La euforia por la probable
clasificación de la selección de fútbol de mi país a un mundial ha despertado
hermosos recuerdos de mi infancia y de mis años mozos, cuando alcanzamos la
oportunidad de asistir a otros mundiales. El Perú ha participado en cuatro ediciones
de la Copa del Mundo (1930, 1970, 1978 y 1982), siendo sus mejores resultados
los cuartos de final alcanzados en 1970 (donde ganó el Premio al Juego Limpio).
De estas cuatro participaciones, me
ha tocado vivirlas todas, menos la de 1930, pues aún no venía a este mundo. El
mundial que más recuerdos me trae es el Mundial de México 70. Era apenas un
crío que salía de la infancia para ingresar en la pubertad cargada de
interrogantes, desafíos y temores. Clasificar a un mundial representó para mis
tiernos años un ingrediente de alegría, felicidad y orgullo. Desde la pequeña
caleta de Huanchaco, a donde llegué a vivir con mis padres y mis hermanos,
procedentes de la fría y nublada capital, la clasificación del Perú al mundial
de México, representó para mi generación un oasis en el desierto de la rutina y
el monótono quehacer de todos los días.
Todo se pintó del color de la
esperanza en la selección. La canción “Perú campeón” fue la pista musical de
nuestras vidas. Nuestros héroes de siempre –Batman & Robin, Supermán y los
míticos tripulantes del Enterprise– tuvieron que aceptar ser reemplazados
–momentáneamente– por Challe, Miflin, Cubillas, Perico Léon, Nicolás Fuentes
y Chumpitaz. Hasta las figuritas que coleccionábamos en álbumes – de los más
diversos y educativos– fueron trocadas por el álbum de la selección peruana.
Allí nos arremolinábamos alrededor de las imágenes de nuestros nuevos ídolos.
Ellos encarnaban al hombre peruano que debía brillar en el mundo entero. Y
hasta la naturaleza no permaneció impasible ante el frenesí que embargaba a
doce millones de peruanos: el día de la inauguración del Mundial de México 70,
a las 3:30 de la tarde, cuando millones de peruanos estábamos frente a la
pantalla de TV, la tierra tembló en el centro y norte de la costa de nuestro
país como nunca antes, llevándose la vida de más de setenta mil de nuestros
compatriotas.
Y a partir de ese aciago 31 de mayo
de 1970 –el mismo día en que se inauguró el Mundial de México 70– vivimos
sentimientos encontrados: dolor por la magnitud de la tragedia y alegría por
los triunfos que nuestra selección nos tenía preparados en el máximo torneo del
fútbol mundial. Y así, mientras enterrábamos a nuestros muertos y nuestros
corazones se alegraban por las hazañas de nuestro seleccionado, al final
quedamos como la séptima potencia futbolística del mundo, a quien solo le pudo
ganar Alemania y Brasil (el campeón).
Hoy han transcurrido 47 años del
Mundial de México 70, y 35 años de la última vez que participamos en un
mundial. Ya no somos los niños que gritamos los goles de nuestros héroes
futbolistas; pero nuevamente percibimos la misma ola, la misma euforia, el
mismo clamor que nos embargó cuando nuestra selección nos regaló la alegría de
ir a un mundial.
Durante estos últimos años hemos
sufrido –no por nosotros sino por nuestros hijos y nietos– cada eliminatoria de
nuestro seleccionado. Por ello, ahora, que los vemos cantando las nuevas
canciones, coleccionando los nuevos álbumes, vistiéndose con la camiseta roja y
blanca de sus nuevos héroes y compartiendo en las redes sociales su esperanza e
ilusión por llegar –¡ahora sí!– al Mundial de Rusia 2018, no podemos evitar el
dejar caer una lágrima por el recuerdo de los años gloriosos de nuestro fútbol
en donde deporte y esperanza, fútbol y pasión, significaban lo mismo.
Yo me quedé mirando a mi pequeño y guardé profundo
silencio. “Dios -me dije para mis adentros-, ya está en edad de sufrir por
estas banalidades”.
En apenas segundos mi vida pasó –a la velocidad de
la luz- discurriendo por mi mente los años en que mi alma se debatía en asuntos
como el que ahora me planteaba mi adorado niño. Sentí pena por mí, y sentí pena
por él. ¿Por qué su infancia habría de ensombrecerse en la dilucidación de
estos asuntos? ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que la realidad es mucho
más compleja que la simple dicotomía a la que pretende reducírsela? Pero tenía
que darle una respuesta; una respuesta que –sin ofrecerle la solución al
problema- significara un punto de partida que la vida se encargaría de
negársela o confirmársela.
- Escúchame, Juan Andrés –le dije. En primer lugar,
¿por qué dices que Halloween es del diablo?
- Pues, porque se disfrazan de brujas, de demonios
y de muchas cosas feas que son del diablo –me respondió con completa seguridad.
- Hijo –le repliqué-, no son las cosas o los hechos
los que determinan que algo sea del diablo. Si hay algo diabólico en este mundo
es la maldad que brota de los corazones y de las mentes de las personas.
Disfrazarse y pasar un momento de alegría con artilugios que expresan
manifestaciones de la cultura universal no es diabólico. Son las intenciones
las que determinan el carácter diabólico o sagrado de algo.
- No tío, Freddy –respondió el niño-. Halloween es
del diablo, y yo soy de Jesús, y por ello no celebro Halloween.
Terminamos de almorzar y salimos de casa al
paradero del bus rumbo al colegio en donde cursa el segundo grado de primaria.
No era fácil sembrar en su mente una idea que le sirviera de fundamento para
que –individualmente y con la ayuda de Dios- pudiera llegar a conclusiones
personales sobre este tema. Bajamos por el ascensor al primer piso y salimos
del edificio en dirección al paradero.
En el camino algo se me ocurrió:
- Escúchame, Juan Andrés. Te voy a hacer una
pregunta. ¿Un cuchillo es diabólico o sagrado?
Mi pregunta tuvo como respuesta el silencio.
Entonces, volví a la carga y le dije:
- Juan Andrés, te voy a demostrar que son las
intenciones lo que importa. Si un asesino toma el cuchillo y con él mata a una
persona, ¿quién es el diabólico?, ¿el cuchillo o el asesino? ¡Respóndeme!
El niño quedó pensativo unos segundos y, con total
seguridad, dijo:
- El asesino, pues.
- ¡Exacto, Juan Andrés! Entonces, las cosas (en
este caso el cuchillo) no sin ni diabólicas ni sagradas. Es la intención de
quien lo emplea lo que determina si es diabólico o sagrado, pues, con ese mismo
cuchillo, un cocinero puede prepararte tu plato que más te gusta. Lo diabólico,
hijo, es lo que está en el corazón de las personas y que se exterioriza
ocasionando daño a los demás.
El bus llegó al paradero y subimos ocupando dos
asientos en la parte posterior de la unidad. Eran exactamente las 12:30 del
mediodía y solo teníamos treinta minutos para llegar a tiempo a nuestro
destino. Las pistas de la ciudad –en ruinas por las lluvias y las inundaciones
que este verano nos trajo la corriente de El Niño- lejos de ser una vía para el
fluido transitar de los vehículos, habíanse convertido en odiosos cuellos de
botella que aprovechaban los conductores de los buses para detenerse, avanzar
de a pocos, y hacer tiempo para que suban más y más pasajeros a sus unidades.
De esto se percató un hombre que iba sentado a mi
lado, pero en la otra columna de asientos. Y, elevando la voz, le espetó al
chofer:
- Oye, huevón, ¡avanza, pues!
El chofer de la unidad lo miró por el espejo
retrovisor y, montando en cólera, le respondió:
- ¡Si estas apurado toma un taxi, pues, huevón!
- ¡Calla, concha de tu madre! –gritó el pasajero al
chofer-. ¡Tú estás en nuestros dominios, así que agacha la cabeza nomás y haz
bien tu trabajo, huevón!
Juan Andrés se asustó. En casa nunca hablamos con
ese lenguaje, y escuchar por primera vez a estas personas tratarse de ese modo,
hizo que entrara casi en pánico.
- Tranquilo, hijito –le dije, colocando mi brazo
izquierdo sobre su hombro, tratando de infundirle seguridad.
En ese momento –interrumpiendo la pelea que estaba
a punto de entrar en una segunda fase entre chofer y pasajero- subió al bus un
hombre, alto, de aproximadamente unos cuarenta años y de facciones rudas pero
deterioradas por algún vicio. Vestía descuidadamente y llevaba una gorra raída
y sucia. No se sentó sino que asegurándose a uno de los pasamanos del bus
comenzó a hablar:
- Señores pasajeros disculpen que interrumpa su
viaje pero estoy pasando por momentos muy angustiosos. No he subido a venderles
nada porque no soy un vendedor ni tengo el dinero para comprar algo y salir a
vender. Lo que quiero es que me ayuden porque me han asaltado y estoy sin
dinero para retornar a Lima, la ciudad de donde soy. Siempre he querido conocer
a mi padre que vive en esta ciudad de Trujillo y cuando por fin supe de su
paradero no dudé en comprar un pasaje y venir a esta ciudad para conocerlo. Pero,
para mi infortunio, me quedé dormido en el viaje y la persona que iba a mi lado
se aprovechó para robarme todo mi dinero. Cuando yo me desperté, llegando a
Trujillo, este pasajero ya había bajado, y me quedé solo con lo que me ven
puesto. Llevo ya varios días en esta ciudad subiendo a las unidades y pidiendo
me ayuden para comprar mi pasaje y retornar a Lima, pues no he podido encontrar
a mi padre.
Yo, confieso, que aborrezco la mendicidad en
personas que están en aptitud de trabajar. Pero en el caso de este hombre me
conmovió su ingenuidad para desarrollar una historia tan burda y grotesca a la
vez. “No creo que nadie le dé un céntimo”, me dije para mis adentros,
agradeciéndole que al subir hubiera apagado la chispa de una pelea que estaba a
punto de convertirse en un gran fuego. Pero me equivoqué; cuando comenzó a
pasar su gorra desde los primeros asientos, fueron pocos los que no depositaron
alguna moneda en la raída prenda de vestir. Cuando llegó al asiento del
pasajero que estaba a mi lado, el que había iniciado la discusión con el
chofer, en lugar de recibir una moneda, recibió una mirada de rabia y
desprecio. El hombre continuó su recorrido hasta llegar a los últimos asientos.
