sábado, 19 de diciembre de 2020

Alemania – Parte I (memorias)

 

Berlín Oeste en la década de los 80s


Por Freddy Ortiz Regis

 

Vienen a esta parte de mis memorias los hechos que viví en Alemania después de abandonar la Unión Soviética. Las peripecias de mi viaje con destino a Berlín Oeste, a través de Polonia y la República Democrática de Alemania (la ex RDA), están narradas en mis memorias tituladas El muro de Berlín, a 25 añosde su caída.

 

Una de las cosas que me quitaba el sueño en las postrimerías de mi salida de la Unión Soviética era pensar en qué me depararía el destino en Alemania. En esa época, Alemania, era una nación dividida como resultado de su derrota en la Segunda Guerra Mundial. La nación germana había quedado partida en dos: Alemania Occidental (también conocida como la República Federal de Alemania), que era de naturaleza capitalista, y la República Democrática Alemana (también conocida como la RDA), que quedó bajo la influencia y la hegemonía de la Unión Soviética. Su antigua e histórica capital —Berlín— también fue dividida en dos:  Berlín Occidental (capitalista) y Berlín Oriental (socialista). Mi peregrinaje era hacia Berlín Occidental, lo que implicaba que tenía que cruzar todo el territorio de Polonia, ingresar a la RDA y, como último acto, cruzar el muro de Berlín, que encerraba al enclave capitalista en el corazón de la Alemania socialista. Eran los albores de la década de los ochentas y, ni por asomo, me imaginaba que apenas unos años después ese muro habría de caer y, con su caída, permitir la reunificación alemana y ser la precursora del fin de la Unión Soviética.

 

Pero, ¿qué era Alemania para mí? La idea que la educación y la influencia de los medios me habían formado sobre Alemania era muy vaga, lejana y contradictoria. Alemania era para mí la cuna de grandes compositores como Bach, Beethoven, Strauss y Brahms, por recordar a algunos genios de la música clásica; así como de insignes literatos como Goethe, los hermanos Grimm, Grass, Brecht, Lutero y Hess, por mencionar solo a algunos. Alemania también estaba registrada en mi elemental conciencia juvenil como la tierra de la Reforma, que sentó las bases de una renovada visión de la fe cristiana y marcó un nuevo rumbo en la historia de las naciones. Pero, Alemania, también significaba para mí el terror, el abuso y el genocidio de millones de personas inocentes por una causa tan innoble —el racismo— que opacaba, como un manto de negra oscuridad, la luz que esta nación había irradiado a lo largo de su historia.

 

¿Cómo sería la Alemania a la que yo llegaría, después de haber experimentado en carne propia el socialismo soviético? Esta era una pregunta que, conforme se acercaba mi salida de Moscú, se hacía más intensa al extremo de producirme una peculiar y extraña excitación.

 

Esta inquietud me traía los recuerdos de mis clases de alemán en la secundaria. No recuerdo por qué circunstancias, cuando inicié mis estudios en el Colegio Nacional de San Juan en Trujillo, las dos primeras secciones (la sección A y la B), los padres de familia fueron convencidos para que sus hijos estudiáramos el idioma alemán. Me imagino que debió tratarse de algún convenio entre el ministerio de educación de mi país y la embajada de la República Federal de Alemania, porque todo estaba ya listo: un profesor peruano de la lengua alemana y exquisitos libros (a todo color y que despedían un agradable olor a extranjero).

 

El primer día de clases con el profesor Aramis Angulo fue un día que nunca olvidaré. Este docente había estudiado en Alemania, específicamente en Bonn (la nueva capital de la República Federal de Alemania). Cuando entró al salón todos nos pusimos de pie para saludar a un hombre de estatura mediana, delgado, con cejas bastante pobladas y que vestía muy elegantemente. A su lado, había dos cajas grandes que contenían los libros de texto con los que habríamos de incursionar en la lengua germana. Después de entregárnoslos en silencio (todos sentíamos curiosidad por escuchar su timbre de voz), por fin habló. No recuerdo en detalle las palabras que nos dijo, pero lo que no me he olvidado fue el timbre y la modulación de su voz; una voz casi chillona pero refinada, elegante y cortés.

 

Yo me quedé gratamente impresionado por la imagen que irradiaba nuestro profesor de alemán. Sin embargo, el profesor Guten Tag (buenas tardes en alemán) como así lo apodamos, tuvo que bregar mucho para domar a ese grupo de sesenta adolescentes salvajes que éramos la sección del primer año “B”.

 

Al final, lo único que le concedimos aprender fue cantar Noche de Paz en alemán:

 

Stille Nacht! Heilige Nacht!

Alles Schläft, einsam wacht

nur das traute, hochheilige Paar.

Holder Knabe im lockigen Haar,

schlaf in himmlischer Ruh'!

 

Stille Nacht! Heilige Nacht!

Hirten erst kundgemacht.

Durch der Engel Halleluja

tönt es laut von fern und nah:

Christ, der Retter ist da.

 

Stille Nacht! Heilige Nacht!

Gottes Sohn, o wie lacht

Lieb' aus deinem göttlichen Mund,

da uns schlägt die rettende Stund',

Christ, in deiner Geburt!

 

Y ni qué decir del intento que tuvo Herr Guten Tag de que tuviéramos un intercambio epistolar con nuestros pares de la secundaria en Bonn que estaban estudiando el español. Nosotros les escribiríamos en nuestro idioma, y ellos nos responderían en el suyo. El hecho es que resultó en un fracaso total. La mayoría de mis compañeros de clase no tenían otro tema de conversación que flirtear con las chicas alemanas y emplear un lenguaje vulgar y procaz, obviamente incomprensible para las germanas destinatarias. Yo también tuve un impase con el profesor Angulo. Cuando leyó mi carta, el profesor no pudo evitar sentirse visiblemente mortificado por haber empleado el vocativo “Dios quiera que al recibir la presente…”.

