martes, 24 de diciembre de 2019

San Petersburgo (memorias)


Por Freddy Ortiz Regis

Cuando la idea de salir de la URSS (hoy República Federativa de Rusia) había madurado, decidí visitar a mi primo Edy que vivía en Leningrado (hoy San Petersburgo).

La estación estival hervía sobre Moscú, refrescada, de cuando en cuando, por alguna violenta tormenta a la que nunca logré acostumbrarme. Aún faltaba mucho para la llegada del invierno, así que consideré que era el mejor momento para viajar a Leningrado y conocer la antigua capital del reino de los zares, así como visitar su famoso museo el Hermitage.

Le escribí una carta a mi primo Edy, explicándole que quería visitarlo y, de paso, conocer las bellezas de esta ciudad. Mi primo me respondió que tanto él como su familia, y su hermano Paco, me esperaban con los brazos abiertos.

Mi primo Edy fue el primero de la familia que viajó a Rusia, específicamente a Leningrado, a estudiar la carrera de arquitectura. Coincidentemente, cuando él se encontraba ya en la mitad de su carrera, yo incursionaba en la Casa de la Amistad Peruano-Soviética, estudiando el ruso y bebiendo de la arrobadora filosofía del materialismo dialéctico e histórico.

Un día, mi madre me dijo que mi tía Jesús (la mamá de mi primo Edy), había venido a visitarla para invitarnos a una recepción en su casa de la urbanización San Nicolás. Iba a llegar de Rusia su hijo Edy y quería presentarlo a la familia y los amigos.

Al escuchar las palabras de mi madre, yo me estremecí. Rusia —para mi cándida adolescencia— era lo más grande que podía haber sobre la Tierra. Competía con EE.UU. en la carrera espacial, se había posicionado como la segunda potencia mundial, era el modelo del socialismo triunfante, y yo, estaba aprendiendo a hablar no solo su idioma sino también a escudriñar la naturaleza de su pensamiento.  ¡Y ahora, mi madre me daba la noticia de que yo tenía un primo que iba a venir a visitarnos procedente de Rusia!

Mi madre me narró todo lo que sabía de Edy, y yo comencé a contar los días que faltaban para llegar a conocerlo. Y el día —como todo lo que ocurre en la vida— llegó.

Al llegar a la casa de mi tía Jesús, me sobrecogió una especial emoción. La sala, que siempre había visto envuelta en la penumbra, ahora relucía como si se hubieran encendido mil lámparas. Ingresé con mi madre y todos dirigieron sus miradas hacia nosotros. El salón estaba lleno de gente elegantemente vestida. Todos se veían muy intelectuales, y rápidamente asocié su presencia a la vida política del padre de mi primo Edy y esposo de mi tía Jesús.

Encontramos un lugar en donde sentarnos y yo hurgaba, buscando entre la gente, el rostro de mi primo Edy, a quien no conocía personalmente. A quien sí conocía era a Paco, el hermano de Edy, y aunque yo era algunos años mayor, nos dábamos tiempo para compartir brevemente no solo en el colegio en el cual estudiamos la media sino también en los momentos de familia en la casa de nuestras tías Flor e Irma del barrio de Chicago.

Por un momento vi pasar a Paco, pero no lo pude abordar pues se le veía apurado y cumpliendo no sé qué encomienda. Le pregunté a mi madre si veía a Edy en la reunión, pero ella me respondió que casi no se acordaba de él. Entonces, no aguanté más, y pregunté a un señor que estaba a mi costado si —entre los presentes— se encontraba mi primo Edy, el que había llegado de Rusia.

— Aún no sale, hijo —me respondió amablemente.

Yo me tranquilicé y me quedé muy quieto en mi asiento, esperando pacientemente la presentación de mi primo.

De pronto percibí una excitación entre todos los presentes. Estaba entrando a la sala mi primo Edy. Le acompañaban mis tíos. Todos prorrumpieron en un prolongado aplauso, que solo se detuvo cuando el padre de Edy tomó la palabra y presentó a su hijo, que había venido de vacaciones a su ciudad natal y luego retornaría a Leningrado para terminar sus estudios de arquitectura.

A continuación, mi primo Edy hizo uso de la palabra. Habló de la universidad en la ciudad de Leningrado, de sus años como estudiante y de los sueños que tenía al terminar su carrera y retornar a nuestro país para quedarse definitivamente. Luego, levantando la mano derecha, invitó a hacer un brindis a todos los presentes.

Todos volvieron a aplaudir y yo me encontraba muy contento y sorprendido por la personalidad de mi primo Edy, quien vestía un elegante terno de color claro, completamente distinto al oscuro, que era el común denominador entre los presentes. Su rostro —extremadamente pálido por el clima gélido de Leningrado— expresaba una mezcla de inteligencia y serenidad que se acentuaban con la puntiaguda barbilla de color azabache que se prolongaba de su rostro asemejándolo al del líder revolucionario Lenin.

“Vaya, pero ¡qué extremadamente parecido a Lenin es!”, me dije para mis adentros, mientras sentía la mirada de mi madre que quería penetrar en lo más profundo de mis pensamientos.

Yo me volví hacia ella y le respondí con una sonrisa. Luego todos tomamos asiento y mi primo Edy comenzó a dialogar con los asistentes, especialmente con sus amigos y familiares más directos. Mi tía Jesús irradiaba orgullo por donde se le mirara. Las horas nocturnas pasaron y al despedirme, sólo me quedé con el apretón de manos que mi primo Edy me dio. Había sido tan requerido por los asistentes, la mayoría personas de edad mayor, que no había quedado ni un minuto para que me le acercara y le participara de mis estudios del idioma ruso y de la filosofía marxista, así como de mi admiración por Rusia y el secreto anhelo de algún día llegar a conocer ese gran país.

Por ello, cuando mi tía Jesús se enteró que había ganado una beca para estudiar en Rusia, fue la primera en alegrarse hasta las lágrimas pues —decía— ahora alguien más de la familia habría de estar cerca de “sus hijitos” Edy y Paco (que un año antes también había ganado la beca para estudiar ingeniería civil en Leningrado).

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Una vez llegado a la estación de Leningradsky, en Moscú, me aseguré de comprar una cajetilla de cigarrillos, mientras esperaba con cierta aprehensión el llamado para subir al tren que me llevaría hasta San Petersburgo, cubriendo los casi 720 kilómetros que separan a estas dos grandes urbes rusas.

La estación de Leningradsky fue construida entre 1844 y 1851 por el arquitecto Konstantín Ton como la terminal de la línea ferroviaria Moscú-San Petersburgo, un proyecto del zar Nicolás I. La estación fue inaugurada en 1851 y fue conocida como estación Peterburgski debido a que el trayecto finalizaba en la ciudad petersburguesa. Tras la muerte del zar cinco años después, la estación fue renombrada Nikoláyevski y, por consiguiente, la línea ferroviaria cambió a Nikoláyevskaya, nombre que se conservó hasta 1924. Ese año, los bolcheviques renombraron la estación a Oktiábrski para conmemorar la Revolución de Octubre. El nombre actual se fijó en 1937.

Estación de Leningradsky

Mientras permanecía en la estación, esperando el llamado para subir al tren, nada me hacía presagiar que, algunos años después, esta hermosa estación, dominada por el ruido de los trenes que llegaban y salían, el ajetreo de los pasajeros cargando bultos y maletas, y el olor de las cafeterías y restaurantes, habría de agregar —a la espléndida modernidad en que el capitalismo salvaje y antidemocrático de Putin ha llevado a la Rusia de hoy— el conmovedor escenario de los niños abandonados que viven, se drogan y duermen en los rincones más obscuros de la estación, a la espera de alguna caridad o de la oferta insana de los pederastas.

Pero esto, es historia de una época que no me ha tocado testificar. La historia que ahora traigo ocurrió durante el gobierno marxista de la Rusia Soviética, cuando me encontraba en Moscú becado como estudiante de la facultad de economía. Y aunque mi corazón y mi mente ya habían comenzado a percibir desde muy temprano muchas de las inconsistencias y contradicciones que el pueblo ruso denunciaba en voz baja pero con rabia, no fue sino hasta pasado dos años de mi estancia en Moscú que me decidí voltear la hoja de mi vida y reiniciar mis sueños y convicciones.

Hasta que, por fin, el altavoz de la estación Leningradsky comenzó a llamar a los pasajeros que tenían por destino la ciudad de Leningrado. Tomé mi maletín y me apeé al tren. El viaje fue sin sobresaltos. Me recosté en el camarote que estaba sobre mi cabeza y cuando abrí los ojos la intensa luz de la mañana ingresaba por la ventana. Estábamos entrando a la ciudad de Leningrado, y en la estación me esperaba mi primo Paco.

Después de darnos un fuerte abrazo, mi primo Paco me llevó a conocer la hermosa universidad estatal de Leningrado, en la cual llevaba ya un año estudiando la carrera de ingeniería civil. Grato fue encontrarme allí con el joven Iván Flores Alegría, un buen amigo, bisnieto de nuestro laureado escritor Ciro Alegría, y que también estudiaba en la misma universidad de mi primo Paco, pero en la facultad de medicina. A Iván lo conocí cuando asistíamos a la Academia Nuevo Mundo de Trujillo. Yo me preparaba para lograr una vacante en ingeniería mecánica y él en medicina. Nuestras madres se hicieron muy amigas y, durante el tiempo que sus hijos estuvieron en la URSS, saber que ellas y nuestras familias se reunían y compartían hermosos momentos de amistad, nos ayudaba a sobrellevar la soledad y el extrañamiento que implicaba vivir en un país tan lejano y con una cultura casi diametralmente diferente a la nuestra.