Luego se volvió en dirección a la puerta del chofer, y al pasar nuevamente por
el lado del iracundo pasajero, dijo:
- ¡Cómo hay personas que están llenas de maldad y
solamente dan el odio que hay en su corazón!
- ¡Sal de aquí, imbécil! –respondió el pasajero-.
Yo trabajo, en cambio tú eres un zángano que no sirve para nada. Allá los
huevones que creen tu historia…
El hombre se volvió y encaminó sus pasos hacia el
asiento del pasajero con el rostro dominado por la ira.
El resto de pasajeros, en su mayoría mujeres y
niños, comenzaron a gemir de miedo, pues todo hacía presagiar que se iba a
producir una horrible pelea en el interior de la unidad. Dada nuestra
proximidad con los iracundos personajes, yo estreché lo más que pude a Juan
Andrés, mientras permanecía alerta y tensaba mis músculos para entrar en acción
si la situación lo requería.
Pero, gracias a Dios, no pasó lo peor. Los tipos se
gritaban, el uno al otro, frases que son irreproducibles, pero la sangre –como
dice el viejo dicho- nunca llegó al río. Creo que cada quien esperaba que uno
dé el primer golpe para empezar la pelea; pero eso nunca ocurrió. En una parada
del bus, el hombre se bajó de la unidad y sus últimas palabras fueron dirigidas
al pasajero:
- ¡Perro que ladra no muerde!
Poco a poco la calma volvió a los pasajeros, y sin
darnos cuenta, ya habíamos llegado a nuestro destino. Bajamos de la unidad y
pude ver los ojos húmedos de mi Juan Andrés. Lo tomé de la mano y comenzamos a
caminar en dirección a su colegio, en la segunda cuadra del jirón Pizarro.
Caminamos en silencio hasta llegar a una esquina y parar en la luz roja del
semáforo.
- Ahora entiendo qué es lo diabólico, tío Freddy.
- Sí, mi hijito hermoso, lo sé -le dije-. ¿Te has
fijado que no necesitamos disfrazarnos para hacer el mal?
Hace unos días todos nos hemos
sentido terriblemente impactados por la información propalada en los medios de
que un padre había ultrajado sexualmente a su pequeña hija de solo dos meses de
edad en la ciudad de Sullana.
Y tal como sucede con los
buitres, que se alimentan de la carroña, los políticos populistas –respaldados por
cierta prensa, también carroñera- comenzaron a frotarse las manos, diciendo: “Esta
es nuestra oportunidad”. Y ahí tenemos, rodando ya por los medios, la intención
del partido fujimorista de proponer un “proyecto de ley sobre la pena de muerte para violadores de menores de edad”.
Quienes tenemos una formación
jurídica sabemos que la pena de muerte no tiene (por ahora) ningún futuro
en nuestro ordenamiento constitucional por razones de derecho interno y externo.
También sabemos, por los estudios que se ha realizado desde hace muchos años (y
que se contraponen con los de reciente data), que la pena de muerte no es
disuasiva para personas que sufren de desequilibrios de la personalidad y son
incapaces de comprender el valor de la vida humana; lo que equivale a razonar
que si no son capaces de valorar a otros, menos pueden valorar su propia vida y
trascendencia.
A estos inconvenientes se suma
que nuestro sistema de justicia no está en condiciones de procesar, con todas
las garantías de un debido proceso penal, a las personas acusadas de un delito
que pudiera desembocar en la aplicación de la pena capital. Tenemos un poder
judicial con serias carencias logísticas y de formación, que no constituye una
garantía de aplicación de los principios que inspiran a un estado democrático y
de derecho, por lo que bastaría que tomase el poder un partido dictatorial para
que sus enemigos políticos sean procesados por delitos cuyas sanciones sean la
pena de muerte.
Otro aspecto que abona a la
oposición a la pena de muerte en nuestro país, además de los ya mencionados, es
el impacto cultural que la pena de muerte produce en nuestra sociedad. Quitar,
mediante una sentencia, la vida a una persona –por más canalla que ésta sea y
por más abominable que sea el acto delictuoso- implica una renuncia de la
sociedad a la posibilidad de reeducación e inserción de los marginados al
sistema social. Otro impacto que se produce por la aplicación de la pena de
muerte es el efecto de victimización sobre el delincuente. ¿Qué quiere decir
esto? Que, gracias a los medios (los mismos que antes gritaban su crucifixión),
la persona que ha sido condenada a muerte comienza a ser tratada como una
víctima de la sociedad; pasa de ser el malo, al bueno de la película; se le hace
todo tipo de entrevistas, reportajes sobre su vida, se generan (o inventan)
leyendas sobre su personalidad y hasta comienza a ponerse en duda su
culpabilidad; todo con el afán de incrementar las ventas y los niveles de
audiencia.
Hace dos años, en uno de mis viajes
a la ciudad de Cajamarca, tuve la oportunidad de visitar el cementerio de esta
hermosa y vieja ciudad, en la cual se encontraron los mundos europeo e incaico.
Entre los muchos nichos, tumbas y mausoleos, llamó mi atención uno en especial:
era el mausoleo de un cajamarquino llamado Udilberto Vásquez Bautista, que fue
fusilado en la década de los sesentas acusado de violar y asesinar a una menor
de edad, y que en la actualidad es venerado religiosamente por la población. La
historia del ahora llamado “Santo Violador” no la voy a contar en este espacio,
y solo la traigo a colación para ilustrar cómo la pena de muerte –al menos en
nuestro país- puede tomar características impensadas y hasta contraproducentes
para el desarrollo de la personalidad de nuestros niños y adolescentes.
Interior de la tumba de Udilberto Vásquez Bautista en el cementerio
general de Cajamarca.
Finalmente, cada vez que se
produzca la violación de algún menor de edad, la política basura –al igual que
la TV basura- aprovechará para treparse al carro de una opinión pública
proclive a la venganza y a sancionar con la pena
más grave lo que se le ha hecho creer que es eldelito más grave. Con
propuestas como la planteada por el fujimorismo, lo que se pretende es desviar
la atención de la sociedad de delitos mucho más graves –como lo es la
corrupción- hacia delitos que si bien son abominables por la naturaleza inocente
de sus pequeñas víctimas, comparativamente son mucho menores (estadísticamente
hablando) en proporción con los índices de corrupción que campean en nuestro
país. ¿Alguna vez escucharemos a los políticos pedir la pena de muerte por eldelito de corrupción como sí ocurre, por ejemplo, en la China? Obviamente que
nunca, a sabiendas de que la corrupción es la madre de todos los delitos, aquí
y en la China. Así que si hay un hashtag que promocionar no es el de #PerúPaísDeVioladores
sino el de #PerúPaísDeCorruptos.
Antes de cerrar estas
reflexiones acabo de leer en La República lo siguiente: “Tras los exámenes médicos realizados a la recién nacida, el
Departamento de Medicina legal del Ministerio Público de
Sullana determinó que la bebé, de iniciales D.Y.H.P., tiene
infección vaginal por falta de higiene y descartó una violación sexual.”
Saquen ustedes, amigos lectores,
sus propias conclusiones y respondan a la siguiente pregunta: ¿Estamos
preparados para condenar a muerte a alguien con una prensa amarillista, un
sistema de justicia propenso a la corrupción, la presión política y mediática, y una opinión
pública altamente manipulable?
Estar enfermo es, al mismo
tiempo, una oportunidad para pensar, reflexionar, recordar. Para volcar la
mirada del alma hacia nosotros mismos. Anoche, mientras me debatía en una
crisis bronquial de las que suelo padecer apenas el invierno se asoma,
retrocedí en mis pensamientos hacia los ya lejanos años de mi infancia.
Surgían en mi mente las
imágenes de mis aventuras con mis amigos en las temporadas de verano, en
Huanchaco, y también, las imágenes de mis años en la escuelita. Y con una
especial aprehensión pasó al primer plano de mis recuerdos mi añorado profesor,
don Segundo Morales Llerena.
¿Qué habrá sido de su vida?, me
dije, retrocediendo, con las alas de la imaginación, en el tiempo. Debe de ser
ya un anciano. ¿Estará vivo? ¿Estará muerto? Y como compelido por un poderoso
impulso, estiré mi mano hacia el celular, con la esperanza que internet me
daría la respuesta. No han sido pocas las oportunidades que Google me ha
permitido encontrar personas que alguna vez fueron parte de mi vida y que no
sabía nada de ellos. Estaba seguro que algo encontraría de mi recordado
profesor del cuarto y quinto de primaria. Algún registro de algún concurso
público, alguna referencia en las redes sociales, alguna mención en una
actividad académica, algo debía de haber.
En milésimas de segundo el
buscador me dio los resultados. No había nada. Con excepción del primer
registro de los resultados de la consulta: Era la publicación en El Peruano (el
diario de los avisos legales y judiciales de mi país) de un edicto redactado en
los siguientes términos: “ANTE ESTE OFICIO NOTARIAL, SITO EN ORBEGOSO 377, LUIS
FERNANDO MORALES GUEVARA SOLICITA LA SUCESION INTESTADA DE SEGUNDO DAMIAN
MORALES LLERENA FALLECIDO EL 22.06.2015 A FIN DE DECLARARSE HEREDERO EN CALIDAD
DE HIJO DEL CAUSANTE. LINA AMAYO MARTINEZ, NOTARIO DE TRUJILLO.-“
Una profunda pena invadió mi
corazón. Mi querido profesor hacía dos semanas que había fallecido. Mientras
trataba de contener las lágrimas que se agolpaban, y mis bronquios
experimentaban una agitación que me recortaba la respiración, mi memoria
comenzó a retroceder en el tiempo hasta aquella mañana en que el profesor
Morales (como me referiré a él de ahora en adelante) llegó a la escuelita de
Huanchaco, por esa época, ubicada en el local de madera que ahora ocupa la
biblioteca municipal.
