lunes, 15 de agosto de 2022

Alemania - Parte IV (memorias)

Por Freddy Ortiz Regis 

Floración de los cerezos en Bonn

El Poncho (continuación)

 

Julio era un buen cocinero. El almuerzo consistió en un pollo al horno con cebollas, tomates y champiñones. El sabor era exquisito. El jugo de los tomates se había mezclado con los efluvios de las cebollas y los hongos ofreciendo un aroma y un gusto que nunca había sentido en mi vida. Pero había algo más que le daba a la acidez de los tomates un ligero efecto dulzón. Le pregunté a Julio qué era y me respondió:

 

— ¡Vino blanco!

 

Don Jorge estaba especialmente feliz y entusiasmado, y a Julio le brillaban los ojos por el efecto de mis alabanzas a su exquisito potaje.

 

Mientras saboreábamos ese rico pollo con champiñones, don Jorge aprovechó para ponerme al corriente de un plan que había añorado secretamente y que, por fin, parecía que se podría hacer realidad.

 

— Como te adelanté, Freddy, la presencia de los chilenos en el restaurante es para mí ya insostenible. Ellos prácticamente se han apoderado de El Poncho y esto me está costando la pérdida de clientes y de ingresos. ¡Fíjate que hasta la cocinera es chilena!

 

Yo me sorprendí por esta confesión de don Jorge.

 

—¿Que la cocinera es chilena? —le pregunté.


Julio sonrió al tiempo que seguía degustando su exquisito potaje.

 

—¿O sea que ella prepara platos chilenos en este restaurante? —pregunté inquieto.

 

Don Jorge sonrió y me respondió:

 

— No, ella ha aprendido a cocinar los platos peruanos más conocidos…

 

Se hizo un silencio y volví a preguntar:

 

— ¿Como cuáles?

 

— Papa a la huancaína, lomo saltado, pato a la chiclayana, pescado a la chorrillana y otros —me respondió don Jorge, manifestando en su rostro la sombra de una antigua resignación.

 

Me pareció increíble que una chilena fuera la cocinera de un restaurante peruano. Y mirando a Julio, cuyos ojos no dejaban de moverse de un lado a otro, como dos huevos friéndose en una escurridiza sartén, le pregunté:

 

—¿Y por qué tú no cocinas esos platos?

 

Julio no se esperaba esta pregunta y, mirando a don Jorge, me respondió:

 

—Porque no me salen bien. La verdad es que lo mío es la cocina internacional.

 

Se hizo nuevamente el silencio entre los tres, que fue roto por don Jorge quien, dirigiéndose hacia mí, me preguntó:

 

— ¿Y tú, sabes cocinar?

 

La pregunta me hizo retroceder, con esa velocidad superior a la de la luz, a los recuerdos de mi madre en la cocina de la casa. Ella sí que era una buena cocinera. No solo a la familia sino a todos cuantos la conocían les faltaban adjetivos para calificar su exquisita sazón. Para ella no había plato imposible de preparar: desde la compleja e interminable lista de platos de nuestra cocina nacional hasta la comida china; ésta última, aunque no igualaba a la original que se expendía en los restaurantes chinos llamados “chifas”, tenía un encanto propio que ella había logrado imponer gracias a la fusión de sus propios ingredientes y estilos.

 

Chifa peruano, fusión de la cocina china y peruana


Mi corazón sintió esa contracción peculiar cuando los recuerdos se convierten en nostalgia y —estando a miles de kilómetros de distancia de mi hogar— no pude evitar el humedecimiento de mis ojos.

 

Don Jorge y Julio advirtieron mi estado de ánimo y antes de que me dijeran nada, respondí:

 

— Mi madre es una excelente cocinera, y quien ha sido criado en la buena sazón, tiene todas las condiciones para saber cocinar.

 

El rostro de don Jorge se iluminó, y sin esperar más, me dijo:

 

—¡Bien, Freddy! Yo quiero que seas el reemplazo de la chilena. Lo vamos a hacer con mucha cautela. Mientras tanto, mira, observa y toma nota de cómo cocina.

 

La propuesta de don Jorge me hizo sentir, en ese momento, plenamente aceptado por ellos. Los ojos de Julio despedían una luz brillante que parecía iluminar la lobreguez de El Poncho, y sin poder resistirse, añadió a la propuesta de don Jorge:

 

—¡Y yo también te voy a enseñar los platos que preparo!

