Por Freddy Ortiz Regis
- Tío Freddy, ¿Halloween es del diablo, di?
Yo me quedé mirando a mi pequeño y guardé profundo
silencio. “Dios -me dije para mis adentros-, ya está en edad de sufrir por
estas banalidades”.
En apenas segundos mi vida pasó –a la velocidad de
la luz- discurriendo por mi mente los años en que mi alma se debatía en asuntos
como el que ahora me planteaba mi adorado niño. Sentí pena por mí, y sentí pena
por él. ¿Por qué su infancia habría de ensombrecerse en la dilucidación de
estos asuntos? ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que la realidad es mucho
más compleja que la simple dicotomía a la que pretende reducírsela? Pero tenía
que darle una respuesta; una respuesta que –sin ofrecerle la solución al
problema- significara un punto de partida que la vida se encargaría de
negársela o confirmársela.
- Escúchame, Juan Andrés –le dije. En primer lugar,
¿por qué dices que Halloween es del diablo?
- Pues, porque se disfrazan de brujas, de demonios
y de muchas cosas feas que son del diablo –me respondió con completa seguridad.
- Hijo –le repliqué-, no son las cosas o los hechos
los que determinan que algo sea del diablo. Si hay algo diabólico en este mundo
es la maldad que brota de los corazones y de las mentes de las personas.
Disfrazarse y pasar un momento de alegría con artilugios que expresan
manifestaciones de la cultura universal no es diabólico. Son las intenciones
las que determinan el carácter diabólico o sagrado de algo.
- No tío, Freddy –respondió el niño-. Halloween es
del diablo, y yo soy de Jesús, y por ello no celebro Halloween.
Terminamos de almorzar y salimos de casa al
paradero del bus rumbo al colegio en donde cursa el segundo grado de primaria.
No era fácil sembrar en su mente una idea que le sirviera de fundamento para
que –individualmente y con la ayuda de Dios- pudiera llegar a conclusiones
personales sobre este tema. Bajamos por el ascensor al primer piso y salimos
del edificio en dirección al paradero.
En el camino algo se me ocurrió:
- Escúchame, Juan Andrés. Te voy a hacer una
pregunta. ¿Un cuchillo es diabólico o sagrado?
Mi pregunta tuvo como respuesta el silencio.
Entonces, volví a la carga y le dije:
- Juan Andrés, te voy a demostrar que son las
intenciones lo que importa. Si un asesino toma el cuchillo y con él mata a una
persona, ¿quién es el diabólico?, ¿el cuchillo o el asesino? ¡Respóndeme!
El niño quedó pensativo unos segundos y, con total
seguridad, dijo:
- El asesino, pues.
- ¡Exacto, Juan Andrés! Entonces, las cosas (en
este caso el cuchillo) no sin ni diabólicas ni sagradas. Es la intención de
quien lo emplea lo que determina si es diabólico o sagrado, pues, con ese mismo
cuchillo, un cocinero puede prepararte tu plato que más te gusta. Lo diabólico,
hijo, es lo que está en el corazón de las personas y que se exterioriza
ocasionando daño a los demás.
El bus llegó al paradero y subimos ocupando dos
asientos en la parte posterior de la unidad. Eran exactamente las 12:30 del
mediodía y solo teníamos treinta minutos para llegar a tiempo a nuestro
destino. Las pistas de la ciudad –en ruinas por las lluvias y las inundaciones
que este verano nos trajo la corriente de El Niño- lejos de ser una vía para el
fluido transitar de los vehículos, habíanse convertido en odiosos cuellos de
botella que aprovechaban los conductores de los buses para detenerse, avanzar
de a pocos, y hacer tiempo para que suban más y más pasajeros a sus unidades.
De esto se percató un hombre que iba sentado a mi
lado, pero en la otra columna de asientos. Y, elevando la voz, le espetó al
chofer:
- Oye, huevón, ¡avanza, pues!
El chofer de la unidad lo miró por el espejo
retrovisor y, montando en cólera, le respondió:
- ¡Si estas apurado toma un taxi, pues, huevón!
- ¡Calla, concha de tu madre! –gritó el pasajero al
chofer-. ¡Tú estás en nuestros dominios, así que agacha la cabeza nomás y haz
bien tu trabajo, huevón!
Juan Andrés se asustó. En casa nunca hablamos con
ese lenguaje, y escuchar por primera vez a estas personas tratarse de ese modo,
hizo que entrara casi en pánico.