Yo llevaba ya estudiando en la
escuelita tres años. Había llegado con mi familia de Lima y nos instalamos en
casa de mi tía Elvira, hermana de mi madre, un caserón que quedaba a media
cuadra de la plaza de armas. Los primeros años me costó mucho adaptarme a la
nueva cultura de una caleta de pescadores. Parte de esas vivencias las he
plasmado en mis memorias que llevan por título: “Pedú: De nombres, sobrenombresy apodos…” y que se puede leer en este blog.
Cuando el profesor Morales fue
presentado lo primero que me impactó fue su porte, carisma y elegancia. Era
alto, muy bien parecido, de unos treinta años más o menos. Cuando me llamaron a
leer el periódico sentí su mirada que me seguía desde la fila hasta el banco de
la plazoleta en la cual me paraba para leer las noticias más importantes del
diario “La Industria”. El consejo de profesores había tomado la decisión de que
yo leería las noticias el primer día de clases de la semana; por ello me pasaba
el domingo en la tarde seleccionando las noticias que (a mis diez años) yo
consideraba eran las más importantes. Leía con mucha solvencia, pues desde los
5 años, Chabelita, la hija única de una vecina amiga de madre, en Lima, se
había tomado la paciencia y el cariño de enseñarme a leer.
Después de haber leído las
noticias y haber cantado el Himno Nacional, los niños (niños es un decir, pues
el 90% de los alumnos eran prácticamente adolescentes), ingresamos a nuestras
respectivas aulas según el grado al que pertenecíamos. Yo cursaba el cuarto año
y nuestro salón daba al Jr. Libertad.
El área del colegio era pequeña
y en ella se aglomeraban los seis años de la educación primaria: transición,
primero, segundo, tercer, cuarto y quinto año. Había que hacer un especial
esfuerzo para filtrar las voces de los otros maestros que –la mayoría de ellos–
gritaban cuando dictaban sus clases. Vienen a mi mente los nombres de la
profesora Rosa García (que era una paz de Dios), el profesor León (cuyo nombre
no recuerdo pero que a nosotros nos parecía el personaje de alguna película
policial), la profesora Ponce de León (a cuyos encendidos ojos verdes temía,
pues, mi mamá, siempre me había dicho que las personas con ojos verdes eran
malas), el profesor Paredes (que era colorado, con una prominente barriga,
burlón y manolarga) y el profesor Flores (que era el director, de rostro
amable, de unos cuarenta años, silencioso y sonriente, y el único que llegaba
en automóvil, uno pequeñito de color verde).
El profesor Morales había
llegado a la escuela como reemplazo del profesor Octavio Hinostroza. Sobre la
personalidad violenta de este docente también me he referido en mis memorias
arriba citadas. Los alumnos lo apodaron Pachacútec por ser despiadado tanto en
los tipos de castigos que nos imponía como por la saña con que los aplicaba.
Por ello, cuando presentaron al profesor Morales y nos comunicaron que
Pachacútec ya no enseñaría más en la escuela, nuestros corazones latían de
ansiedad por saber quién y cómo sería el nuevo profesor. Acaso, ¿sería tan o
más implacable y castigador como el que nos había tocado los primeros años de
la primaria?
Nuestras dudas comenzaron a
despejarse apenas el profesor Morales ingresó al aula, y colocándose delante de
nosotros, comenzó a compartirnos sus primeras impresiones. El tiempo
transcurrido no me permite recordar qué fue lo que dijo. Pero, lo que sí
recuerdo es que el tono y el timbre de su voz, impresionaron nuestras mentes
y corazones de una forma como nunca antes lo habíamos percibido entre los muros
de un aula de clase. A diferencia de todos los maestros –con excepción del
director y la profesora Rosa García– que gritaban y amenazaban en sus clases,
el profesor Morales, nos hablaba como si el mar, la arena, el viento, el tiempo
y todos los elementos que eran parte de nuestro pequeño mundo cercano al mar se
hubieran reunido en una sola persona para transmitirnos sus secretos.
Las clases del profesor Morales
para mí eran mágicas. Atrás había quedado el tiempo de terror y miedo de don
Octavio. Ahora podíamos hablar y reír. Ahora se podía preguntar y cuestionar.
El trueno había dado paso al delicioso rumor del mar en sus orillas. La
oscuridad se había marchado para dejar entrar la luz de la palabra del profesor
Morales. Con su voz dulce pero varonil nos llevaba a mundos que nuestra
imaginación se encargaba de recrear y poblar. Pero no solamente salían de su
voz paisajes, horizontes y escenarios, también, salían de su alma, virtudes,
valores y sentimientos que penetraban nuestros corazones y nos convertían en
héroes, en gigantes capaces de enfrentarlo todo.
Los primeros meses con el
profesor Morales me llevaron al convencimiento de que la escuela podía servir
para algo. Mis dudas sobre la vida y el mundo desde la perspectiva de un
pequeño de diez años se las hacía llegar tanto en la clase como fuera de ella.
El profesor Morales comenzó a darse cuenta que éramos apenas un grupo de chicos
que recién había despertado y comenzado a explorar los ignotos caminos de la
vida.
Hasta antes de su llegada yo
era un niño que asistía a la escuela porque el entorno de los adultos que me
rodeaba así lo exigía. Yo, por mi parte, prefería caminar por la orilla de la
playa, pasarme horas en el muelle mirando el mar y soñando con lo que habría
allende su inmensidad, antes que ir a la escuela a enfrentar las amenazas y los
castigos del profesor Hinostroza. Vivía entre la espada y la pared, y ello
afectó el desarrollo de mi personalidad infantil en muchos sentidos. De esto se
dio cuenta el profesor Morales. Con mucho cariño y paciencia comenzó a
desbrozar el cascarón que me envolvía para dar salida a un niño soñador,
inteligente y sensible.
Un día, en casa, mientras
hurgaba entre los diarios que llegaban de la capital con un día de atraso, me
encontré con un suplemento que llamó poderosamente mi atención. Era un mapa de
la Luna. Estaba impreso en blanco y negro y medía, aproximadamente, 2.00 m por
1.50 m. Me pasé horas observándolo y soñando cómo sería llegar a pisar ese
cuerpo celeste que en las noches de Luna llena hacía que el mar destellara fulgores
de plata. Ahí estaban pulcramente señalados el Mar de las Lluvias, el Mar de la
Tranquilidad, el Mar de la Fecundidad, los cráteres Langrenus, Byrgius y
Grimaldi, entre otros accidentes lunares que excitaban mi fantasía e
imaginación. Lo doblé con mucha pulcritud y al día siguiente lo llevé a clase y se lo di al profesor Morales. El profesor Morales recibió el documento con
extrañeza y, sin retirar su mirada de mí, comenzó a desdoblarlo en medio de la
expectación de todos mis compañeros de aula. Cuando lo desplegó, todos quedaron
mirando el mapa como si –aunque, en efecto, lo era– fuera algo de otro mundo.
Después de algunos segundos, el profesor Morales salió del trance y, tras
felicitarme y agradecerme efusivamente por el regalo, trató de explicar qué era
lo que tenía entre sus manos, señalando y nombrando algunos de los cráteres y
mares que ahí se nombraban en gruesas letras de imprenta. Hecho esto, lo dobló
siguiendo las huellas de mi doblez, y lo depositó suavemente sobre su pupitre.
Yo estaba nervioso y me quedé por mucho tiempo mirando el mapa que reposaba
sobre el pupitre de mi maestro. La clase ya había comenzado y me costaba
concentrarme pensando qué habría de hacer mi profesor con el mapa de la Luna;
por un momento, me arrepentí de haberlo llevado a la escuela.
Pasaron los días y yo seguía
preocupado por el destino de mi mapa lunar y no me atrevía a preguntarle a mi
profesor qué había hecho con él. Pero un lunes, que entramos al salón después
de cantar los himnos, leer las noticias y hacer los rezos, vi que colgaba, de
una de las paredes del aula, un cuadro con marco de madera y cubierta de
vidrio. ¡Era mi mapa de la Luna!
Tengo muchas anécdotas que
contar de mi profesor Morales –como nuestro viaje de promoción a Cajamarca o el
concurso de jardines que con tanta esperanza él promovió pero que tuvo un fatal
desenlace-, mas será en otra oportunidad que la vida me dé para rendir honores
a esta persona que me devolvió la fe en la enseñanza pública y sembró en mi
mente la semilla de una educación fundamentada en la libertad.
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(*) Estas memorias fueron
escritas en la víspera del Día del Maestro del año 2016.
Hoy me levanté con el corazón
lleno de alegría. Había tenido un encuentro que aguardaba desde hace mucho.
Desde que murió mi madre, son pocas las veces que la he vuelto a ver. La última
vez ocurrió cuando me encontraba al borde de la muerte y ella se me apareció
distante, casi inaccesible, con el rostro endurecido por no sé qué sentimiento.
Pero anoche, cuando caminaba
por el pasaje de San Augustín, y volteé por Bolívar en dirección a la calle
Orbegoso, me encontré con mi madre casi unos metros después de haber pasado la
juguería que lleva el mismo nombre del pasaje. Mis ojos se iluminaron al verla.
Ella estaba muy anciana, pero sus facciones estaban intactas, irradiando su
alegría de siempre. Vestía de blanco plateado, como una novia anciana que se va
al altar. Caminaba sola, hablando sola.
Me paré enfrente de ella y la
saludé: ¡Mamá! -le dije.
Ella se detuvo, y con la misma
inerte mirada con la que me miró cuando llegué de Europa y me le aparecí sin
avisarle que iba a retornar, exclamó:
- ¡¿Freddy?¡
- ¡Sí mamá, yo soy! -le
respondí. Y sin demorar un segundo más, la estreché entre mis brazos llenando
sus mejillas de encendidos besos.
