era un ciudadano peruano que necesitaba una orientación. Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió y me hizo pasar la misma mujer que me había atendido por el intercomunicador.

 

Típica calle de Bonn (la antigua capital de Alemania Occidental)

 

Cuando me invitó a tomar asiento en un recinto que tenía la forma de un recibidor, la mujer me preguntó mi nombre y de dónde era. Después de responder a sus preguntas, me consultó cuál era el motivo de mi presencia en la embajada. Inicialmente desconfiaba de esta mujer y le respondí con generalidades: básicamente que necesitaba hablar con el embajador sobre un asunto de interés muy personal.

 

La mujer se dio cuenta de mis evasivas y en un tono más enérgico me informó que si no le confiaba a ella el motivo real y en detalle de mi visita, no podría comunicarme con algún funcionario de la embajada.

 

Ante esta disyuntiva no me quedó más remedio que sincerarme con ella. Le conté desde mi llegada a Rusia, los motivos de mi salida de ese país y la situación en que me encontraba: sin poder seguir mis estudios, sin trabajo y con un enorme deseo de retornar a mi hogar. La mujer me escuchó con suma atención a pesar de que yo hacía mi mejor esfuerzo para resumir todo lo que había vivido desde que llegué a la URSS hasta el momento en que me encontraba sentado frente a ella.

 

Cuando terminé, ella se quedó pensativa unos segundos. Luego se levantó de su asiento y me pidió que espere un momento. Abrió una puerta y después de ingresar a otro recinto, la cerró. Yo estaba muy ansioso y solo atinaba a mirar el techo y las paredes. En mi memoria se ha borrado qué había en esas paredes, pero supongo que estarían colgados algunos cuadros de nuestra cultura pictórica o, tal vez, algunos afiches de nuestro pasado milenario.

 

Creo que transcurrieron unos ocho o diez minutos y la puerta por donde se fue la mujer se abrió y volvió a aparecer ella, invitándome a seguirla. Caminamos por un estrecho corredor hasta ingresar a una oficina que tenía la puerta abierta y por la cual ingresaba la potente luz de la mañana. La mujer me invitó a tomar asiento frente a un tipo que aparecía ante mi vista como un hombre joven y de buen parecer.

 

— El señor embajador no está en este momento —me dijo la mujer con amabilidad—, pero le presento al encargado de negocios de la embajada. Me dijo su nombre y apellido, pero ahora que escribo estas memorias, solo me he quedado con su nombre: Luis.

 

Dicho esto, se retiró, cerrando suavemente la puerta. El funcionario que tenía ante mí hizo que mi mente se retrotrajera a los años de mi niñez en la caleta de Huanchaco, cuando conocí a un niño de mi edad que se propuso hacerme la vida imposible. El parecido de este funcionario de la embajada con ese niño era extraordinario y, por un momento, pensé de que se trataba de la misma persona. Creo que todos en la vida cargamos en la mochila de nuestros recuerdos hechos, vivencias y experiencias que hubiéramos preferido enfrentar de modo que hubieran transcurrido de otra manera. Ese niño —cuyo recuerdo me lo traía el rostro del funcionario de la embajada que estaba sentado frente a mí— me había elegido para dar rienda suelta a su macabro potencial de abuso y maldad. Como dos gallos que están en un mismo corral el niño de mis recuerdos buscaba impacientemente enfrentarse conmigo para saciar su necesidad de supremacía, dominio y varonilidad. Pero nunca pude enfrentármele porque mis primas —que rodeaban mi vida con su cariño y sobreprotección— siempre lo impedían. Y cuando ese niño desapareció de mi vida, pues solo pasó la temporada veraniega y retorno a la ciudad, yo me quedé con una terrible deuda conmigo mismo: enfrentarlo y cobrarle todas sus ofensas e improperios a los que me sometía casi diariamente.

 

Así que cuando el funcionario, por fin, me dirigió la palabra yo estaba dominado por esa extraña y desagradable sensación de tener frente a mí al que había ensombrecido, aunque por muy breve tiempo, una parte importante de mi niñez.