- Tranquilo, hijito –le dije, colocando mi brazo
izquierdo sobre su hombro, tratando de infundirle seguridad.
En ese momento –interrumpiendo la pelea que estaba
a punto de entrar en una segunda fase entre chofer y pasajero- subió al bus un
hombre, alto, de aproximadamente unos cuarenta años y de facciones rudas pero
deterioradas por algún vicio. Vestía descuidadamente y llevaba una gorra raída
y sucia. No se sentó sino que asegurándose a uno de los pasamanos del bus
comenzó a hablar:
- Señores pasajeros disculpen que interrumpa su
viaje pero estoy pasando por momentos muy angustiosos. No he subido a venderles
nada porque no soy un vendedor ni tengo el dinero para comprar algo y salir a
vender. Lo que quiero es que me ayuden porque me han asaltado y estoy sin
dinero para retornar a Lima, la ciudad de donde soy. Siempre he querido conocer
a mi padre que vive en esta ciudad de Trujillo y cuando por fin supe de su
paradero no dudé en comprar un pasaje y venir a esta ciudad para conocerlo. Pero,
para mi infortunio, me quedé dormido en el viaje y la persona que iba a mi lado
se aprovechó para robarme todo mi dinero. Cuando yo me desperté, llegando a
Trujillo, este pasajero ya había bajado, y me quedé solo con lo que me ven
puesto. Llevo ya varios días en esta ciudad subiendo a las unidades y pidiendo
me ayuden para comprar mi pasaje y retornar a Lima, pues no he podido encontrar
a mi padre.
Yo, confieso, que aborrezco la mendicidad en
personas que están en aptitud de trabajar. Pero en el caso de este hombre me
conmovió su ingenuidad para desarrollar una historia tan burda y grotesca a la
vez. “No creo que nadie le dé un céntimo”, me dije para mis adentros,
agradeciéndole que al subir hubiera apagado la chispa de una pelea que estaba a
punto de convertirse en un gran fuego. Pero me equivoqué; cuando comenzó a
pasar su gorra desde los primeros asientos, fueron pocos los que no depositaron
alguna moneda en la raída prenda de vestir. Cuando llegó al asiento del
pasajero que estaba a mi lado, el que había iniciado la discusión con el
chofer, en lugar de recibir una moneda, recibió una mirada de rabia y
desprecio. El hombre continuó su recorrido hasta llegar a los últimos asientos.
Luego se volvió en dirección a la puerta del chofer, y al pasar nuevamente por
el lado del iracundo pasajero, dijo:
- ¡Cómo hay personas que están llenas de maldad y
solamente dan el odio que hay en su corazón!
- ¡Sal de aquí, imbécil! –respondió el pasajero-.
Yo trabajo, en cambio tú eres un zángano que no sirve para nada. Allá los
huevones que creen tu historia…
El hombre se volvió y encaminó sus pasos hacia el
asiento del pasajero con el rostro dominado por la ira.
El resto de pasajeros, en su mayoría mujeres y
niños, comenzaron a gemir de miedo, pues todo hacía presagiar que se iba a
producir una horrible pelea en el interior de la unidad. Dada nuestra
proximidad con los iracundos personajes, yo estreché lo más que pude a Juan
Andrés, mientras permanecía alerta y tensaba mis músculos para entrar en acción
si la situación lo requería.
Pero, gracias a Dios, no pasó lo peor. Los tipos se
gritaban, el uno al otro, frases que son irreproducibles, pero la sangre –como
dice el viejo dicho- nunca llegó al río. Creo que cada quien esperaba que uno
dé el primer golpe para empezar la pelea; pero eso nunca ocurrió. En una parada
del bus, el hombre se bajó de la unidad y sus últimas palabras fueron dirigidas
al pasajero:
- ¡Perro que ladra no muerde!
Poco a poco la calma volvió a los pasajeros, y sin
darnos cuenta, ya habíamos llegado a nuestro destino. Bajamos de la unidad y
pude ver los ojos húmedos de mi Juan Andrés. Lo tomé de la mano y comenzamos a
caminar en dirección a su colegio, en la segunda cuadra del jirón Pizarro.
Caminamos en silencio hasta llegar a una esquina y parar en la luz roja del
semáforo.
- Ahora entiendo qué es lo diabólico, tío Freddy.
- Sí, mi hijito hermoso, lo sé -le dije-. ¿Te has
fijado que no necesitamos disfrazarnos para hacer el mal?
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