Anoche me fui a la cama
padeciendo esa dispepsia que de cuando en cuando me asalta y me envinagra la
vida. En la madrugada, el frío, despertó esa alergia bronquial que no me
abandona desde niño. Me levanté y, siguiendo el consejo de un familiar, calenté
un vaso con agua, que bebí acompañado de un antihistamínico. Luego volví a la
cama, y Dios me aguardaba este encuentro con mi madre.
El sueño con ella continuó.
Caminamos juntos, de retorno, por la calle Orbegoso y cruzamos la Plaza de
Armas, caminando luego por Diego de Almagro hasta llegar al jirón Zepita, a la
casa de la cual la vimos partir. Entramos a la casa y ésta tenía el mismo
aspecto del apartamento en el que ahora vivo con mi familia. Ella me sirvió
algo y le pregunté qué sabía de mi hermano Lucho.
- Lucho vive conmigo, hijito
-me respondió con completa naturalidad.
- ¿Lucho está aquí, mamá? -le
pregunté asombrado.
- Sí, hijo, Lucho está en el
tercer piso.
De pronto vi bajar a mi hermano
Lucho por las escaleras, y corrí hacia él, y luego nos abrazamos los tres en
una comunión de perpetua felicidad...
"Mira lo que son los
sueños", es el pensamiento que he tenido en mi mente a lo largo de este
hermoso día. El día anterior habíamos
planeado ir de paseo. No sabíamos a dónde, pero íbamos a salir a pasear César,
mis adorados Juan Andrés y Dulce María, y yo. Hacía buen tiempo que no salíamos
a pasear; pero habíamos decido hacer de este domingo un día de paseo. Sin
embargo, en la madrugada, temí que el ansiado paseo no se iba a realizar, pues
sospechaba que no iba a amanecer bien.
Sin embargo, amanecí con el
cuerpo y el espíritu profundamente bendecidos. El encuentro con mi madre me
devolvió esa lozanía que te da las fuerzas para emprender las acciones más
nobles y las travesías más exóticas.
Después de desayunar, nos
reunimos en el centro de Trujillo. De ahí tomamos el bus que nos conduce a
Salaverry, el primer puerto del departamento de La Libertad. Pensábamos llegar
primero a la Plaza de Armas del distrito y ahí intentar visitar, si la
Capitanía lo permitía, el muelle del puerto. Pero hubo cambio de planes. No
visitábamos Salaverry desde hacía mucho tiempo, y los niños se prendaron de un
parque de juegos que no habíamos visto nunca antes en este hermoso distrito.
Los pormenores de esta visita
están documentados en el video que a continuación se presenta.
Y mientras los niños y César
jugaban y se divertían, yo iba, al tiempo que filmaba esos hermosos momentos de
su felicidad, pensando en el rol que tienen los sueños en nuestras vidas.
Y he llegado a la conclusión
que no debería llamárseles "sueños" porque -contrariando la definición de la RAE (1)- éstos no son
fantasías ni sucesos irreales sino experiencias objetivas que ocurren en
nuestra conciencia y que influyen, de manera poderosa, en el devenir de nuestra
existencia.
En efecto, si tenemos en cuenta
la esperanza de vida actual y siguiendo lo aconsejable, que es dormir unas 8
horas diarias, eso implica que nos pasamos durmiendo de 20 a 25 años. Es decir,
la tercera parte de nuestras vidas. Por lo tanto, no es justo decir que la
tercera parte de nuestra vida, la vivimos en un mundo de fantasía. La fantasía
no ocupa un tiempo ni un lugar en el espacio ni tampoco puede crear la
realidad. El tiempo que pasamos durmiendo tiene el mismo valor que el que
pasamos en vigilia. Si no tuviéramos este tiempo, nuestro cerebro, nuestra
conciencia, no podría hacer nada. Durante el tiempo en que dormimos, el cerebro
entra en una fase de establecer -en miles de millones de interconexiones- las
condiciones para que podamos enfrentar el día de vigilia con el bagaje de
sentimientos, recuerdos, sensaciones, desafíos y proyecciones para salir
victoriosos en la lucha por la existencia.
Prívese del sueño a alguien, y
se le privará de vivir. Un estudio de 2001 en el Instituto Médico de Chicago
sugirió que la privación del sueño puede estar relacionada con enfermedades
graves, tales como enfermedades del corazón y enfermedades mentales incluyendo
psicosis y desorden bipolar. (2) La conexión entre la privación del sueño y la
psicosis fue luego documentada en 2007 a través de un estudio de la Escuela de
Medicina de Harvard y la Universidad de California en Berkeley. El estudio
reveló, usando exploraciones MRI, que la privación del sueño causa que el
cerebro llegue a ser incapaz de poner un evento emocional en la perspectiva
apropiada e incapaz de dar una respuesta controlada y proporcionada al evento.
(3)
Finalmente, para quienes
creemos en Dios por la fe, el sueño es la oportunidad que él tiene para
hacernos llegar sus ondas celestiales; y para quienes no tienen esta fe, el
sueño es el tiempo en que la naturaleza de nuestros cuerpos se renueva en el
infinito ciclo de la muerte y el renacimiento.
Anoche abracé y besé a mi
madre, y ahora, me siento completamente restablecido física y espiritualmente.
No fue una fantasía; fue un hecho real de mi mundo sueño-vigilia.
--------------------------------------
(1) 3. m. Acto de representarse en la fantasía de
alguien, mientras duerme, sucesos o imágenes. 4. m. Sucesos o imágenes que se
representan en la fantasía de alguien mientras duerme. 5. m. Cosa que carece de
realidad o fundamento, y, en especial, proyecto, deseo, esperanza sin probabilidad
de realizarse.
(2) "Effects of Sleep
Deprivation". http://www.easynight.org/
Hoy, por fin, me he dado tiempo para leer por completo el
discurso de Mark Zuckerberg en Harvard, con ocasión de su graduación. El
titular dice: “El discurso de Zuckerberg en Harvard es lo más lúcido que
vas a leer este año”. ¿Será cierto eso? ¿No estaremos acaso
sobredimensionándolo? Comparto mis apreciaciones críticas acerca de lo que me
pareció su discurso, a riesgo de aparecer desubicado, discordante y hasta
soberbio(¿quién es éste para
criticar a M.Z.?).
Lo primero que ensombreció mi ánimo al comenzar a leer los
primeros párrafos de su discurso, fue constatar un desdén por la casa de
estudios que le estaba otorgando, precisamente, su grado académico: Harvard.
Esta universidad no solo cuenta con un gran prestigio académico sino también
con una gran historia. De sus aulas han salido académicos, científicos,
expresidentes de EE.UU., políticos, escritores, actores, y hombres de negocios
de talla mundial. A través de expresiones como que conocer a su esposa
–Priscilla- fue lo mejor que le puede agradecer a esta institución, o, que para
sus padres sigue siendo su mayor logro haber sido aceptado en Harvard, suenan
bastante desdeñosas y hasta vejatorias con la universidad que le acogió.
Uno de los defectos que exhiben las personas que han
desarrollado una concepción hipertrofiada de su autoestima es considerarse el
punto de partida de todo lo que existe. Algo así como que la historia se divide
enantes y después de ellos.
Esto se percibe en el discurso de M.Z., a través del uso de una expresión que
se puede leer constantemente: “Somosmillennials”.
La definición más simple de losmillennialses ser la generación de personas
nacidas entre los años 1980 y el 2000; otra definición, es la que los concibe
como la generación que está formada por todos aquellos jóvenes que llegaron a
su vida adulta con el cambio de siglo, es decir en el año 2000. ¿Qué decir ante
esto? ¿Se puede sostener que la época del nacimiento es una impronta para
definir a una persona o a una generación? ¿Qué caracteriza a estosmillennials? Dicen que son
personas descontentas y escépticas, solidarias, altamente tecnificadas, etc.,
etc. Pero yo creo que este tipo de personas se ha encontrado en todas las
épocas, y es precisamente, por ellas que la humanidad ha podido dar enormes
saltos cualitativos a lo largo de la historia. Así,millennialshan sido Espartaco, Jesucristo, Simón
Bolívar, Gandhi, Lutero, Nelson Mandela, Giordano Bruno, Juana de Arco,
Einstein, Servet, Leonardo Da Vinci, María Curie, Farnsworth, Harvey Milk, y
tantos miles de hombres y mujeres que han ofrendado sus vidas por desarrollar
sus ideas de cambio y progreso en medio de terrible oposición y hasta
persecución y martirio (no como ahora, en que muchos prejuicios se han
derrumbado y se han facilitado las cosas). Así, pues, que no es la época en que
se viene el mundo sino el espíritu que se va gestando en cada uno de nosotros
lo que nos hace ser conformes o rebeldes con la generación en la que nos tocó
nacer. La vida en este planeta no se ha manifestado en compartimientos
estancos, sino que es una continuidad, en la que una época ha condicionado y
germinado las semillas cuyos frutos habrían de cosecharse en la siguiente, en una
dialéctica continuidad de saltos y retrocesos.
Esto determina, pues, que entre otras virtudes, caracterice a un
líder de talla mundial de nuestro tiempo, el agradecimiento y el reconocimiento
a todos los prohombres y promujeres que con sus vidas sembraron las semillas
del mundo libre y altamente tecnificado que ahora nos ha tocado vivir. La
capacidad conectiva de Facebook (que es su producto bandera) no sería posible
sin el desarrollo logrado por la tecnología informática, y no veo ningún
reconocimiento de M.Z. a todos los visionarios que –antes de él- lograron el
sustrato tecnológico para que él pueda desarrollar y hacerse rico con Facebook.
Esta vocación ingrata es, pues, la constante en el discurso de M.Z., con
excepción de lo que tímida y contradictoriamente expresa en la parte final de
su presentación, cuando hace referencia a una oración -Mi Shebeirach- que
entona cada vez que afronta un reto.