Después de conocer la ciudad universitaria y la residencia de los jóvenes estudiantes de la universidad de Leningrado, siendo ya el atardecer, nos dirigimos a la casa de mi primo Edy, no sin antes recorrer a la luz de la puesta del sol algunas calles de esta ciudad que fue fundada en 1703 por Pedro El Grande.  Este zar se empecinó en hacer de Rusia un país moderno, más cercano a Europa, y trasladó la capital de Moscú a San Petersburgo en 1714, cambiándola por Petrogrado (en honor de su nombre). Desde entonces esta hermosa ciudad ha sufrido grandes transformaciones debido a las revoluciones políticas que la afectaron a lo largo de su historia. Así, en 1924 (bajo el poder de los comunistas) se cambió su nombre a Leningrado, en honor a Lenin, el fundador del estado soviético; y en 1991, luego de la caída del régimen socialista, recuperó su nombre: San Petersburgo.

Mi primo Edy vivía en un edificio de departamentos en un barrio no muy alejado del centro de Leningrado. Había que tomar un ascensor para llegar al quinto piso en el que residía con su esposa y el mayor de sus hijos, que a la sazón tendría como unos tres o cuatro años de edad. Al ingresar sentí el calor de un hogar. Mi primo Edy me recibió con un cálido abrazo y me presentó a su esposa y a su hermoso bebé.

Mientras cenábamos, nos pusimos al día recordando a nuestros amados familiares que estaban en el Perú, de cuánto los extrañábamos y de cómo a Edy, ya le faltaba muy poco para retornar al Perú, y reencontrase nuevamente con la familia. También fue parte de nuestra tertulia, la vida en la URSS, de los grandes avances que esta sociedad había alcanzado, así como también de los grandes déficits que aún se percibían. Pero hablar de política no era lo primordial en esos tiempos. Para suplir ese vacío estaba el arte, los deportes y la ciencia. Así que, de manera casi automática, nuestra conversación pasó a lo que sería el acontecimiento artístico de mi vida: la visita al —después de Louvre de París— segundo museo más grande del mundo, el Hermitage.

Aquella noche —después de despedir a mi primo Paco, que retornaba a la residencia estudiantil y prometerme venir a recogerme en la mañana para ir al museo— casi no pude dormir. En mi mente aparecían y desaparecían las imágenes de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos, como si ellos también compartieran la misma ansiedad que me embargaba. Mi corazón se estremecía pensando en cómo había llegado hasta el hogar de mi primo Edy, quien una vez me pareció inalcanzable, y ahora, departía con su esposa y su pequeño bebé, que hablaba el ruso mejor que yo.

Pero como el sueño llega sin avisar y nos desconecta del tiempo, muy pronto sentí la mano de mi primo Edy que me despertaba para desayunar. Su esposa había preparado un delicioso desayuno y pronto llegaría mi primo Paco para recogerme e ir al museo.

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Después de desayunar, salimos con Paco rumbo al museo. Caminamos hacia la estación más cercana del metro de San Petersburgo, que —con sus ciento once metros— es el más profundo del mundo, y cuando se desciende por las escaleras mecánicas para entrar en uno de sus múltiples vagones, se siente como si estuviéramos siendo tragados por la tierra. 

Luego de unos minutos, salimos a la superficie y nos encontramos en una de las principales avenidas de San Petersburgo, la Nevsky Prospekt, que conduce hasta el río Neva y, ahí, mirando a la derecha, aparece el Palacio de Invierno en todo su esplendor. Nos orientamos en dirección de la plaza Dvortsovaya (plaza del palacio) para admirarla como se debe. La plaza es inmensa y en ella se encuentran tres construcciones magníficas: la columna de Alejandro (que está en medio de la plaza), el museo Hermitage (que ocupa cinco edificios unidos: el Palacio de Invierno, el Teatro de Hermitage, el Hermitage Pequeño, el Hermitage Viejo y el Nuevo Hermitage), y el edificio del estado mayor de San Petersburgo.

Plaza de San Petersburgo

Museo Hermitage

Yo me quedé por un breve tiempo contemplando aquellas hermosas construcciones, y tratando de acostumbrarme a la idea de que estaba viviendo una experiencia real. Paco se percató de ese sublime sentimiento que se irradiaba de mi rostro juvenil, y tomándome del brazo me guío hasta una cola conformada por decenas de personas de toda edad, raza y nacionalidad, mientras él se encaminó a adquirir las entradas para ingresar al Hermitage.

Una vez dentro del museo, no pude evitar sentir un fuerte sobrecogimiento: en este fastuoso edificio construido por un gobierno despótico se albergaban las obras artísticas de los seres más refinados de la humanidad.  Recorrer sus salas es un in crescendo de sensaciones y sentimientos encontrados: la más bella de todas es la sala Malaquita con sus columnas, pilastras, chimeneas, lámparas de pie y mesitas que están decoradas con malaquita de los montes Urales. Y por ello, el verde vivo de la malaquita, combinado con el brillo del dorado y el mobiliario tapiado con seda de color frambuesa, consagran la impresión fantástica de esta sala.

Sala Malaquita

Según narran los historiadores rusos, este Palacio de Invierno era la residencia principal de los zares rusos, lo que ha determinado su carácter fastuoso. El Hermitage Pequeño fue construido para la vida privada de Catalina II. La emperatriz quería descansar de la vida oficial en un lugar más íntimo y cálido. Por ese motivo el palacio fue denominado “Hermitage”, palabra francesa que significa “ermita”, y a él solamente podían acceder sus invitados más allegados.

El Hermitage viejo fue construido en la década de 1770 para instalar la creciente colección artística de Catalina II. Ahora en este palacio se encuentran obras de los maestros del renacimiento italiano: se expone Judit, obra maestra de Giorgione, la poética Virgen de la Anunciación de Simone Martín y obras de Fra Angelico y Boticelli. Pero las gemas de la colección son dos cuadros de Leonardo da Vinci: la Madona Benois y la lacónica Madona Litta. Entre las obras de la célebre colección de Tiziano destaca San Sebastián, pintado al final de la vida del gran maestro veneciano.

Virgen de la Anunciación de Simone Martín


Madona Litta de Leonardo Da Vinci

En el edificio del Hermitage nuevo encontramos una parte de la colección de los maestros italianos, que fue construido por Nicolas I y abrió las puertas al público hace 150 años. Aquí se encuentra arte italiano de los siglos XIII al XVIII, La visión de San Agustín de Lippi, La virgen y el niño de Fra Angelico, El tañedor de laúd de Caravaggio. La única obra de Miguel Ángel, El niño en Cuclillas que estaba destinada al panteón de los Médici.

Niño en cuclillas de Miguel Ángel

En las salas grandes, decoradas con vasos de malaquita y lapislázuli, se encuentra la exposición de pintura italiana y la colección de pintura española, que ha sido considerada como una de las mejores fuera de España. En ella se puede ver obras de El Greco, Velázquez, Ribera, Zurbarán, Murillo y Goya. Además de las pinturas españolas, a principios del siglo XIX, se sumaron cuadros de maestros de los Países Bajos. Esta colección no es grande, pero tiene obras maestras de Robert Camping, Roger van del Weyden y Hugo van del Goes.

San Onofre de José de Ribera

Niño con un perro de Picasso

Las casi cuatro horas que duró nuestra permanencia en el Hermitage no fueron suficientes para apreciar todo lo que este lugar tiene para ofrecer al mundo entero. Se dice que, si una persona dedicara solo un minuto a contemplar cada pieza del museo, necesitaría cuatro años y medio, sin descanso, para verlas todas.  En total, en el Hermitage se exponen unos 3 millones de obras de arte (cuadros, esculturas, obras gráficas, hallazgos arqueológicos, monedas, medallas, objetos de artes aplicadas). Los materiales del museo se encuentran repartidos en 400 salas y, hoy, gracias a la tecnología informática, gran parte de este patrimonio de la humanidad se encuentra digitalizado y es posible acceder a él a través de la página web https://www.hermitagemuseum.org/

Mi primo Paco (izq) y yo (der con gorra) en el Hermitage

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Quien visite el Hermitage no podrá seguir siendo el mismo. Haber tenido el privilegio de estar en el Arca de Noé de la cultura universal es algo que toca las fibras más esenciales de nuestro ser. Fue en este lugar en que los otros ojos del alma se despertaron para engancharme con la sensibilidad de los hombres y mujeres de todas las épocas y lugares de nuestro mundo, que una vez fueron iluminados por la luz de la gracia o entenebrecidos por la oscuridad de las tinieblas.

Despertar la capacidad de ver los colores desde la tez de un niño pequeño, discernir las proporciones desde la visión teofónica de un pintor arrebatado en el espíritu, descubrir la amistad desde los trazos del amor entre un niño y su perro, sentir la plasticidad del cuerpo humano en los golpes guiados de un escultor universal y estremecerse con la oración de un anciano que ya perdió la conexión con este mundo, son experiencias y sentimientos que solo el arte puede hacer aflorar en todos y cada uno de nosotros. ¡Padres, maestros, expongan a los niños y adolescentes al influjo bienhechor del arte en cualesquiera de sus más sublimes expresiones y obtendrán ciudadanos refinados, sensibles y comprometidos!

Después de salir del museo, mi primo Paco y yo caminamos en silencio por breve tiempo por las calles de San Petersburgo, sintiendo que el Hermitage aún se proyectaba en la plasticidad de sus edificios, avenidas y plazas. He conocido muchas ciudades y pueblos de Rusia y de Europa, pero ninguno iguala a San Petersburgo en su romanticismo, magia y belleza. Tendría que escribirse muchos libros para poder expresar en toda su grandeza la historia, el sacrificio y la personalidad de esta ciudad y su gente.

Esa misma noche debía retornar a Moscú para reincorporarme a mis clases en la Universidad de la Amistad de los Pueblos y continuar —hasta donde la discreción lo permitiera— con mis planes de dejar la Unión Soviética.  Por ello, cuando me despedí de mis primos Paco y Edy y su familia en San Petersburgo, lo hice con la secreta incertidumbre de no saber cuándo los volvería a ver nuevamente.