 

— Señor Ortiz, no nos es posible atender a su requerimiento de sufragarle un pasaje de retorno al Perú— me dijo, al tiempo que se levantaba de su asiento para tomar una cajetilla de cigarrillos que se encontraba en un mueble cerca de la ventana.

 

Al verle de cuerpo entero la aprehensión que sentía ante él comenzó a atenuarse. Era un tipo muy alto, de aproximadamente 1.90 m. El niño de mi historia —cuando teníamos más o menos 10 años— era de mi porte y de mi contextura: baja y delgaducha. “No, no podía ser la misma persona”, me dije para mis adentros, mientras el funcionario seguía hablando y encendía su cigarrillo. “¿Pero, y si ha tenido una mejor alimentación que yo? ¿O si ha practicado algún deporte? ¿O si por su raza (blanca latina) había dado un estirón y me había sacado ventaja por muchos centímetros más?”, seguía pensando, hasta que la voz del funcionario me sacó de mis cavilaciones:

 

— ¿Me está escuchado, señor Ortiz? —me dijo.

 

— Sí, señor —le respondí. Y añadí:

 

— ¿Qué acaso no tienen los recursos para ayudarme a regresar al Perú? ¿Entonces, para qué está la embajada de nuestro país aquí?

 

El funcionario se repantigó nuevamente en su asiento y exhalando una amplia bocanada de humo me respondió:

 

— No es eso, señor Ortiz. Lo que pasa es que yo no puedo tomar una decisión en ese sentido sin que previamente se haya analizado bien su problema.

 

— ¿Con quién? ¿Con el embajador? —le repliqué.

 

— Con él y otros funcionarios también —me respondió. Y haciendo silencio por breves instantes, me volvió a hablar:

 

— Pero hay algo que podemos hacer… —me dijo, al tiempo que tomaba el auricular del teléfono que estaba sobre su escritorio.

 

De pronto, la desagradable idea de estar frente a ese niño de mi infancia que me había marcado negativamente se fue, y comencé a prestarle mayor atención al hombre que, ahora, tenía en sus manos un aspecto crucial de mi destino.

 

— Hola Jorge, te saluda Lucho —dijo contestando el saludo de su interlocutor.

 

¡Lucho! ¡Este era también el nombre del niño de mis recuerdos! Y, nuevamente, la aprehensión volvió a dominarme, mientras mi interlocutor se enfrascaba en una conversación telefónica por la que ponía al corriente de mi situación a esa persona de nombre Jorge.

 

No sé cuánto tiempo duró la conversación telefónica, pero en ese lapso mi mente sopesó todas las probabilidades de que el funcionario de la embajada fuera —o no— aquel niño que, de repente, habíase escapado de lo más profundo de mi subconsciente. No podía ser él —cavilaba—. Ese incipiente patán no podía ser, ahora, el refinado y servicial funcionario que se tomaba el trabajo de hablar con otro paisano y buscaba una salida para mi situación. Pero, por otro lado, había en su rostro, en su expresión corporal y en el timbre de su voz, el sello de alguien a quien la vida le ha sonreído no solo con placeres sino también con poder e influencia. ¡Seguía en la encrucijada!

 

— Muy bien, señor Ortiz —dijo el funcionario, sacándome bruscamente de mis cavilaciones—. Acabo de conversar con don Jorge Valverde. Él es el propietario del único restaurante peruano que hay aquí en Bonn. Le he expuesto su caso y me dice que justo está necesitando un operario para su restaurante.

 

Y haciendo una pausa para darme el tiempo de procesar la información, me preguntó:

 

— ¿Le parece si vamos a verlo?

 

Yo me levanté de mi asiento y le respondí:

 

— Por supuesto que sí, señor.

 

Salimos y me pidió que lo espere frente de la fachada de la embajada. Luego de unos minutos, apareció manejando un lujoso automóvil de color blanco. Me abrió la puerta trasera e ingresé al vehículo que lucía resplandeciente también en su interior.  “Mmm… No, no puede ser él”, me dije, mientras me acomodaba en el asiento.