Otra contradicción en que cae M.Z. en su discurso es promoverse
como un innovador y, al mismo tiempo, apelar a la vieja estrategia de los
políticos tradicionales y de ministros religiosos fanatizados que no les
importa mentir o distorsionar los hechos si con ello logran enriquecer sus
discursos y cautivar al auditorio. Digo esto, porque no me puedo imaginar a JFK
preguntando a una persona que lleva una escoba: “¿Qué hace?”. Actuar de esta
forma es una ofensa a la inteligencia del auditorio y una manera deshonesta de
tratar de convencer a la gente, amén de ser un indicio revelador de la
personalidad del disertante.
Y antes de pasar a destacar los méritos de su discurso (porque
toda crítica debe ser constructiva y no solo enfocarse en los aspectos
negativos) quiero detenerme en la forma cómo presenta su producto bandera:
Facebook. Hay una parte del discurso de M.Z. en que dice: “Facebook no fue mi
primera creación. También hice juegos, clientes de chat, herramientas
educativas y reproductores de música. No estoy solo.” Creo que esta expresión
tiene como mensaje subliminal morigerar los efectos de la películaRed Social(2010) que desnudó los entretelones de
cómo se operó el surgimiento de Facebook y presentó a M.Z. “como un hombre
despiadado y unnerdapasionado de la tecnología, que fundó
Facebook con el fin de aumentar sus posibilidades de éxito con las chicas y
lograr ascenso social mediante el acceso a instituciones élite de Estados
Unidos”. (Tomado dehttps://goo.gl/9OOXXd) Y, ¿qué es Facebook?,
¿cuál es su contribución a un mundo mejor?, ¿cómo está impactando en las vidas
de millones de personas que diariamente se conectan a él? Habría que
cuestionarse: ¿Facebook es una herramienta para hacer más felices a las
personas? ¿Hay estudios científicos sobre qué porcentaje del uso de Facebook
está orientado al ocio, a matar el aburrimiento y la soledad, a crear
conflictos interpersonales y a hacer más hipócritas a las personas? No creo que
no los haya; y si los hay, ¿por qué no se divulgan? O ¿acaso es Facebook el
mundo de fantasía al que una parte de la humanidad está ingresando para evadir
el mundo real, mientras otra parte del mundo (la mayoría) aún vive presa en las
tinieblas de la ignorancia, el fanatismo, el oscurantismo religioso y las
dictaduras políticas? Personalmente, considero que Facebook es solo una
herramienta que es usada según el tipo y la calidad de la personalidad de quien
ingresa a ella. Como un cuchillo, que en las manos de un asesino es una
herramienta para quitar la vida; pero en las manos de un cirujano, es una
herramienta para prologar la vida. Entonces, el enfoque no está en Facebook
sino en la calidad de las personas (hablamos de millones de personas) que están
haciendo uso de esta poderosa herramienta de interconexión. Y es aquí, en este
último punto, que destaco las mejores expresiones de M.Z. en su discurso de
Harvard, las mismas que tienen una meta común: hacer de los seres humanos
personas más responsables y felices. Veamos:
“(…)
Somos parte de algo más grande que nosotros mismos, de que somos
necesarios, de que tenemos algo mejor por delante por lo que merece la
pena esforzarse. De ahí surge la auténtica felicidad”.
“Las
ideas no nacen ya formadas. Sólo crecen mientras trabajas en ellas.
Simplemente, hay que empezarlas. Si hubiese tenido que entender todo sobre
cómo conectar a la gente antes de empezar, jamás habría creado Facebook”.
“Os
juro que si dedicáis una hora o dos a la semana es todo lo que hace falta
para echarle una mano a alguien, para ayudarle a alcanzar su potencial”.
“Todos
podemos sacar tiempo para ayudar a alguien. Para darle la libertad de
encontrar su propósito. No sólo porque es lo correcto, sino porque cuanta
más gente pueda convertir sus sueños en algo grande, mejor será para
todos”.
“Esta
es la lucha de nuestro tiempo. Las fuerzas de la libertad, de la apertura
y la comunidad global contra las fuerzas del autoritarismo, el
aislacionismo y el nacionalismo. Las fuerzas a favor del flujo de
conocimiento, el comercio y la inmigración contra aquellas que quieren
frenarlos”.
“Que
la fuente de tu fuerza, la que bendijo a los que vinieron antes de ti, nos
ayude a encontrar el valor para que nuestras vidas se conviertan en
bendiciones”.
Creo que si de verdad M.Z. cree en ellas, entonces su producto
bandera, tendrá un sentido y un valor de alcance universal.
Era apenas un niño cuando
ocurrió el terremoto del 31 de mayo de 1970. Vivía con mi familia en el
balneario de Huanchaco, que está a solo 11 Km de Trujillo, la capital del
departamento de La Libertad, en el norte del Perú.
Mi país
había clasificado al Mundial de Fútbol de México 70, y casi todos los varones
del pueblo estábamos frente a un televisor en blanco y negro que la
Municipalidad había puesto para que podamos ver, con tranquilidad y esperanza,
el partido inaugural del máximo torneo del fútbol mundial.
El
local era de madera, y antes allí había funcionado la escuelita primaria del
balneario. Los niños estábamos sentados en el piso, frente al televisor, y en
cómodos asientos, los adultos. El ambiente era de mucha expectativa: los
adultos conversaban y bromeaban, y nosotros, los niños, nos jugábamos de manos
como era nuestra costumbre, matando el tiempo, cuando desfilaban por la
pantalla los fastidiosos e inoportunos comerciales. En nuestra inocencia no
asomábamos a entender que, por esos comerciales, es que era posible no solo la
transmisión del Mundial sino también las cautivadoras películas y series que
llenaban nuestro imaginario infantil de sueños y fantasías.
Ese día
había amanecido soleado y así había permanecido hasta el momento en que llenamos
el local de madera para ver la transmisión del Mundial. Siendo las 3 y 23
minutos de la tarde, se escuchó un ensordecedor ruido, como cuando un taladro
abre una carretera o una vereda. El potente ruido duró apenas unos segundos y
todos nos quedamos en silencio, tratando de entender qué podía ser ese
estremecedor sonido. Inmediatamente, al ruido, se sumó el movimiento del suelo
y de las paredes de una manera violenta y terrible. Los adultos, que estaban
más cerca de la única puerta de entrada al local, saltaron de sus asientos y
corrieron, estorbándose los unos y los otros, para ganar la salida.
Yo tomé
de la mano a mi hermano menor, que estaba a mi lado, tan asustado como yo.
Debido a la cortedad de nuestras estaturas nos colamos por entre las piernas de
los adultos que pugnaban desesperadamente por ganar la calle. Lo logramos. Ya
en la calle, el panorama era aterrador. Las paredes de las casas, unas de
quincha (caña y barro) y otras de adobe (solo barro) se sacudían con tal
violencia que, a verlas, nos daba la impresión de que estábamos sufriendo una
atroz pesadilla de la que no era posible despertar.
Creo
que el terremoto duró un poco más de un minuto. No podíamos correr porque el
suelo se movía como las olas del mar. Cuando, por fin, el ruido y el movimiento
cesaron, una nube de polvo, con la forma de un hongo atómico, se elevó sobre
Huanchaco, como si fuera el último suspiro de un moribundo.
Lo que
vino después será motivo de escribir un artículo específico para esta terrible
calamidad. Felizmente, en Huanchaco, no hubo víctimas mortales ni gran
destrucción. Pero, en el epicentro del terremoto, en la zona comprendida por Chimbote,
Casma y el Callejón de Huaylas, en el departamento de Áncash, las noticias que
llegaban, lentas pero seguras, daban cuenta de gran mortandad y destrucción.
Desde
ese aciago día, cada vez que he experimentado un temblor de tierra –ya no con
la intensidad del terremoto de 1970, pues desde ese evento hay un silencio
sísmico de muchos años– en mi subconsciente aflora el miedo y el espanto que
viví ese 31 de mayo. Mi vida quedó marcada por este fenómeno de la naturaleza
y, desde entonces, siempre anhelé conocer la zona del Callejón de Huaylas, que
fue la más afectada por el terremoto.
Han
pasado muchos años ya de ese espantoso suceso, y la vida me ha dado la
oportunidad de viajar hasta el Callejón de Huaylas, movido, silenciosamente,
por ese deseo de llegar hasta la zona más castigada por el terremoto del 70 y
ver in situ la geografía de la
catástrofe y conocer el entorno físico y espiritual de esta zona del Perú.
Llegando
a Huaraz
Llegamos a Huaraz, la capital
del departamento de Áncash, en la madrugada del viernes 3 de marzo de 2017. En
tan solo siete horas y media habíamos pasado del verano al invierno. Nuestro
Trujillo, que está en el norte del Perú, venía soportando temperaturas de 33
°C, así que al llegar a Huaraz, a eso de las 4:30 de la madrugada, sentimos la
pegada del cambio de temperatura: 9 °C marcaba el reporte del tiempo en mi
celular.
Con mi
sobrino Juan Pablo y su hijo Juan Andrés, de apenas siete años, nos subimos a
un taxi que nos esperaba puntualmente en el terminal, y que había sido proveído
por la agencia de turismo contratada para nuestro tour al Callejón de Huaylas.
Después de instalarnos en el Hotel Valencia II, y asearnos ligeramente, nos metimos
a la cama para recuperar parte del sueño perdido durante el viaje.
Juan Andrés posando en la puerta del Hotel Valencia II.
Primer día
Rumbo
a la laguna de Llanganuco
Pocas horas después, el
servicio de tour nos tocó la puerta para desayunar y partir rumbo a la laguna
de Llanganuco que está a 3,850 m.s.n.m. Nos advirtieron que lleváramos ropa
abrigada, pues, debido a la altura, la temperatura en la laguna estaba relativamente
baja. Para llegar a este destino habríamos de pasar por algunos lugares, en los
que pararíamos para disfrutar del paisaje, tomarnos fotos y saborear algo
tradicional.
