viernes, 10 de noviembre de 2023

¿De la U o de Alianza? | memorias

 

Por Freddy Ortiz Regis

Cuando eres niño, elegir al equipo de tus amores es más un acto de fe o de confianza, que un uno razonado y fundamentado en la experiencia.
El reciente campeonato logrado por mi equipo —Universitario de Deportes y más conocido como la U— ha despertado los recuerdos de cómo me hice simpatizante de uno de los equipos de fútbol más grandes de mi querido Perú.
Tenía más o menos 6 años. Vivía con mi familia en Lima. Una familia corta, conformada por mis padres y mis tres hermanos varones. Sin embargo, a mi casa llegaba siempre de visita una extensa familia conformada por los hermanos de mi madre y algunos de sus sobrinos. Entre éstos, mi primo Elard.
Todos tenemos un familiar que acapara nuestros afectos no solo por su forma de ser, sino también por el grado de simpatía que surge entre esa persona y uno. En mi caso, era mi primo Elard, quien era casi contemporáneo con mi hermano mayor, Lucho.
Mi primo Elard era mi modelo de carácter: bromista elegante, matemáticamente inteligente, futbolista eximio y beatlemaniático por excelencia.
Cierta mañana, mi primo Elard y mi hermano Lucho, se enfrascaron en una ácida conversación acerca de quién era el mejor equipo del fútbol peruano: si la U o Alianza. Mi hermano Lucho (de Alianza) hablaba de Alejandro Villanueva, de “Perico León” y Víctor Zegarra; mientras que mi primo Elard (de la U), le sacaba al fresco a “Lolo” Fernández, Luis Cruzado, Alejandro Guzmán y Víctor Lobatón.
Uno poco más allá —sin dejar de prestar atención a la acalorada discusión de nuestro hermano con mi primo Elard— nos encontrábamos mi hermano Carlos (de apenas cuatro años) y yo, que a la sazón jugábamos con una pelota.
De pronto, mi hermano Lucho nos llamó con fuerte voz. Mi hermano Carlos y yo, detuvimos el juego, nos miramos sorprendidos, pero acatamos el llamado de mi hermano.
Cuando llegamos hasta ellos, mi hermano Lucho preguntó:
— ¿Y ustedes de qué equipo son? ¿De la U o de Alianza?
Mi hermano Carlos y yo nos quedamos en silencio por unos segundos tratando de identificar —de acuerdo a la discusión que habíamos escuchado un poco furtivamente— de qué equipo eran hinchas mi hermano y mi primo.
Mi hermano Carlos fue el primero en responder:
— ¡Yo, de Alianza! —exclamó con el rostro iluminado por su alegría infantil, al tiempo que recibía un fuerte abrazo de mi hermano Lucho.
La respuesta de mi hermano Carlos ensombreció el rostro de mi primo Elard. Se hizo un profundo silencio mientras las miradas de los tres se posaron pesadamente sobre mí.
Mi hermano Lucho, no dispuesto a seguir dilatando mi respuesta, volvió a preguntar:
— ¿Y tú?
Me encontraba en una encrucijada. A mi corta edad, mi alma ya tenía una instintiva idea de la lealtad, y ésta me condicionaba a tener que resolver entre mi hermano y mi primo.
Sin embargo, al cruzar mi mirada con la de mi primo Elard, el dilema quedó resuelto:
— ¡Yo, de la U! —respondí, al tiempo que mi primo me tomó de un brazo y me llevó hacia sí.
No me atreví a mirar a los ojos de mi hermano Lucho; pero ese día aprendí una lección: que el amor está por encima de cualquier sentimiento o valor, incluso de la lealtad.
De ahí en adelante la historia no ha sido diferente. La rivalidad futbolera se transmitió a las nuevas generaciones y —salvo algunas excepciones— la mayor parte de mi familia divide sus afectos entre los dos grandes: la U y Alianza.
Mi querido hermano Lucho ya descansa en el Señor; y mi amado primo Elard todavía nos ilumina con su carisma, inteligencia y pasión por la U.

domingo, 26 de marzo de 2023

El ajedrez y yo | memorias

Por Freddy Ortiz Regis




Desde el 6 de marzo tengo a mi cargo el taller de ajedrez de la I.E.P. “Nuevo Mundo”. ¿Cómo llegué hasta aquí? Comparto una breve remembranza que resume mi relación con este juego a lo largo de mi vida.

Cuando tenía más o menos doce años veía cómo mi primo Aleksis W. Regis practicaba este juego con sus amigos. Yo, los observaba y me preguntaba cómo se jugaría eso que parecía un tanto complejo y snob.

Secretamente, me compré un tablero de ajedrez y solo esperaba el momento en que mi primo me enseñara a jugarlo. El día llegó cuando mi mamá lo invitó a tomar lunch en nuestra casa. Antes de que mi madre pusiera la mesa, yo saqué mi tablero y le pedí a mi primo que me enseñara a jugarlo.

Mi primo era un niño muy vivaz, inteligente y locuaz. Sus enormes ojos se abrieron sorprendidos cuando le pedí que hiciera de maestro conmigo, pues, yo era apenas unos cuantos años mayor que él. Rápidamente aprendí la forma cómo se deberían ordenar las dieciséis piezas y el movimiento en el tablero de cada una de ellas. Las dos primeras partidas me las ganó él, pero la tercera y todas las que siguieron en el poco tiempo que duró el verano, las gané yo.

Cuando mi primo se fue de Huanchaco a Trujillo debido a que la temporada estival había terminado, mis hermanos fueron mis nuevos contrincantes. De ellos, mi hermano Raúl, el menor de los cuatro, fue el más aplicado y el que nos sacó grande ventaja.

