Por Freddy Ortiz Regis
La euforia por la probable
clasificación de la selección de fútbol de mi país a un mundial ha despertado
hermosos recuerdos de mi infancia y de mis años mozos, cuando alcanzamos la
oportunidad de asistir a otros mundiales. El Perú ha participado en cuatro ediciones
de la Copa del Mundo (1930, 1970, 1978 y 1982), siendo sus mejores resultados
los cuartos de final alcanzados en 1970 (donde ganó el Premio al Juego Limpio).
De estas cuatro participaciones, me
ha tocado vivirlas todas, menos la de 1930, pues aún no venía a este mundo. El
mundial que más recuerdos me trae es el Mundial de México 70. Era apenas un
crío que salía de la infancia para ingresar en la pubertad cargada de
interrogantes, desafíos y temores. Clasificar a un mundial representó para mis
tiernos años un ingrediente de alegría, felicidad y orgullo. Desde la pequeña
caleta de Huanchaco, a donde llegué a vivir con mis padres y mis hermanos,
procedentes de la fría y nublada capital, la clasificación del Perú al mundial
de México, representó para mi generación un oasis en el desierto de la rutina y
el monótono quehacer de todos los días.
Todo se pintó del color de la
esperanza en la selección. La canción “Perú campeón” fue la pista musical de
nuestras vidas. Nuestros héroes de siempre –Batman & Robin, Supermán y los
míticos tripulantes del Enterprise– tuvieron que aceptar ser reemplazados
–momentáneamente– por Challe, Miflin, Cubillas, Perico Léon, Nicolás Fuentes
y Chumpitaz. Hasta las figuritas que coleccionábamos en álbumes – de los más
diversos y educativos– fueron trocadas por el álbum de la selección peruana.
Allí nos arremolinábamos alrededor de las imágenes de nuestros nuevos ídolos.
Ellos encarnaban al hombre peruano que debía brillar en el mundo entero. Y
hasta la naturaleza no permaneció impasible ante el frenesí que embargaba a
doce millones de peruanos: el día de la inauguración del Mundial de México 70,
a las 3:30 de la tarde, cuando millones de peruanos estábamos frente a la
pantalla de TV, la tierra tembló en el centro y norte de la costa de nuestro
país como nunca antes, llevándose la vida de más de setenta mil de nuestros
compatriotas.
Y a partir de ese aciago 31 de mayo
de 1970 –el mismo día en que se inauguró el Mundial de México 70– vivimos
sentimientos encontrados: dolor por la magnitud de la tragedia y alegría por
los triunfos que nuestra selección nos tenía preparados en el máximo torneo del
fútbol mundial. Y así, mientras enterrábamos a nuestros muertos y nuestros
corazones se alegraban por las hazañas de nuestro seleccionado, al final
quedamos como la séptima potencia futbolística del mundo, a quien solo le pudo
ganar Alemania y Brasil (el campeón).
Hoy han transcurrido 47 años del
Mundial de México 70, y 35 años de la última vez que participamos en un
mundial. Ya no somos los niños que gritamos los goles de nuestros héroes
futbolistas; pero nuevamente percibimos la misma ola, la misma euforia, el
mismo clamor que nos embargó cuando nuestra selección nos regaló la alegría de
ir a un mundial.
Durante estos últimos años hemos
sufrido –no por nosotros sino por nuestros hijos y nietos– cada eliminatoria de
nuestro seleccionado. Por ello, ahora, que los vemos cantando las nuevas
canciones, coleccionando los nuevos álbumes, vistiéndose con la camiseta roja y
blanca de sus nuevos héroes y compartiendo en las redes sociales su esperanza e
ilusión por llegar –¡ahora sí!– al Mundial de Rusia 2018, no podemos evitar el
dejar caer una lágrima por el recuerdo de los años gloriosos de nuestro fútbol
en donde deporte y esperanza, fútbol y pasión, significaban lo mismo.
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