Nuestra
primera parada fue en la ciudad de Carhuaz. Allí nos detuvimos para degustar
unos ricos helados hechos con frutas de la zona. Después de comprarlos, nos
dirigimos a la plaza mayor de la ciudad en donde nos encontramos con un grupo
de mujeres campesinas que se habían reunido, en torno a un cajero móvil del
Banco de la Nación. Me acerqué hacia ellas con mi cámara pero algunas mostraron
sentirse incómodas, por lo que asumí una actitud más prudente. Todas hablaban
en quechua. Me llamó mucho la atención su vestimenta, que estaba conformada por
atuendos de diferentes y vivos colores. No tenían el concepto de la combinación de los colores que manejamos los habitantes
de la costa, en el cual un color solo puede combinar con una muy limitada gama
de otros colores. Ellas, en cambio, podían combinar todos los colores con la
mayor naturalidad; y creo que mientras más vivos y contrastantes, mejor. Todas
usaban sombreros y se les veía robustas y saludables. Pude acercarme a una que
otra de ellas y atisbar en su mirada, paz interior, conformidad con la vida,
indisposición para mezclarse e inocente alegría.
Mujeres campesinas en la Plaza Mayor de Carhuaz.
Después
de saborear los ricos helados de Carhuaz e intentar acercarme a las mujeres
campesinas reunidas en la plaza, abordamos nuevamente la couster, que nos
llevaría a nuestro próximo destino: el camposanto de Yungay.
El
camposanto de Yungay
El camposanto de Yungay es el
conjunto formado: i) por la pampa que
ha quedado del antiguo pueblo de Yungay arrasado por el aluvión que se produjo
minutos después del terremoto del 31 de mayo de 1970, y ii) por el viejo cementerio, conformado por cuatro niveles, cuyos
dos últimos, no fueron alcanzados por el aluvión y fue lugar de salvación de algunos
que lograron llegar hasta ellos.
Debajo de
la pampa ha crecido una exuberante vegetación que ofrece a los visitantes un
bello espectáculo de flores de los más distintos colores y morfologías. Sin
embargo, debajo de ella, están los cuerpos de más de veinte mil pobladores del
antiguo Yungay que no pudieron salvarse ante la llegada de la sábana de lodo y
piedras que traía un desprendimiento del nevado Huascarán.
Hermosa flora que crece sobre los restos de miles de yungaínos
sepultados por el aluvión de 1970.
En un
blog he encontrado esta descripción de lo que ocurrió
en la ciudad de Yungay, cuatro minutos después del terremoto: “La ciudad de
Yungay quedó totalmente enterrada bajo el aluvión que se desprendió del monte
Huascarán por efecto del terremoto, el cual se estima que viajó a través de 16
Km. bajando verticalmente entre 3,000 a 4,100 mts. con una velocidad promedio
de 280 Km. por hora sepultando y arrasando con la vida de los yungaínos y de
distintos barrios como Chuquibamba, Armapampa y Tullpa entre muchos otros. Sin
embargo, hubo habitantes que se salvaron de la catástrofe ya que se encontraban
en el circo ´Verolina´, que se ubicó en una parte elevada del pueblo, o también
las personas que corrieron a refugiarse en el cementerio de la ciudad, la cual,
era una antigua fortaleza pre-inca.”
Antiguo cementerio yungaíno que quedó en pie después del aluvión.
Una vez
entrado en el camposanto el sol hace caer sus rayos de manera inmisericorde,
como si no le gustara la llegada de visitantes. Es tal el violento incremento
de la temperatura que nadie dudó en quitarse, inmediatamente, parte de la
indumentaria para dar un alivio al cuerpo frente al inclemente calor.
Mi
corazón sintió, inmediatamente, una profunda tristeza, cuando comencé a
recordar las vivencias del terremoto en Huanchaco, siendo apenas un niño
entrando en la pubertad. Pensar –me dije– que mientras de la mano de mi hermano
menor pugnaba por abandonar la sala de madera en que esperábamos el comienzo
del Mundial de Fútbol de México 70, en ese mismo momento, miles de mis
compatriotas, estaban perdiendo la vida bajo los escombros de sus casas,
primero y, minutos después, bajo el látigo del lodo y piedras que venía con
toda su furia desde el Huascarán.
Nuestro
guía –más conocido como “Alpaca Fashion”– se esforzaba por transmitirnos la
gravedad de los hechos acaecidos ese 31 de mayo de 1970, a las 3:23 de la
tarde. La mayoría de personas que conformábamos el grupo “Los Chasquis” eran
jóvenes que no tenían idea, por un lado, de lo que significaba un terremoto, y
por otro, de lo que debieron haber vivido esas miles de almas yungaínas presas
del infortunio. Pero yo escuchaba en silencio sus palabras, y las guardaba en
mi corazón, porque yo sí había experimentado –aunque a miles de kilómetros de
distancia del epicentro– el poder y el horror de ese cataclismo.
El autor de estas memorias (izquierda) con sus sobrinos Juan Pablo (centro)
y Juan Andrés (derecha). Aquí estamos en el cuarto nivel del cementerio, que es coronado
por la efigie del Cristo de Nazareth.
Pero
teníamos que proseguir con el tour. La próxima parada sería la laguna de
Llanganuco. Subiríamos de 2,500 m.s.n.m. a 3,850 m.s.n.m. Después de tomarnos
las fotos de rigor, abordamos la couster, para seguir ascendiendo a través del majestuoso
pasadizo que conforman las cordilleras Negra y Blanca.
La
laguna de Llanganuco
Decir que vamos a ir a la
laguna de Llanganuco, es decir que vamos a ir a visitar a dos imponentes
montañas de la cordillera Blanca ancashina que le dan origen: el Huandoy (de
6,395 m.s.n.m.) y el Huascarán (de 6,768 m.s.n.m.). La estación veraniega del
hemisferio sur el planeta, aunado al cambio climático, han determinado que en
la época de nuestro viaje no hayamos podido ver la blanca nieve coronando sus
cumbres. Sin embargo, gruesas capas de nubes de color plomizo están, cual un
gigantesco nido de aves, adornando sus cumbres, que mezclado con el color
cuarcita de ambas montañas, ofrecen un paisaje de férrea y pétrea belleza
natural. El impacto de las nubes sobre las frías montañas determinan la
formación de muchos torrentes que descienden hasta formar la laguna de
Llanganuco, nutriéndola de aguas muy frías y cristalinas, de las que no pude
resistir llevarme unos sorbos a la boca. Sobre ambas montañas y la laguna existe
una hermosa pero triste historia, que pasaré a transcribir:
Hace
muchos años, una poderosa tribu se asentaba en las faldas de la cordillera. Era
gobernada por un cacique benévolo.
El
cacique deseaba que su hija Huandi se casara con un monarca del reino vecino,
pero la princesa mantenía amores secretos con Huáscar, uno de los más apuestos
soldados de la guardia.
Una
noche, la princesa fue a encontrarse con su galán, pero fue descubierta por uno
de los servidores, que dio parte de este hecho a su señor.
Encolerizado
el monarca, ordenó que fuera llevada ante él.
– Te
prohíbo que ames a este hombre. Nunca más volverás a verlo – le dijo.
Los dos
jóvenes decidieron salvar su amor y se fugaron. Pero pocos días después, fueron
aprehendidos y llevados ante la presencia del cacique, de cuyos labios
escucharon el castigo.
–
¡Átenlos a la cumbre más alta! – exclamó – No merecen mi perdón.
La
princesa y su amado fueron atados frente a frente, en unas rocas que se
encontraban en las cumbres más altas. Ahí sólo recibieron la inclemencia del
frío y la nieve.
El
sufrimiento les hizo derramar lágrimas en abundancia. Pero un día, el dios de
los Huaylas se compadeció de ellos y los convirtió en dos soberbios nevados,
que se levantaron desafiantes por encimas de las cordilleras.
La bella
princesa Huandi quedó transformada en el Huandoy. Y el apuesto joven, en el
Huascarán. Las lágrimas de los jóvenes dieron origen a numerosos torrentes que
formaron dos hermosas lagunas: la laguna de Parón y la de Llanganuco, respectivamente.
Y allí
permanecerán siempre, como un eterno símbolo del amor imposible.
En la foto Juan Pablo, Juan Andrés y yo, listos para comenzar nuestro paseo
en bote por las frías aguas verde turquesa de la laguna de Llanganuco. Nótese
a la izquierda el Huandoy, y a la derecha, el Huascarán.
Pasear
en bote en la laguna es una experiencia aparte. Se paga cinco soles, lo que
incluye el alquiler de un salvavidas y el paseo propiamente dicho. Juan Andrés,
con tan solo siete años, estaba intacto: la altura de más de 3,000 m.s.n.m. no
había hecho mella en él. Yo me sentía ligeramente mareado. En el bote, Juan
Andrés estaba muy preocupado. “¿Y si se da vuelta el bote y nos caemos?”, me
preguntó. “No te preocupes, hijito –le dije–; si eso pasa tenemos los
salvavidas puestos, y el primero en salir serás tú porque eres un niño”. Esto
lo tranquilizó, pero no pudo apartar de su rostro el inoportuno rictus de la
preocupación.
Conforme
se avanza hacia el centro de la laguna, comenzamos a experimentar un frío
profundamente benéfico. De pronto, comenzó a garuar, y las gotas heladas caían
sobre nuestros rostros como saetas bendecidas enviadas por Dios. No pude
resistirme al deseo de tocar las aguas verde turquesa de la laguna. A lo que el
pequeño Juan Andrés también quiso imitar y tuvimos que tomarlo de los pies para
que no se caiga del bote.
El autor de estas memorias, Juan Andrés y su papá Juan Pablo
teniendo como fondo la hermosa laguna de Llanganuco con el nevado Huandoy.
Después
del paseo, disfrutar de la biodiversidad de la laguna es un espectáculo aparte.
Crecen a su amparo centenares de plantas, flores, arbustos y árboles que
solamente se encuentran en esa zona y que, además de proveer un paisaje
singular, ofrecen propiedades curativas que son aprovechadas por los lugareños,
y también, materia de estudio de los especialistas. Entre esta biodiversidad,
destacan unos hermosos árboles dorados llamados queñuales.
En la foto Juan Andrés (derecha), y yo, posando al lado de un árbol queñual.
