Por Freddy Ortiz Regis
El amor por la Navidad, ese sentimiento profundo y alegre, nos fue inculcado por mis tías Udhet y Consuelo, hermanas de mi madre. Ellas fueron las guardianas de la fantasía navideña en nuestros primeros años en Lima.
La familia y la memoria compartida
Mi madre, Emperatriz, me tuvo a mí doce años después de mi
hermano mayor, Lucho. Yo fui el segundo. Luego nacieron Carlos y, tres años más
tarde, Raúl. Con solo dos años de diferencia, mi hermano Carlos y yo
compartimos intensamente estas primeras vivencias navideñas, y por eso, los
recuerdos que narro están íntimamente ligados a él y a mí.
Una de las primeras fotografías de esos años nos muestra a
mi hermano Carlos (a la derecha), mi prima Ana María (hija de mi tía Udteh, en
el centro) y yo.
El árbol: un portal espiritual
Retrocediendo en el túnel del tiempo, los primeros destellos
de la Navidad están asociados, inevitablemente, al árbol navideño. Nuestro
hogar con mamá era humilde, y un árbol de Navidad era un lujo que no podíamos
permitirnos. Sin embargo, mis tías sí contaban con los medios para armar y
decorar uno de forma tan deslumbrante que, para nuestra mente infantil, parecía
un artefacto traído de un lugar fantástico y de ensueño.
El árbol no era tan grande como los que vemos ahora. Mis
tías lo colocaban sobre el televisor de la sala. No recuerdo haber participado
en su instalación; era un privilegio que ellas se reservaban. Nosotros
llegábamos a su casa cuando ya estaba allí, glorioso, con sus brillantes
esferas de colores y sus luces que parpadeaban misteriosamente. Con su
aparición, nuestros pequeños corazones entendían que la temporada navideña
había comenzado, anunciando un tiempo de entusiasmo, alegría y maravillosas
sorpresas.
El sentido profundo de la celebración
Algo que mis tías y mi madre se esforzaron siempre en
transmitirnos fue el verdadero motivo de la Navidad. No solo nos contagiaron la
alegría y la ilusión propias de la época, sino que pusieron especial énfasis en
enseñarnos su sentido profundo. Para ellas, era fundamental que, más allá de
los regalos, el árbol y las luces, entendiéramos que la Navidad representaba el
recuerdo y la celebración del nacimiento del Niño Dios.
Este mensaje se convirtió en un pilar familiar. Cada
diciembre, nos lo recordaban con cariño y dedicación. De esta manera,
aprendimos que la verdadera esencia de la Navidad radica en el amor, la
esperanza y el significado espiritual que inspira esta fecha especial.
El glamur del centro de Lima
En la década de los sesenta, la Lima navideña no tenía nada
que envidiar a las grandes metrópolis del mundo. El centro de la ciudad se
transformaba en una vitrina colmada de productos que parecían provenir de un
universo alcanzable solo en esa época del año. El famoso Jirón de la Unión se
convertía en una vía que respiraba algarabía y glamur.
Recuerdo con mucha nitidez que mi madre nos vestía con la
ropa más elegante que teníamos, aunque solo fuéramos a mirar los escaparates y
a tomar un refresco. Regresábamos a casa con la dulce sensación de haber
trascendido, por un momento, las fronteras de nuestra pobreza.
Una experiencia diferente era cuando salíamos con mis tías y
mi prima Ana María. Por esos años, Lima ya contaba con grandes emporios
comerciales como Tía, Sears, Oeschle y Monterrey, que competían por ofrecer las
mejores decoraciones y ofertas. De la mano de mis tías, entrábamos a estas
hermosas tiendas y nunca salíamos con las manos vacías. La alegría y el
agradecimiento se insertaban en nuestros corazones durante toda la temporada,
generando una confianza, estima y agradecimiento que nos acompañarían toda la
vida. Al llegar a casa, dábamos rienda suelta a la imaginación con los tesoros
que nos habían comprado.
La víspera y el Cielo en la Tierra
Nuestro mes de diciembre alcanzaba su clímax los días 24 y
25. La víspera, la Nochebuena, empezaba muy temprano: mi madre iba al mercado a
comprar los ingredientes para la cena. Mis tías llegaban a nuestro humilde
hogar de la calle Virrey Toledo en Breña desde las ocho de la noche.
Permanecían allí hasta la medianoche, hora en que la radio culminaba su cuenta
regresiva, anunciando a todo Lima —con algarabía y recogimiento— que la Navidad
había llegado y que todos debíamos fundirnos en un profundo abrazo de paz y
amor.
Recuerdo con claridad cómo mi corazón latía de forma
especial con la llegada de la medianoche. La radio no dejaba de emitir los
villancicos más hermosos, complementando una atmósfera de felicidad y
bienestar. Hoy, muchos años después, siempre he relacionado ese ambiente
sagrado como lo más cercano a lo que debe sentirse estar en el cielo, donde
mora Dios con sus santos ángeles.
Tras beber el chocolate caliente acompañado de ese exquisito
pan de frutas, el panetón, el sueño nos ganaba. Nuestra madre nos llevaba a la
cama para esperar, envueltos en un sueño fantástico, el amanecer del día de
Navidad. ¡Aquí nos esperaban nuevas emociones! Al despertar, encontrábamos a
nuestros pies todos los juguetes envueltos en magníficos papeles de regalo. Mis
tías y mi madre nos decían que había sido Papá Noel; pero nosotros sabíamos que
habían sido ellas. Y, así, mientras ellas desayunaban lo que había quedado de
la Nochebuena, mi hermano Carlos y yo jugábamos con los hermosos juguetes que
con tanto amor nos habían regalado.
Fueron muchos los obsequios, pero solo dos se conservan en
mi mente con excelente nitidez: un negrito vestido con sombrero y smoking
que tocaba incesantemente un tambor y un tren que recorría nuestro dormitorio
colgado de una cuerda, pitando y emitiendo luces de colores. Eran juguetes de
niños ricos en las manos de niños humildes. Algo así como Jesús, que nació en
un pesebre, pero fue regalado como un rey.
El legado
No fueron muchos los años que celebramos la Navidad en Lima
con mis tías; tal vez unos cinco o seis. Luego, mi madre, mi hermano Carlos, mi
pequeño Raúl y yo emigramos a Huanchaco para vivir con mi tía Elvira, también
hermana de mi madre.
En Huanchaco, descubrimos que la Navidad no se celebraba con
la misma intensidad que en Lima. La gente no esperaba la medianoche, y ésta
llegaba como cualquier otra noche, sin el espíritu y la solemnidad que acompañaron
a los pastores de Belén guiados por el fulgor de una estrella.
Hoy, después de muchos años, me he sentido movido a escribir
estas memorias navideñas de nuestra primera infancia. Las escribo no por
vanagloria, sino por el inquebrantable deseo de homenajear a mis amadas tías, que
atesoran largos años de vida, y para que internalicen, en el otoño de sus
vidas, la convicción de que a través del amor que nos dieron cumplieron la
promesa de Jesús que está en Mateo 25:40: "En cuanto lo hicisteis a uno
de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis".
Tampoco quiero que ignoren que, gracias a ellas, nosotros tuvimos
la capacidad para transmitir a nuestros hijos los símbolos y el sentido de una festividad
que conmemora, con alegría y recogimiento, el nacimiento de Aquel que nació con
una misión de dimensión universal: morir para que nosotros tengamos vida (Juan
3:16).

