jueves, 21 de mayo de 2020

El universo del Hubble (video)





Por Freddy Ortiz Regis

Cuando era niño y me preguntaban qué quería ser cuando grande, siempre respondía: ¡astronauta! Pero como dice José José —en su vieja y afamada canción— “uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser”— solo llegué a ser abogado por la influencia de mi padre y por esa vocación hacia las humanidades que con el tiempo cultivé a lo largo de mi vida. Hay un episodio de mi niñez que relato en mis memorias —al que se puede acceder en mi blog personal en el enlace http://fredoreg.blogspot.com/2017/07/a-mi-maestro-don-segundo-morales.html — que da testimonio de esa inclinación hacia el cosmos y el universo.

Pero lo que está dentro de uno no se apaga nunca; se puede acallar, pero jamás matar. En las postrimerías de mi vida me he sentido nuevamente atraído por el cosmos gracias a los increíbles adelantos que se han producido no solo en la tecnología cosmológica sino también en la teoría y en los estudios desarrollados por prominentes hombres y mujeres de ciencia en los últimos decenios. Así que, a diferencia de algunos a quienes ya “los llama la Tierra”, en mi caso, a mí “me llaman las estrellas”.

En este video resumo parte de esos grandes avances tecnológicos logrados por el telescopio espacial Hubble, así como las nociones sobre el tiempo y el espacio desarrolladas por Einstein, Friedmann y Hawking. Éstos últimos han dado un vuelco a las tradicionales concepciones que por siglos la humanidad ha tenido respecto del tiempo y el espacio, nuestra galaxia y el universo en general; concepciones que no se contradicen con la concepción de un Dios que “no juega a los dados” (según Einstein) y que, más bien, ha sujeto su creación a leyes universales pues “Dios no es un mago” (1).

Uno de los obstáculos más grandes que se tiene cuando se crea un video es elegir la pista musical; el fondo musical (o music background) como lo entienden muchos. Por lo general a uno le lleva mucho más tiempo en elegir la pista musical que las fotografías y videos que conforman el documental fílmico. Esta dificultad estriba en la necesidad de, por un lado, que la pista musical constituya un marco de sentimientos adecuado al contenido de las imágenes y, por otro lado, que las imágenes se sientan influenciadas por los sentimientos y evocaciones que la música puede despertar en nuestros sentidos. Se produce toda una relación biunívoca que se retroalimenta constantemente entre las imágenes y el sonido produciendo en nuestro ser un cúmulo de sentimientos y sensaciones que alcanzan la unidad de la obra, que es el propósito final de todo creador de un video.

Por ello, en el presente video —que contiene una selección de las imágenes enviadas por el telescopio espacial Hubble— me encontraba en la encrucijada de si elegir como pista musical lo de siempre: un fondo musical futurista con elementos de misterio y tenebrosidad, o elegir algo diferente. Me incliné por lo segundo y elegí como pista musical la canción Singingin the rain (Cantando bajo la lluvia) de Herb Brown (2), pero en la magistral versión actual del Dr. Fre.

Y me incliné por este hermoso tema porque si algo he aprendido de todo lo que se ha avanzado en cosmología es la relatividad del tiempo y del espacio. Las nociones de un espacio y un tiempo absolutos han sido dejadas de lado por los avances científicos y filosóficos de los últimos decenios. Las imágenes del universo que nos llegan a través del Hubble son el pasado de esas estrellas, nebulosas y galaxias, y por ello qué mejor marco musical para estos maravillosos paisajes que una canción del pasado de nuestra cultura para acompañar a los sentimientos y perplejidades que nos producen la formación de nuevas estrellas, la agonía de otras tantas, la voracidad de los agujeros negros y la expansión infinita de nuestro universo.

Espero con este video haber logrado lo que me proponía: transmitir la grandeza de nuestro universo, la unidad que se puede establecer entre el tiempo y el espacio y —sobre todo—: el privilegio de ser nosotros, los seres humanos, la conciencia de toda esta grandeza gracias a un amoroso Creador que ha sometido nuestro desarrollo y realización al respeto de las leyes gravitacionales y cuánticas de la existencia.

A continuación, el video titulado El universo del Hubble.





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(1) Al respecto leer la declaración del papa Francisco: “Cuando leemos sobre la creación en el Génesis, corremos el riesgo de imaginarnos a Dios como un mago, con una varita mágica que le permite hacer todo. Pero no es así”. Recuperado de https://bit.ly/2A06zy5

(2) Herb Brown fue un compositor estadounidense de canciones populares. Singing in the rain (Cantando bajo la lluvia), es una canción que ha sido grabada por gran número de artistas. Fue la banda sonora de la película La divorciada (The divorcee), dirigida por Robert Z. Leonard, en 1930, e interpretada por Norma Sheare.



martes, 5 de mayo de 2020

Moscú (memorias)



Catedral de San Basilio (Moscú)

Por Freddy Ortiz Regis

He dejado para el final mis memorias sobre mi estadía en Moscú como alumno de la facultad de economía de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, allá por los principios de la década de los 80, aunque buena parte de los hechos y anécdotas —que incluyen a situaciones y personajes de mi vida en relación con esta universidad, la ciudad y su gente— están narrados en memorias como Kazajtan, Minsk, San Petersburgo y otras a las que se puede acceder entrando a mi blog personal http://fredoreg.blogspot.com/.

Una de las primeras impresiones cuando llegamos a Moscú fue encontrarnos con una ciudad un tanto lúgubre. Sus calles, fríamente iluminadas, aparecían añejas y vacías a través de las ventanas del autobús que nos llevaba a mediana velocidad hacia la ciudad universitaria. Pensamos que este escenario se debía, probablemente, a la hora por la que transitábamos a través de sus calles: era de madrugada y todas las ciudades del mundo —seguramente— lucen así: relajadas por el descanso y envueltas en el sueño de sus habitantes.

Este fue el primer atisbo del desencuentro de nuestras culturas: nosotros proveníamos de una cultura occidental capitalista en la cual las grandes ciudades —especialmente de noche— brillan por la sordidez de su vida nocturna, el destello de los neones y el infatigable tráfago de los automóviles, restaurantes y discotecas. Sin embargo, Moscú, la capital de la segunda potencia más grande del mundo de esa época: dormía plácidamente. Más adelante, a medida que nos fuimos adentrando en la vida de la ciudad moscovita, descubrimos que también tenía una vida nocturna, pero muy encubierta y soterrada.

Un segundo desencuentro lo vivimos cuando llegamos a la ciudad universitaria. Ahí estaban reunidos estudiantes provenientes de más de cien países del mundo, la mayoría de ellos de naciones más atrasadas que la nuestra y que se encontraban en un franco camino hacia el socialismo, apoyadas por el régimen soviético de esa época aún fuerte y triunfante.  Sin embargo, este desencuentro no tuvo nada que ver con las costumbres y modales que apreciamos en los miles de jóvenes extranjeros que llegaban a la universidad. Ver a los varones asiáticos tomados de la mano, caminando de lo más tranquilos por los ambientes de la universidad, era algo que llamó nuestra atención, pero que asimilamos rápidamente y hasta con gracia. Lo mismo podríamos decir cuando descubríamos a los jóvenes rusos varones —especialmente los provenientes de las zonas rurales— besándose tiernamente en la boca sin que ello implicase —de ninguna manera— una atracción homosexual (1). Y ni qué decir de los estudiantes provenientes de los países musulmanes para quienes su religión les ha impregnado un altísimo sentido de la higiene, y entraban a los servicios higiénicos no con papel higiénico (como lo hacemos nosotros desde que tenemos uso de razón) sino con una botella… ¡Diablos! Nos decíamos. ¿Por qué entran al baño con una botella? Pero, muy pronto, descubrimos que los musulmanes no se limpiaban el trasero con papel higiénico sino con la mano, ayudados por el agua que llevaban en las botellas (2).

Bresniev besando a Honecker
Pero, retomando, este segundo desencuentro —como lo vuelvo a repetir— no fue con las costumbres ni con la cultura de los estudiantes extranjeros con los que por primera vez sosteníamos un contacto multinacional, sino con su actitud hacia la vida. La actitud hacia la vida es una de las cualidades más importantes que tenemos las personas, pues es la postura que asumimos ante un hecho, y, en base a ella, actuamos de una forma o de otra, condicionando nuestras decisiones y, por tanto, definiendo nuestro presente y futuro. Es probable que la actitud hacia la vida esté influenciada o marcada por la cultura.