 

— No alumno Ortiz, no puede usted emplear esta frase —me dijo en un tono que me hizo sentir ridículo.

 

— ¿Por qué, profesor? —le pregunté sorprendido. 

 

— Lo que pasa, alumno, es que Alemania es otra cultura. Esto de invocar a Dios ya es anticuado para ellos.

 

Y, olvidándose de esas refinadas formas que a mí me cautivaron, me devolvió la carta bruscamente.

 

Esa noche no pude dormir pensando en mi desencuentro con mi querido y respetado profesor de alemán. No podía discernir con claridad qué era lo que me había herido: si el desprecio a la invocación a Dios o el desprecio a nuestra forma de ser y pensar. “¿Qué clase de intercambio es este?”, cavilaba envuelto en las sombras de mi habitación. “Se supone que los alemanes deben saber cómo somos los peruanos, y nosotros cómo son ellos”, pensaba rumiando mi desencanto. Y no concilié el sueño sin antes haber tomado una decisión: no reescribiría la dichosa carta.

 

Al día siguiente, al levantarme, vi la carta sobre mis útiles escolares, la volví a leer, y la rompí. Y así fue como terminó mi primer acercamiento a la cultura alemana, sin presagiar, siquiera por asomo, que pocos años más tarde, en el ocaso de mi adolescencia, habría de arribar a ese país huyendo de la intolerancia y la mediocridad. Muchos años después, cuando ya era abogado en mi país, volví a contactarme con el profesor Aramis para patrocinarlo en un proceso de herencia, el que culminó exitosamente para él, y también para mí.

 

 

“Agostino”

 

Mi llegada a la modernísima ciudad de Berlín Oeste está documentada en breves trazos en mis memorias tituladas El muro de Berlín, a 25 años desu caída, así como en Marina. En las primeras narro los sucesos referidos a mi primer encuentro con esta capital europea, el apoyo que recibí de los hermanos Huancaruna, quienes me dieron un techo y alimento para pasar las primeras semanas en una urbe que me deslumbró con sus personalidades múltiples, la maravillosa amalgama de lo clásico con lo moderno y la energía de sus habitantes, que hicieron que me replanteara todo lo que había conocido o aprehendido de esta ciudad y de la cultura germana; en Marina, comparto mis experiencias con una ciudadana rusa que vivía en esta ciudad, y de quien me alejé por razones que no compartiré y que permanecerán por siempre en el cofre de mis secretos más íntimos y personales. Así que los invito a leer estas memorias para completar el cuadro de mis iniciales impresiones sobre Berlín.

 

Al terminar con Marina, la ciudad de Berlín me comenzó a mostrar su rostro más feo. Volver a molestar a los hermanos Huancaruna no estaba en mi mente. Y, ahora, estaba completamente solo, y mi único objetivo al despuntar el sol era encontrar otro edificio en el cual pudiera pasar la noche. Los cuatrocientos dólares con los que había logrado salir de la Unión Soviética, gracias a la generosidad de mi tía Elvira que me los envío a Moscú, los había cuidado como si fueran oro en polvo. Ahora, me servían para poder alimentarme con jugo de naranja y patatas fritas con kétchup en el desayuno, el almuerzo y la cena. A veces me ganaban las ganas y me comía, aunque con mucho arrepentimiento, una salchicha caliente que disfrutaba como el manjar más exquisito del mundo. Por ello, ahora, cuando me como un hot dog no puedo evitar recordar, con mucha nostalgia y dolor, aquellos breves días de mi soledad berlinesca; y digo breves porque no duraron mucho como paso a continuación a explicar.

 

Una noche, mientras dormía plácidamente en las escaleras —no sé si del cuarto o quinto piso— de un edificio de estudiantes, me desperté estremecido por un terrible bramido. Era un estudiante negro que me gritaba en alemán. Al darse cuenta de que no le entendía nada, me preguntó si hablaba inglés. Yo le respondí que sí. Y fue para mi mal, porque después de insultarme me dijo que me daba un minuto para que me retire antes de que llame a la policía.

 

Al salir del edificio comencé a caminar por las calles de Berlín envidiando la alegría, la energía y el glamur de jóvenes y viejos disfrutando despreocupados de la excitante vida nocturna de esta gran ciudad. Yo calculo que era, aproximadamente, las dos de la madrugada. Al pasar por un parque escuché que alguien hablaba en español. Me acerqué al grupo de personas y descubrí —por su peculiar acento— de que se trataba de unos jóvenes centroamericanos. Al principio me sentí un poco temeroso de entablar una conversación con ellos porque no hablaban, sino que gritaban acompañados de una radiocasetera que funcionaba a todo volumen, pero pronto me crucé con la mirada amistosa de un joven que me dio más confianza. Yo me acerqué hacia este joven e inmediatamente averigüé que era de nacionalidad colombiana. Estaba, como yo, y como el resto de los jóvenes de su grupo, tratando de encontrar un lugar en donde pasar la noche. Los gritos eran porque no se ponían de acuerdo en si ir a dormir a una estación del metro de Berlín o ir a un hospicio regentado por unas monjas católicas.

 

Antigua radiocasetera de los 80s.

 

El hecho es que predominaron los que estaban de parte de ir a pernoctar en el hospicio, pues, además de tener un lugar en donde “recostar los huesos”, había la posibilidad de echarle algo al vientre. Diego —que así se llamaba el joven y amistoso colombiano— me animó a unírmeles a ellos, lo que acepté con especial entusiasmo. Después de caminar —siempre con la radiocasetera a todo volumen— por algunas cuadras llegamos al hospicio. Uno del grupo tocó el timbre y no demoró en salir una monja alemana, de unos 50 años aproximadamente, alta y corpulenta, de tez muy blanca y grandes gafas. Después de intercambiar algunas palabras en alemán, la monja dio su aprobación para que ingresemos todos, con la condición de que se apagara la radiocasetera y nos comportáramos teniendo en consideración la hora y el hecho de que otros también estaban durmiendo ya en el hospicio.