Mi hermano Carlos Elías Ortiz Regis y yo dejamos el ajedrez en un segundo plano; pero Raúl OrReg, no. Él se dedicó con mayor ahínco y hasta se compraba revistas para estudiar las mejores jugadas y tácticas de juego.

Cuando crecimos y llegamos al colegio San Juan experimentamos un resurgir de nuestro interés por el ajedrez. En esa época —en plena guerra fría— las superpotencias tenían a sus adalides en el deporte-ciencia. Por Estados Unidos jugaba Bobby Fisher y por la Unión Soviética jugaba Boris Spasski. Los encuentros entre estos dos genios del ajedrez ocupaban los titulares de los principales diarios de nuestro país y del mundo, así que jugar ajedrez se convirtió a una práctica que involucraba no solo a la política sino también a miles de personas comunes y corrientes, en todo el mundo, que vieron en él una oportunidad para desarrollar liderazgo, ingenio e inteligencia. Sobre todo, esta última. Así que muy pronto comenzaron los torneos de ajedrez en nuestra ciudad y también en los centros de estudios.

Mi hermano Raúl, el más avanzado en este deporte, tenía un amigo del colegio que también se había convertido en un ferviente cultor del ajedrez. Su nombre es Mario Cuba Herrera y fue así como se integró a nuestras vidas por la práctica de este deporte.

Un día decidimos que debíamos también hacer un torneo de ajedrez. Mi hermano Raúl convocó a Mario; mi hermano Carlos a dos amigos que no recuerdo sus nombres, y yo, a Julio Osmer Puycan. Los encuentros los programamos para ser jugados durante cuatro domingos en nuestra casa del centro de Trujillo. Mi mamá los recibía con algunos refrescos y confites y nosotros nos entregábamos en cuerpo y alma a luchar, cada uno, por alcanzar un triunfo que nos acercara a la meta máxima: el campeonato.

Sin embargo, este fue un torneo que no llegó a tener un campeón. Lo que estaba en juego era muy delicado: nuestros egos. Había en esa época —como ya lo mencioné anteriormente— la equivocada idea de que el mejor jugador de ajedrez era el más inteligente, así que quedar último o a media tabla en este campeonato era algo que nosotros (los menos diestros en el juego) no estábamos dispuestos a conceder a Mario y a Raúl. Así que, uno a uno, los menos favorecidos nos fuimos retirando, cada quien con su propia excusa, hasta que el torneo pasó al olvido.

Después de este incómodo desenlace concluí que el ajedrez no era para mí. Después de terminar la secundaria, mi vocación por la literatura y la filosofía me llevaron a estudiar becado en una universidad de Moscú. Sin embargo, qué lejos estaba en la realidad de haberme librado del ajedrez: ¡simplemente había llegado a la capital mundial del ajedrez!

En la universidad los torneos de ajedrez eran parte de la tradición académica. La universidad se preparaba todos los años para exponer a sus mejores jugadores en los torneos locales y nacionales que se disputaban con ardor y pasión. Entre los estudiantes extranjeros había un peruano que descollaba con su propio brillo y estilo. Se llamaba Manolo y parte de la historia de este compatriota con el ajedrez, la universidad, su biografía y su amistad conmigo están reseñadas en mis memorias a la que se puede acceder en el siguiente enlace: (http://fredoreg.blogspot.com/search?q=manolo)

Al retornar al Perú mi afán por trabajar y hacer realidad el sueño de mis padres de que sea profesional hicieron que nuevamente me alejara del ajedrez; y no ha sido sino hasta hace muy poco que mis excompañeros del Colegio San Juan me incluyeron en el equipo de ajedrez de la promoción “Luis de la Puente Uceda” en donde vengo representándola desde hace algunos años conjuntamente con mi amigo Carlos Ivan Quiñe Castro.

Finalmente, responderé a la pregunta con la que inicié estas memorias: ¿Cómo es que tengo a mi cargo el taller de ajedrez de la I.E.P. “Nuevo Mundo"? Lo resumiré muy brevemente: su promotor, mi sobrino José Sevilla, me llamó hace tres semanas para preguntarme si conozco a un profesor de ajedrez. Inmediatamente pensé en Mario, pues la vida lo llevó a profundizar en la práctica de este deporte y ahora es un reconocido maestro en diferentes instituciones educativas de mi ciudad. Así que, ni corto ni perezoso, le di su número telefónico a mi sobrino quien lo llamó en el acto.

Minutos después me vuelve a llamar mi sobrino para decirme que mi amigo Mario ya tiene copados todos los horarios y que lamenta no poder trabajar en su institución educativa.

Ante estas circunstancias le dije a mi sobrino que yo sabía jugar ajedrez. Me propuso hacerme cargo del taller extracurricular de ajedrez en su institución, a lo que yo acepté porque no me ocupa mucho tiempo y me permite atender a mis actividades en el campo jurídico.

Y esta es la historia de mi relación con el ajedrez y mi persona. Dios me ha dado la oportunidad de utilizar este instrumento para sembrar en los corazones de los niños, en esa maravillosa edad en que los seres humanos nos encontramos en nuestro estado más puro, los principios de la disciplina, el orden y la trascendencia por medio de metas orientadas a la paz, la reflexión y el amor.

Soy consciente de que no soy un eximio cultor de este deporte, pero me anima la perspectiva de sembrar la semilla en terrenos fértiles. Otros seguirán la tarea perfeccionando a los que realmente encuentren en el ajedrez su vocación y estilo de vida.

El ajedrez no se da por vencido conmigo y ahora me da esta oportunidad de mejorar en el contexto del pensamiento de Richard Feynman: “Si quieres dominar algo, enséñalo. Cuanto más enseñas, mejor aprendes. La enseñanza es una herramienta poderosa para el aprendizaje”.