En efecto, un año después, dejaba la URSS y me dirigía con destino a Berlín Occidental, en un viaje por tren, y de cuyas peripecias narro en mis memorias tituladas El muro de Berlín, a 25 años de su caída.

¿Qué fue de las vidas de mis primos Edy y Paco? Pues, Edy retornó al Perú con su esposa y tres hijos nacidos en San Petersburgo; algunos años después su amada esposa peterbursguesa falleció, dejándolos a él y a sus hermosos hijos, quienes en la actualidad son destacados profesionales que viven en EE.UU. Edy no solo incursionó en el campo profesional privado como arquitecto, sino que también ocupó importantes puestos como funcionario público en el Perú.

Mi primo Paco tuvo un hijo con una ciudadana rusa, de la que se separó. Hoy su primogénito viene a visitarlo a Trujillo, y hace poco tuve el agrado de conocerlo personalmente. Sigue la profesión de su padre y es consultor de importantes empresas extranjeras. Después de terminar los estudios en San Petersburgo, mi primo Paco viajó a Alemania, en donde se unió a una ciudadana alemana, con la cual tuvo dos hijos que radican en ese país. Y tan igual que su hermano Edy, también ha desplegado una amplia y fructífera trayectoria profesional en el campo privado, ocupando las gerencias de importantes consorcios en nuestro país. 

Y estas son las memorias de mi visita a la hermosa ciudad de Leningrado, hoy con su recuperado nombre, San Petersburgo. Moriré con la convicción de que mientras exista el Hermitage, la lucha del pueblo ruso por la democracia y la libertad genuinas tendrán en este bastión de la cultura una fuente inagotable de inspiración.

No quiero terminar estas memorias sin confesar que, por alguna razón que apenas he logrado discernir en las postrimerías de mi existencia, en cada ciudad y pueblo que visité durante mi estadía en Europa, siempre tuve la ingrata sensación de no ser merecedor de esas experiencias que inevitablemente me enriquecían como persona. Esta sensación también me acompañó cuando —muchos años después— salí del hospital como sobreviviente de una crisis de salud que me puso al borde de la muerte. Sin embargo, a estas alturas de mi vida, todo se aclara y puedo ver en retrospectiva el plan de Dios no solo para mí sino también para los que hoy forman parte de mi círculo de familiares, amigos y clientes más íntimo, y para quienes he tratado de ser —en la medida que los hechos y las circunstancias me lo han permitido— una influencia positiva hacia la tolerancia, el respeto a la naturaleza, el amor por la verdad y la justicia y, sobre todo, la confianza en un Ser Supremo que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).

Si algún día tengo nuevamente la oportunidad de retornar de visita a Rusia, lo primero que haré será volver a San Petersburgo y recorrer, aunque sea por cuatro horas más, este maravilloso museo que es el Hermitage y la ciudad misma.



viernes, 19 de julio de 2019

A 50 años de la llegada del hombre a la Luna (memorias)



Por Freddy Ortiz Regis





Una de mis primeras pasiones, desde los tiernos años de mi infancia, fue mi inclinación por el cosmos y todo lo que éste albergaba. Recuerdo con mucha claridad que cuando los adultos me preguntaban qué quería ser cuando sea grande, mi respuesta casi automática era: ¡astronauta!

Perdidos en el espacio, Viaje a las estrellas y Flash Gordon eran mis series favoritas. Aunque no teníamos televisión, me las ingeniaba para que mi madre nos llevara a visitar a mis tías Udeth y Consuelo (cuando vivía en Lima) o pagar cincuenta centavos en la casa de don Peño (cuando vivía en Huanchaco) para no perderme un solo capítulo de estas series que, con la ayuda de mi infantil imaginación, me transportaban a mundos misteriosos y me hacían vivir las más increíbles aventuras.

Hasta el año 1965 viví con mis padres y mis hermanos en Lima, pues en 1966 nos trasladamos a la casa de mis tíos Manuel Li y Elvira Regis en el balneario de Huanchaco, a solo 11 Km de la ciudad de Trujillo. Con ellos, junto con mis primas Elvira y Zully, vivimos hasta el año 1970; año en que ellos se mudaron a  Trujillo como consecuencia del terremoto que dejó en mal estado su casa de Huanchaco. Esta casa, que tenía un área aproximada de 400 m2, era lo suficientemente espaciosa para albergar a más de una familia. Así que los años que vivimos con mis tíos y primas, fue un tiempo hermoso, en que compartíamos todo —lo bueno y lo malo— como una sola familia.


Mis amados tíos Elvira Regis Quiroz y Manuel G. Li Leytón (Q.E.P.D.)

Mi tío Manuel era un hombre muy trabajador e ilustrado. Parte de su fortuna la hizo asesorando tesis universitarias y editando publicaciones. En esa época no existía la fotocopiadora, pero sí el mimeógrafo, que permitía reproducir una publicación tantas veces como podían durar los esténciles, que eran unas membranas de seda que dejaban traslucir las letras tipeadas en la máquina de escribir.

Mimeógrafo Gestetner de fines de los años 60



Esténcil que se "picaba" con los tipos de las máquinas de escribir


Por ello, cuando mi tío Manuel compró un televisor, yo fui el más feliz. Ahora sí no me perdería un solo capítulo de mis series favoritas.

Corría 1969, y en ese año, la carrera espacial entre Estados Unidos y Rusia habría de dar un vuelco tremendo en favor del primero. Ya en 1961, el presidente Jhon F. Kennedy había prometido que en esa década su país iba a poner a un hombre en la Luna. Por ello, cuando en 1963, encontré llorando a mi tía Elvira, y le pregunté por qué lloraba, y ella me respondió: “porque han matado a un hombre bueno”, es que entendí la trascendencia de este presidente y la magnitud de sus sueños.

Presidente Jhon F. Kennedy


Ese año también fue un año muy especial para la familia. La Michigan University envío al Perú una delegación de veinticinco estudiantes que estaban en el último año de sus carreras universitarias a fin de que realicen trabajo de campo en el marco de sus tesis de grado. Esta delegación llegó al departamento de La Libertad y estuvo conformada por aspirantes a arqueólogos, antropólogos y sociólogos. Se dividió en tres grupos: uno fue a Virú, otro a Laredo y un tercer grupo a Huanchaco.

La Universidad de Michigan había solicitado que sus estudiantes se albergaran no en hoteles sino en hogares reconocidos por su buena reputación y ascendencia sobre la población. Así que el grupo designado a Huanchaco estuvo conformado por cuatro miembros. Tres de ellos (arqueólogos) se hospedaron en casa de don Hermes Cáceda (que era un reputado empresario transportista y propietario de la casa en la que el político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre elegía para veranear cuando venía al norte del Perú); y el cuarto miembro de este grupo, la aspirante a antropóloga, Elsie Smith (1), se hospedó en nuestra casa, bajo la responsabilidad de mi tío Manuel, que en ese año era el Juez de Paz de Huanchaco.
                      
Desde el primer día que Elsie Smith llegó a nuestra casa, cargada de un moderado equipaje, le hicimos sentir que era parte de nuestra familia. Corría más o menos los primeros meses de enero de 1969. El trato con mis primas Elvira y Zully llegó a tal nivel que Elsie las llegó a considerar como sus hermanas. Recuerdo, como si fuera ayer, las bromas que le hacíamos, las “peleas” y forcejeos para poder tumbar a la “gringa”, como le decíamos.

— Ustedes son chiquitos, pero vaya que tienen una gran fuerza —nos decía Elsie en su español agringado, en medio de las risas y las respiraciones aceleradas de todos para reponernos.

Recuerdo un día en que estábamos almorzando, y Elsie tuvo la temeraria idea de probar un poco del ají molido que había en el centro de la mesa. Todos le advertimos que mejor no lo hiciera, pero ella insistió y se echó un poco sobre su comida.

Los gritos y sensaciones de ahogo por parte de Elsie fueron tan abrumadores, que nos dimos el susto de nuestras vidas. Su rostro enrojecido y atormentado por el picor ha quedado en mi memoria de manera indeleble. Por ello, cuando veo a un extranjero que se inclina por hacer lo mismo que Elsie, nunca dejo de advertirle los riesgos que ello trae aparejado.

Felizmente, lo de Elsie no pasó de ser un susto. Poco a poco se fue reponiendo, y a la angustia inicial que nos embargó, le siguieron las bromas, risas y la algarabía de su pronta recuperación.

Elsie, era una joven hermosa. De alta estatura (calculo 1.80 m), adornaban su rostro unas salteadas pecas que quedaban como una graciosa reminiscencia de su adolescencia. Siempre tenía una sonrisa disponible para todos; pero lo que más me atraía de ella era el contenido de sus maletas y su férrea vocación por su carrera. Cuando estaba en su cuarto, yo le preguntaba si podía pasar, a lo que siempre respondía afirmativamente. Me encantaba ver cuando abría su equipaje y sacaba tipos de papel y lapiceros que nunca había visto. Tenía un tablero de un material desconocido sobre el que colocaba un pliego de papel y escribía hasta agotar todo el espacio disponible. Además, tenía entre sus cosas otros artilugios que no sabía para qué eran y nunca me atreví a preguntarle, pues lo que más llamaba mi atención era su moderna cámara fotográfica Polaroid. Con esta cámara tomaba fotos —para mí, hasta por gusto— las que revelaba ¡instantáneamente!  Si en mi país, en esa época, tomar fotos ya de por sí era una actividad algo extravagante y hasta esnob, que las fotos aparecieran reveladas inmediatamente, ya era cosa de otro mundo.

Cámara Polaroid instantánea de fines de los 60

Con esta cámara, Elsie nos tomó muchas fotos. Sin embargo, el paso del tiempo ha extraviado la mayoría de ellas, por lo que han quedado solo algunas, de las cuales reproduzco solo dos en estas memorias.