 

Yo, esbozando una sonrisa agradecida, le respondí:

 

—Con que me enseñes a preparar este pollo con champiñones me doy por satisfecho.

 

Todos sonreímos y en esa sonrisa se envolvía un pacto de amigos y de compatriotas.

 

El Poncho funcionaba de lunes a sábado desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche, así que el tiempo que faltaba para abrir era ya poco.

 

Con la ayuda de Julio terminamos de limpiar el área de las mesas y luego seguimos con los servicios higiénicos, el bar y, finalmente, la cocina.

 

Mientras nosotros hacíamos las labores de preparación del restaurante para la apertura de ese día, don Jorge me iba poniendo al corriente de otras cosas más que según él debía saber sobre la vida en El Poncho.

 

Entre ellas me contó que el restaurante contaba con el apoyo de algunos amigos que no eran peruanos, pero que se identificaban no solo con nuestras comidas sino también con nuestra cultura. Me habló de cuatro jóvenes alemanes que se habían hecho “fans” de El Poncho, a tal punto que se turnaban entre ellos para brindar sus servicios en el restaurante por una simbólica propina. Tres de ellos eran mujeres y uno varón: Aída, Martha, Frida y Hans. Aída y Hans apoyaban como mozos, y Martha y Frida, apoyaban en la barra.

 

Sentí curiosidad por la cocinera chilena, y don Jorge me dijo que ella era una mujer de unos cuarenta años, casada con un chileno de casi su misma edad, que encontraron asilo político en Alemania juntamente con su menor hija de apenas cinco años. Su nombre era Irene y su esposo se llamaba Silvio.

 

No habíamos terminado de hablar sobre ella cuando sonó el timbre del restaurante. Julio abrió la puerta e ingresó una mujer de unos cuarenta años, blanca, pelo negro, de rasgos faciales indoamericanos, de contextura regordeta, de baja estatura y algo sobremaquillada. Lo primero que hizo fue clavarme una mirada inquisidora. Era una mirada fuerte y penetrante. Se paró frente a mí y, antes de que ella abriera la boca, don Jorge se le adelantó diciéndole:

 

—Irene, te presento a Freddy. Él es un peruano que ha venido de Rusia y va a estar un tiempo con nosotros.

 

—Al escuchar las palabras de don Jorge, la mujer transformó la dureza de su mirada por una más suave y amigable. Seguramente pensó que el hecho de venir de Rusia me colocaba en el bando de los que simpatizan con la izquierda y las ideas marxistas.

 

Yo le extendí la mano la que apretó con firmeza.

 

Hecha la presentación se dirigió a la cocina para ultimar los detalles relativos a la apertura de la atención a los comensales.

 

Cuando apenas faltaban unos pocos minutos para la apertura del restaurante, llegaron Aída, Martha y Hans. Aída y Hans —los mozos— llegaron juntos, y Martha, que apoyaba en la barra, con unos breves minutos de diferencia.

 

Don Jorge me presentó a los tres informándoles que desde ahora iba a apoyar como ayudante de cocina. Los tres me miraban sorprendidos y me sonreían con esa sonrisa que revela la emoción de encontrarse con algo nuevo en la rutina de la vida.

 

Hechas las presentaciones cada uno tomó su lugar en el restaurante, y yo pasé a la cocina para apoyar en las labores de esa área. Irene llevaba puesto un gran mandil que cubría casi toda la parte anterior de su cuerpo regordete y Julio, de quien se había apoderado una especial ansiedad, disponía las cosas de modo que cuando llegasen los pedidos todo esté a su alcance.

 

Mientras Julio me daba un sinfín de indicaciones, Irene me miraba de reojo, esperando el momento de dirigirse a mí. Al final, mientras preparaba un aderezo que olía exquisitamente bien, Irene me lanzó la primera de sus preguntas:

 

— Así que vienes de Rusia… ¿Y qué te trae por aquí? —me dijo con un tono de voz amigable y, yo diría, hasta casi familiar.