 

El funcionario condujo por las calles de Bonn por aproximadamente unos veinte minutos. Durante el trayecto no me dirigió la palabra y solamente tarareaba una canción de rock que trasmitía la radio.  Finalmente, se estacionó, y salimos del vehículo. Miré hacia la fachada que tenía frente de mí. Era un restaurante de comida peruana y en la parte superior de la puerta de entrada había un letrero que decía Peruanisches Restaurant “El Poncho”.

 

La puerta se abrió y salió del local un hombre de mediana edad y estatura, con el pelo y la barba canosos. Se dirigió hacia el funcionario que se le acercó con la mano extendida y una amplia sonrisa.

 

— Este es el joven, Jorge —le dijo, tomándome por el hombro y acercándome hacia él.

 

El hombre canoso me extendió su mano estrechando la mía con mucha franqueza. El funcionario de la embajada, sin dirigirme la mirada, se despidió con premura, como si estuviera desembarazándose de una enorme carga.

 

Al quedarme solo con el hombre de la barba y el pelo blanco se hizo un silencio entre los dos, que fue roto por él, diciéndome:

 

— Pero pasa por favor — me dijo esbozando una franca sonrisa.

 

Yo le seguí y atravesé el umbral de la puerta. Lo que vi adentro me envolvió de mi terruño. El local estaba profusamente adornado de cuadros, instrumentos musicales y objetos de arte de la cultura andina peruana. Las mesas estaban cubiertas de bellos manteles que asemejaban hermosos telares Paracas. No había casi iluminación natural y la poca que había provenía de unas lámparas adornadas con plumas que evocaban la sensualidad y el misticismo de la Amazonía.

 

Sin embargo, todo este conjunto de maravillosas evocaciones se encontraba en un perfecto desorden. Pronto advertí por qué: un joven estaba haciendo la limpieza. El muchacho apagó presto la aspiradora que no me permitía escuchar lo que el hombre —cuyo nombre era Jorge— me decía siseando las palabras. El joven se quedó mirándome con una fresca sonrisa que se conjugaba con los brillantes destellos que se desprendían de sus gafas estilo John Lennon.  

 

— ¿Dónde está tu equipaje?  —era lo que el hombre cano me había estado preguntando y no había podido escucharle por mi fascinación con el restaurante y el ruido ensordecedor de la aspiradora.

 

— Está en la estación del tren, señor… —le respondí, preguntándole implícitamente por su nombre.

 

— Jorge… Jorge Valverde— me respondió con una sonrisa que convertía su rostro en un indio americano de ojos rasgados.

 

— ¿Y cuál es el tuyo? —me preguntó.

 

— Freddy Ortiz, señor —le respondí.

 

Luego, don Jorge —que así lo llamaré de ahora en adelante— me presentó al joven que estaba haciendo la limpieza:

 

— Él es Julio. Es el cocinero.

 

Julio se acercó a mí con la misma sonrisa amistosa de antes y me extendió la mano. Luego me dio una palmada en el hombro y percibí que ambos se sentían extremadamente felices por mi presencia. Luego entendería por qué.

 

Don Jorge ordenó a Julio que deje lo que estaba haciendo para que me acompañe a la estación del tren a traer mi equipaje. Julio, sin dejar de sonreír (a la verdad, nunca dejó de sonreír, con excepción de un acontecimiento que más adelante narraré) colocó la aspiradora en un rincón del salón, se quitó el delantal que llevaba puesto, y me indicó, con un ademán, que saliéramos del restaurante.

 

Tomamos un taxi y en el trayecto hacia la estación del tren me bombardeó de preguntas, las que, obviamente, respondí con la mayor satisfacción, pues, me había caído muy bien y sentía que podríamos llegar a ser buenos amigos. Y sin que yo le hiciera preguntas, comenzó a hablarme de él. Me dijo que era limeño y que aburrido de la monotonía y de las estrecheces económicas de su vida, se despidió de sus padres y se marchó a Venezuela que, en esa época, era La Meca de los latinoamericanos que no podían llegar hasta los Estados Unidos. En Caracas había hecho todo tipo de trabajos hasta que llegó como ayudante de cocina de un hotel internacional de la hermosa y lujosa ciudad capital que aglutinaba a migrantes de todas partes y daba rienda suelta a un inagotable despilfarro originado en los —también— inagotables pozos petroleros del país.