 

Pero veinte minutos después todos estábamos nuevamente en la calle. Los dominicanos (que esa era la nacionalidad de la mayoría del grupo) no tardaron en encender nuevamente la maldita radiocasetera y en volver a su griterío, como si aún estuvieran en el parque en donde me los había encontrado. Las monjas montaron el cólera y nos echaron amenazando —también— con llamar a la policía si no desaparecíamos de inmediato.

 

Yo estaba muy deprimido y Diego me dijo:

 

— Mira, yo conozco a un peruano, un compatriota tuyo, que trabaja en un restaurante y el pasa la noche allí. No está muy lejos de aquí. Podemos ir caminando.

 

Yo le respondí, de manera automática, que sí. Así que caminamos no sé cuántas calles y al final dimos con un restaurante que en realidad era una pizzería. Diego golpeó la puerta y al rato se encendió una luz al fondo del salón principal.

 

Al abrirse la puerta apareció un joven de mi edad, de tes trigueña, de estatura baja y cuerpo rechoncho, pero que tenía una hermosa y franca sonrisa. No lo podía creer. ¡Era Juan, el hermano mayor de Damián!


Después de estrecharnos en un enérgico abrazo —seguidos por los ojos sorprendidos de Diego—, Juan nos hizo pasar a los dos. Le seguimos hasta la cocina en donde en un rincón había en el suelo una colchoneta en la cual había estado durmiendo hasta que llegamos a quitarle el sueño.

 

Juan sabía que estábamos hambrientos y en menos de diez minutos preparó dos pizzas las que metió en un horno como todo un experto. Era la primera vez que comía algo tan delicioso en mi vida. También abrió una botella de vino y entre los tres nos devoramos esas maravillas de la cocina italiana.

 

Pero, ¿qué hacía Juan en Berlín? Todo había sido planificado con el mismo secreto con el que yo había planeado mi salida de Rusia. Juan abandonó la Unión Soviética dos semanas después que yo, y no le había ido tan mal pues encontró rápidamente trabajo en la pizzería que ahora nos abrigaba con un techo, una deliciosa comida y un no menos exquisito vino tinto.

 

Después de ponernos al día en todos los sucesos por los que ambos —inclusive Diego que venía de Colombia— habíamos pasado en un período tan corto de tiempo, pronto el sueño nos adormeció y Juan preparó un espacio en el comedor para que Diego y yo podamos descansar.

 

Muy temprano, Juan nos despertó y, como habíamos acordado horas antes, debíamos abandonar la pizzería en precaución de que algún trabajador, o el mismo propietario, se apareciera sin previo aviso.

 

Y fue así como Juan, el hermano de uno de mis mejores amigos en Moscú, nos cobijó —siempre siguiendo la misma rutina— mientras tentábamos dar un giro a nuestros destinos en la excitante, sensual y elegante ciudad de Berlín. Lo intentamos todo: desde visitar algunos centros superiores de estudios hasta hurgar en los partidos políticos calificados como de centro o de centro izquierda, conocidos por su permeabilidad con los extranjeros y las personas en estado de necesidad. En todos ellos nunca nos cerraron las puertas. Nos escucharon pacientemente; pero las barreras idiomáticas y financieras se levantaron como el impenetrable e infame muro que encerraba a esta gran ciudad.

 

Y cuando solo me quedaban unos cuantos dólares en el bolsillo, y cuando ya mis pies estaban a punto de desmayar de tanto recorrer buscando un empleo, una luz de esperanza se encendió en mi camino. Eran como las 11 de la mañana y después de haber caminado como una media hora desde la estación Rathaus Steglitz - Osloer Straße del metro de Berlín, divisé un restaurante con un elegante letrero que decía Ristorante Agostino - Italienisches Restaurant Lichterfelde.

 

Yo me había trazado la meta de que, si hubiera de encontrar un empleo en Berlín, éste debería ser en un restaurante. La experiencia de Juan en la pizzería me había demostrado que no existía mejor puesto de trabajo que laborar en un lugar en donde no solo estabas en un ambiente seguro y agradable, sino que —y lo más importante— tenías la comida asegurada.

 

Al llegar a la puerta del Agostino vi en el mostrador a un hombre que limpiaba unas copas de vidrio. Era de mediana estatura, tez blanca pálida, de unos 30 años, pelo crespo muy negro y crecido, y un bigote muy bien cuidado que le daba a su personalidad la imagen del típico italiano que todos nos hemos representado ya sea por la literatura, la fotografía o el cine.

 

Como lo hacía en todos los lugares en donde me presentaba para solicitar un empleo, lo saludé en inglés. El hombre dejó de limpiar la copa y se quedó unos segundos mirándome fijamente. Yo sentí su mirada como de quien acaba de reconocer a alguien.

 

Después de contestarme cortésmente el saludo y de enterarse de qué es lo que estaba buscando, me preguntó de dónde era. Yo le respondí que era de Perú. Al escuchar esto, el hombre dejó lo que estaba haciendo y posó sus manos sobre el mostrador, demostrando un genuino y especial interés por mi persona.

 

— ¡Eres latinoamericano! —exclamó en un perfecto español.

 

Yo, sorprendido, asentí sonriendo. El hombre volvió a quedarse mirándome nuevamente, de pies a cabeza, y retornando mi sonrisa me dijo:

 

— Mi novia es de República Dominicana —me dijo nuevamente en español.

 

— Vaya, por ello hablas bien el español —le dije.

 

— Sí. Ya llevo con ella cinco años y pensamos casarnos —me dijo.

 

— Pues, qué bueno —le dije—. Y añadí: las chicas dominicanas son muy hermosas y alegres.

 

— Eso es cierto. No te equivocas —me dijo, dibujando una maliciosa sonrisa.

 

— ¿Cómo te llamas? —me preguntó.

 

— Freddy, para servirte —le respondí.

 

— Muy bien Freddy —me dijo—. Yo soy Miguel. Te espero mañana a las 8 de la mañana para que comiences a trabajar con nosotros como ayudante de cocina.