 

La pregunta de Irene y el modo en que la planteó me trajo los recuerdos de otro chileno que conocí en Moscú, en el campus de la ciudad universitaria. Este joven, de unos veinticinco años aproximadamente, también había obtenido el asilo y era estudiante de la facultad de economía. Por una temporada compartió conmigo la habitación y, desde el primer día en que nos conocimos, su trato hacia mi persona se caracterizó por ser paternalista y hasta asfixiantemente amable. Se preocupaba por cada detalle de mi vida, qué había hecho durante el día, qué pensaba sobre esto o el otro, qué me había parecido la comida en el comedor, cómo había sido mi vida en el Perú y un largo etcétera de inquisiciones que a mí me incomodaban no por su contenido sino por su afectación: siempre he percibido en los chilenos —desde su histórica victoria en la guerra de 1879— un aire de superioridad hacia nosotros, los peruanos, que pretenden disfrazarlo de conmiseración y adulación.

 

Así que, ante la pregunta de Irene, solo pude responder:

 

—Solo estoy de paso, de retorno a mi país.

 

La conversación no pudo continuar porque pronto comenzaron a llegar los primeros pedidos.

 

Hans entraba y salía de la cocina con la orden, la leía en su español casi balbuceante, se reía, y luego retornaba al área de las mesas. Este Hans era un tipo bastante bonachón. De contextura regordeta y cabello castaño tenía una breve barba casi pelirroja que le rodeaba la mandíbula. Detrás de unas gafas de grueso calibre se advertía, furtivos, unos ojillos azules que escondían una mirada mezcla de picardía y sensualidad.

 

Lo primero que me dijo Hans, en una de sus entradas y salidas a la cocina fue:

 

—¿Tú sabes la diferencia entre una bicicleta y una mujer?

 

Yo sonreí y, sin pensarlo más tiempo, le respondí:

 

—Mmmmm…. ¡No!

 

—Entonces, ¡quédate con la bicicleta! —me dijo sin dejar de reír con esa risa nerviosa que le conocería hasta el último día en que permanecí en Bonn.

 

Y volvió a desaparecer de la cocina. Irene y Julio no tuvieron ninguna reacción ante la broma de Hans, por lo que deduje que no era la primera vez que la hacía. Era la forma que Hans tenía para entrar en confianza con alguien que no conocía aún.

 

El restaurante estaba casi por la mitad de su capacidad con comensales alemanes que disfrutaban tanto de los potajes que Irene y Julio preparaban con esmero como de la música andina que salía de un equipo de sonido ubicado en la parte superior de la barra. El ambiente no podía ser más agradable. En la barra, Martha, atendía los pedidos de bebidas al tiempo que se balanceaba al ritmo de la música. Don Jorge me había pedido que saliera brevemente al área de las mesas y que me sentara en una mesa dispuesta solo para el personal al lado de la entrada a la cocina. Desde ahí veía a Martha.

 

Martha, se dio cuenta de que no dejaba de mirarla y dibujando una hermosa sonrisa me dijo desde donde estaba:

 

—¿Do you like to drink something?

 

Martha no hablaba el español; con los comensales y con el personal del restaurante se comunicaba exclusivamente en alemán. De un porte promedio al de las mujeres alemanas, Martha era una chica alta comparada conmigo. Sus anchas caderas guardaban una perfecta proporción con la esbeltez de su cuerpo. Coronaba su figura un hermoso rostro redondo y juvenil, de un color que parecía provenir de una playa del Caribe, al tiempo que sus ojos azules semejaban trocitos de un cielo despejado y brillante. Su cabellera, corta y castaña, parecía la melena de un león sacudida por el viento.

 

—Yes, I do —le respondí a Martha, devolviéndole la sonrisa.

 

—¿Do you like Coke or a bier? —me preguntó, mientras sus ojos azules me ponían nervioso.

 

—Coke —le respondí.

 

Me dirigí hasta la barra y recogí la bebida recibiendo, de yapa, una nueva y fresca sonrisa.

 

Mientras retornaba a mi mesa, vi que Aída se acercó a la barra en donde atenía Martha y, en alemán, dialogaban sin dejar de sonreír.

 

Aída la joven que —juntamente con Hans— atendía a las mesas era de una belleza peculiar. Quien la viera por primera vez no la imaginaba alemana. Era de tez pálida con hermosos pronunciamientos rosados en los pómulos, como el de las mujeres andinas de mi país cuando bajan a la costa; su cabello lacio y largo hasta la mitad de su espalda era castaño oscuro, y sus ojos, pardos y rasgados como los de una japonesa adolescente, irradiaban una mirada vivaz e inocente.  Aída era realmente la más bonita que había esa noche en el restaurante. Por un momento pensé que estaría a mi alcance, pero más tarde tuve que renunciar a esa peregrina idea.