 

Retornando a El Poncho —luego de haber recogido mi equipaje que había dejado guardado en los gabinetes de la estación ferroviaria— Julio retomó su historia. De ayudante de cocina pasó a ser cocinero. Comenzó a ganar mejor, pero no pudo acostumbrarse a dos cosas: la infernal presión de los gerentes del hotel y las humillaciones por las que tenía que pasar debido a su condición de extranjero. No te imaginas cómo son esos venezolanos —me decía—. A donde vayas te enrostran tu condición de extranjero e inmigrante. “Vete pa tu país”, “vienes a llevarte los reales”, eran, entre muchos otros, los agravios que tenía que soportar en el metro, en el bus y hasta en el trabajo.

 

Estación ferroviaria de Bonn

 

Yo lo escuchaba atónito. Nunca hubiera imaginado que entre latinos podríamos discriminarnos. Había sentido algo de eso en Moscú y en Berlín, pero ¡¿en Caracas?!

 

— Sí, amigo —continuó—. Hasta que me llegó al huevo Caracas y, con lo que había ahorrado, me dije: ¡Europa allá voy! Y aquí me tienes. Ya llevó casi un año trabajando con don Jorge y no me puedo quejar. Don Jorge es bueno y los alemanes son chéveres; sólo piensan en pasarlo bacán.

 

Después de escuchar el relato de Julio, se me despertó el deseo de hacerle muchas preguntas, pero tenía que esperar. El taxi había llegado a El Poncho.

 

Don Jorge salió a nuestro encuentro y, dibujando esa sonrisa que era una mezcla de rictus ceremonioso y reacción automática, me ayudó con mi equipaje. En realidad, no era mucho. Julio llevaba una maleta pequeña, y yo, otra ligeramente más grande.

 

— Por ahora vas a dejar tu equipaje en el sótano del edificio —me dijo don Jorge, ahora dejando de sonreír y recuperando su rostro sus rasgos originales: mezcla de andino y citadino.

 

Ya casi era el mediodía. Don Jorge dio a Julio algunas instrucciones, y luego me preguntó si tenía hambre. El desayuno que había tomado con Juan ya estaba agonizando, así que sin dudar un segundo le respondí afirmativamente.

 

— Acompáñame —me dijo.

 

Salimos del restaurante no sin antes despedirme de Julio con un fuerte apretón de manos. Julio seguía en estado de ensoñación, y don Jorge advirtió mi perplejidad.

 

— Je, je, je, je… Este Julio… Ya lo vas a ir conociendo mejor… —me dijo mientras ingresábamos a su automóvil, un vehículo que no era nuevo, pero que lucía muy bien cuidado y ordenado.

 

Yo sonreí sin dejar de mostrar mi extrañeza. En el trayecto a no sabía dónde, don Jorge me contó que Julio era un magnífico muchacho. Que tenía cara de niño, pero que ya tenía 26 años. “Desde que ha conocido a unos españoles místicos se ha convertido en un tipo que desborda felicidad por todos sus poros. Seguramente ya te va a hablar de su maharishi”, me dijo, sonriendo maliciosamente y conduciendo con mucha pericia por las calles de Bonn.

 

Después de conducir aproximadamente por unos 40 minutos detuvo su automóvil en frente de una casa toda pintada de blanco y con un amplio pero maltratado jardín.  

 

— Baja, hemos llegado a mi casa —me dijo.

 

Al ingresar advertí que la casa era muy grande. Los muebles, enseres y adornos mostraban descuido y desorden. Nos detuvimos en medio de la sala hasta que las palabras en alemán de una mujer, arropadas en gritos destemplados, se escucharon venir desde el segundo piso.