Casa de Huanchaco. De izq. a derecha de pie: mi prima Zully, el alcalde de Huanchaco,
don Manuel Leytón, mi tío Manuel Li Leytón (juez de paz) y mi prima Elvira.
De cuclillas, mis hermanos Carlos, Raúl y yo.
Foto tomada por Elsie Smith.

Mi hermano Raúl, yo y mi prima Zully, frente a la casa de don Hermes Cáceda
en Huanchaco. Foto tomada por Elsie Smith.

Fue así que llegamos a mayo de 1969. Elsie, en una reunión con sus paisanos en Laredo, conoció a un turista norteamericano de profesión abogado. Su nombre era Richard Williams (2). Este Richard, tan alto como Elsie, y de unos 25 años aproximadamente, era de profesión abogado. Provenía de una familia adinerada de California y, sin saberlo, vivía en la misma calle en la cual residía también Elsie, mas nunca habían llegado a conocerse, sino hasta ese día en la reunión de Laredo.

Lo que vino después fue que Elsie y Richard se enamoraron y ennoviaron en ese mismo mes. Elsie invitó a nuestra casa de Huanchaco a Richard, a quien conocimos como un tipo jovial y apuesto. Ahí, Elsie y Richard les comunicaron a mis tíos Manuel y Elvira que tenían planes de casarse por lo que deseaban invitar a los padres de Richard al Perú. Mis tíos, sin pensarlo dos veces, ofrecieron su casa para la reunión.

La primera semana de julio de 1969, los padres de Richard llegaron a Trujillo y se hospedaron en el céntrico Hotel de Turistas (hoy Hotel Los Libertadores, que se encuentra en la Plaza de Armas).

Al mismo tiempo, los días que faltaban para el alunizaje (que había sido programado para el 20 de julio) se iban acortando y una atmósfera de ansiedad y efervescencia invadía no solo al mundo entero sino también al Perú.

La noche que los padres de Richard llegaron a nuestra casa de Huanchaco, queda registrada en mi memoria como un evento de muchos colores, sabores y sentimientos especiales. Mis tíos habían dispuesto una espléndida mesa con los platos y manjares más ricos que podíamos ofrecer a unos turistas norteamericanos precedidos por la fama de ser adinerados y distinguidos. Dada la cortedad de mi edad no recuerdo con mucha precisión los temas de conversación. Sin embargo, el cercano alunizaje y el futuro de los novios fueron los temas que dominaron el ambiente de regocijo y hospitalidad que embargaba a mis tíos y a mis primas esa noche.

Los padres de Richard —ataviados de costosas alhajas— habían traído para mis primas unas hermosas muñecas, que conservaron hasta que el tiempo se encargó de disolverlas en el tráfago de la vida. Como muestra de su agradecimiento por el detalle de las muñecas mi tía Elvira regaló, a la novia de Richard, una piedra alejandrina engarzada en una bella sortija de oro de 18 kilates. Este regalo fascinó a todos los presentes, sobre todo a los padres de Richard, familiarizados más con el oro de 14 kilates. La madre de Richard, que lucía elegantemente vestida al estilo de la famosa Jacqueline Onassis, no pudo ocultar su asombro y no cesaba de proferir alabanzas a tan hermosa joya que mi adorada tía Elvira se había desprendido como un gesto de su gratitud y hospitalidad.

Cincuenta años después, mis tíos ya reposan esperando la mañana de la resurrección, y probablemente, siguiendo el curso natural de las cosas, los padres de Richard, también.  Pero a pesar de este tiempo transcurrido, mi memoria guarda los gratos recuerdos de esa noche en que mi familia tuvo la oportunidad de confraternizar con inmejorables ciudadanos de la sociedad norteamericana, conocer su forma de pensar y debilitar los prejuicios que siempre se erigen para separar a los pueblos y a los seres humanos.

Cuando la reunión terminó con la formalización del matrimonio de Richard y Elsie —y mientras yo me encargaba de atiborrarme con el vermut con duraznos que había sobrado— escuché que todos se ponían de acuerdo para reunirse, nuevamente, en nuestra casa, el 20 de julio para ver la llegada del hombre a la Luna.



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No recuerdo cómo amaneció el día domingo 20 de julio de 1969 en Huanchaco. Lo más probable es que haya amanecido nublado y acompañado de esa persistente garúa de julio. Lo que sí recuerdo era la gran emoción y ansiedad que me embargaban. En la tarde de ese día la televisión transmitiría el que —en ese momento— sería el acontecimiento más grande del siglo XX: la llegada del hombre a la Luna. Así que yo rogaba que el generador de electricidad, que daba la corriente al pueblo de Huanchaco, se encendiera —como lo solía hacer cuando había algún acontecimiento importante como los partidos de la selección peruana o las peleas de Casius Clay— en las horas de la tarde.

Días antes, el diario “La Industria” de Trujillo había publicado un mapa en tamaño gigante de la Luna. Yo estaba feliz de tener en mis manos tan valioso documento: ¡el mapa de la Luna! Sentía como algo mágico entre mis manos. Tenía que compartirlo con mi profesor y mis compañeros de clase. Lo que pasó con esta decisión está registrado en mis memorias que en tributo a mi maestro, don Segundo Morales Llerena, escribí en mi blog el día 6 de julio de 2017.

Cuando al mediodía escuché al generador de corriente eléctrica de Huanchaco sonar con su clásico tronar, suspiré aliviado: ¡Sí, van a transmitir el alunizaje del Apolo XI! En esa época ya la televisión peruana se había sumado a otras cadenas mundiales que transmitían vía satélite. Meses antes, algunos canales locales —como América Televisión y Panamericana Televisión— que tenían sus propias programaciones en provincias, comenzaron a transmitir una sola señal desde la ciudad de Lima. De esta manera, todo el país podía ver una sola programación con mayor nitidez de imagen y mejor calidad de sonido, aunque aún en blanco y negro y con la tecnología de las microondas.

Pero, la hazaña del primer ser humano dejando su huella en la superficie lunar estuvo llena de peligros y contratiempos; algunos, poco relacionados con el viaje en sí mismo. Fueron muchas las empresas de telecomunicaciones que se aunaron a la solución al problema que suponía mantener la comunicación con el Apolo XI en su viaje más allá de la atmósfera terrestre. Y muy oportunamente el ingreso del Perú a las comunicaciones espaciales se produjo a mediados de 1969. La construcción de la estación terrena de Lurín permitió recibir y transmitir señales al INTELSAT, con un radio de acción que abarcaba América y Europa.


Estación terrena de Lurín (Lima).

 
El Apolo XI.

Ya desde las primeras horas del día, Panamericana informaba de la transmisión en directo del alunizaje. La voz del recordado Humberto Martínez Morosini anunciando en su clásico y profesional estilo — “desde la 1, minuto a minuto, por Panamericana la Gran Cadena Peruana”—, no hacía sino acrecentar aún más la ansiedad por el comienzo de la transmisión. En los minutos previos a la transmisión en directo desde la Luna, pues el alunizaje estaba previsto para las 3:30 p.m. hora del Perú, Panamericana mostró imágenes de la NASA, de las tecnologías que se aplicaron para hacer posible esta hazaña y, lo que más nos cautivó: las palabras del astronauta Neil Amstrong —que habría de ser el primer hombre en pisar la Luna— ¡enviando un saludo en español al pueblo de Lima!

Mientras tanto, en nuestra casa, la expectación llegaba al límite máximo. Elsie, Richard, sus padres y los tres norteamericanos que estaban hospedados en casa de don Hermes Cáceda ya se habían instalado en la sala, frente al hermoso televisión Philips de 23 pulgadas, recientemente adquirido por mi tío Manuel. Mis tíos, mi madre, mis primas, mis hermanos y hasta algunos vecinos que no contaban con un aparato de televisión en sus hogares, también completaban el fascinado auditorio.


Antiguo televisor de fines de la década del 60.


Hasta que, finalmente, las imágenes en blanco y negro del módulo lunar descendiendo sobre la superficie lunar, la caminata de Neil Amstrong y sus históricas palabras: “Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”, nos sumieron a todos en un sentimiento de hermandad que nunca más lo he vuelto a sentir. En ese momento todos los presentes no pudimos evitar expresar nuestra fascinación con exclamaciones de alegría y admiración. No era solo un ciudadano de los EE.UU. quien pisaba la Luna, éramos todos nosotros (norteamericanos y peruanos) los que dábamos ese salto maravilloso que nos convertía en una sola raza y en una sola nación.


Video de Panamericana TV

La transmisión de Panamericana Televisión había sido un éxito. Víctor Julio Estremadoyro Alegre, narra sus vivencias de la transmisión con estas palabras: (3)
Panamericana Televisión tuvo un papel de líder en las comunicaciones del país al realizar transmisiones extraordinarias del viaje a la Luna. Una ambiciosa producción en sus estudios fue el marco adecuado para difundir las imágenes que la NASA ponía en los satélites. Eran imágenes en blanco y negro.

El trabajo de producción fue dirigido por Genaro Delgado Parker, quien me confió la segunda responsabilidad que, en algunas ocasiones, se convirtió en primera. Batimos un record de duración al transmitir 32 horas ininterrumpidamente la jornada culminante de la misión de la Apolo XI: el descenso del módulo lunar, la primera caminata de Armstrong y Aldrin y su salida de la Luna para unirse a la nave madre conducida por Collins, que estaba dando vueltas al satélite. Ese record de transmisión ininterrumpida se mantendría hasta diciembre de 1996 cuando transmitimos más de 70 horas sin parar en los primeros días de la toma de la residencia de la Embajada japonesa por el MRTA.