A fin de ilustrar lo que quiero decir, narraré un hecho que ocurrió cuando pasábamos la famosa cuarentena. La cuarentena era un período en que los estudiantes extranjeros recién llegados a la universidad debían soportar y consistía en no salir al mundo exterior. Los estudiantes permanecíamos en los recintos de los bloques residenciales y solo teníamos contacto con el mundo exterior a través de nuestros compatriotas que nos precedían en la universidad y con la TV.  Una noche —antes de irnos a dormir— estando viendo televisión en una sala especialmente acondicionada para ello, el televisor comenzó a fallar. En la sala había estudiantes de diferentes razas y nacionalidades, mas nadie hacía nada por encontrar una solución al problema. Los minutos pasaban y yo me tomé el trabajo de observar los rostros de los estudiantes y pude comprobar que —a diferencia de los jóvenes de Latinoamérica— el resto permanecía inmutable, como si la falla no existiera y, por lo mismo, no había razón alguna para levantarse y asumir alguna conducta orientada al cese del problema. Y, en efecto, fuimos los estudiantes latinos quienes nos levantamos y exigimos, primero a los estudiantes rusos que también estaban en la sala, que intervengan para solucionar el problema. Como no encontramos ningún eco en ellos, nos dirigimos a las autoridades de la universidad que estaban, en ese momento, a nuestro alcance, y les reclamamos —por medio de señas y algunas gesticulaciones— que el televisor estaba fallando. La reacción de las autoridades fue muy simple: entraron a la sala de TV y desconectaron bruscamente el televisor, mandándonos a todos a dormir inmediatamente. Todos los estudiantes —con excepción de los latinos— se levantaron de sus asientos y obedecieron ipso facto la orden del supervisor. Mientras tanto, los estudiantes latinos, nos sentimos ofendidos y acatamos la orden con una espina clavada en el corazón.

Este acontecimiento marcó a muchos de mis compañeros latinos, y con mayor rigor a mis compatriotas peruanos, pues el trasfondo de este incidente —además de otros factores que más adelante detallaré a lo largo de estas memorias— marcó nuestro destino no solo en la universidad sino también en nuestra estadía en la URSS.

El “viaje” a Leningrado

Cuando llegamos a Moscú estaba terminando el verano y abriéndose paso el otoño. Los días eran aún soleados y tolerablemente calurosos.

Cuando terminó la cuarentena estábamos muy ansiosos por salir a la calle y conocer la ciudad. Los compatriotas de años superiores, los que ya llevaban estudiando en Moscú algunos años, estaban, también, deseosos de conocernos. Nosotros éramos para ellos como los “cachimbos” o los “perros” como se les llama en Perú a los que recién se inician en la universidad o en el ejército, respectivamente. Así que cuando terminó la cuarentena fueron a visitarnos para conocernos, ofrecernos sus servicios como guías de la ciudad y, también, para gastarnos algunas bromas, haciéndonos pagar el piso de nuestro noviciado.

Recuerdo con mucha claridad una de estas bromas. Un día nos preguntaron a un grupo de compatriotas recién llegados a Moscú si queríamos conocer Leningrado (hoy San Petersburgo). Nosotros nos miramos los unos a los otros pensando que se trataba de una propuesta un tanto descabellada, pues, por un sentido común, imaginábamos que la ciudad de Leningrado se encontraba a muchos kilómetros de distancia de Moscú. Los chicos nos dijeron que sí. Que, efectivamente, Leningrado estaba distante de Moscú, pero que —gracias al metro subterráneo y sus grandes velocidades— podíamos llegar en apenas media hora. Nosotros no lo pensamos dos veces y hasta compramos fruta para el camino.

Después de recorrer varias estaciones del subterráneo de Moscú y quedar admirados de su belleza y magnificencia, “llegamos a Leningrado”. Ya era como el mediodía por lo que lo primero que hicimos fue buscar un comedor público para almorzar. Después, recorrimos la ciudad de amplias plazas y avenidas. Entramos a un mercado en donde vendían productos de primera necesidad y muchas flores de diferentes estilos y colores, que nunca habíamos visto en Perú. Aún no teníamos dinero, pues, la universidad no nos había dado nuestro primer estipendio, por lo que los pocos rublos que manejábamos era dinero dado en préstamo por algunos de nuestros compatriotas de los años superiores.

Cuando retornamos, por la misma vía del subterráneo, nos esperaban en la villa universitaria el resto de nuestros amigos pertenecientes al grupo de los recién llegados, así como también muchos jóvenes estudiantes de los años superiores. Lo primero que llamó nuestra atención fue advertir en sus rostros el inequívoco gesto de la risa contenida cuando les referimos, alborozados, que “ya conocíamos la ciudad de Leningrado”.

Al final, todos explotaron en una sonora carcajada, a la que nos sumamos también nosotros, no sin antes haberlos maldecido en nuestro interior por gastarnos esta broma: hacernos creer que por el subterráneo se podía llegar hasta una ciudad tan distante de Moscú como, en efecto, lo es Leningrado.

Pero más allá de este episodio, que todos los años se repetía con los recién llegados, lo cierto es que nuestros compatriotas de los años superiores fueron claves para nosotros no solo para el conocimiento de la ciudad, sus costumbres, normas y peligros, sino también para la consolidación de un conjunto de temores e inquietudes que, poco a poco, fueron madurando la decisión (mía y de otros compatriotas más) de alejarnos de Rusia definitivamente, con la abierta esperanza de conocer nuevos horizontes en el Oeste capitalista, cargando, hasta ahora, con el amargo sentimiento por no haber concluido los estudios para los que habíamos ganado una beca en nuestro país.

La universidad

Pronto, el mes de setiembre terminaba y el otoño cedía el paso al invierno con sus primeras nevadas. Coincidentemente, también comenzaron los estudios generales y de idioma ruso en la universidad.

Todo el primer año académico lo pasaríamos estudiando la lengua en que habríamos de sobrellevar la carga académica de la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú (a la que en adelante me referiré simplemente como “la universidad”). Antes de llegar a la Unión Soviética ya había estudiado un curso básico del idioma ruso en la ciudad de Trujillo, Perú, a la que llegué a vivir cuando apenas tenía doce años. Precisamente, uno de los rubros de la evaluación para poder ganar la beca de estudios a la —en ese entonces— Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) era responder una batería de preguntas en ese idioma.

Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú

Parte de mis vivencias de los dos primeros años que estudié en esta universidad están narradas en mis memorias tituladas VieraNicolaevna, escritas en honor y recuerdo de mi entrañable profesora de ruso.

Como ya lo anticipé líneas arriba, los alumnos recién incorporados a la universidad, provenientes de los países llamados tercermundistas o en desarrollo, debíamos completar un primer año de estudios generales y de idioma ruso, lo que nos prepararía para sobrellevar los estudios de especialidad.

Es en esta primera etapa de nuestra estadía en la universidad en donde se produjo una de las más importantes revelaciones (yo diría, confesiones) que recibimos de parte de los estudiantes peruanos que nos aventajaban en antigüedad y en estudios académicos: la universidad no brindaba el mismo nivel académico que otras instituciones académicas rusas sí ofrecían a los estudiantes de los países provenientes de la órbita socialista o de los países del primer mundo capitalista. La Universidad de la Amistad de los Pueblos, también llamada Patricio Lumumba en honor a un mártir del socialismo congoleño, tenía como principal finalidad —nos decían— preparar cuadros académico-políticos para las nacientes repúblicas que luchaban contra el sistema capitalista y aspiraban a formar parte de la órbita de influencia soviética en el mundo entero.

Esta revelación —infligida desde los primeros días del inicio de las actividades académicas— fue demoledora para nuestro espíritu. Muchos de los peruanos que habíamos llegado a esta universidad —por no decir casi todos— habíamos dejado las mejores universidades de nuestro país con la ilusión de seguir estudios más rigurosos, exigentes y científicos que los que nos podían ofrecer las casas de estudios superiores de un país tercermundista como el nuestro.