 

Manifestando cierta incomodidad, don Jorge me dijo que era su esposa. Me pidió que dejara mi equipaje en la sala y pasara a la cocina a desayunar.

 

Él me preparó unos huevos revueltos que acompañó con una tasa de café y tostadas.

 

Cuando estaba a mitad del desayuno se apareció la mujer en la cocina. Yo la saludé cortésmente, poniéndome en pie. Don Jorge, en español, me presentó a su esposa, cuyo nombre era Emma.

 

La mujer, entrada ya en la segunda madurez, de tez blanca muy pálida, cabello castaño oscuro y estatura un poco mayor que la de don Jorge, me miró detenidamente, recorriendo con su mirada todo mi cuerpo. Yo, a la expectativa, la miraba directamente a los ojos esperando un desenlace nada pacífico. Pero me equivoqué: su rostro, en cuyo semblante se dibujaba un rictus de angustia y malgenio, se transformó iluminado por una grácil sonrisa.

 

Se dio media vuelta y —sin dirigir palabra alguna hacia su esposo ni a mi persona— se retiró de la cocina, subiendo nuevamente por las escaleras hacia el segundo piso.

 

Después de tomar desayuno, don Jorge me llevó a una habitación que quedaba en el primer piso de su casa. Ahí dejé mi equipaje y me dijo que —hasta que no consiga un lugar en donde pasar la noche— pernoctaría allí.

 

Yo le agradecí su gentileza y me respondió con esa marcada sonrisa que ya se me estaba haciendo familiar.

 

— Tenemos que regresar al restaurante —me dijo.

 

De retorno al restaurante, don Jorge comenzó a contarme parte de su vida. Me dijo que era arequipeño y que había llegado a Alemania hacía doce años. Había llegado a Bonn a un congreso internacional de periodistas, representando al diario El Comercio de Lima, que era su centro de trabajo desde que terminó sus estudios de periodismo en Arequipa. El hecho es que se quedó prendado de Alemania y para agarrarle más el gusto a este país se enamoró de aquella ciudadana que ahora era su esposa. Los primeros años de su matrimonio fueron muy felices. Juntos viajaron por casi toda Europa conociendo sus maravillosas ciudades y disfrutando de sus encantos y costumbres. Pero con el paso de los años, su esposa no pudo darle hijos. Un impedimento físico se lo impedía y, entonces, los alegres y hermosos primeros años de su matrimonio fueron transformándose en una monotonía y en un sinsentido que se fue acrecentando conforme don Jorge puso sus sentimientos y atenciones en otras mujeres y en la vida disipada que le ofrecía El Poncho.

 

El restaurante —el único de cocina peruana en Bonn— tenía cuatro años de funcionamiento y había calado en el gusto de los habitantes de esta elegante y cómoda ciudad capital. Pero no todo era color de rosa en el negocio. Desde 1974 había comenzado a llegar a Alemania una oleada de inmigrantes chilenos que habían logrado obtener el asilo político. Estos inmigrantes chilenos —todos de izquierda— venían huyendo de la persecución desatada por la dictadura de Augusto Pinochet. Y gran parte de estos inmigrantes se había afincado en Bonn y vivían —sin hacer nada productivo— del estipendio y los beneficios que les otorgaba graciosamente el gobierno alemán.

 

— Y ya los vas a ver en la noche —me dijo, don Jorge—. A partir de las nueve comienzan a llegar al restaurante. Se apoderan de la mayor parte de las mesas y, sin hacer un consumo importante, se pasan toda la noche dando arengas revolucionarias a todo pulmón, cantando sus canciones políticas y, no pocos, hasta lloran por la nostalgia del terruño o por la pérdida de algunos de sus familiares y amigos a manos de la dictadura. Esto, como comprenderás, asusta a los comensales alemanes que prefieren retirarse.

 

El relato de don Jorge se interrumpió pues ya habíamos llegado a El Poncho. Julio nos abrió la puerta, con su permanente sonrisa. Había un delicioso olor en el ambiente y pronto descubrí que era el almuerzo que había preparado.

 

(continuará…)