 

— ¡Muchas gracias, Miguel! —le dije, extendiéndole mi mano, la que apretó con franqueza.

 

 o0o

 

 

— ¡Qué bueno, Freddy! —me dijo Juan cuando le conté que, por fin, había conseguido un empleo.

 

Esa noche brindamos —también con Diego— porque se me abría una puerta para continuar en Berlín y seguir intentando algo mejor. Después de cenar, Juan me enseñó cómo funciona una pizzería, cuáles son las labores de un ayudante de cocina, qué insumos son los que más se compran y, lo más importante, qué actitud tener para caer bien a los propietarios y conservar el empleo.

 

Una de las pocas fotos que sobrevivieron a mi
estadía en Alemania Occidental


En la madrugada, mientras las luces de los automóviles rasgaban intermitentes la oscuridad de la pizzería de mi amigo Juan, yo luchaba por conciliar el sueño y dejar de lado la aprehensión que me embargaba, pensando en cómo sería mi primer día en el Agostino.

 

Con los primeros rayos del sol, Diego y yo, salimos presurosos de la pizzería. Caminamos hasta la Kurfürstendamm en busca de algún lugar en donde tomar una bebida caliente y comer algo que nos sirviera para creer que habíamos desayunado. Luego nos despedimos y caminé a paso lento por la famosa avenida berlinesa hasta llegar al metro que me llevaría al Agostino.

 

Siendo las 8 de la mañana en punto, toqué el timbre del Agostino y me abrió la puerta Miguel. Nos estrechamos la mano y me hizo pasar hasta la cocina atravesando en línea tangencial el salón principal del restaurante. Miguel me mostró cuál era mi puesto de trabajo, al lado de una gran máquina lavaplatos. Me enseñó como prenderla y ponerla en funcionamiento. Me indicó cómo colocar la vajilla que traían los mozos del salón principal, así como los utensilios que empleaban los cocineros. También estaba dentro de mis labores preparar las ensaladas y apoyar en la provisión de los insumos, los que debían traerse de la refrigeradora que se encontraba en el sótano del edificio, la cual era prácticamente una habitación repleta de paquetes de queso, jamón, langostinos, conservas de atún, truchas congeladas y todo producto que debía mantenerse perfectamente refrigerado para evitar su descomposición.

 

Cuando retornamos a la cocina encontré a dos jóvenes que conversaban, bueno, gritaban, en italiano. Miguel me los presentó como Franco y Luigi. Franco —haciendo honor a su nombre— me extendió rápidamente su mano y apretó la mía hasta provocarme dolor; en cambio, Luigi, fue más reservado y solo atinó a sonreír sin mirarme a los ojos. Franco parecía un latino, aparentaba tener unos veinte años, su piel no era ni blanca ni trigueña, su cabellera negra azabache se extendía hasta casi tocar los hombros anchos del que se continuaban unos brazos tan fornidos como los de un boxeador. Luego comprendí a qué se debía esa musculatura: él se encargaba de hacer la masa de las pizzas. Por su parte, Luigi, era de contextura delgada, aparentaba tener unos dieciocho años y era un poco más alto que Miguel y Franco, su pelo negro y ensortijado, contrastaba con su piel blanca y el verde intenso de sus ojos. La función de Luigi en el Agostino era atender en el bar y preparar los tragos cortos.

 

Esa misma mañana conocí también al cocinero, quien llegó apresurado para preparar los ingredientes que utilizaría en la tarde. El horario de atención al público del Agostino era desde las 4 de la tarde hasta las 12 de la noche. De nacionalidad rumana, su nombre era Ferka. Este Ferka sí que era un tipo de gran corpulencia y estatura; uno que en mi país llamaríamos un grandulón. Al principio, estaba convencido de que también era italiano, pues no solo tenía la apariencia de esos italianos obesos y bonachones, sino que, además, hablaba en la lengua itálica con los empleados de la pizzería de la manera más natural. Aparentaba tener unos 45 años y cuando Miguel me lo presentó me saludó con un torpe golpe de su puño sobre mi hombro.  Más tarde entendería por qué Ferka no era de finos modales, sino que era un hombre de acción y movimientos sincronizados como los de un poderoso y eficiente motor. Al llegar el mediodía Ferka preparó un espagueti en salsa de champiñones para el personal que estaba en el restaurante haciendo los preparativos para comenzar a atender a partir de las cuatro de la tarde. Después de la pizza que Juan solía prepararnos no había comido algo más rico en mi vida que estos espaguetis. Miguel (que en el Agostino hacía la función de maître) preparó una de las mesas y colocó un vino en el centro de ella.

 

A estas alturas yo comencé a preguntarme quién era el dueño del restaurante, por lo que aproveché —estando reunidos en la mesa— para preguntarle a Miguel sobre el propietario de la pizzería. Miguel, que estaba de lo más locuaz con sus compañeros de trabajo, se quedó en silencio por unos segundos, y me respondió que el dueño estaría ausente por tres días para atender a unos asuntos personales.

 

— ¿Y cuál es su nombre? —pregunté a Miguel.

 

— Agostino —me respondió.

 

Franco, Luigi y Ferka se interesaron por la charla entre Miguel y yo, a lo que Miguel accedió a hacer de traductor. Los tres rieron e hicieron gestos obscenos, los que interpreté como una clara muestra de que las relaciones entre el propietario de la pizzería y el personal no eran las más auspiciosas.  

 

Cuando el reloj marcó las 3:30 de la tarde, ingresaron por la puerta del personal dos hermosas mujeres. Ambas aparentaban tener unos 25 años y lucían elegantemente vestidas. Una era de cabello rubio y la otra de color castaño. Hablaban entre ellas en un italiano fluido y no dejaban de reír. Cruzaron por el salón, llegaron al pasadizo que conducía a la cocina y continuaron hasta los servicios higiénicos en donde permanecieron por unos minutos para salir, luego, vestidas con el uniforme de la pizzería: una falda y saco de color azul marino con ribetes granates en los bordes de las solapas. Eran Gabriela y Lucía, las mozas del Agostino. No hubo tiempo de que alguien me las presentara porque la hora de abrir la atención al público había llegado y cada cual se encontraba en su puesto de trabajo. Miguel y Luigi lucían también muy elegantemente vestidos.