En el programa sobre la Apolo XI destacaron la valía de profesionales como Humberto Martínez Morosini, Ernesto García Calderón y Alfonso Tealdo, que condujeron un panel de especialistas, como Víctor Estremadoyro (astrónomo), y Gilberto Tisnado (ingeniero espacial), el más espectacular de los panelistas por sus conocedoras explicaciones sobre las características de las naves y otros detalles científicos, lo que le otorgó una popularidad digna de una estrella televisiva, teniendo muchas veces que firmar autógrafos en la puerta del canal. También hay que destacar la participación de Héctor Urquiaga, que se convertiría en el traductor más solicitado y mejor pagado del país.

Los norteamericanos que se habían reunido en nuestra casa, se marcharon muy satisfechos y agradecidos no solo por el logro alcanzado por su país sino también por la calidad de la transmisión de Panamericana Televisión y la hospitalidad de mi familia.

Esa misma noche, cuando la algarabía había amainado y el sueño convocado a todos a sus dormitorios, me dirigí al patio de mi casa para mirar —sentado sobre unas gradas que llevaban al portón principal— el cielo ligeramente estrellado de Huanchaco. Ahí estaba la Luna terminando su fase de cuarto menguante para iniciar el de la luna nueva. “Pensar que ya hemos llegado hasta allá”, me dije con nostalgia. El Apolo XI aún seguiría dando vueltas alrededor de la Luna mientras los astronautas estarían celebrando su hazaña de pisar el único satélite natural de la Tierra, que por siglos había aparecido ante la humanidad misterioso e inalcanzable, como el dios de mis antepasados chimúes.

Los astronautas no habían encontrado a ningún extraterrestre como se conjeturaba. Nadie había salido a recibirlos. Lo único que se movía en la Luna era el polvo que se levantaba cuando Amstrong y Aldrin comenzaron a caminar sobre su superficie. Sin embargo, el descubrimiento más hermoso, la constatación más científica, fue apreciar nuestro hogar —la Tierra— como una esfera celeste y brillante engastada en un cosmos frío y oscuro.


Nuestro planeta visto desde la Luna

En efecto, habíamos hecho todo lo posible para encontrar una civilización tal vez escondida en nuestro satélite natural; pero, en lugar de ello, nos encontramos a nosotros mismos, todos juntos, como hermanos, compartiendo un pequeño hogar viajando por el universo.

Con el paso de los años, ya en mi adolescencia, volví a sentir nuevamente esa esperanza de encontrar vida extraterrestre con las vivencias en el grupo Rama, las que serán materia de otras memorias. Pero, como ocurrió en el tiempo del alunizaje, también en esta nueva experiencia, volví mi mirada y mi corazón al mundo en que vivimos, y a la necesidad de cuidar de él como el único hogar de nuestras vidas y de las generaciones por venir.

¿Y qué fue de las vidas de Elsie Smith y Richard Williams? En diciembre de ese año 1969, se marcharon del Perú conjuntamente con todos sus compatriotas de la misión enviada por la Universidad de Michigan. Elsie y Richard se casaron. Durante algunos meses hubo una comunicación epistolar entre Elsie y mis primas; pero el tiempo se encargó de debilitar esos nexos. Mis primas también tuvieron sus propias familias: Elvira es abuela de tres hermosos niños que llevan la nacionalidad peruana y norteamericana; y Zully, también de dos bellos mellizos que iluminan los últimos años de su vida.

De Elsie ya no supimos más nada, hasta que un día (de no hace mucho), navegando en internet, la encontré en una red social. Le escribí y no pudo controlar su emoción de que la hubiera ubicado después de tantos años, cuando yo era apenas un niño y ella una joven graduanda. El diálogo que sostuvimos fue breve. Y de la revisión de su página en la red social pude constatar que había recuperado su nombre de soltera y que era celosa guardiana de su intimidad, pues no había ni un solo post relacionado con su vida familiar (o al menos estaban en modo privado). Sin embargo, lo que resaltaba en su página era su vocación por la justicia social, su férrea lucha por la privacidad como un derecho supremo inalienable de cada ser humano, y su posición firme y consecuente por la igualdad, la no-discriminación, el ecologismo y el amor hacia los inmigrantes.

Eso me dio mucha satisfacción y llenó de gozo mi corazón, pues, a pesar de que la vida nos llevó por caminos diferentes, al menos coincidíamos en lo esencial: seguíamos siendo iluminados por la misma Luna de 1969 y nos animaba la misma vocación por la justicia, la paz, la preservación de nuestro planeta y la hermandad del género humano.



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(1) A fin de respetar la privacidad, se ha cambiado el apellido, manteniendo el nombre original.

(2) Idem.

(3) “Homenaje y recuerdo del primer hombre que pisó la Luna”. Blog de la PUCP. En: http://bit.ly/2LNyfu2


martes, 7 de mayo de 2019

Minsk (memorias)


Por Freddy Ortiz Regis







Hay seres insignificantes que solo necesitan un 

miligramo de poder para corromper la decencia, el honor y la verdad. 


Este 9 de mayo Rusia celebra el 74 aniversario del triunfo del Ejército Rojo sobre las fuerzas de la Alemania nazi, conocido como el Día de la Victoria. La batalla decisiva entre ambos bandos se libró en las calles de Berlín, que era el centro del poder nazi. La participación de las fuerzas del Ejército soviético marcó un antes y un después en el conflicto bélico; antes de la entrada de las tropas rojas en la guerra, las fuerzas de Adolfo Hitler se habían extendido por el territorio europeo sin mucha resistencia.

Esta fecha del calendario bélico mundial ha despertado muchos recuerdos de mi estadía en Rusia en la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú, allá por la década de los ochenta; memorias que trataré de resumir poniendo énfasis en los hechos que más me impactaron no solo del pueblo ruso sino también de su sacrificio en la segunda guerra mundial.

A la mitad de mi primer año en Moscú, la universidad programó un viaje a la ciudad de Minsk, la capital de la república soviética de Bielorrusia. Corría el primer año de la década de los 80 y nada —hasta ese entonces— hacía presagiar que, pocos años después, el socialismo marxista-leninista que la había obligado a integrar la URSS se desmoronaría, y menos, que esta república llegaría a ser, como lo es hoy en la actualidad, una república soberana, aunque aún en manos de un caudillo que ha dado pie para que Bielorrusia sea conocida como la “única dictadura de Europa”.

La distancia entre Moscú y Minsk es de aproximadamente unos 700 Km que —en autobús— toman casi ocho horas de viaje. Salimos temprano por la mañana, en pleno invierno, y llegamos a la capital de Bielorrusia a eso de las cuatro de la tarde. El ómnibus se estacionó en la puerta de un elegante hotel al cual ingresamos con poco equipaje, pues nuestra estadía en esta ciudad no sobrepasaría de tres días.

Los latinos fuimos asignados al tercer piso, y la habitación que me tocó la compartí con dos compatriotas más: “Cheko” y Martín. Estábamos muy emocionados. Sentíamos que Minsk tenía una gran energía, y aunque por las ventanas de la habitación sólo se veía una ciudad casi sepultada por la nieve, nuestros corazones latían marcando los segundos para ir, al día siguiente, al Museo de Historia de la Gran Guerra Patria.

Los alumnos de la facultad de historia ya nos habían hablado de este museo. Gran parte del material que por esos años el gobierno socialista ruso empleaba para difundir académicamente los hechos de la segunda guerra mundial, provenía de este museo. El material fílmico era de lo más atroz: muchos de los estudiantes de historia no podían resistir las imágenes de las abominaciones que los nazis cometieron contra el pueblo bielorruso, y abandonaban las aulas de clase en medio de violentas arcadas.

A eso de las ocho de la noche todos los estudiantes fuimos convocados al restaurante del hotel cuyo nombre ya no recuerdo, pero que se asemejaba a un hermoso palacio de los zares. El restaurante se encontraba en la parte central del primer piso del edificio y se extendía como unos treinta metros con mesas elegantemente aderezadas. Las luces, provenientes de hermosas arañas colgantes, se extendían iluminando el lugar y completando el cuadro de refinamiento y distinción que nos hacía sentirnos importantes y halagados. “Pensar que esta experiencia solo es para la gente rica de mi país”, era el sentimiento generalizado de todos los estudiantes, conforme íbamos entrando y ocupando nuestro lugar en las mesas.

Al rato aparecieron los mozos y mozas correctamente uniformados. Pensábamos que traían el menú; pero en lugar de ello portaban límpidas y cristalinas jarras con agua que posaron gentilmente sobre cada una de las mesas. No recuerdo con exactitud quiénes compartían mi mesa, pero nunca me olvidaré que había un mexicano, de pelo ensortijado, de cabeza voluminosa y grandes ojos saltones, que miraba el escenario como si estuviese en un lugar de ensoñación por el que más tarde tendría que pagar la cuenta. Pero no fue por esto que pervive en mi memoria, sino porque le salió la mexicanada de dárselas de galán y le dijo —a una de las deslumbrantes mozas que nos atendían— en su ruso casi primitivo: “Я тебя хочу”, que en ese idioma significa “te deseo”.

La incomodidad que sintió la moza fue compartida por todos los que estábamos en la mesa. El mexicano había querido decirle “te amo” y usó la frase —que en español también es equivalente—: “te quiero”, sin conocer que “te quiero” en Rusia significa “te deseo” con una connotación sexual. La respuesta de la joven no se hizo esperar: “И я тебя, нет!”, que en ruso significa “¡Y yo a ti, no!”. El rostro desencajado del mexicano consideramos fue la mejor sanción, pero no pudimos evitar sentirnos también castigados por este incidente que empañó el encanto y la fascinación que nos embargaba en nuestra primera noche en Bielorrusia. Después de esto, la joven no volvió a atender a nuestra mesa, y en su lugar vino un joven de rostro muy hermoso, pero congelado por la frialdad y el desafecto. Por un momento, pensamos que uno de los policías que nos dieron la bienvenida en el aeropuerto de Moscú había sido asignado para atendernos en este bello y acogedor restaurante.