Muchas fueron las noches insomnes, pensando en el futuro que me esperaba al haber llegado a un lugar que no iba a llenar las expectativas que me movieron a dejar lo más profundo y hermoso que puede tener un hombre en este mundo: el hogar. Me sentía como un ave que después de volar tanto, por fin, llegó al lugar en donde debe reinar la primavera y, en vez de ello, solo encontró el invierno más crudo y solitario. ¿Qué podía hacer? ¿Retornar a mi país? ¿Qué razón les daría a mis padres, a mis familiares y a mis amigos que me despidieron ilusionados por haber conseguido algo que no era fácil alcanzar: una beca para seguir estudios en la segunda potencia más grande de la Tierra? Nadie me creería. Por el contrario, todos me juzgarían y me darían las espaldas. Y como el ave que llegó a una estación equivocada, solo atiné a buscar un refugio, y esperar a que pasara el invierno para intentar volar hacia nuevos horizontes.

Este refugió lo encontré en mis compatriotas que también experimentaban la misma decepción desoladora. También lo encontré en la ciudad de Moscú. En los libros. En mi cuaderno de poesías que había traído como equipaje desde mi país y que guardaba celosamente porque en él escribía no solo por el amor al arte sino porque también era el confesionario de mis penas, anhelos, frustraciones y ambiciones, disfrazadas con los ropajes de versos juveniles, inmaduros y hasta trillados.

Esta fue una de las primeras grandes lecciones sobre el carácter de los seres humanos que aprendí: que unos se conforman con las circunstancias que delinearon sus destinos y no tienen más respuesta ante la vida que acomodarse lo mejor que pueden. Y así, pasan el resto de sus existencias desplegando el rol de un personaje que el universo no necesita. Como el ave que perdió la noción de su rumbo de retorno y no le queda más remedio que morir en una oscura y desolada rama del bosque.

Esta revelación —contrariamente— despertó en mí un sentimiento de rabia y de rebeldía, pues apenas si estaba comenzando la guerra y ya había sido herido. De ahí muchas de las cosas que viví y realicé en la Rusia soviética, hasta el día de mi definitiva retirada, han estado marcadas por esta frustración que me compelió a denunciar y desnudar —hasta donde se me permitía sin poner en riesgo mi propia integridad personal— las contradicciones de un sistema que hablaba como cordero pero que actuaba como dragón.

Por ello, de aquí en adelante, las memorias que siguen están marcadas por esta impronta. En ellas se reflejan las contradicciones del sistema socialista hasta ese entonces imperante en la Rusia soviética (y hasta el día de hoy defendido por movimientos políticos tanto rusos como extranjeros que añoran su retorno y su implantación en contextos ajenos), así como también los perfiles psicológicos de algunos personajes de mi entorno que contribuyeron a madurar mi decisión de abandonar la URSS y emigrar hacia el Occidente capitalista (el enemigo y el ensueño de muchos rusos en esa época).

Damián

No recuerdo con claridad los detalles de cómo conocí a Damián. Pero era conformante del grupo de peruanos que nos antecedían en la universidad. Tampoco recuerdo las circunstancias que poco a poco nos convirtieron en amigos inseparables.

Tampoco recuerdo si Damián —que era casi de mi edad, o tal vez un año mayor— provenía de alguna universidad de Lima o si había llegado a la universidad por el conducto de la Casa de la Amistad con la URSS. De lo que sí estoy seguro era que no pertenecía al Partido Comunista Peruano y que era de una extracción social muy humilde.

Damián era pequeño de estatura. Sus facciones revelaban una mezcla indígena y asiática. Su rostro redondo y hasta hostil se iluminaba siempre que despedía una carcajada, las que no eran insólitas en su espíritu jovial, rebelde y aventurero.

Entre él y yo no había, prácticamente, puntos en común. Él era directo; yo, diplomático. Él era jovial y risueño; yo, flemático y aburrido. Él era temerario; yo, prudente hasta el extremo. Él era de una extracción social baja; yo, de una extracción social media. Él no tenía buenos modales; yo, era refinado… Sin embargo, a pesar de estas diferencias, nos atraíamos, pues yo veía en él cualidades que la educación parental y pública nunca me permitieron desarrollar; y él veía en mí atributos que secretamente anhelaba cultivar.

Si algo teníamos en común era que tanto él como yo estudiábamos la misma carrera: economía. Él, en un nivel académico superior; y yo, recién comenzando los estudios generales. Yo había dejado la facultad de ingeniería mecánica en mi país, y ahora transitaba por una carrera que solo podía servirme para laborar en algún país socialista o en rumbo al socialismo. Pero eso ya no nos importaba. Ambos sabíamos que —en materia de porvenir profesional— estábamos perdiendo el tiempo y solo había que —siguiendo un dicho popular de mi país—: “seguir la flecha” y pasarlo lo mejor que pudiéramos hacerlo.

Sin embargo, en materia de finanzas, la mayoría de estudiantes latinoamericanos, solo dependíamos del estipendio que la universidad nos otorgaba a fin de mes, a diferencia de los estudiantes africanos, que recibían, además del estipendio universitario, otro por parte de sus gobiernos. Los jóvenes africanos que estudiaban en la universidad eran hijos o familiares de connotados funcionarios de los gobiernos socialistas de África, así que entre esos jóvenes que compartían con nosotros los estudios en la Patricio Lumumba, probablemente estaban los futuros ministros de esos países.

Damián los odiaba. Decía, sin ocultar cierta envidia y hasta racismo, que “esos negros se la llevaban fácil” pues —además de que las autoridades de la universidad eran tolerantes con ellos en cuanto a las exigencias académicas— se daban “la gran vida” con mujeres rusas y excesos de toda índole. En cambio, nosotros, los latinos —y en especial los peruanos—, apenas si nos alcanzaba el estipendio universitario, de modo que no podíamos ni siquiera soñar con la vaporosa vida de los estudiantes africanos. Y como si esto no fuera suficiente, las chicas peruanas nos pasaron a un segundo plano, pues el objeto de sus deseos y preferencias ahora eran los rusos rubios y de ojos azules.

Un día, entrando a clases en horas de la mañana, en uno de los pasadizos, escuché un griterío. Conforme me iba acercando pude distinguir, entre las airadas voces, la voz de Damián que se confundía con los gritos de otros estudiantes rusos y africanos.

— ¿No les da vergüenza hacer esto? —gritaba Damián.

Mientras, los estudiantes rusos y africanos, le pedían —también con gritos y con interjecciones y ademanes— que los dejara en paz y que se largara de allí.

— ¿Qué se creen que somos los estudiantes? ¿Robots? ¿Máquinas a las que se debe medir y cuantificar? —gritaba Damián encolerizado.

Ocurría que un grupo de estudiantes rusos y africanos estaban colocando —en el espacio reservado para los anuncios— reportes sobre el rendimiento académico de los alumnos de diferentes facultades.  Esto enfureció a Damián quien, sin importarle las consecuencias de su accionar, increpó duramente a los jóvenes estudiantes que solo estaban dando cumplimiento a una disposición del decanato.

En Rusia —como en todas las dictaduras marxistas— no había nada que escapara del control de la autoridad (entendiéndose por ésta a la diversificada y ampliamente extendida red de control, supervisión y espionaje del Partido Comunista). Sea en los talleres, en las fábricas, en los laboratorios, en las oficinas, en las fuerzas armadas, en el partido o en las instituciones educativas, todos, desde las acciones menos trascendentes hasta las de mayor impacto para la organización y la sociedad, debían estar bajo control y supervisión. Para ello, el sistema político había creado un término —emulación— como contraparte del concepto capitalista de competencia. Por ese concepto de emulación todos debían rendir cuentas de su actuación en concordancia con los planes de desarrollo realizados por el Estado y el Partido. Nadie tenía el derecho de abstraerse o sentirse al margen de sus aspiraciones y, por lo mismo, todos debían rendir cuentas a través de toda una red de variables e indicadores de medición. Quedarse al margen o rezagarse implicaba un demérito social en la vida de un individuo que debía ser publicado, denunciado y castigado.

Y esto era, precisamente, lo que estaban haciendo esa mañana aquellos jóvenes rusos y africanos: estaban dando cumplimiento —de manera contrita y pública— a la política de emulación de la universidad: felicitando a los “mejores” y denunciando a los “peores”. Nunca nadie había cuestionado esta perversa práctica, hasta el día en que Damián lo hizo y le costó una semana de suspensión.

Los chicos del Partido Comunista Peruano que estudiaban en la universidad veían con recelo a Damián. En esa época, este partido había sufrido una división en el Perú, de modo que ahora había dos facciones: la del PCP del Perú (que conservaba la venia de la URSS) y el PCP-Mayoría (porque supuestamente arrastraba a la mayoría de los miembros del PCP peruano). El primero era liderado por Jorge del Prado y, el segundo, por Ventura Zegarra.