 

Era como las diez de la noche y la ensoñación que me provocaba observar a Martha y Aída concentradas en sus labores se vio interrumpida por la entrada de un tropel de latinos con guitarras al restaurante: eran los chilenos de los que ya me había hablado don Jorge. Se instalaron rápidamente en las mesas que aún estaban vacías y comenzaron a tocar la guitarra mientras cantaban a todo pulmón.

 

El rostro de Martha se ensombreció y, poco a poco, los comensales alemanes que disfrutaban de la comida y del ambiente de El Poncho comenzaron a retirarse. Uno de ellos ingresó raudamente a la cocina saludando, de pasada, a don Jorge: era el esposo de Irene que entró y la saludó con un beso en la mejilla.

 

De un momento a otro, el restaurante peruano El Poncho se convirtió en un antro de cánticos, peroratas y vivas de un grupo de chilenos que no encontraron mejor ambiente que el local de don Jorge para confraternizar, chismosear y pasar la soledad de sus noches de asilo.

 

El rostro de don Jorge era una mezcla de desazón y cortesía diplomática pues los chilenos —inconscientes del daño económico que le producían— lo invitaban a sus mesas para brindar y festejar nadie sabe qué victorias o privilegios. Digo esto último porque sus compatriotas que habían recibido el asilo en la otra Alemania (en la RDA o Alemania Socialista) no la pasaban tan bien como ellos. Allá, los chilenos que huían del régimen de Pinochet, tenían que trabajar (incluso por debajo de sus calificaciones), y cuando solicitaban permiso para visitar Alemania Occidental muchas veces éste les era denegado.

 

Video ilustrativo de las dos Alemanias

 

Los jóvenes alemanes que apoyaban a don Jorge se retiraban, como era su costumbre, a las 11 de la noche; y desde ese momento, don Jorge, Julio y yo apoyábamos en la barra porque lo único que los chilenos consumían era cerveza. A partir de la medianoche comenzaba la puja para invitarlos a salir porque el restaurante tenía que cerrar y el personal ir a descansar.

 

Y así transcurrió la vida en El Poncho por unos cuantos meses más hasta que algo cambió: don Jorge tomó el coraje para despedir a Irene y yo ocupé su lugar en la cocina criolla.

 

Sin embargo, esta decisión de don Jorge no fue fácil. Irene y su esposo ya la veían venir y trataron —con todos los esfuerzos posibles— por evitarla intentando atraerme hacia su grupo. Lisonjas, regalos y hasta cenas en su casa no fueron suficientes para que yo me inclinara a traicionar a quien me extendió la mano y su amistad en el momento en que más solo me sentía en el extranjero: don Jorge.

 

El retiro de Irene de El Poncho afectó gravemente a la comunidad de chilenos en Bonn, que habían hecho del restaurante peruano su lugar de franquichuelas y consuelos e, Irene y su esposo, fueron los primeros en azuzar las rivalidades entre peruanos y chilenos que se enfocaron en desprestigiar al restaurante entre la comunidad de latinos y españoles residentes en la capital de Alemania Federal. Los embates fueron fuertes, pero pronto ellos encontraron otro local en donde continuar todo lo que habían hecho en El Poncho desde que lograron el asilo en Bonn.

 

Así fue cómo —por mi llegada al El Poncho y a las destrezas que poco a poco fui ganando en la preparación de la comida peruana— don Jorge pudo desembarazarse de un problema que le había hecho sufrir por varios años. Ahora —según sus palabras— se “iniciaba una nueva era en la historia de El Poncho en la ciudad de Bonn”.

 

De ahí en adelante, don Jorge comenzó a confiar plenamente en mí. Le había dado muestras de lealtad y probidad. Mandó hacer un duplicado de la llave de la puerta del restaurante que me entregó para que pudiera ingresar al local sin tener que pedir permiso a Julio o a él. La retirada de “la chilenada”, como don Jorge la denominaba, no sólo había sido un acontecimiento que iluminó y mejoró las relaciones entre don Jorge, Julio y yo, sino que también influenció grandemente en el estado de ánimo de los jóvenes alemanes que apoyaban desinteresadamente a El Poncho. Hans se volvió más locuaz y llegaba a visitarnos incluso en horas fuera de la atención en el restaurante, aunque sus chistes alemanes habían empeorado más y más. Las chicas —Martha y Aída— también sintieron el bálsamo de bienestar y seguridad que significó la retirada de los chilenos. Martha invitó a varios de sus amigos de la universidad a conocer El Poncho, y Aída, por fin, aceptó —con la desazón y la desilusión que ello representó para mí— el amor de Julio. Hasta la esposa de don Jorge —doña Emma— que nunca fue a El Poncho (al menos durante el tiempo que ya llevaba laborando allí) se animó a visitarnos trayéndonos —cuando su humor lo permitía— deliciosos pastelillos que compraba en el trayecto de su casa al restaurante.