Después de este percance, la cena se desenvolvió con normalidad. No recuerdo qué fue lo que nos sirvieron, pero hubo de estar agradable para que no guarde un mal recuerdo de ella. Dicen que son las experiencias malas las que sobreviven en los recuerdos, mientras que las buenas se difuminan por su normalidad y cotidianeidad.

Después de cenar, la orden fue dirigirnos a nuestras habitaciones para descansar, pues al día siguiente habría que desayunar temprano para poder dirigirnos hacia el Gran Museo, que era nuestro destino principal.

Una vez en mi habitación comprobamos que faltaba Martín. Le pregunté a Cheko si lo había visto, y me dijo que no había compartido con él la mesa.

— Ya llegará —dijo con tranquilidad.

Al cabo de unos minutos, Martín tocó la puerta y entró a nuestra habitación bastante agitado:

— A que no saben a quién he conocido en el hotel —nos dijo.

Martín y yo nos encogimos de hombros.

— ¡A un boxeador de Leningrado!

Sin dejar su agitación, Martín nos contó que este boxeador, con otros dos más, estaba alojado en el mismo piso que nosotros. Habían llegado a Minsk para participar en un torneo nacional de box que tendría lugar el fin de semana. Pero agregó algo más que a Cheko y a mí nos estremeció:

— ¡Y nos ha invitado a su habitación para conocernos!

La inmediata reacción de Cheko fue de asentimiento. Ambos me miraron esperando mi respuesta:

— Pero, amigos, ¿cómo vamos a aceptar su invitación si nos han ordenado descansar para mañana partir hacia el museo?

Ambos me convencieron de que no era muy tarde y que no teníamos por qué permanecer mucho tiempo con ellos, despidiéndonos en el momento que consideráramos oportuno retirarnos.

Al tocar la puerta de su habitación, nos abrió un gigante de casi dos metros de alto que extendió sus grandes manos hacia nosotros apretándolas hasta hacernos sentir un poco de dolor. No hablaba, gritaba en ruso, saludándonos, y llamando la atención de las personas que estaban acompañándolo en la habitación: dos varones casi de su mismo porte y una mujer que más tarde averiguamos era la esposa de uno de éstos.

Boris se llamaba el ruso que contactó con Martín. Él nos presentó a sus amigos e inmediatamente nos hicieron espacio en un sofá que estaba al lado derecho de la puerta de entrada. Todos estaban en bivirí, mientras las ventanas permanecían abiertas de par en par y en la calle la temperatura no bajaba de -10 °C aproximadamente. Así que lo primero que sentimos al ingresar fue un helado latigazo que nos compelió automáticamente a cruzar los brazos. Uno de los hombres se dio cuenta de nuestra incomodidad y cerró una de las ventanas, al tiempo que el otro se dirigió hacia una mesa para abrir una botella de licor. La mujer, rubia y de contextura robusta, también se dirigió hacia la mesa, y hurgando entre muchas bolsas, extrajo un gran pan negro que comenzó a partir en rodajas. Nosotros les dijimos que acabábamos de cenar, pero ellos hicieron como que no nos habían escuchado o no habían entendido nuestro ruso aún balbuceante.

En poco tiempo, estábamos todos ante una mesa pequeña en medio de los sillones, y sobre ella una botella de licor (que en principio creíamos era vodka), vasos pequeños, pan negro en rodajas y dos latas abiertas de sardinas (que en nuestro país solemos llamar portolas). La mujer nos observaba con mucha curiosidad y sonreía a todo cuanto Boris decía. Martín —quien era el que mejor entendía hasta ese momento el ruso— nos traducía lo que él creía que decían nuestros anfitriones. Fue así como nos enteramos que la mujer se llamaba Nadiezhda (que en ruso significa Esperanza) y que era la esposa de uno de los amigos de Boris. También nos enteramos que su mayor interés era saber de dónde éramos y qué hacíamos en Minsk.

Satisfechas las curiosidades del momento, Boris cogió la botella de licor y comenzó a servirlo en los vasos pequeños. Ya habíamos probado el vodka (que es el licor nacional de Rusia), en una que otra oportunidad, durante los pocos meses que aún residíamos en Moscú. Yo lo había percibido como un licor bastante fuerte por lo que no pude evitar sentir cierta aprehensión cuando vi que Boris lo servía en los vasos hasta agotar el contenido de la botella. Cuando terminó de servirlo, y la botella se quedó vacía, uno de sus amigos sacó de su bolsillo una caja de fósforos, encendió un cerillo y lo metió dentro de la botella, de la que salió una llamarada acompañada de un poderoso ruido que nos hizo inclinarnos hacia atrás. Los rusos lanzaron una sonora carcajada al ver nuestros rostros iluminados por el fuego que salió del pico de la botella: no era vodka, nos dijo Martín; era una bebida aún más fuerte que el vodka llamado самое огонь, que en español significa “el mismo fuego”.

No quedaba duda: los rusos nos estaban presumiendo de su afición por la bebida. Esto era algo de lo que ya nos habíamos percatado en el mismo Moscú. En los restaurantes y bares, el licor —y en especial el vodka— era infaltable y se consumía en cantidades increíbles. No fueron pocas las veces que alcancé a ver a los rusos bebiéndose un vaso de vodka —de aproximadamente 10 onzas— al ras y salir como si nada. Según algunos historiadores, el vodka apareció en Rusia no antes del siglo XVI y rápidamente se convirtió en uno de sus símbolos. El escritor soviético Venedikt Eroféiev recomendó con ironía en su poema Moscú-Petushkí marcar la frontera entre Europa y Rusia según el consumo de alcohol: “A un lado hablan ruso y beben más, al otro lado beben menos y no hablan ruso...”. El vodka, pues, estaba en el corazón de la vida social rusa. Durante los primeros meses de mi estadía en Moscú siempre me había preguntado cómo hacían los rusos para enamorarse si los hombres y las mujeres solteros solo andaban con sus congéneres. La respuesta llegó más temprano que tarde: en las fiestas y reuniones sociales el vodka era el culpable de romper todas las barreras.

Sin embargo, esta noche, no estábamos ante vasos pequeños de vodka sino ante una bebida que, según nuestros anfitriones, era más fuerte que el vodka, era el mismo fuego. Antes de hacer el brindis con el mismo fuego, nos ofrecieron el pan negro y las sardinas en salsa de tomate que estaban sobre la mesa. No había cubiertos, así que debíamos seguir su ejemplo: partir el pan y ayudarnos con él para sacar un poco de salsa y sardina y llevarlos a la boca. Bocados van, bocados vienen, llegó el momento que más temía: hacer el brindis.

Al ingresar el licor sentí que mi lengua se había desvanecido. Los tres peruanos intercambiamos miradas tratando de compartir, sin palabras, la primera sensación que nos había provocado el primer trago del mismo fuego. Segundos después, una oleada de calor me invadió al punto que deseé también estar en bivirí, como nuestros anfitriones. La sola idea de que aún me quedaba un saldo de el mismo fuego por beber, me aterró. Los rusos estaban felices de vernos en el apuro en que nos encontrábamos. Nos ofrecían más pan negro y sardinas, el que aceptábamos con fruición. Luego, vino el segundo brindis, y de ahí me comencé a sentir como un ser que está presente en una reunión, pero del que nadie se ha dado cuenta que ha fallecido… Los rostros de los rusos se desdibujaban ante mí y sus palabras (ahora sí completamente ininteligibles) se escuchaban como si estuviesen siendo dichas a cientos de kilómetros de distancia…


Cuando Cheko y Martín me despertaron jaloneándome violentamente, estaba en la cama de mi habitación del hotel, con la misma ropa de la noche anterior y con un terrible dolor de cabeza. Me senté sobre el filo de la cama y al buscar mis zapatos vi mi propio vómito esparcido en el suelo. La risa burlona de ambos me convenció de que había sido el primero en morir en la batalla contra el mismo fuego.

— Caíste como pollito —dijo Cheko riéndose conjuntamente con Martín.

Yo les miraba fijamente y no podía creer que el mismo fuego no les hubiera afectado también a ellos.

— Claro que sí —respondió Martín—, pero no nos desmayamos como tú. Boris tuvo que traerte cargado hasta la cama.

 — ¡Mierda! —exclame—. ¡Qué vergüenza!

— Y ¿alguien se ha enterado de esto? —pregunté preocupado.

— Felizmente, no —respondieron mis amigos, casi al unísono.

Con su ayuda limpiamos el piso, mientras escuchábamos los gritos del profesor supervisor llamando a todos los estudiantes a tomar el desayuno.

Mientras estaba en el hermoso comedor del hotel tomando un fresco desayuno a base de smietana, pan, mantequilla y café, mi pensamiento no podía apartarse de la experiencia en la habitación de los boxeadores rusos. Todo había sido tan corto y tan rápido que por un momento pensé que solo lo había soñado. En ese momento no me imaginaba que meses después —en mis vacaciones de verano, alistado en la brigada de trabajo en Kazajtán— habría de tener otra mala experiencia con el licor ruso y que narro en detalle en mis memorias tituladas: "Memorias de mi estancia en larepública de Kazajtán con la brigada de trabajo de la universidad DrushbaNaródav de Moscú".

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El desayuno tuvo un cierto efecto reparador en mi cuerpo y en mi espíritu. Mis amigos —Cheko y Martín— también evidenciaban en sus rostros los efectos de una mala noche; pero ellos se veían más relajados y ansiosos por lo que se venía: la visita al Museo de Historia de la Gran Guerra Patria. Ellos ya habían volteado la página; pero yo aún permanecía doblegado por los acontecimientos de la noche anterior. Hurgaba en los rostros del profesor supervisor y también en el de mi maestra, Viera Nikolaevna, algún rastro que me pudiera informar si sabían algo de lo acontecido con los increíbles boxeadores de Leningrado. 