 

El Agostino estaba ubicado en una zona de Berlín de alta clase media. El salón de comensales tenía como unos diez metros de largo por cinco metros de ancho aproximadamente. De forma irregular, se bifurcaba en dos a partir de la puerta principal que quedaba en una esquina de la calle. Las mesas y las sillas eran de madera con acabados simples, pero elegantes. La luz entraba por las ventanas debilitada un tanto por el filtro oscuro de los vidrios, dándole al ambiente una tonalidad propicia para la intimidad y el calor amical o familiar. Había algunos cuadros colgados en las paredes, pero no recuerdo qué representaban ni su distribución. El bar, al frente de la puerta principal, también era de fina madera y en la parte posterior lucía una vinera conteniendo las botellas en una elegante disposición con los picos inclinados hacia abajo.

 

Los clientes que comenzaron a llegar a esa hora de la tarde eran jóvenes alemanes sedientos de unas cervezas y antojados de unos buenos emparedados italianos. Así que Luigi y Ferka fueron los primeros en entrar en acción, mientras Miguel recorría, con un aire de preocupación, todas las áreas del restaurante como si estuviera buscando algo.

 

El movimiento se sentía ligero y pronto me llegaron los primeros utensilios para meter en la máquina lavavajilla, los que atendí con precisión y corrección, mientras los ojos de Ferka y Franco me seguían con atención. Pero, conforme la luz del día iba decayendo, el número de comensales fue —como se dice en la música italiana— in crescendo. Y, así, de un momento a otro, la suave y deliciosa música ambiental que se escuchaba por todo el restaurante dejó el lugar a un griterío de voces masculinas y femeninas: el Agostino estaba completamente lleno de clientes que clamaban por pizzas, tagliarinis, emparedados, pescados al horno, lasagnas, fetuccinis y ensaladas.

 

Y Miguel, a quien hasta hace poco nomás había visto caminando por todo el restaurante, ahora su única ruta era la del salón a la cocina trayendo los pedidos que colocaba sobre una mesita de acero inoxidable que se encontraba a la izquierda de la entrada a la cocina para que Ferka los atendiera.

 

Y ver a Ferka atender esos pedidos era un espectáculo aparte... Su poderosa figura parecía haberse magnificado en el fragor de la cocina. Observarlo manipular grandes sartenes (que en sus manos parecían de juguete), moverse de un lado a otro con la agilidad de un picaflor para tomar un ingrediente de aquí y otro de allá y servir los pedidos con suma gracia y delicadeza sobre los platos de loza brillante, me dio ánimo para asimilar la enorme montaña de platos, cubiertos, vasos y sartenes que comenzaban a acumularse a mi derecha y que amenazaban con devorarme.  Por su parte, Franco, extendía las masas de las pizzas sobre negruzcas planchas de metal y las rellenaba con todos los ingredientes solicitados por los comensales; luego abría la puerta de un gran horno artesanal que se encontraba en el extremo izquierdo de la cocina e ingresaba las pizzas hasta el fondo, colocándolas en un orden y una disposición que permitían ingresar el mayor número de pedidos. Cada vez que Franco abría la puerta del horno, el calor en el ambiente aumentaba trayéndome, irremediablemente, el nostálgico recuerdo de las saunas moscovitas.

 

A estas alturas de la noche, me sentía desbordado porque no me daba abasto para poder lavar a tiempo toda la vajilla que se me había acumulado. Estaba muy nervioso y escuchaba a Ferka que maldecía, al tiempo que Franco se daba un espacio en su labor de preparar las pizzas para ayudarme a evacuar la mayor cantidad de platos y utensilios de cocina.

 

De pronto, sentí que dos manos se posaron sobre mis hombros como si fueran garras y me agitaron violentamente, al tiempo que alguien a mi espalda vociferaba enloquecidamente. Me volteé para ver quién era y vi el rostro enfurecido de un hombre, apenas un poco más alto que yo, de unos cincuenta años, de un color ceniciento y con los ojos casi desorbitados que me gritaba en italiano. Era Agostino.

Sin mayor miramiento el hombre me empujó hacia un costado tomando mi lugar; y sin dejar de gritar en italiano comenzó a hacer mi labor con una destreza y seguridad que me dejaron pasmado. Después de aligerar mi carga —y sin dejar de vociferar— el hombre se retiró en dirección a Ferka y comenzó también a gritarle. Franco observaba la escena con preocupación, pero él hacía su trabajo con suma destreza y maestría.

 

En ese momento, Miguel entró a la cocina y conversó con Ferka. Luego se dirigió a mí para darme una lista de cosas que debía traer de la refrigeradora que se encontraba en el sótano del restaurante. Dejé mi labor al lado de la máquina lavaplatos y salí de la cocina presto hacia el sótano. En el camino, en uno de los pasadizos, vi a Agostino, ese pequeño hombrecito, abofeteando a una de las mozas, la que se cubría el rostro tratando de evitar las embestidas del furioso propietario.

 

Pero aún faltaba algo más para completar el cuadro que me estaba formando del dichoso Agostino. Cuando regresé a la cocina, con las cosas que Ferka me había encargado traer por intermediación de Miguel, encontré a Agostino esperándome. Apenas me coloqué en mi puesto, Agostino comenzó a gritarme, siempre en su lengua que era ininteligible para mí. Yo estaba asustado; sin embargo, por los gestos que hacía, le entendí que no debía echar a la basura los restos de las ensaladas que dejaban casi intactas algunos comensales, sino que debía integrarlas nuevamente a las fuentes de donde tomaba los ingredientes. No podía creer lo que me estaba exigiendo y miré a Franco buscando, inútilmente, una explicación; pero éste solo atinó a bajar la mirada, avergonzado.