 

La deliciosa pastelería alemana


Y como si todo este panorama de esperanza y armonía no fuera suficiente, don Jorge se ofreció a apoyarme para que estudiara el alemán y para que consiguiera una habitación en la cual pudiera vivir de manera independiente.

 

Fue así cómo, Bonn, me confirmaba ese sentimiento inicial de optimismo y esperanza que con Juan sentimos al pisar por primera vez su suelo aquella hermosa tarde estival. Los trámites de don Jorge para matricularme en un instituto de enseñanza del alemán para extranjeros fueron tan rápidos que, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba yo sentando en un aula de clases compartiendo con otros jóvenes extranjeros el aprendizaje del idioma de Goethe.

 

Y aunque el idioma alemán no me era extraño, pues lo había estudiado durante los cinco años de la enseñanza media en mi país, ahora su reestudio tenía para mí un nuevo significado: ya no lo hacía como una imposición que nace del estudio de una materia obligada, sino que representaba para mí la esperanza de comenzar una nueva vida en este país tan adelantado y desafiante.

 

Dos semanas después de haber iniciado mis clases de alemán en el Institut für Deutschunterricht für Ausländer, don Jorge cumplió su segundo ofrecimiento: que pudiera tener mi propia habitación en la ciudad de Bonn. Gracias a su gestión con una pareja de esposos alemanes que vivían en el barrio de Godesberg-Nord, pude instalarme en una de las habitaciones de una casa diseñada para estudiantes tanto alemanes como extranjeros. La noche anterior a mi mudanza (dos pequeñas maletas y una mochila) los propietarios nos invitaron a don Jorge y a mí a una cena: querían conocer a quien habría de ocupar una de sus habitaciones de arrendamiento.

 

Barrio de Godesberg


Esa noche se apoderó de mí una especial aprehensión. Era la primera vez que compartiría en el hogar de una familia alemana. Los prejuicios hacia los alemanes —que creía superados por mi experiencia en Berlín— afloraron. No era fácil desprenderse de toda una vida de influencias provenientes de la cultura y la historia interpretada por los vencedores. Sin embargo, fue una grata noche en la compañía de estos dos ancianos alemanes que no solo nos prodigaron con una deliciosa cena, sino que también se mostraron muy amigables con don Jorge y con mi persona. Don Jorge les hizo el pago de la primera renta (que obviamente después me la descontó de mi salario), y el anciano alemán (cuyo nombre he olvidado) le entregó dos llaves: la de la puerta principal de la casa y la de mi habitación. Mi corazón palpitaba a mil y toda esta escena me parecía algo surreal.

 

Al día siguiente, Julio y don Jorge me acompañaron a instalarme en mi nueva casa. La habitación alfombrada —de unos nueve metros cuadrados aproximadamente— estaba en el segundo piso de una casa de cuatro pisos. En cada piso había cuatro habitaciones que compartían un baño y una cocina con todos sus implementos. Las primeras noches dormía en el suelo y usaba mi mochila como almohada, pero, poco a poco, fui adquiriendo algunos enseres que le dieron contenido y forma a mi nuevo hogar en la hermosa y elegante ciudad capital de la Alemania de esa época.

 

Fue así como el horizonte en suelo alemán se abría luminoso. Aunque a veces me asaltaba la depresión por la ausencia de mis padres y de mis hermanos, por la distancia de mi terruño y por los amigos que dejé tanto en la Unión Soviética como en el Perú, lo cierto es que también me sentía consolado por los nuevos amigos que había encontrado en Bonn y, sobre todo, por la íntima ilusión de alcanzar lo que no había podido concretar en la URSS: lograr un posicionamiento que hiciera que mis padres, familiares y amigos se sintieran orgullosos de mí.

 

(continuará…)