miércoles, 31 de agosto de 2016

El convento de San Francisco, Cajamarca. (Bitácora de viaje)


Por Freddy Ortiz Regis


Mi reciente viaje a la ciudad de Cajamarca ha sido tan emocionante y estremecedor como otras veces en las que he tenido la oportunidad de visitarla. La primera vez que fui a Cajamarca fue con ocasión del viaje de promoción de la escuela primaria. En compañía de mi querido maestro, don Segundo Morales Llerena, y mis compañeros del quinto año, llegamos a Cajamarca deseosos de conocer el Cuarto del Rescate del Inca Atahualpa y la famosa Silla del Inca, desde la cual, el soberano del imperio observaba el hermoso paisaje de esta ciudad andina.

Otra oportunidad que tuve para ir a Cajamarca fue con ocasión de la subida del equipo de fútbol –el Carlos A. Manucci– a la categoría del fútbol profesional peruano. Ganamos a la Universidad Técnica de Cajamarca (UTC) y desde ese momento es otra la historia del fútbol liberteño, con sus triunfos y fracasos. En esa ocasión fui con mi amado tío Manuel Li  –quien en vida fue un fanático carlista– y disfruté de los famosos Baños del Inca, que son emanaciones de aguas termales a las que se les atribuye virtudes curativas.


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Cajamarca es para quienes vivimos en la zona norte del Perú (tanto de la costa, la sierra y la selva) un poderoso centro de atracción turística. Digo de la zona norte, porque, la zona sur de mi país cuenta con la maravillosa ciudad del Cusco, que es considerada la capital arqueológica de América. Por ello, los peruanos del norte, sin tener que desplazarnos hasta el Cusco, encontramos en Cajamarca una ciudad que integra de manera esplendorosa el encuentro de dos mundos: el mundo europeo y el mundo andino. De más está decir que fue en esta ciudad en que se encontraron las huestes invasoras españolas, comandadas por Francisco Pizarro, con el soberano inca Atahualpa, hijo de Huayna Cápac, y que se encontraba en Cajamarca de retorno al Cusco para coronarse inca después de derrotar –en una cruenta y fraticida guerra– a su hermano Huáscar.

Por ello, Cajamarca, a diferencia del Cusco, debe su breve legado inca a este acontecimiento histórico de la presencia del inca Atahualpa, pues, la ciudad, rebosa de la impronta española desde cualquier ángulo por donde se la mire. Sin embargo, el atractivo turístico cajamarquino está muy conectado con las huellas del paso del inca Atahualpa por la ciudad y se ha soslayado –creo yo– el legado español que aún se percibe en las fachadas de sus casas con balcones y en su vasta red de templos católicos que están ubicados en sectores estratégicos de la ciudad, entre las que destacan la catedral (también llamada templo de Santa Catalina), el templo de San Francisco y el templo de Belén.

En esta ocasión, tuve la oportunidad de visitar las catacumbas y el convento que está adyacente al templo de San Francisco. “Este templo (también llamado de San Antonio) tiene una historia interesante, fue terminado de construir en el año de 1579, y después de 108 años fue demolido para iniciarse su reconstrucción en el año 1699, bajo la advocación de San Antonio de Padua. La edificación final fue culminada en el año de 1779, unos 80 años después de haberse iniciado su construcción, pero uno de los inconvenientes fue conseguir el material, ante lo cual, don Antonio Astopilco aceptó donar el material de construcción y por ello se ganó el derecho de ser sepultado, junto a su familia, en las catacumbas del templo. La construcción de la fachada del templo se hizo usando el estilo barroco, estilo predominante en ese entonces”. (Fuente: RPP. Iglesias del centro histórico de Cajamarca. Edición del 14/12/2012)

El autor de estas memorias en el frontis del templo de San Francisco,
del que forma parte el museo del mismo nombre

Debido a que estaba cerrado el ingreso a este templo, no me quedó más remedio que visitar –por un módico precio– las catacumbas y el convento, que forman parte del complejo religioso del mismo. Esta visita –en la compañía de mi prima Zully y mi hermano Luis– estuvo llena de sorpresas. La primera de ellas fue conocer a nuestro guía: Kevin Bardales Vásquez, un niño de apenas doce años de edad y que cursa el segundo de media en el emblemático Colegio San Ramón de Cajamarca. Después de mirarnos entre nosotros con una inquietud muy mal disimulada, no nos quedó más alternativa que seguirle los pasos cuando –con su voz infantil pero firme– nos dijo: “Síganme por aquí”.

Kevin, nuestro pequeño gran guía.

Y después de advertirnos que solo podíamos tomar fotografías de los lugares y objetos que él solamente nos permitiría, bajamos por unas escalinatas hasta lo que –según nos dijo– habían sido las catacumbas. “Con el paso de los años han sido desactivadas, quedando solamente algunas tumbas en la que solamente en una de ellas se ha dejado osamentas como referencia a lo que un día fue el lugar de enterramiento de notables y de franciscanos que vivieron en el convento”, nos dijo.