Los ecos de esta división también habían llegado hasta la universidad, y aunque los peruanos (pertenecientes o no al PCP) tratábamos de llevarnos lo mejor posible, las tensiones se sentían en el aire.

Pero el grupo que lideraba Damián —entre los cuales estaban Alberto, Manolo, Gonzalo, un dominicano de nombre Enrique y yo— era completamente ajeno a estas tensiones. Nuestras mayores preocupaciones eran otras, y aparecían cuando después de habernos gastado el estipendio de la universidad no teníamos ni para comer. Las clases y los exámenes no eran problema para nosotros. Éramos lo suficientemente listos para salir airosos y —sin quererlo— pasar desapercibidos en los reportes de la emulación socialista.

Nuestras queridas compatriotas eran nuestro paño de lágrimas cuando el dinero se nos acababa. No entendíamos cómo, pero ellas siempre tenían sus reservas y —de pura lástima— nos daban en préstamo unos cuantos rublos que pronto se nos esfumaban.

El lector se sentirá intrigado por saber por qué no nos alcanzaba el estipendio universitario. La respuesta es la siguiente: teníamos dos tipos de hambre que soñábamos matar el día de pago: el hambre de comer rico, y el hambre por los libros. El primero de ellos lo satisfacíamos yendo al famoso restaurante La Habana (Gabana, en ruso), ubicado en el distrito Tagansky de la ciudad de Moscú; y el segundo, visitando y comprando libros compulsivamente en las librerías de las principales editoriales rusas en la ciudad capital.

Cuando llegábamos al restaurante La Habana sentíamos que ingresábamos a un pedacito de Latinoamérica. La decoración, el estilo y la sazón de la comida nos eran nostálgicamente familiares. No nos podíamos quejar de la comida rusa que nos servían en el comedor universitario o que degustábamos en los restaurantes populares (stalóbayas) de la ciudad, que además de ser muy agradable era también muy nutritiva. Pero en el Gabana nos podíamos dar la oportunidad de recuperar los sabores, sentimientos y vivencias que están asociados a la manera de ser y de sentir de los latinoamericanos. La música, la forma de presentación de los platos y el sabor de los potajes, todo nos hacía disfrutar del calor, color y aroma de nuestros países y sus costumbres. Por ello, esperábamos con muchas ansias la entrega del estipendio universitario para reunirnos y —en medio de la alegría y desenfado que nos caracteriza— imaginar que no estábamos tan lejos de nuestro país y que, aunque sea por una vez al mes, podíamos acercarnos a la patria latinoamericana.

Después del Gabana nos esperaban las librerías de Moscú. Con el dinero que aún nos quedaba del estipendio, tomábamos el metro que nos llevaba hasta el centro de Moscú en apenas minutos. Viajar en el metro también era parte del programa de nuestra disipación. Cada una de sus estaciones era casi una réplica de alguno de los palacios de la Rusia zarista. Con una profundidad que significaba hasta tres minutos bajando por las escaleras eléctricas, el metro era, al mismo tiempo, un refugio en caso de conflicto nuclear. El periodista Gonzalo Aragonés lo describe así:

Mil y una maravillas. Ni el oro de la República española ni las supuestas joyas del rey Príamo de Troya, arrebatadas a los nazis durante la toma de Berlín a finales de la Segunda Guerra Mundial y hoy conservadas en el Museo Pushkin de Moscú.

Como en los cuentos orientales, el verdadero tesoro de la capital de Rusia se encuentra bajo tierra y es maravilloso. Pero en vez de ser engañados por un malvado mago, para entrar basta con pasar por taquilla, comprar un billete, atravesar los torniquetes y bajar las escaleras mecánicas. Es el metro de Moscú, el más hermoso del mundo gracias sobre todo a medio centenar de estaciones donde, como Aladino, tendremos que restregarnos varias veces los ojos ante tanta abundancia de riquezas. (3)

Metro de Moscú


Metro de Moscú

Con el paseo por el metro de Moscú como intermedio, salíamos a la superficie y nos dirigíamos a pie a las librerías de las principales editoriales rusas. En esa época gozaban de mucho prestigio —por sus publicaciones en el campo de la economía, la ciencia y la política— las editoriales Progreso, Mir y URSS. Ingresar a las librerías de estas editoriales era como entrar a un templo religioso no solo por la solemne y clásica arquitectura de sus edificios sino también por el silencio y recogimiento con el que las personas se desplazaban por sus diferentes áreas: tomando, leyendo, devolviendo o comprando la publicación de su interés. En sus estantes había publicaciones no solo en ruso sino también en los principales idiomas del mundo. Por ello, el área a la que nos dirigíamos directamente era la de los libros en español.

Librería de la Editorial Mir de Moscú

Mientras que nuestras visitas al restaurante Gabana eran para recordar y traer nostalgias de experiencias ya vividas en nuestro país, las visitas a las editoriales rusas eran —en cambio— para tener experiencias nunca vividas… Comprar libros en nuestros países era —por aquella época— un lujo que los hijos de la clase media hacia abajo no podíamos tener, por lo que nuestro paño de lágrimas eran las vetustas y obsoletas bibliotecas y las ediciones piratas de libros lights que poco o nada aportaban a nuestros espíritus. En cambio, ahora, ante nuestros ojos teníamos las más modernas publicaciones de la ciencia y de la cultura en finos acabados y a precios accesibles.

Eran tan accesibles que no comprábamos un único libro, sino que llevábamos todos los que nos podía permitir el saldo del estipendio; y no solo para nosotros sino también para regalar. Recuerdo con mucha nostalgia que envié sendas publicaciones científicas a mis profesores de la academia “Nuevo Mundo” de Trujillo, en donde me prepararon para ingresar a la facultad de ingeniería mecánica.

Y así, con nuestra preciosa carga, tomábamos nuevamente el metro que nos llevaba de regreso hasta la ciudad universitaria, justo cuando los últimos rayos del sol se ocultaban dejando el paso a la —como dice la famosa canción popular rusa—: “Noche de Moscú con su fría luz.

Por un día habíamos sido completamente felices. Mañana probablemente tendríamos que salir a endeudarnos; pero ese día habíamos sido inmensamente ricos. Mes a mes, la pequeña biblioteca que cada uno había instalado en un rincón de sus habitaciones iba quedando más pequeña, y luego hubo que guardar los libros en cajas de cartón que metíamos debajo de la cama. Así, cuando no se nos daba la gana de ir a clases, nos quedábamos, cada quien en su cuarto, escuchando música y leyendo aquellos tesoros que nos estaban costado no solo la salud sino también el orgullo.

El autor de estas memorias (arriba en el centro)
con el fondo de la catedral de San Basilio de Moscú

Una tarde de esas en que las chicas se aburrían de darnos dinero en préstamo y caminábamos por las calles con las tripas reclamándonos airadamente, tomamos el bus que nos llevaría de retorno a la ciudad universitaria. Ese día no tomamos el metro porque en este medio de transporte era imposible entrar sin haber pagado el ticket, lo que no sucedía con el bus, en donde se podía viajar sin pagar, siempre y cuando no fueras pillado por un controlador que eventualmente podía subir a la unidad.

Era como las cinco de la tarde (aunque dada la estación invernal parecía ser como las siete de la noche) y el bus estaba repleto de pasajeros. Con las justas logramos entrar y comenzamos a desplazarnos hasta la parte trasera de la unidad. Cuando llegamos al final del bus advertimos que Damián no estaba.

Todos nos preguntábamos qué había pasado. Algunos jurábamos que lo habíamos visto subir al bus. Buscarlo entre la gente que iba apretujada y de pie era prácticamente imposible. Los rusos eran tan altos y corpulentos que buscar a Damián en el bus —además de incomodarlos— era como buscar una aguja en un pajar. A esto se sumaba que todos vestíamos las indumentarias invernales compuestas de gruesos y toscos abrigos que hacían muy difícil el desplazamiento entre los pasajeros. Y, así, mientras el bus continuaba su marcha y se detenía en los lugares establecidos ora para subir ora para bajar pasajeros, nosotros nos pusimos de acuerdo en que Damián realmente no había subido, y si había subido, había bajado en algún paradero.

Cuando llegamos al paradero de la universidad, bajamos no solo nosotros sino también algunos alumnos que también venían en el mismo bus con nosotros. Pero grata fue nuestra sorpresa al ver que el último en bajar era Damián.