Una vez
que se abandona la laguna de Llanganuco, el hambre comienza a hacer sus
estragos, por lo que, en el camino, de retorno a Huaraz, los restaurantes de la
zona invitan a degustar de la gastronomía yungaína. Por unos 15 soles (aprox. 5
dólares) se puede disfrutar de platos como la pachamanca, el picante de cuy, la
llunca (sopa de gallina con trigo), la trucha frita y otras delicias.
Y como
no puede faltar el postre, después de almorzar, se avanza en dirección
noroeste, descendiendo hasta los 2,290 m.s.n.m. para llegar a la ciudad de
Caraz, capital de la provincia de Huaylas, conocido como "Dulzura",
especializada en la fabricación de productos lácteos como el manjar blanco y
todo tipo de dulces elaborados a partir de este insumo. Además, es reconocida
por la producción de flores con calidad de exportación.
Cuando
la tarde comienza a ceder, y las sombras de la noche se esparcen por el
Callejón de Huaylas, es tiempo de retornar a la ciudad de Huaraz después de
haber experimentado un fascinante primer día de nuestro tour; pero nuestro guía
-“Alpaca Fashion”- no nos da tregua. Aún nos falta admirar las bellezas que
salen de las manos de los artesanos del Centro Artesanal de Taricá. Taricá es un distrito que trabaja con la
arcilla y la cerámica y representa los motivos de su cultura en diversos
tamaños y colores, que van de acuerdo al gusto de sus visitantes. Esta zona se
ha convertido en el centro artesanal de Huaraz albergando -en todo su recorrido-
casi 20 locales de artesanos que están a la espera de brindar la magia que sale
de sus manos.
Exhaustos
de tanta belleza y curiosidades, llegamos a nuestro Hotel Valencia II -ubicado
en pleno centro de Huaraz- para darnos una ducha con agua muy caliente, y salir
a cenar y recorrer la ciudad de Huaraz, aunque sea en las horas de la noche.
En la foto con Rivelino "Alpaca Fashion", uno de los excelentes guías ofrecidos
por la agencia "Inversiones Perú Servicios Turísticos S.R.L."
En la foto con Elsa Janampa, una de los excelentes guías ofrecidos
por la agencia "Inversiones Perú Servicios Turísticos S.R.L."
Segundo día
Rumbo
a la laguna de Querococha
Unos golpes insistentes a la
puerta me sacaron de la cama. Era Juan Andrés diciéndome que había que ir a
desayunar porque los de la agencia de viajes ya estaban esperándonos para salir
rumbo a la laguna de Querococha.
Rápidamente
me di un duchazo y, en cuestión de minutos, ya estábamos desayunando en el restaurante
del hotel un rico jugo de mango, una caliente infusión de mate de coca, pan con
mantequilla, mermelada y/o queso.
Subimos
a la couster que recorrió varios hoteles de Huaraz hasta completar su capacidad.
Nuestro destino principal era Chavín de Huántar y el templo preinca, pero en el
camino debíamos admirar la parte sur de la Cordillera Blanca, detenernos en la
laguna de Querochoca (que está a 3,980 m.s.n.m.), recorrer el Callejón de
Conchucos y pasar por el túnel de Cahuish (que está a 4,550 m.s.n.m.).
Juan Andrés con el fondo de la parte sur de la Cordillera Blanca,
camino a la laguna de Querococha
El
camino que lleva a la laguna de Querococha es admirable. Los ojos no dan
crédito a la exuberante belleza de las montañas que aún mantienen sus cuotas de
nieve, transmitiendo una sensación de paz y grandeza en el horizonte de un
paisaje alfombrado por el verdor de los pastizales y cruzado por innumerables canales
en las que discurren –como arterias de acero–frías aguas cristalinas
provenientes de los nevados. El cielo azul intenso, encapotado de níveas nubes,
completan un paisaje de esplendor único en el mundo.
Embelesados
por tanta belleza, llegamos a la laguna de Querococha. Estamos, allí, a 3,980
m.s.n.m. La temperatura bordeaba los 5 °C. Había que abrigarse para poder salir
de la couster y descender, a pie, hasta la laguna, por un caminito empedrado.
El
paisaje es muy bello. La laguna tiene como guardián a un hermoso nevado que es
parte de la publicidad de una conocida marca de agua de mesa de nuestro país. La
temperatura de las aguas del lago son muy frías, pero nunca faltan los
excéntricos que retan a la laguna ingresando descalzos a ella.
Juan Andrés y yo, disfrutando de la sensación de libertad
que nos da la laguna de Querococha
Después
de admirar esta hermosa laguna, nos subimos a la couster para enrumbarnos hacia
el callejón de Conchucos, con destino a Chavín de Huántar.
Cristo de Nazareth que domina el ingreso al callejón de Conchucos.
Al
llegar a Chavín de Huántar tenemos que esperar unos minutos para registrarnos y
adquirir las entradas a los restos arqueológicos de la cultura preinca conocida
como Chavín.
Una vez
hecho esto, ingresamos al área arqueológica, acompañados de nuestro guía Elsa
Janampa. Lo primero que llama nuestra atención es una maqueta del esplendor del
templo Chavín. También unas réplicas de la estela Raimondi y el lanzón
monolítico Chavín. A los costados del camino que conduce al centro ceremonial y
al templo Chavín crece un cactus que se denomina San Pedro. Este cactus da
origen a un turismo muy especial en esta zona: el turismo espiritual. Tiene una
larga tradición en la medicina tradicional andina. Algunos estudios
arqueológicos han hallado evidencias de su uso que se remontan dos mil años, a
la cultura Chavín.
Maqueta del Templo Chavín, la estela Raimondi y planta de San Pedro.
Aparece
el San Pedro (Tricocereus pachanoi)
en la iconografía de Chavín. La civilización andina, como otras, edificó su
construcción religiosa en el uso de enteógenos, por lo que se puede suponer que
el San Pedro fue usado en la liturgia que reunía a sacerdotes y creyentes. Era
utilizado por los nativos en las festividades religiosas por sus propiedades
enteógenas debido a la gran cantidad de alcaloides que tiene, especialmente
mescalina. Se preparaba una bebida llamada "aguacoya"," o “cimora”
que generalmente se mezclaba con otras plantas enteógenas. Actualmente es
extensamente conocido y utilizado para tratar afecciones espirituales,
nerviosas, de articulaciones, drogodependencias, enfermedades cardíacas e
hipertensión, también tiene propiedades antimicrobianas.
Según
la revista online Cannabis Magazine “entre una y cuatro
horas después de ingerir [el brebaje a base de San Pedro] se puede sufrir uno o
varios efectos secundarios desagradables: náuseas, vómito, mareo, sudoración,
palpitaciones, dolores de estómago, pecho, cuello y cabeza, temblores y
destemple (sensaciones de calor y frío), necesidad urgente de orinar, y
malestar general. Algunas personas sienten como que están al borde de la
muerte, con gran ansiedad y temor…pero esta fase pasa y nadie se muere, al
contrario es vivificante y renovador, se siente euforia, alegría y exaltación,
felicidad y ensoñaciones, fantasías agradables, visiones, distorsión de las
percepciones sensoriales, sinestesia y ánimo contemplativo. Las visiones son lo
más impresionante, pero no todas las personas las tienen. Los pensamientos y
las imágenes surgen a toda velocidad durante ocho a diez horas, aunque pocos
dicen haber sentido cansancio.”
Nuestra
guía, aseveró haber tenido cinco sesiones –en fechas indistintas- del brebaje a
base del San Pedro. “Yo antes era una niña llorosa y tímida –nos dijo-, pero
ahora soy una mujer muy diferente”. Y ¡vaya que es una mujer diferente!; es
toda una profesional como guía turística, transmitiendo con propiedad y solvencia
no solo los contenidos de las maravillas físicas que se pueden ver en el callejón
de Conchucos sino, también, los contenidos espirituales y culturales que van
aparejados a dichas experiencias con la naturaleza y la cultura de esta zona
del Perú.
Todo lo
referente al San Pedro, es en realidad, un paso previo que nos prepara para
poder acercarnos a los restos de la cultura Chavín. Conforme se avanza en dirección
al santuario, por un camino rodeado de hermosa vegetación, se llega a la plaza
principal del templo que tiene la forma de la chacana. La
etimología de la palabra nacería de la raíz quechua “chaka” (puente, unión) y
el sufijo "-na" (instrumento), y la "chakana" como símbolo
representaría un medio de unión entre el mundo humano y el hanan pacha (lo que está arriba o lo que es grande).
En
efecto, en la cosmovisión religiosa de la cultura Chavín el universo estaba dividido en el mundo del agua, los ríos y la tierra, el
mundo del aire (supramundo) y el mundo de abajo (inframundo).
Juan Andrés, teniendo como fondo el patio ceremonial en forma
de chacana y el templo antiguo piramidal.
La
impresión que me llevo de esta gran cultura preinca es que fue una civilización
que supo unir a las tres regiones naturales de nuestro país: la costa (por sus
líneas urbanísticas fundadas en la piedra, el barro y la caña), la sierra (por
su ubicación enclavada en los Andes) y la selva (por su iconografía felínica y
ofidea). Ellos representan para los peruanos de hoy un ejemplo de fusión de
nuestras tres grandes formaciones geosocioculturales.
Construcciones líticas Chavín que están abiertas al público y que son conformantes
de la plaza ceremonial en forma de chacana.
Chavín
es pues el centro del centro del Perú. En su alma están, unidos como las
piedras de sus construcciones, el espíritu del hombre costeño, serrano y
selvático. Si hay una cultura que debe ser el símbolo de la unidad peruana, esa
es la cultura Chavín.
Pero
esta unidad no solo está en el espacio geográfico del Perú antiguo sino también
en los espacios del espíritu humano. Su visión tridimensional del mundo (el
mundo de la superficie, el supramundo y el inframundo), todos unidos por ese
complejo barroco que es la estela de Raimondi, constituye un modelo de la
trascendencia de la vida para el hombre peruano de todas las edades. Hay un
profundo y poderoso mensaje que traspasa la historia y nos llega como un
llamado a la unidad con la Tierra, con el hombre y con la divinidad, cualquiera
que sea la forma y el concepto que tengamos de éste.