Restos que han quedado de las catacumbas, actualmente desactivadas

Luego de esto, nos invitó a recorrer los ambientes del convento –que es en la práctica un museo– en el que se custodian (no se puede decir conservan pues todos los objetos tanto de arte como los enseres que fueron usados por los franciscanos se encuentran en un franco proceso de deterioro “a vista y paciencia de la comunidad y las autoridades que no apoyan en nada para evitar que esto suceda”, según las palabras de nuestro pequeño guía).

Sobre el convento, nuestro guía nos dijo que fue concluido en el año 1562, y en él vivieron los primeros franciscanos. El más célebre de ellos fue Mateo de Jumila quien, a pesar de no ser sacerdote, fue el que evangelizó a Cajamarca y Chachapoyas. En el año 1811, por orden del virrey Abacal, se convierte en parroquia y los franciscanos tuvieron que dejar el convento. En el año 1870, a petición de los cajamarquinos, los franciscanos regresan nuevamente a vivir en el convento hasta el día de hoy.

Entrada al museo de San Francisco

Una vez adentro se puede ver que existe una colección de lienzos quiteños, cusqueños, limeños y también cajamarquinos (Cajamarca va a ser muy influenciada por Quito). Hay también algunas esculturas de buena manufactura. Lástima que los lienzos y los ambientes están muy descuidados y la museografía es muy pobre. En algunos ambientes se nota todavía las antiguas pinturas murales. En el primero de ellos están –como en una colección sin mayor organización y criterio– elementos de lo más descomunal: lienzos, esculturas, biblias y misales en latín, muebles de los siglos XVII y hasta un órgano del siglo XVIII.

El museo consta de cuatro ambientes dispuestos alrededor de un patio central o claustro, en los que se puede apreciar imágenes antiguas, indumentarias, muebles y objetos menores de uso litúrgico. Los ambientes, en los que actualmente funciona el museo, son adaptaciones de las antiguas celdas de los franciscanos. En el patio central hay una vieja pileta que Kevin –nuestro pequeño guía– accionó encendiendo un motor que hizo discurrir el agua a través de su estructura. Luego de permitirnos ver correr el agua, apagó el mecanismo y cerró, escrupulosamente, la caja que contiene el interruptor eléctrico.

Patio central del museo con adaptaciones
de las antiguas celdas de los franciscanos

El tiempo que pasamos en el museo conventalicio fue de aproximadamente 40 minutos; tiempo que apenas si lo sentimos escuchando con placer, entusiasmo y admiración los datos, anécdotas, hechos y leyendas que –con erudita dicción– Kevin nos hacía llegar con la mayor naturalidad y desenvolvimiento. No me alcanza el espacio para revelar todo lo que este niño nos compartió; y tampoco lo haría, pues es un derecho de reserva que me autoimpongo a fin de mantener siempre vivo el interés de los lectores por conocer tanto los secretos del museo como el trabajo de este pequeño guía, ejemplo para los jóvenes que anhelan posicionarse en la lucha por la vida. Dentro de esta reserva están los cientos de fotografías que podía haberse tomado, pero que están vedadas a fin de garantizar, por un lado, la vida útil de lienzos y esculturas y, por otro lado, la información que es patrimonio del museo y su única fuente de ingresos.

Cuando llegamos a una celda que había sido el dormitorio de un sacerdote franciscano me quedé maravillado por el escenario que se abría ante mis ojos: la edad media había sido capturada en una pequeña habitación en la que estaban una cama con “colchón” de cuero de vacuno, el bacín en el que el religioso hacía sus necesidades corporales, una silla y un escritorio de madera, que activó en mi mente el motor de la imaginación, haciéndome retroceder al momento en que objetos y personas daban vida a un presente que se perdió en la insondabilidad del tiempo. Sobre el escritorio de madera reposaban un crucifijo, una pequeña lámpara de mecha, un tintero, pluma y un secador de tinta que habían sobrevivido al religioso escritor y esperaban, mudos e inmóviles, el eterno retorno de su dueño.

Se apoderó de mí un deseo irrefrenable de fotografiar esta reliquia, y dirigiéndome hacia mi pequeño guía, le dije:
– Kevin, ¿podría tomar una fotografía del escritorio? –le pregunté sabiendo cuál iba a ser la respuesta.
– No, señor –me respondió con firmeza.

Yo no me di por vencido:
– Pero, Kevin, ¿y si desactivo el flash de mi cámara?

El niño quedó pensativo por un momento para responderme luego con la bondad que solo puede brotar de la inocencia:
– Está bien. Pero solo una foto, nada más.

Ancestral escritorio. Fina deferencia de nuestro guía.

Después de agradecerle por esta deferencia, y felices por el trofeo que nos llevábamos en la memoria digital de la cámara, nos despedimos de Kevin, regalándole una propina y abrumándolo de felicitaciones y consejos para que siga por ese sendero del conocimiento hasta alcanzar la meta de una carrera profesional afín.

Al llegar nuevamente a la calle sentí que había salido del túnel del tiempo. En mi mente y en mi corazón quedaron los objetos, sus espíritus y Kevin, volviendo a la vida la historia en una íntima transubstanciación del pasado con su voz.


Vídeo de nuestro reciente viaje a la ciudad de Cajamarca


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