Nosotros no salíamos de nuestro asombro y le preguntamos por qué se había quedado retrasado. Él, sonrió maliciosamente y, metiendo la mano a los bolsillos interiores de su abrigo sacó dos billeteras bastante abultadas. Todos nos miramos entre sí. No lo podíamos creer... Pero superados los estragos morales iniciales, esa noche, y los días subsiguientes, no nos faltó comida, y hasta nos dimos el lujo de invitar a cenar a algunos estudiantes extranjeros (entre rusos, asiáticos y latinoamericanos).

oOo

Algo teníamos decidido: era la primera y la última vez que participábamos de una “solución” como aquella. Nadie le incriminó nada a Damián porque al compartir el fruto del delito, todos éramos cómplices y culpables en el mismo grado. 

Con esta resolución en claro, pronto Damián encontró una salida a nuestros problemas financieros.

— ¡Muchachos, tengo la solución a nuestros problemas económicos! —nos dijo un día, disfrutando del gesto de sorpresa e inquietud que se leía en nuestros rostros.

— ¡Habla! —le contestamos casi al unísono.

Lo que nos propuso nos dejó pensativos. No nos quiso decir cómo ni con quién, pero se había contactado con un personaje que reciclaba botellas y las vendía a las fábricas de los alrededores de Moscú. Según él nos iba a dar un buen precio por cada botella que pudiéramos recolectar, y el pago era inmediato.

Teníamos que pensarlo. Los prejuicios que arrastrábamos de nuestra dieciochesca educación peruana afloraron con todo su poder: ¿qué irían a decir nuestros compatriotas y los otros estudiantes al vernos recolectar botellas por todos los edificios de la ciudad universitaria? Dios mío. Esto era demasiado.

La aceptación no fue inmediata. Cuando días después de la propuesta de Damián el dinero del estipendio universitario conjuntamente con los préstamos se nos habían acabado, ya no teníamos más alternativa que aceptarla. Esa misma noche, nos dividimos la ciudad universitaria en zonas y cada cual comenzó a recolectar las botellas de sus respectivos pabellones. Los primeros días sufrimos con las miradas y las bromas que nos hacían los estudiantes; pero cuando constatamos que la paga que recibíamos no era mala, pusimos un renovado empeño en el nuevo oficio.

De aquí en adelante se acabaron los días de estrecheces. Ahora no solo podíamos gastar nuestro estipendio en el Gabana y en las librerías con despreocupación y sin ningún complejo de culpa, sino que también podíamos ir con mayor frecuencia al Vedenjá, que era el Parque de Exposición de los Logros de la Economía Nacional, “el mayor espacio permanente de exposiciones y feria de muestras de los adelantos en tecnología de Rusia, y uno de los espacios públicos recreativos más populares de la ciudad de Moscú”. Inaugurado en 1939 actualmente se ha restaurado y ampliado. "Tiene medio centenar de edificios y estructuras de interés cultural, un centenar de exposiciones anuales y varias centenas de hectáreas de tamaño; en el 2018 fue visitado por treinta millones de personas”. (2)
 
Vedenjá (Moscú)

Damián, con sus defectos y virtudes, fue mi mejor amigo durante mi estadía en la URSS. Esta amistad fue probada en muchas ocasiones, algunas de las cuales ya he narrado en estas memorias pero, sobre todo, cuando me enfermé.

Corría el tercer año —y dicho sea de paso— el último de mi estancia en Rusia. Ese año el invierno había sido uno de los peores de los últimos años. Una noche, de pronto, comencé a sentirme mal y una fiebre muy alta se apoderó de mí.

Fue él quien se encargó de llamar a una ambulancia y acompañarme durante todo el trayecto hasta el hospital (balnitza) más cercano a la ciudad universitaria. Nunca había estado en una ambulancia, por lo que el crepitar de la sirena y las destellantes luces de la circulina, me infundieron temor. Pensé que los paramédicos solo se limitarían a auscultarme, recetarme alguna medicina y prescribirme guardar reposo en mi habitación de la villa universitaria; pero no, me levantaron, me pusieron en una camilla y me llevaron presto al hospital.

En el trayecto veía el rostro de Damián muy preocupado. No lo reconocía. Acostumbrado a verlo siempre sonriente y hasta burlón, ahora lo veía desencajado y ensombrecido. Esto acrecentó más mis temores e —hipocondríaco como siempre he sido— me imaginé lo peor.

Debido al intenso tránsito vehicular de la hora, llegar al hospital llevó un tiempo considerable. Cuando llegamos, se abrió la puerta trasera de la ambulancia y el primero que bajó fue Damián. Luego ingresaron los paramédicos que me bajaron en la camilla, la que asentaron suavemente sobre el piso.  Al ingresar al hospital recorrimos por varios pasillos, viendo ir y venir a médicos y enfermeras. De pronto, el movimiento de la camilla se detuvo y sentí que pasaron varios minutos hasta que, nuevamente, continuó el recorrido que me llevó a una habitación amplia compuesta por seis camas. Solo había una que estaba libre: la primera de la izquierda, tomando como referencia la puerta de ingreso a la sala. Los paramédicos me colocaron en dicha cama y tuve que despedirme de Damián con un intercambio de cálidas miradas, pues no le permitieron el ingreso a la habitación.

Después de que una enfermera me ayudó a liberarme de mi ropa y ponerme una bata del hospital, los médicos ordenaron que me pusieran suero y medicinas. Mientras, sentía que la fiebre me consumía, y todo lo que ocurría a mi alrededor lo veía como en cámara lenta y muy alejado de mí. No recuerdo más qué pasó en aquella noche. En la madrugada tuve pesadillas que probablemente eran alimentadas por el estado febril en que me encontraba.

Al amanecer me sentí más aliviado, aunque la fiebre aún continuaba. La luz brillante del sol invernal penetraba por un gran ventanal que estaba en el centro de la sala, como queriendo aliviar las almas de los enfermos con su energía proveniente del cosmos. Poco a poco el silencio de la madrugada comenzó a ceder ante los ruidos de camillas, pasos de enfermeras y conversaciones del personal médico y asistencial que provenían de los corredores del hospital. De pronto ingresaron a la sala un grupo de enfermeras para ayudarnos con el aseo personal. A sus gritos casi maternales reaccionamos todos los que estábamos en la sala y nos olvidamos de las dolencias para mostrarnos prestos y colaboradores.

Después del aseo personal y del cambio de las sábanas y mantas se retiraron no sin antes indicarnos que nos preparáramos para recibir la visita de turno del personal médico. Después de que los médicos nos auscultaron y dieron las indicaciones al personal de enfermería, nos trajeron el desayuno. Las enfermeras elevaron la cabecera de las camas y, mientras desayunaba, desplacé mi atención sobre quienes me acompañaban en la sala. En las dos camas de mi izquierda había dos ancianos, y en las tres camas de al frente había tres soldados del ejército ruso, muy jóvenes, diría que estaban haciendo el servicio militar.

Ellos me observaban a mí con el mismo interés que yo a ellos. Después de que el personal recogió los utensilios del desayuno, mis acompañantes comenzaron a conversar entre ellos. Del tenor de sus conversaciones pude advertir que todos ellos no eran moscovitas, sino que provenían del interior de la URSS. El más locuaz de todos era el anciano que estaba a la izquierda de mi cama. Él promovía las conversaciones y hacía hablar a los más jóvenes, incluso al que estaba en la cama más alejada, que era un muchacho muy alto, de pelo color castaño y ojos marrones, pero poco comunicativo.

En horas de la tarde sentí una mano en el hombro que me despertó. Eran Damián y Alberto que habían venido a visitarme. La fiebre había disminuido, pero yo sentía una cierta incomodidad para llenar mis pulmones de aire. Sin embargo, esto pasó a un segundo plano cuando vi a mis dos amigos. Ambos se turnaban para hacerme reír, lo que hacía con fatiga debido a la tos que me afectaba. Los soldados también habían recibido las visitas de sus compañeros de armas y de algunos oficiales de mayor rango, y los únicos que no tenían visitas eran los dos ancianos de mi izquierda.