Después
de vivir esta experiencia, casi mística, en Chavín, nos desplazamos hasta la
ciudad de Chavín de Huántar a disfrutar de un delicioso almuerzo a base de
trucha frita.
Tercer día
Qué rápido llegamos a nuestro
tercer día del tour. La noche anterior estuvo lloviendo y de vez en cuando me
despertaba el agradable ruido de la lluvia. Cuando amaneció, Juan Andrés ya
estaba tocándome la puerta para que “no me quede dormido”. Después de
desayunar, salimos a la calle para subir a la couster que estaba esperándonos.
La ciudad de Huaraz lucía con un sol resplandeciente, y nada hacía adivinar que
la noche anterior había llovido sin parar.
Hoy nos
trasladaríamos hacia el punto cumbre de nuestro tour: el nevado Pastoruri. El
rostro de Juan Andrés reflejaba toda la alegría y ansiedad que puede
desarrollar un niño de siete años ante un suceso tan extraordinario. Debo
reconocer que yo también me encontraba excitado. Estos días habían significado
para mí un retiro de todo cuando significaban la presión y el estrés del
trabajo y de las obligaciones que uno va asumiendo conforme se avanza en la
vida. Me sentía vivificado, y conforme salíamos de la ciudad de Huaraz, y la
parte sur de la cordillera Blanca se hacía más visible con sus cumbres níveas,
mi espíritu se regocijaba, y me volvía más consciente de que me encontraba en
un lugar casi sobrenatural, en donde la temperatura, el cielo, el aire y la
tierra se concertaban para ofrecer a los vivientes una sensación de libertad y
desasosiego.
Después
de admirar, maravillados, los hermosos paisajes de la parte sur de la
cordillera Blanca que discurren veloces por la amplia e impecable ventana de la
couster -ríos, puentes, quebradas, pampas, valles, canales, bosques, todos
teniendo como telón de fondo las imponentes y silenciosas montañas coronadas de
nieve- nos detuvimos en un recodo de la carretera para fotografiarnos, respirar
el exquisito y frío aire andino y humedecer las manos en las destellantes aguas
que discurren por unos canales que vienen desde las faltas de los nevados.
Juan Andrés y su papi aprovechando un alto en el camino para fotografiarse
con el hermoso paisaje andino
Luego
seguimos adelante hasta llegar a un lugar del cual brotan del suelo aguas
gasificadas, conocido como la laguna de Pumashin. El lugar ha sido tomado por
los aldeanos que aprovechan la llegada de los turistas para ofrecer
oportunidades de tomarse fotografías.
Juan Andrés en las aguas gasificadas de Pumashin.
Pero,
además de este hermoso paisaje de aguas gasificadas que brotan del suelo, en sus
proximidades crece una planta que es única de las alturas de Perú y Bolivia: la
puya Raimondi. Es una planta, pariente de la piña, de aspecto impresionante. Este
bosque de puyas crece a 4.400 metros sobre el nivel del mar.
La puya
Raimondi es una planta muy rara. Tiene un tallo grueso y puede medir hasta 12
metros de alto. Lleva el apellido del investigador italiano Antonio Raimondi,
quien realizó la primera descripción botánica del vegetal andino. El proceso de
florecimiento de las puyas se inicia en mayo y en octubre está en su máximo
esplendor con miles de flores que brotan de su larga figura. El fenómeno
natural dura hasta diciembre. Se estima que 20.000 flores se desarrollan solo
una vez en la vida por cada planta.
Juan Andrés y yo, en el bosque de las puyas Raimondi.
Después
de vivir esta hermosa experiencia y fotografiarnos con las hermosas puyas, nos
encaminamos al último destino de nuestro tour: el nevado Pastoruri.
Conforme
se avanza en la carretera que bordea la cordillera y se va subiendo más y más,
comienza a sentirse en el organismo los efectos de la altura: un ligero
bochorno, dolor de cabeza y suaves mareos.
Subida en la cordillera Blanca rumbo al nevado de Pastoruri.
Por
fin, la couster, se detiene y tenemos que bajar. Estamos a 5.000 m.s.n.m. y a
una temperatura de -2 °C. Hemos llegado a la zona de amortiguamento (una especie de base en donde hay servicios
higiénicos, un pequeño y pintoresco boulevar
y primeros auxilios). De aquí hay que caminar casi tres kilómetros y medio para
llegar a las faldas del nevado Pastoruri. Para ello se ha construido un camino
con piedras que permite a los viajeros ascender a paso firme durante 200 metros
más, hasta llegar a los 5.200 m.s.n.m., que es la altura a la cual se
encuentran las faldas del ansiado Pastoruri.
Los lugareños
han montado un negocio de transporte a caballo, en el que, por la módica suma
de quince soles, dos personas (cada una en un caballo) pueden ser trasladadas
hasta las faldas del Pastoruri y ahorrarse la agotadora caminata, de casi 45
minutos, a más de 5 mil metros de altura sobre el nivel del mar.
Al
comenzar a ascender por el camino empedrado, sentí que las fuerzas no me iban a
acompañar hasta la meta. Mientras tanto, Juan Pablo y Juan Andrés, me llevaban
casi como cien metros de ventaja. “¿Qué le pasa a Juan Pablo? Acaso quiere que
le dé el mal de altura junto con el pequeño Juan Andrés?”, me dije preocupado.
Seguí
caminando y ya no volví a verlos más. Lo único que veía era a otros visitantes
que también avanzaban haciendo su mayor esfuerzo; pero a Juan Pablo y a Juan
Andrés ya no los veía más. Yo me sentí muy mal porque estaban ocurriendo dos
cosas: o yo me había retrasado mucho, o ellos me habían sacado una ventaja
haciendo gala de unas fuerzas casi sobrenaturales.
Me
apoyé en un recodo del camino para poder descansar, tratar de respirar el poco
oxígeno que queda en el aire gélido de la montaña y, sobre todo, tomar la
decisión de continuar ascendiendo o volverme hacia la zona de amortiguamiento.
Cuando estaba a punto de tomar esta última decisión, siento que se acercaban
dos personas tratando de hacerse entender con un joven de rasgos asiáticos. El
pobre joven daba señalas de no entenderles nada. Entonces esperé a que se
acerquen más hacia mí y, tomando la iniciativa, le pregunté al joven asiático
si sabía hablar inglés. Me dijo que sí. Entonces le traduje lo que los otros
jóvenes le querían decir. Su rostro, entonces, dibujó una amplia sonrisa,
expresando que podía entenderme. El asiático se despidió de ellos y se quedó
conmigo, preguntándome:
-- ¿Estás cansando?
-- Mucho –le respondí.
-- Tienes que seguir adelante –me
dijo.
Esas
palabras tuvieron un efecto determinante. Muchas veces en la vida, necesitamos
que alguien nos diga que no debemos detenernos ni retroceder. La mente y el
espíritu humanos necesitan el poder de la palabra. Y vaya que la palabra de
este chico tenía mucho poder.
Comencé
a sentir calor. Una nueva energía se apoderó de mí, y me despojé de la casaca
que llevaba puesta.
-- Sí. ¡Claro que tenemos que
seguir adelante! –le respondí.
Con Taiki, el joven de 22 años de Tokio que me alentó a llegar a la meta: el nevado Pastoruri.
Y
mientras charlábamos e intercambiábamos nuestros nombres, gustos, estudios y
tantas cosas que se dicen dos personas que recién se conocen, llegamos a
nuestro destino: las faldas del nevado Pastoruri!
El
paisaje es sobrecogedor. La temperatura es más baja y me obligó a ponerme
nuevamente la casaca. Las nubes, la nieve y el agua cristalina conforman una
mixtura que envuelve no solo el cuerpo sino también el alma.
Ahí
estaban Juan Pablo y Juan Andrés tomándose fotos; y por ese instante olvidé que
andaba buscándolos. Nos acercamos con Taiki hacia ellos y nos dimos con la sorpresa de que el pequeño Juan Andrés padecía los efectos de la altura. Después de aliviarlo un poco, nos tomamos más fotos
para, posteriormente, enrumbar por el camino de retorno hacia la zona de
amortiguamiento.
Juan Pablo, Taiki, Juan Andrés y yo en las faldas del Pastoruri, a 5.200 m.s.n.m
Después
de despedirnos de Taiki –no sin antes invitarme a que lo busque cuando visite
Tokio- nos dirigimos a la couster a comer chocolates para reponer fuerzas y
continuar el camino de retorno hacia la ciudad de Huaraz. Durante el trayecto le pregunté a Juan Andrés, cómo así habían llegado tan rápido y antes que yo. Muy suelto de huesos, me respondió: "Es que alquilamos dos caballos, tío Freddy".
Epílogo
Fueron tres días en el Callejón
de Huaylas que pervivirán en mi mente hasta que Dios me dé vida.
Escribo
estas memorias para alentar a quienes no han tenido esta experiencia a no dejar
pasar más el tiempo y llegar hasta este rincón de nuestra patria que tiene
imágenes, sonidos, olores, sabores y vivencias que nos harán amarla y quererla con mayor
intensidad.
También
las escribo con la finalidad de que cuando Juan Andrés vuelva a leer estas
memorias, y yo ya no esté en este mundo, cumpla con la promesa que ha hecho de
retornar al Callejón de Huaylas con su propia familia, y vivir con ella una
nueva y diferente dimensión del poder y la magia que se desprenden de su historia y de cada uno
de sus maravillosos paisajes.
El aluvión que destruyó a Yungay, según el plumón de Juan Andrés.
Las cabezas clavas de Chavín de Huántar, según el plumón de Juan Andrés
El Lanzón Monolítico Chavín, según el plumón de Juan Andrés.
La cordillera Blanca, según el plumón de Juan Andrés.
Finalmente, invito a visualizar el siguiente video que resume, en 23 minutos, lo que fue nuestro inolvidable tour de tres días en el Callejón de Huaylas.