 

Cuando llegó la medianoche, con esa puntualidad que engalana a los alemanes, la gente comenzó a retirarse y el Agostino recuperó el silencio y la paz que inicialmente le había conocido. Después de dejar limpios los ambientes, el personal comenzó a prepararse, para retirarse a sus hogares. Todos añadían al cansancio una sombra de resignación que me perturbó profundamente. Nadie, ni Miguel, me presentó a Agostino, quien no dejaba de mirarme como si aún no hubiera acabado conmigo. Antes de despedirme con el clásico “chiao” de los italianos (que fue la primera palabra que aprendí del italiano) me percaté que Agostino hablaba con Miguel, sintiendo que se referían a mí. Antes de cruzar el umbral de la puerta, escuche a Miguel que me dijo:

 

— Hasta mañana, Freddy. Te esperamos al mediodía. Almuerzas con nosotros y luego continúas con tu horario de la tarde.

 

Yo me sentí aliviado porque pensé que Agostino me había bajado el dedo, y que mi labor en su restaurante había sido debut y despedida. Caminé pensativo por las calles que me conducían a la estación del metro que me llevaban a la pizzería en donde trabajaba Juan para pasar la noche. Una vez allí, Juan no podía dar crédito a los acontecimientos de mi primer día de labor en el Agostino. Había tenido referencias de que era uno de los restaurantes italianos más reputados de Berlín, pero si no se lo hubiera contado yo, jamás hubiera creído el vía crucis por el que pasaban sus trabajadores.

 

Así transcurrieron más de tres meses. Yo adquirí suma destreza en mi función como lavastoviglie y aprendí muchas palabras del italiano, entre ellas las maldiciones y groserías que hacen a los italianos inconfundibles en el concierto de las naciones europeas. Se crearon genuinos lazos de amistad entre los trabajadores y yo, al extremo de que cuando Agostino preguntaba cómo hacía mi trabajo, ellos siempre contestaban: “Lo hace a su estilo; pero bien”.

 

Luigi dejó a un lado su frialdad inicial y ahora quería enseñarme cómo preparar los tragos cortos. Le gustaba mucho el juego de manos y de competencia. Una vez, pretendiendo hacer gala de tener más fuerza que yo, me tomó de las muñecas tratando de llevarme hasta la puerta del horno que Franco había comenzado a avivar. Yo no sé de dónde saque fuerzas para contener a un tipo más alto y corpulento que yo, como lo era Luigi, pues no logró su cometido. Mientras, Franco no paraba de reír, al tiempo que preparaba la masa de las pizzas. Los dos quedamos exhaustos, pero le demostré que no era presa fácil.

 

Con las mozas también hice amistad, especialmente con Gabriela quien —cuando arrendé una habitación en Berlín para no seguir molestando y poniendo en riesgo a Juan— se daba el trabajo de llevarme en su lujoso automóvil para que ya no caminara, en las horas de la madrugada, hacia la estación del metro.

 

Las relaciones entre Ferka y Agostino se hicieron cada vez más tensas. Una noche, de esas cuando el Agostino se atestaba de comensales, Ferka (cansado de pedir un ayudante) se volvió loco y comenzó a tirar las ollas y sartenes contra la pared. Se quitó el delantal y, mandando a Agostino a la merda, se retiró del restaurante vociferando en dos lenguas: en italiano y en rumano. Agostino tuvo que ponerse el delantal dejado por Ferka y comenzó a hacer las veces de cocinero en medio de maldiciones de todo calibre.

 

Al día siguiente —a la hora del almuerzo, porque si algo tenía de bueno este Agostino era que se sentía bien almorzando en la misma mesa con el personal— nadie comentó lo ocurrido con Ferka en la noche anterior. Yo miraba a Agostino que degustaba su comida como si nada, y para mis adentros me dije “al menos desde ahora va a comer más saludable”. Me dije esto porque Ferka tenía por costumbre escupir en la comida que preparaba para Agostino antes de meterla al forno (horno).

 

Y así trascurrieron los días y las semanas después de lo acontecido con Ferka. Pronto un joven albanés, cuyo nombre no recuerdo, llegó a ocupar su lugar. Este muchacho, que apenas frisaba los veintitantos años, conocía la preparación de la comida italiana como un experto. Era muy organizado y tenía un temperamento que le capacitaba para afrontar el estrés de los pedidos de los comensales alemanes y, también, el carácter de Agostino. Era de muy buen parecido y hablaba el italiano a la perfección. Recuerdo que pertenecía a los Testigos de Jehová, y una vez —cuando viajaba rumbo al trabajo— me lo encontré en el metro leyendo una de las publicaciones de esa agrupación religiosa. Durante el camino a pie, desde la estación del metro hacia el Agostino, me habló de su fe y de su intención de aleccionarme en el conocimiento y la comprensión de la palabra de Jehová. Yo, que venía de un lugar en donde la intolerancia era la ley, tenía, en ese momento, muchos anticuerpos contra todo lo que representara alguna forma de dogma, por lo que le agradecí cortésmente su interés, y desde entonces comencé a guardar la distancia con este joven de maneras refinadas y agradables.

 

Pero, mis días en el Agostino estaban por terminar, justo cuando su propietario —ese hombrecito al que no podía dejar de asociar con algún César romano de la antigüedad, no solo por la tosquedad de su rostro sino también por lo ingobernable de su carácter— comenzaba a abrirse hacia mí con gestos que me desorientaban y me hacían dudar de que era un hombre malo.