El anciano más locuaz no dejaba de mirar a mis amigos cuando me hablaban. En su rostro se podía advertir que estaba profundamente intrigado por la lengua en la que conversábamos. Después de terminado el tiempo de la visita, mis amigos y los soldados del ejército ruso se retiraron. Cuando mis amigos se acercaron a estrecharme la mano, les pregunté qué habían dicho los médicos acerca de lo que me afectaba. Ellos se miraron entre sí y después de un breve silencio, Damián me dijo que el diagnóstico era: neumonía. Yo me inquieté sobremanera, pero Damián me dijo que no me preocupara. Que estaba en un hospital especializado en este tipo de dolencias y que pronto volvería a la universidad.

Muy pronto la noche cayó sobre el hospital y las luces artificiales se encendieron para comenzar el turno nocturno. Después de traernos la cena, un equipo de enfermeras me colocó ventosas sobre la espalda. Luego de ello, las luces de la sala se apagaron y el anciano de mi izquierda comenzó a estirar la lengua a los jóvenes de las camas de al frente. Al principio, ellos como que no querían hablar, pero la insistencia del anciano los hizo abrirse a la locuacidad. El viejo quería saber qué armas usaban en el ejército, pues él también había servido en sus años mozos. Esta conversación me trajo el recuerdo del tiempo que trabajé en Kazajtán durante mis vacaciones de verano en el segundo año de mi estadía en Moscú. Ahí los rusos que laboraban con mi brigada también estaban ansiosos por saber qué armas usaban los soldados en el Perú. La respuesta que les di está registrada en las memorias de mi paso por esta exrepública soviética y se puede acceder en la publicación titulada Kazajtán

La conversación entre el anciano y los soldados pronto dio un giro hacia el potencial militar de los EE.UU. Los soldados estaban convencidos de que su país poseía un armamento superior al de los EE.UU. y que, en la eventualidad de una confrontación bélica entre ambas superpotencias, la Unión Soviética prevalecería. El viejo comenzó a reírse y, esforzándose porque su voz no sea lo suficientemente fuerte que pudiera traspasar la puerta de la sala y esparcirse por los pasadizos, les dijo:

— Ah, muchachos… Eso es lo que ustedes creen. ¿Acaso no saben que EE.UU. tiene un arma que mata a las personas y deja intactas las cosas?

Los soldados guardaron silencio por unos segundos, y el del extremo, el que siempre permanecía callado, le dijo:

— Estás loco, viejo. ¿Cómo va a ser posible eso?

— ¡Claro que es posible! —dijo el anciano— ¿Qué no les han hablado en el ejército de que EE.UU. posee la bomba de neutrones?

El viejo estaba en lo cierto. Antes de salir de mi país ya había leído algo sobre este proyecto del gobierno de los EE.UU. en la guerra fría que sostenía contra la URSS y sus países satélites de Europa y del resto del mundo. Lo que yo no sabía a ciencia cierta era cómo funcionaba ni cuáles eran sus principios fundamentales. No sé si el viejo lo sabía, pero cuando uno de los soldados le replicó que cómo era eso de la bomba de neutrones, el anciano solo atinó a responder:

— Mejor lo dejamos ahí, muchachos. No quiero que tengan pesadillas en la noche.

Y dirigiendo su rostro hacia mi cama, me preguntó por mi nombre. Yo le respondí con mucha amabilidad y le dije, además, que era estudiante de la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú.

El viejo y los soldados escucharon atentamente mi respuesta. Entonces, el viejo, me preguntó dónde quedaba esa universidad y qué estudiaba específicamente. Yo le respondí que la universidad quedaba en la avenida Miklukho-Maklaya en el distrito administrativo del sur-oeste de Moscú, y que estudiaba ahí la especialidad de economía.

Después de haber hecho estas preguntas introductorias, el anciano me lanzó la pregunta que anhelaba hacerme desde el momento en que mis compañeros Damián y Alberto se retiraron al término del horario de visitas:

— ¿Y de dónde es usted —me inquirió.

— De Perú —le respondí, a secas.

— ¿Perú? ¿Dónde queda eso? —me preguntó el anciano dando a su voz un tono marcadamente dramático.

Después de todo el tiempo que tenía en la URSS ya no me chocaba tanto que la gente no reconociera a mi país. Al principio sí me dolía, pero, poco a poco, comencé a entender que el conocimiento del mundo por parte de la gente no tenía por qué ser enciclopédico, y aún más sobre un país pobre, en vías de desarrollo y sin un historial de grandiosos aportes históricos o tecnológicos a la humanidad como en realidad lo era mi país. Sin embargo, como embajadores del Perú, teníamos el deber de hacerlo conocer y de divulgar sus riquezas y potencialidades.

Ahora tenía ante mí a una persona que no sabía que mi país siquiera existía. Conocía sobre la bomba de neutrones, pero ¡no sabía nada acerca del Perú! Así que para ayudarle un poco le respondí dándole una pista geográfica:

— Queda en Sudamérica —le dije con la misma amabilidad de siempre.

Al mencionar la palabra “Sudamérica” los soldados comenzaron a hablar entre sí con palabrotas y vulgaridades en contra de los EE.UU.

— ¿Sudamérica? —replicó el anciano como si hubiera escuchado una mala palabra.

— Sí, Sudamérica —le respondí, inquieto por la tensión que se sentía en el ambiente.

Entonces el viejo, les ordenó callarse a los soldados y guardar la compostura. Y después de un breve silencio, que me pareció una eternidad, el anciano se dirigió hacia mí, con estas palabras:

— Señor americano, tenga usted buenas noches. Que descanse.

Y nunca más me dirigió la palabra en los cinco días siguientes que permanecí en el hospital.

Cuando referí estos hechos a mis amigos que vinieron a visitarme, todos coincidían en que mis acompañantes —dada su ignorancia en materia de geografía y partiendo de la generalizada idea de que América es solo los EE.UU.— habían interpretado que el Perú quedaba ¡en el sur de EE.UU.! Y, por tanto, tenían el disgusto de tener a un amierikanski (americano) como compañero de sala.

Esta anécdota, que se desparramó jocosamente por toda la comunidad de peruanos en la universidad, la traigo a la memoria como un ejemplo de lo distanciados que podemos estar los seres humanos, y de la urgencia de que los planes educacionales de los gobiernos contemplen la necesidad de ser más abiertos y tolerantes en el conocimiento de las naciones, pueblos y comunidades que componen nuestro maravilloso planeta llamado Tierra.

El día que me dieron de baja en el hospital vinieron a recogerme Damián y Alberto. No teníamos palabras para agradecer a las enfermeras y al personal médico que me atendieron maravillosamente. Era una mañana radiante con el sol estrellándose sobre los cristales níveos de las calles y avenidas moscovitas. Sin embargo, una sensación de nostalgia me invadía, trayendo el recuerdo de mis padres y de mis hermanos y reafirmándome solemnemente en mi decisión de dejar la Unión Soviética y buscar una nueva oportunidad en el Occidente europeo.

La salida de la Unión Soviética

El tiempo que permanecí en el hospital me dio la oportunidad para reflexionar y reafirmar mi decisión de no demorar más mi salida de la Unión Soviética. Me animaba la posibilidad de tentar una beca de estudios en algún país de Europa occidental, siendo Alemania, el candidato de más peso. Tenía conocimiento por Damián y otros compatriotas que no eran pocos los latinoamericanos que, habiendo abandonado la URSS, habían logrado una beca o posicionarse bien en otros países europeos, especialmente en la tierra de Beethoven y Karl Marx.

Pero, lograr la salida de la Unión Soviética hacia Occidente no era una cosa sencilla. Había que sustentar hasta el hartazgo los motivos de la salida. Además, esta salida debía ser temporal, pues plantear una salida definitiva era un asunto extremadamente complejo y hasta dramático. Ni el gobierno soviético ni las autoridades universitarias estaban dispuestos a aceptar que los alumnos tiraran la toalla y se marcharan así nomás. Además, existía un convenio con los países de origen de los estudiantes y estaba también, en juego, el prestigio académico y político del régimen socialista ruso para retener a sus estudiantes extranjeros.

Sin embargo, tenía dos cosas a mi favor: la corrupción que se sabía existía soterradamente entre algunos funcionarios de la universidad, y el hecho de que el nivel de deserción de los estudiantes no era alto y se encontraba dentro de los niveles previstos por el sistema. Las razones por las que el nivel de deserción no era alto ya he intentado explicarlas desde el comienzo de estas memorias: eran pocos los que no nos resignábamos a aceptar las circunstancias que se habían entretejido y que nos habían traído hasta este centro superior de estudios que no satisfacía nuestras expectativas académicas y personales más profundas. A esto, se sumaba, también, la decepción que el socialismo soviético nos había producido; aunque nada —en esa época— nos hacía presumir que el desmoronamiento de este sistema iba a ser más rápido de lo que nos habíamos imaginado. 