En la puerta del hotel ya estaba estacionado el ómnibus que nos llevaría hasta el Museo. Salimos ordenadamente del hotel y nos subimos al vehículo ubicándonos casi en los asientos centrales. Hacía un día soleado y los rayos luminosos estallaban sobre la nieve otorgando al paisaje un espíritu casi festivo y de fantasía. Esto era lo que me faltaba para disipar por completo mi intranquilidad. Esbocé una sonrisa y mi corazón comenzó a latir con prisa cuando el bus empezó a transitar por las amplias avenidas de la ciudad de Minsk.

No pasó ni veinte minutos y ya estábamos en la puerta del gran edificio que albergaba el Museo de Historia de la Gran Guerra Patria. Este museo fue el primero en el mundo en narrar la historia de la guerra más sangrienta del siglo XX: la Segunda Guerra Mundial; y lo más curioso es que este museo fue creado durante los años de la ocupación nazi.

Hoy en día —ya en un nuevo y moderno edificio— es reconocido como el museo más grande, completo e importante del mundo sobre la Segunda Guerra Mundial al lado de los museos de Moscú, Kiev y Nueva Orleans.

En esos terribles años, los bielorrusos perdieron a la tercera parte de su población. Murieron más de 3 millones, incluyendo 50 mil guerrilleros y combatientes clandestinos. A través de Bielorrusia hubo más de 250 campos de la muerte, incluyendo el famoso campo de concentración Trostenets, uno de los más grandes después de Auschwitz, Majdanek y Treblinka.

El museo es un gigantesco complejo repleto de documentación y material histórico, el recorrido propone un viaje en el tiempo desde el ataque a la Fortaleza de Brest, hasta la reconstrucción de las ciudades en la posguerra, contando con incontables detalles sobre los hechos y la vida en la época de la guerra. También posee una increíble colección de armas y vehículos. El recorrido culmina con un memorial a los héroes que perdieron la vida en la gesta. Realmente es un viaje en el túnel del tiempo visitar este museo, y los bielorrusos deben sentirse orgullosos de tenerlo. En mi opinión uno de los mejores museos que he visitado en mi vida.

Caminar entre el material de guerra (tanques, metrallas, fusiles, camiones de tropas y armas hechas a manos por los valientes combatientes bielorrusos); contemplar las condecoraciones, uniformes, banderas, proclamas escritas del ejército bielorruso, y que aparecen en vitrinas pulcramente decoradas e iluminadas y colocadas en la pared, es revivir las terribles experiencias de la segunda guerra mundial, de la que solo tenía conocimiento por las películas de Hollywood en el cine y en la TV.

Pero en el museo no solo están los vestigios de los valerosos combatientes bielorrusos; también aparecen los objetos y materiales capturados al enemigo. Solo que hay un detalle: mientras los materiales de guerra de los bielorrusos se exhiben con honor en  pulcras vitrinas y estantes, los materiales de guerra de los nazis, en cambio, se exhiben en el suelo[1].






























Pero más allá de los materiales de guerra de uno y otro bando que se exhiben en el museo con profusa y detallada amplitud, en el museo también se da testimonio de un episodio que marcó un hito en la lucha del pueblo bielorruso contra el nazismo: la masacre alemana al pueblo de Khatyn.

Para entenderlo es necesario retroceder en el tiempo hasta marzo de 1943, en plena «Operación Barbarroja», el plan de Hitler para invadir la Unión Soviética a gran escala y lograr arrebatar a Stalin los pozos de petróleo del Caúcaso. En esas andaban los alemanes cuando, el 21 de ese mismo mes, una de sus unidades motorizadas de las SS fue atacada en una autopista cercana (aproximadamente a 6 kilómetros) del pueblo de Khatyn. Aquel fue un día trágico para los nazis, pues, en palabras del susodicho organismo gubernamental, perdieron a uno de sus oficiales más queridos. La semilla del odio (un odio que ya se había materializado mediante múltiples matanzas de inocentes soviéticos a lo largo y ancho de la región) germinó entonces en estos combatientes. Decididos, marcharon hacia el pequeño pueblo de Khatyn ávidos de venganza. Sabían que los ciudadanos no eran culpables de lo sucedido, pero no les importó. En plena mañana, rodearon todas las casas de la zona y, una por una, fueron sacando a punta de fusil a los habitantes a la calle. Hombres, mujeres, enfermos, niños y bebés. No hubo piedad para nadie. Desde la familia Baranovski y sus nueve hijos, hasta los Yaskevich, cuya madre salió en brazos con su hijo de apenas un año. Otros tuvieron menos suerte. Fue el caso de la joven Lena Yaskevich que, tras intentar huir, fue acribillada violentamente frente a los ojos asustados de sus padres. Tras este acto de violencia nadie se negó a hacer lo que los uniformados decían, por lo que varias decenas de habitantes (poco más de 150, según el Ministerio de Cultura de Bielorrusia) fueron obligados a entrar en un cobertizo. Todos temían lo peor y, efectivamente, no fallaron en su juicio. Instantes después, los alemanes atrancaron la puerta, cubrieron el edificio de paja, derramaron gasolina y, sin dudarlo, prendieron fuego al lugar. Mientras el cobertizo ardía se podía oír a los bebés llorando. [2]

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Mi visita al Gran Museo Estatal Bielorruso de la Gran Guerra Patria me marcó profundamente. Desde ese día comencé a comprender que la versión de la Segunda Guerra Mundial que hasta ahora había conocido no estaba completa sin el reconocimiento del heroico aporte del pueblo ruso —y bielorruso— a la victoria sobre un régimen que concentró los horrores de la guerra, el despotismo y el abuso de todos los tiempos.

Durante el recorrido que me llevó del museo hasta el hotel, y de éste hasta Moscú, en mi corazón se había instalado el interés por conocer más sobre los hechos que marcaron la segunda guerra mundial. Desde ese día, hasta ahora, la temática referida al surgimiento, apogeo y caída del régimen nazi ha sido un asunto preponderante en mi formación cultural y humanista.



El autor de estas memorias posando ante la Tumba del Soldado Desconocido en el interior del Kremlin, Moscú.

No ha habido una clara oportunidad que haya perdido para indagar sobre el carácter de los líderes que protagonizaron esta cruenta lucha entre las naciones en la mitad del siglo XX, así como por las circunstancias políticas, económicas y sociales que condicionaron su estallido. El tema de la segunda guerra mundial, pues, me cautivó desde mi visita al museo de la ciudad de Minsk. Y aun cuando durante mi estadía en Rusia recibí la influencia de la versión oficial soviética de la participación de Rusia en el desenlace final de la guerra, esto no fue un obstáculo para que —con el paso de los años y mi disposición para seguir estudiando abiertamente sobre el tema— replanteé muchos de los conocimientos que aquilaté ya sea a través de libros, artículos de revistas y periódicos, películas y documentales.

En efecto, el estudio de la segunda guerra mundial es un imperativo para las generaciones presentes y futuras. Los horrores que en ella se cometieron sintetizan de manera aguda y sangrienta las pasiones, intrigas, ambiciones y temores de la humanidad a través de los siglos. La segunda guerra mundial no es un hecho histórico singular; todo lo contrario: es un evento histórico que envuelve a los pueblos, a los gobernantes, a las religiones, a los poderes económicos y políticos.

Desde mi visita al museo de Minsk ya no fui el mismo. Mi visión de la vida desde la perspectiva de un engreído adolescente comenzó a cambiar hasta comprobar —en el horror de un conflicto bélico de las proporciones de la segunda guerra mundial— que la felicidad, el amor y la inocencia pueden ser pisoteados, de la noche a la mañana, por la furia y la impiedad de una horda seducida por el fanatismo y la ignorancia.  

Muchas son las teorías y corrientes que han intentado explicar la segunda guerra mundial. Todas tienen algo de razón y de objetividad. La segunda guerra mundial nos enseña que la cultura no es suficiente protección contra el odio: las víctimas de las hordas nazis, al referirse a sus verdugos alemanes, los llamaban “los criminales que aman la música y tocan el piano”. También nos enseña que el dinero tampoco es protección eficaz: los judíos tenían inmensas fortunas, y fueron, precisamente, sus fortunas, las que desataron la ambición de sus enemigos hasta moverlos hacia su total exterminio. Tampoco el poder político ni los pactos fueron protección contra la traición: Hitler y Stalin habían firmado pactos de no agresión, los que fueron hechos pedazos con la fallida, pero sangrienta, invasión de Alemania a Rusia.

La segunda guerra mundial nos enseñó que los líderes también son personas con los mismos defectos que nosotros, aunque en un nivel superlativo (creo que hay que tener mucho ego para anhelar gobernar un país). La política está conformada por líderes con defectos y virtudes. Y, dependiendo del cristal con que se los mire, la historia ha exacerbado, en unos casos, sus virtudes, y en otros, sus defectos. Hoy en día vemos cómo muchos de esos liderazgos (v. gr. Gandi, Churchill, el Che, Kennedy, etc., etc.) que habíamos idealizado, hoy se presentan en sus reales dimensiones. Hitler, Mussolini y Stalin fueron individuos paranoicos a quienes se les permitió asumir las riendas de la historia de sus respectivos países. Churchill, por su parte, fue un hombre increíblemente complejo, contradictorio y con un aura de grandeza, que marcaron contradicciones con las que luchó durante toda su vida. Los líderes políticos se han fijado como meta el poder, no los altares. Depende mucho del entorno que los rodea para que sus liderazgos se conviertan en caudillismos irrefrenables o, por el contrario, sufran los contrapesos que les ayude a catalizar el cambio y el progreso.