 

Un día, antes de almorzar, me pidió que lo acompañase a su hogar. Yo solo asentí, sin dudas ni murmuraciones, pues la aureola que se había ganado entre todo su personal era la de un hombre díscolo, arrogante y abusivo. Subí en la parte trasera de su lujoso automóvil, el cual dirigió por las zonas más exclusivas de Berlín. Llegamos a un elegante edificio de departamentos y en el ascensor marcó el piso 14. Cuando entramos a su departamento me quedé asombrado por el refinamiento y el buen gusto con que estaba decorado; pero lo que más llamó mi atención fue un equipo de sonido Pionner en un rincón de la sala. Una de las cosas que más disfruto en la vida es la música, la que asocio con una exigente calidad de los equipos de reproducción. Por ello, una de las primeras cosas que hice con mi primer sueldo en el Agostino fue comprarme una radiocasetera Toshiba, de esas que estaban en boga en la década de los 80s y que los hermanos dominicanos usaban a todo volumen por las calles de Berlín. El sonido de mi nueva adquisición era espectacular, el que no sabía si asociarlo a la buena calidad del equipo japonés o de las emisoras en FM de Berlín. Su sonido estereofónico de alta fidelidad y su cobertura envolvente llenaban de felicidad mis horas nocturnas y los días feriados cuando no tenía que ir a laborar al Agostino. Pero el equipo que exhibía Agostino en un rincón de su lujosa sala era algo que se salía de todo cuanto conocía en materia de reproductores de sonido. Agostino inmediatamente se dio cuenta de mi fascinación y me invitó con mucha cortesía a acercarme al equipo, el cual constaba de varios componentes, uno encima de otro, que culminaban en su parte superior en un modernísimo tornamesa. El equipo estaba asentado en el piso y llegaba como hasta casi la mitad de la pared. Agostino colocó una cinta de casette, enchufó los auriculares que eran de los profesionales y me invitó a colocármelos en las orejas. El sonido que emitían era indescriptible y mi alma solo pudo expresarlo por medio de una gozosa sonrisa, que Agostino acompañó no sé si por identificarse con mi exaltación o por el orgullo que le producía tener uno de estos caros ingenios de la tecnología moderna. Me permitió escuchar por algunos minutos y, por más que me esfuerzo, no logro recordar qué era la música que se reproducía a través de esos maravillosos auriculares que ocupaban casi toda mi cabeza. ¿Será tal vez porque Agostino no estaba en la lista de las personas que tuvieran algún significado para mí o simplemente porque la calidad del sonido (el continente) eclipsó el contenido? No lo sé.

 

Luego la magia se acabó. Agostino apagó bruscamente el equipo de sonido y yo le devolví presto sus auriculares. Acto seguido me enteré del motivo de mi presencia en su lujoso departamento: había adquirido un estante de madera que planeaba colocar en una de las habitaciones de su departamento y necesitaba de alguien que le ayudara a armarlo. Sacamos los componentes de las respectivas cajas de cartón en que estaban envueltos y Agostino comenzó a leer las instrucciones que estaban en idioma alemán. En italiano y con la ayuda de todo tipo de gestos, poco a poco, entre él y yo, comenzamos a dar forma a un hermoso mueble, de diseño contemporáneo y colores vivaces, y que tendría seguramente alguna utilidad para él. Mientras íbamos colocando cada componente de fina madera en su sitio, Agostino me hacía preguntas sobre mi país, mi familia y mi estancia en Rusia. Por medio de Miguel se había enterado de algunas cosas básica de mi vida, y ahora tenía la oportunidad de ahondar en ellas y encontrar respuestas en detalle. Cuando terminamos de armar todo el estante, sonó el timbre del departamento y Agostino atendió a un joven alemán que traía un delivery de comida china. Después de asearme en el baño de visita de su departamento, almorzamos juntos mientras iba respondiendo —con mi rudimentario italiano— todo lo que él quería saber acerca de mí.

 

Después de almorzar, Agostino me indicó que debíamos volver al restaurante. Cuando llegamos, me dio las gracias, me dejó en la puerta y siguió su camino hacia no sé dónde. Yo me sentía perplejo porque no sabía si el hombre que iba a retornar más tarde para dirigir la atención en su restaurante iba a ser el mismo que había conocido en su departamento.

 

La duda fue prontamente disipada. Ese día Agostino fue el mismo patán de todos los días. Pero, pronto, alguien habría de darle un golpe, en lo que más él apreciaba: su ambición de ganar más y más dinero a costa de la explotación y el maltrato a sus trabajadores. Este golpe —indirectamente— me alcanzaría a mí también, marcando el final de mi labor en el Agostino y dando comienzo a una nueva historia de mi estadía en la República Federal de Alemania.

 

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Un día —que consideré iba a ser otro más en la rutina del Agostino— llegué al restaurante en horas de la mañana y, ni bien entrando, percibí un ambiente cargado, como cuando llegaba la noche y el restaurante se llenaba de gente y todos corríamos de un lado para otro tratando de no cometer ningún error.

 

En la penumbra del salón principal estaban Franco, Luigi y Agostino. Los dos primeros tenían el semblante como el de alguien que va a ser ajusticiado. Yo me detuve ante ellos, preocupado, tratando de entrever qué es lo que estaba pasando. Frente a ellos estaba Agostino, quien me clavó la mirada más dura, fría y brutal que haya recibido en lo que tengo aún de vida.

 

— Dov'è la puttana? Dov'è la puttana? Dov'è la puttana? (1)—comenzó a gritar Agostino dirigiéndose hacia mí.

 

— Sai dov'è la puttana! Sai dov'è la puttana! Sai dov'è la puttana! (2) —repetía enloquecido.

 

Y, de un salto, lo tenía ante mí, estrujándome por las solapas de la camisa, sin cesar de vociferar.

 

Viendo que yo no atinaba a decir una sola palabra, me soltó, dándome un empujón, el que pude controlar para evitar tropezar con una mesa que tenía a mis espaldas.

 

Luego de esto, Agostino se retiró en dirección de su oficina.

 

Haciendo un esfuerzo para reponerme de esta desagradable impresión, me acerqué hacia Franco y Luigi y les pedí que me explicaran qué es lo que estaba sucediendo.