Debo reconocer que en la universidad encontré almas convencidas de que el socialismo soviético era triunfante y que estaba destinado a implantarse en toda la Tierra. Los chicos que provenían de Nicaragua, El Salvador, Honduras y los rusos de las repúblicas blancas de la URSS eran los más adoctrinados. Muchos de ellos —en especial los de Nicaragua y El Salvador— eran jóvenes que habían sido sustraídos de las guerrillas que sostenían con los regímenes despóticos que los habían gobernado toda la vida, y traídos hasta Moscú para prepararse y conformar los cuadros intelectuales que sus revoluciones necesitaban. En el caso de los rusos casi todos provenían de haber culminado el servicio militar, y por los méritos hechos durante el servicio eran premiados con una beca de estudios en la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú.


Una noche, en que un grupo de peruanos, latinos y rusos estábamos reunidos en la habitación de Enrique, un estudiante dominicano también de la facultad de economía, celebrando su cumpleaños, Damián, que tenía entre ceja y ceja a los militares rusos, intencionalmente y en voz alta, pregunto: “¿Por qué hay tantos militares en las calles con maletines James Bond en vez de llevar fusiles?”.

Inmediatamente —y tal vez un poco estimulado por los tragos— Vladimir (que era en ese momento mi compañero de cuarto) se levantó y en voz alta le respondió a Damián:

— Los militares, para tu conocimiento, son los que —haciendo un ademán con los brazos hacia el techo—garantizan que todo esto exista.

Para algunos no quedó claro si Vladimir se refería a la existencia de la universidad o de todo el sistema soviético que había convertido a Rusia en la segunda potencia del mundo.

Y justo cuando Damián se disponía a replicarle, la alegría y ancestral extroversión de los amigos dominicanos le interrumpió con nuevos brindis tanto a la salud del cumplimentado como de la “Madre Patria Rusa” que nos albergaba con su manto protector.

Satisfecho, Vladimir, se sumió nuevamente en la vorágine de alegría y algarabía de la fiesta, y lo que pudo haber encendido un gran fuego, pasó como un destello imperceptible que se disolvió en el tráfago de la celebración.

Yo no quité mi vista de Damián, cuyos ojos estaban encendidos por la ira. Me acerqué a él para tratar de apagar el fuego que le consumía. No sé qué le dije, pero sí recuerdo con nitidez sus proféticas palabras:

— ¡Huevón! Si supiera que de todo esto que ahora existe no se acordará nadie jamás…

Pero Vladimir estaba muy lejos de ser el calificativo que Damián le había endilgado en un arrebato de cólera. Al día siguiente, Vladimir no recordaba nada de lo que había pasado en la fiesta. Me despertó muy temprano diciéndome que le dolía la cabeza y —por primera vez durante el tiempo que compartimos la habitación (además de él también la compartía con un chileno y un africano)— me dijo que no iba a asistir a clases.

Vladimir era natural de una ciudad llamada Volgogrado por su ubicación a orillas del río Volga. Antiguamente se llamó Tsaritsyn y más adelante Stalingrado. Es conocida por ser sitio de una de las batallas más cruentas de la Segunda Guerra Mundial, en la cual los soldados soviéticos resistieron los intentos de conquistar la ciudad por parte de las fuerzas hitlerianas entre junio de 1942 y febrero de 1943, con un altísimo coste de vidas humanas. En honor a la batalla se levantó la estatua de la Madre Patria, una monumental estructura de 85 metros de altura y uno de los símbolos de la ciudad.

Estatua de la Madre Patria de Volgogrado

Vladimir era de estatura baja tomando como referentes a los rusos blancos que eran mayormente de estatura alta. De ojos verdes y cabello castaño-oscuro hacía gala de una figura corpulenta y estilizada gracias a su inquebrantable vocación por la gimnasia y los deportes. Él vino a vivir conmigo en el segundo año de mi permanencia en la universidad. En ese momento nos tocó compartir la misma habitación con un joven procedente de Chile de nombre Sergio, y otro procedente de Mozambique de nombre Mteto. Los cuatro nos llevábamos muy bien. El chileno era tan atento conmigo que hasta caía en una exageración mortificante; en las noches, cuando ya estábamos todos en nuestras camas, desempaquetaba su equipo de sonido que le habían traído de Europa occidental y nos dormíamos arrullados por la música de un sonido estereofónico de la más alta fidelidad. Por su parte, Mteto, siempre paraba sonriendo, por ello lo que más recuerdo de su figura son sus níveos dientes que contrastaban con la intensísima oscuridad de su piel africana. Así las cosas, Vladimir se había hecho la idea de que él era como un mentor para nosotros, a quien debíamos emular en todo o, en casi todo.

A las 5:30 de la mañana, sin importar en qué estación del año estuviéramos viviendo, Vladimir nos levantaba para salir a correr cuarenta minutos al bosque. Los bosques en Moscú son hermosos oasis de verdor que cumplen la función no solo de mejorar la calidad del aire de esta ciudad de más de diez millones de habitantes, sino que también sirven como espacios para la práctica del footing y de la gimnasia. Cada cierto trecho, uno se encuentra con una estructura para realizar un tipo determinado de ejercicios gimnásticos. Así que, Vladimir, tenía todos los elementos para hacer de sus eventuales compañeros de cuarto, si no los mejores, al menos aplicados alumnos de la gimnasia y el footing. Después de cada sesión retornábamos a nuestro pabellón y nos duchábamos los primeros, antes de que este recinto se poblara de los alumnos que se alistaban para ir a clases.

Pero a Vladimir no le era suficiente con quitarme el sueño a las 5:30 de la mañana. A veces, me despertaba a las 2 o 2:30 de la madrugada para que le evalúe su pronunciación del español, que era el idioma extranjero que él había elegido estudiar. Era un aprovechado estudiante. Y en el período de exámenes venía con su cargamento de cigarrillos, té y caramelos que compartía con nosotros para hacernos más llevaderas las noches de insomnio. A él le debo una costumbre que traje a mi país, pero que he ido perdiendo paulatinamente: el tomar té sin azúcar, pero con un caramelo en la boca. Y aunque en mi país ya había comenzado a fumar a escondidas de mis padres en las reuniones con los amigos, a Vladimir también le debo haber reforzado mi vocación por el tabaco, que continué y perfeccioné más tarde —cuando abandoné la URSS— en Alemania comprando tabaco para liar.

Tabaco para liar

Pero no todos los rusos eran como Vladimir. También había estudiantes que, por razones que no comprendíamos a cabalidad, estaban en la universidad no por haber sido premiados en el servicio militar, sino porque eran familiares —directos o indirectos— de altos funcionarios del gobierno soviético.

Uno de estos estudiantes era Kolia. Este Kolia, según me informaron, era el hijo del director del Gosplan (el Sistema Nacional de Planificación Estatal de la URSS). También era alumno de la facultad de economía de la universidad y desde el tiempo de los estudios generales era considerado el príncipe azul no solo de las peruanas sino también de todas las chicas latinoamericanas. Alto y de contextura delgada, pelo rubio y ojos azules, Kolia parecía, en efecto, un artista de cine de Hollywood. Así que nuestras queridas compatriotas, que venían ya programadas desde sus hogares con casarse con un tipo así, andaban siempre merodeando por las entradas y las salidas de este chico de ensueño. Siempre se le veía con botas, blue jeans y saco de terno (traje, como se dice en el resto de países hispanohablantes), llevando en la mano un maletín tipo James Bond. Por ello, nosotros, los peruanos, nos reíamos a sus espaldas porque nos parecía una gran huachafería usar saco de terno con pantalones blue jeans. Sin embargo, nuestras burlas era el producto de nuestra ignorancia de la moda de Occidente (EE.UU. y Europa), la que ni por broma un peruano se atrevería a vestir en una sociedad tan conservadora y pacata como la nuestra. Así, que este Kolia, caminaba confiado porque en realidad no solo estaba a la moda con Occidente, sino que, además, se había adelantado a su época en lo que a la moda moscovita concernía.