Al dejar la Unión Soviética, comprobé que muchos de los hechos que marcaron la segunda guerra mundial permanecían —y aún permanecen— latentes en el desarrollo de las naciones. La paz, la prosperidad y la justicia aún pueden llegar a depender del carácter y la ambición personal de los líderes políticos. Las enseñanzas de la segunda guerra mundial han comenzado —poco a poco— a olvidarse y el mundo está reingresando a una guerra fría en la que conquistas como la existencia de la Organización de las Naciones Unidas, la Corte Internacional de la Haya, la doctrina de los derechos humanos, la consolidación de los valores democráticos, entre otras, están siendo relativizadas por el progresivo fortalecimiento de las ideologías totalitarias y las actividades mafiosas de la corrupción política organizada.

Cuando dejé la Unión Soviética y me mudé hacia Europa Occidental tuve la oportunidad de beber de nuevas fuentes de interpretación de la segunda guerra mundial. Si bien, el mundo de la posguerra ha sido configurado por los acuerdos y los protocolos basados en el reconocimiento y el respeto de los derechos humanos, lo cierto y real es que el mapa político de la humanidad ha quedado rediseñado por la presencia de un nuevo elemento de supremacía: el poderío nuclear. Son los países que poseen el armamento atómico los que mueven las piezas del ajedrez geopolítico de las naciones.

Cuando viajé a la Unión Soviética lo hice soñando en un sistema político que podría traer la verdadera justicia y paz a la humanidad. Pero más temprano que tarde la venda de los ojos se me cayó y pude ver al sistema socialista soviético en su verdadera dimensión: un sistema basado en una casta con privilegios, atornillada en el poder, déspota con los derechos ciudadanos y utilizando todos los recursos del estado para manipular y engañar a la opinión pública.

Por ello, el estudio de la segunda guerra mundial es un imperativo de todo demócrata. Si algo he aprendido a estas alturas de mi existencia es que solo existe un único sistema político: el sistema democrático de gobierno con sus virtudes y defectos, pues, al ser ejercido por seres humanos refleja de éstos su naturaleza y esencia.

Hay una frase en la Biblia —específicamente en Isaías 8:20— que dice: “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”. De manera análoga, podemos decir que si un gobierno que se proclama demócrata no garantiza los fundamentos del sistema democrático —libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de culto, libertad de partidos políticos, libertad de opinión e independencia de los poderes públicos y de los organismos supervisores y de control—, entonces podemos decir con meridiana claridad que ese gobierno solo es democrático de nombre mas no en los hechos ni en la realidad histórica.

No nos engañemos. No hay sistemas de gobierno socialistas ni comunistas. Tampoco socialdemócratas ni de derecha, de izquierda o de centro. Lo único que existe es el sistema democrático de gobierno; lo anteriormente dicho solo son matices, énfasis o tendencias.

Lamentablemente, el mundo posterior a la segunda guerra mundial ha consolidado formas de gobierno que han consagrado las antítesis de la democracia, como lo son Rusia y China; potencias nucleares que —hasta que no se derrumben sus gobiernos antidemocráticos por la acción heroica de sus pueblos— constituyen un enorme peso gravitacional en la geopolítica del mundo. Ese enorme peso lo vemos en sus esferas de influencia en Medio Oriente, Asia y América Latina, y con estupor en la reciente elección del presidente Trump en los EE.UU.

La alarma está dada. El sistema democrático de gobierno está agonizante. Lo están destruyendo las esferas de influencia rusa y china, y también, las élites de poder corrupto en el seno de los mismos países que se autoproclaman democráticos (ciertamente, Trump y muchos presidentes latinoamericanos no son dignos ocupantes de la silla de Lincoln, Roosevelt y de los prohombres que marcaron la ruta de nuestra independencia; pero no están tan lejos del temperamento, la falta de escrúpulos y la superficialidad que caracteriza ahora a las nuevas generaciones de occidente).

Al salir del Museo de Historia de la Gran Guerra Patria de Minsk, comprendí que un país culto —como lo ha sido y es Alemania— puede llegar a ser un monstruo cuando se pisotean los fundamentos del sistema democrático de gobierno (como lo hizo Hitler y la camarilla que lo sostuvo en el poder) y, además —gracias a la manipulación y las prebendas— se cuenta con complicidad del pueblo.

El fascismo, por tanto, como antítesis de la democracia no es una perversión política inherente a los partidos que contemporáneamente se proclaman de izquierda, socialistas o comunistas; no, el fascismo también puede estar enquistado en un sistema de gobierno con la apariencia de democracia.

La experiencia del fascismo nacionalsocialista alemán de la segunda guerra mundial es un fenómeno que no murió con la muerte de sus mentores. El fascismo alemán se recicló en las políticas de recepción de los exnazis tanto en EE.UU. como en la Unión Soviética, que vieron en estos supervivientes fascistas la mejor oportunidad para crecer científicamente y sacarse ventaja de la guerra fría en la que se enfrascaron por el dominio del mundo.

A contrapelo de algunos historiadores y estudiosos de la cultura política, yo no creo que el término fascismo pueda ser aplicado solo a las dictaduras de extrema derecha. El fascismo —como antítesis de la democracia— es toda forma de gobierno (sea de derecha, de izquierda o de cualquier tendencia) que niega las posibilidades que nos ofrece el único sistema de gobierno: la democracia. Y en esto último sí estoy de acuerdo con Angelo Attanasio a quien, parafraseándolo, podemos sostener que la democracia en sí misma no es necesariamente buena. Solo es buena si realiza su ideal democrático, es decir, la creación de una sociedad donde no hay discriminación y existen las condiciones para llegar a desarrollar su personalidad libremente, algo que el fascismo niega por completo. Entonces, el problema hoy en día no es el retorno del fascismo, sino cuáles son los peligros que la democracia puede generar por sí misma, cuando la mayoría de la población —o al menos la mayoría de los que votan— eligen democráticamente a líderes nacionalistas, clasistas, racistas, xenófobos y fanáticos religiosos.

Los últimos acontecimientos políticos que han marcado el ingreso de la humanidad al s. XXI nos dan señales inequívocas de que estamos asistiendo no a un retorno del fascismo clásico que caracterizó el período de las entreguerras, sino a un neofascismo caracterizado por el peligro, cada vez más inminente, de que una democracia, en nombre de la soberanía popular, pueda asumir características intolerantes. Los fenómenos políticos a los que me estoy refiriendo son: el crecimiento de los nacionalismos de ultraderecha en Europa que propenden la vía democrática para llegar al poder e instaurar regímenes autocráticos; el crecimiento paulatino pero seguro de los movimientos supremacistas blancos en Europa y EE.UU.; la influencia militar del gobierno ruso de Putin en Rusia que respalda y avalentona a regímenes antidemocráticos en todo el mundo (v. gr. la Cuba castrista y la Venezuela chavista, para no irnos tan lejos); la influencia económica de China que por el poder de sus mercados condiciona a las democracias del mundo a hacerse de la vista gorda frente a las atrocidades que su gobierno comete en materia de derechos civiles; la explosión del fundamentalismo cristiano en EE.UU. y América Latina que  ha sido denunciado por Sam Harris en su obra El fin de la fe y desarrolla que los fundamentalismos ya no son ninguna broma ni una simple opción a mantener en la privacidad, da cuenta de la peligrosidad que implican al pasar al terreno de las decisiones políticas, y pide que los intelectuales no se mantengan al margen de la crítica a la religión como fuente de daños públicos, sino que utilicen sus conocimientos para concienciar a la población; y, finalmente, la ausencia de una cultura democrática entre las naciones (que ese expresa en la tendencia cada vez más creciente por desterrar las asignaturas de humanidades y derechos civiles en las escuelas y universidades para favorecer las asignaturas científicas, empresariales, tecnológicas y de inteligencia artificial).

Como se puede ver, existen en el escenario político mundial contemporáneo, todos los condimentos que sazonaron el surgimiento, el crecimiento y el apogeo del fascismo alemán en la mitad del siglo pasado: los nacionalismos (que fueron el sustrato ideológico nazi para proclamar a Alemania como la nación que está sobre todas las demás en la tierra de modo que todo lo que se oponga a la soberanía de los ideales nacionales debe ser erradicado o controlado); el racismo (que marcó el extermino de la tercera parte de los judíos en el mundo bajo la premisa de la supremacía de la raza aria alemana); el poder económico (que promovió el salto económico de la Alemania nazi con la complicidad de algunos sectores financieros de Occidente); la religiosidad (que a través de prácticas ocultistas sentaron las bases de su ideología segregacionista y fundamentalista); poder militar (que sobre la base de la aplicación de la ciencia y la tecnología más avanzada desarrollada por la élite científica nazi colocó a Alemania como la primera superpotencia militar del mundo de ese entonces); ausencia de educación democrática de los pueblos (Alemania estaba entre las naciones más cultas y educadas del mundo, pero había una ausencia de cultura democrática que le capacitara al pueblo para discernir entre los principios de la democracia y los engaños del fascismo).

Han transcurrido 74 años de la victoria sobre el nazismo, pero durante este tiempo los sueños de la humanidad por un mundo en donde reine la justicia, la paz y el amor, se han ido desvaneciendo para abrir nuevamente el camino a la pesadilla del autoritarismo y el abuso del poder. ¿Quién ganará esta lucha entre los hombres y mujeres de buena voluntad contra las fuerzas de la oscuridad?








[1] Esto que parece tener bastante lógica, no ha primado en el caso de mi país, pues en el Lugar de la Memoria (que resume la guerra contra el terrorismo del movimiento Túpac Amaru y de Sendero Luminoso de las décadas de los 80 y 90) se exhibe la parafernalia terrorista en las mismas condiciones que la de los valientes combatientes que le hicieron frente, tanto militares como de las rondas campesinas.
[2]  Villatoro, M. (3 de junio de 2015). La masacre de Kathyn. Diario ABC. En:  https://bit.ly/2H0FY5N