 

Luigi seguía paralizado, y Franco atinó a decirme:

 

— Pasa que Miguel se ha ido robando 25 mil marcos de la caja…

 

Veinticinco mil marcos era el equivalente, en ese tiempo, a aproximadamente 12,500 dólares. Esta era una suma grande de dinero producto de cinco días que Agostino le había confiado a Miguel la administración del restaurante. Agostino había tenido que viajar a Italia para atender unos asuntos familiares, y jamás imaginó que Miguel, la persona que llevaba más de siete años laborando para él, le habría de traicionar de esa manera.

 

Agostino estaba convencido de que yo sabía en dónde vivía la novia de Miguel y por ello me estaba esperando para asegurarse de que podría brindarle la valiosa información que necesitaba para ubicar a Miguel, entregarlo a las autoridades y, lo más importante, recuperar su dinero.

 

Después de reponerme del impacto de esta noticia, Franco se dirigió hacia mí preguntándome:

 

— ¿Tú sabes en donde vive la novia de Miguel, la dominicana?

 

— No —le respondí secamente, pero con firmeza.

 

Agostino, que estaba escuchando el diálogo entre Franco y yo, salió de su oficina, y con un semblante más calmado nos ordenó a todos seguir con nuestra labor.

 

Las labores de ese día estuvieron marcadas por el sufrimiento ocasionado por los hechos relacionados con Miguel. Gabriela y Lucía no pudieron evitar llorar delante de Agostino cuando se enteraron de la noticia; pero estaban en el deber de reponerse lo más pronto pues la función tenía que continuar.

 

Esa noche —como nunca— la afluencia de clientes no fue tan recargada. Esto nos dio un respiro para asimilar los hechos y las probables consecuencias de lo sucedido. La experiencia acumulada en el Agostino me permitía trabajar y, al mismo tiempo, meditar en los últimos cinco días que habíamos vivido en el Agostino sin la presencia de su propietario y con un Miguel que ya tenía preparado todo lo que iba de hacer.

 

Ahora entendía los suculentos almuerzos que Miguel le ordenaba al joven cocinero albanés nos preparase y que Franco y Luigi celebraban con la mayor torpeza e inocencia. En estos cinco días no solo degusté lo mejor de la cocina italiana, sino que, además, probé los mejores vinos que surtían el elegante bar del Agostino y que Luigi bajaba y servía atolondradamente acomedido.

 

— ¡Soy Dios! ¡Soy Dios! —exclamaba Miguel mientras todos elevábamos nuestras copas y las chocábamos con la suya, felices, sin imaginar que Miguel estaba, en realidad, celebrando su despedida.

 

Y así, mientras cavilaba en estos hechos y cumplía mi labor con el lavado de la vajilla y subía y bajaba del almacén, la mirada de Agostino me seguía a todas partes como un ente que está esperando el momento de asaltar o poseer un cuerpo. A veces cruzábamos nuestras miradas y, mientras la suya despedía los rayos de la amargura y la desconfianza, la mía irradiaba serenidad y perdón; perdón porque sospechaba lo que Agostino tenía en mente hacer conmigo, a pesar de mi inocencia y laboriosidad.

 

Cuando cerramos el restaurante y Gabriela me invitó —como lo hacía todas las noches— a subir a su automóvil para llevarme hacia mi cuarto en un condominio de la zona este de la ciudad, el sentimiento de que estaba viviendo las últimas horas con mis amigos italianos me sobrecogió. El abrazo de Gabriela y la humedad de sus hermosos ojos al verme salir del automóvil, me lo confirmaron.

 

En la noche, apenas si logré conciliar el sueño. Lo que más me abrumaba no era la posibilidad de perder el empleo, sino que Agostino se quedara con la idea de que yo era cómplice de Miguel.

 

Al día siguiente, apenas entrando al restaurante, Agostino ya me esperaba sentado en una de las mesas del salón principal. Yo lo saludé con la cortesía de siempre y me indicó que le acompañara a su oficina.

 

Era la primera vez que entraba en ese recinto en el que predominaban archivadores, libros de contabilidad y enseres de oficina, todos en estricto desorden. Me abrí paso por un caminito estrecho hasta llegar a una silla, en la cual me senté a invitación de Agostino, muy cerca de él. El rostro de Agostino no mostraba el asomo de sentimiento alguno. Yo le miraba a los ojos y, de cuando en cuando, él también cruzaba su mirada con la mía. Así pasó no sé cuánto tiempo hasta que de un libro —que más parecía una agenda— extrajo un sobre, el que me lo entregó diciéndome:

 

— Ya no vas a trabajar más. Aquí te entrego tu paga.

 

Yo recibí el sobre sin quitarle la mirada. Era lo único que podía hacer para decirle en el lenguaje del corazón: “soy inocente”. Sé que debí argumentar y sostener una defensa, pero las limitaciones del lenguaje me lo impedían. Así que la única arma que tenía, frente a él, era la limpieza de mi mirada.

 

— Gracias, Agostino —le dije pronunciando su nombre, y le extendí mi mano, la que apretó con frialdad.

 

Me levanté y salí de la oficina. Tuve la inclinación de dirigirme hacia la cocina para encontrarme con Franco y despedirme de él, pero la puerta —por primera vez en el tiempo que había laborado allí— estaba cerrada.

 

Sentí a mis espaldas la presencia de Agostino y sin voltear a confirmarlo salí del restaurante rumbo a la estación del metro, cargando sobre mi alma el peso de una tristeza larga y punzante.

 

Cuando llegué a mi cuarto abrí el sobre y —aun cuando faltaba un poco más de dos semanas para completar el mes— constaté que la paga estaba completa. Si Agostino realmente hubiera estado convencido de que yo era cómplice de Miguel no habría tenido este detalle. Sonreí, me lavé el rostro y salí a buscar presuroso a Juan y Diego para celebrar. Había vuelto a ser feliz.

 

 

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(1) ¿Dónde está la puta?

(2) ¡Dinos dónde está la puta!