Blue jeans y saco

Nunca coincidí con él ni en los estudios generales ni en los cursos de facultad. Sin embargo, se le veía causar revuelo en los pasillos de la universidad, en la biblioteca, en los comedores y también en las salas de deportes, atrayendo las miradas iracundas (o envidiosas) de los varones y las embelesadas de las chicas.

Cuando entraba ya por mi tercer año de permanencia en la universidad se producía no solamente el cambio de residencia sino también de compañeros de habitación. Este también era el tiempo en que debía ejecutar mi plan de retiro de la Unión Soviética y, obviamente, de la universidad. El tiempo había avanzado y aunque las circunstancias no las veía lo suficientemente maduras, mi corazón y mi mente ya se habían puesto de acuerdo para salir de la URSS e iniciar un nuevo intento en Occidente.

Mi meta era lograr que los funcionarios académicos me otorguen el salvoconducto de salida temporal de la universidad a través de un punto libre. Solo había dos tipos de salvoconducto: el de punto libre y el de punto fijo (que era el aeropuerto Sheremiétevo de Moscú con rumbo a Lima). Si me daban el salvoconducto de punto fijo estaba obligado a comprar mis pasajes Moscú-Lima y Lima-Moscú y presentarlo a las autoridades universitarias. Si esto ocurría, prácticamente mis sueños de ir a Occidente habían terminado. Mis padres y mi familia ya habían hecho un supremo esfuerzo para costear los gastos complementarios de mi viaje a Moscú, por lo que molestarlos para financiar una farsa (a sabiendas de que iba a dejar la universidad y no tenía en mente retornar) no solo era inmoral sino, además, imposible, dados sus limitados recursos económicos.

Por ello, no me quedaba más opción que lograr el salvoconducto de punto libre, que significaba que yo podía elegir el lugar y la vía por la cual salir de la URSS. Este tipo de salvoconducto solo se entregaba a alumnos que gozaban de la más alta estimación de parte de las autoridades; era como un premio a su incondicionalidad académica e ideológica. Pero…, también se entregaba a alumnos que podían prestarse como intermediarios de las aspiraciones materiales de algunos funcionarios de la universidad. Expresado en términos más claros: si un funcionario deseaba que alguien le trajese de Occidente un bien que era imposible comprarlo en la URSS, tenía la oportunidad de hacerlo con los alumnos que salían y retornaban a la universidad con el salvoconducto de punto libre. En algunos casos, el funcionario pagaba ex post el precio del producto; pero, en la mayoría de casos, los recibían graciosamente, como una muestra del “agradecimiento” del alumno beneficiado con dicho tipo de salvoconducto.

Teniendo en cuenta mis antecedentes y mi desempeño en la universidad, la única manera que podía obtener el salvoconducto de punto libre era por la segunda vía. Sólo tenía que conectarme con la o las personas claves de la universidad y hacerles la proposición en los términos más delicados y diplomáticos posibles.  Mi plan consistía en hacerles creer que mi madre estaba muy enferma, que había la posibilidad de que ella muriera, por lo que me urgía retornar al Perú para acompañarla en sus últimos momentos. El permiso sería por el tiempo de un ciclo académico, y luego “retornaría a la universidad para continuar y concluir mis estudios”. Pero para ello, debía salir de la URSS con el salvoconducto de punto libre para viajar a Alemania en donde “un pariente me financiaría los pasajes tanto de ida al Perú como de retorno a Moscú”.

El plan y la historia eran perfectos, pero conforme avanzaba el tiempo no podía encontrar los contactos que me hicieran llegar hacia los funcionarios claves. Esta indefinición me tenía cada vez más preocupado y mis amigos se habían dado cuenta, pues siempre me encontraban pensativo y taciturno. Ya no tenía más ganas de salir a nuestros paseos de fin de mes en donde dábamos rienda suelta a nuestros dos apetitos más profundos: la buena comida del Gabana y las hermosas librerías de Moscú.

Esta vez ni Damián podía serme de ayuda. La mala reputación que se había ganado entre los estudiantes que pertenecían al Partido y las autoridades universitarias, le hacían la persona menos idónea para apoyarme en este momento. Y hasta cierto punto, por más que me había cuidado, yo también estaba salpicado por su reputación.

Pero, todo estaba a punto de dar un giro inesperado, a mi favor.

Un día de esos en que había decidido no ir a clases sino quedarme en mi habitación leyendo alguno de los libros de mi voluminosa biblioteca sentí que alguien introducía la llave en la chapa de la puerta y la abría lentamente. Hasta ese día solamente vivíamos en la habitación —aparte de mí— un nepalés y un angoleño. Aún la universidad no había asignado al estudiante ruso que debería completar el cuarteto de mi habitación, así que había una cama vacía, frente a la mía.

Cuando la puerta se abrió completamente, vi entrar a un joven alto y rubio. Yo me senté inmediatamente sobre la cama y le quedé mirando: era Kolia. Él sonrió ligeramente y me saludó:

— Buen día —me dijo.

— Buen día —le respondí.

Inmediatamente se acercó a la cama vacía y depositó una maleta grande con ruedas que traía arrastrando. Luego se dio vuelta hacia mí y me extendió la mano, diciéndome:

— Mi nombre es Kolia. Me han asignado a esta habitación. ¿Cómo te llamas tú?

Yo, sin salir aún de mi asombro, le respondí:

— Hola. Mi nombre es Freddy, un gusto.

— ¿De dónde eres? —me preguntó.

— De Perú —le respondí.

— No has ido a clases —me dijo.

— Se me hizo tarde, lo siento —le respondí.

Kolia sonrió afectuosamente y se quedó en silencio, retirando el contenido de su maleta y colocándolo ordenadamente sobre su cama.

— ¿Qué lees? — me preguntó sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.

— Los cien años de soledad —le respondí.

— Oh —reaccionó, haciendo un gesto de sorpresa.

— Es de un escritor colombiano, de nombre Gabriel García Márquez —le dije.

— ¿Y de qué trata? —me preguntó.

Yo guardé silencio por unos segundos tratando de buscar en el idioma ruso la respuesta a una pregunta tan compleja y con las palabras que sabía.  

— Se trata de la historia de la familia Buendía a lo largo de siete generaciones en el pueblo ficticio de Macondo. Es una obra calificada como perteneciente al realismo mágico —le respondí, casi balbuceando, e impotente por no tener el léxico que me permitiera llegar a Kolia en la forma que yo quería. La universidad nos había preparado en el idioma ruso para entender los fundamentos y los principios de la economía, no para conferenciar sobre obras literarias.

Kolia se quedó paralizado, sin quitarme la mirada de encima.

— ¿Hablas inglés? —me preguntó, imprimiéndole a su rostro un marcado interés.

— Sí —le respondí.

Kolia sonrió y me preguntó:

— ¿Te parece si nos comunicamos en inglés?

Yo asentí con un movimiento de mi cabeza.

— ¡Qué bueno! —me dijo. Y, a continuación, me pidió que le repitiera lo que le había referido sobre la obra ahora en inglés.

— It is the story of the Buendia family over seven generations in the fictional town of Macondo. It is a work classified as belonging to magical realism.

Kolia volvió a sonreír, esta vez con mayor efusividad. Y me dijo:

— Creo que nos vamos a entender perfectamente, Freddy —me respondió en un fluido y correcto inglés.

Y de ahí en adelante, solamente hablábamos en inglés cuando estábamos solos.

Y mientras arreglaba sus cosas, Kolia se interesó por el Perú. Quería saber cómo era la gente. Cómo eran las ciudades. Cómo era la comida. Cómo eran las chicas. En mi pared, al lado de mi cama, yo tenía una fotografía de la Plaza Mayor de Trujillo. Se acercó a ella y me preguntó sobre la arquitectura de la plaza, llamándole mucho la atención que cada casona tenía un color diferente. Luego, sacó de entre sus cosas una revista que me la entregó, preguntándome:

— ¿Hay autos como éstos en Perú?

Se trataba de una revista en lengua inglesa de automóviles de última moda. La hojeé brevemente mientras me preguntaba cómo había hecho para obtener esta publicación.

— Sí. Algunos modelos que están en esta revista los he visto no solo en mi ciudad sino también en Lima —le respondí.

Se trataba de modelos de automóviles de muchas marcas, pero yo solo pude identificar a los de las marcas Nissan, Ford, Chevrolet y Toyota. Todos eran modelos con líneas futurísticas y de lujo. A Kolia le brillaban los ojos.

— ¿Y son muy caros? —me preguntó, extendiendo su mano para que le devolviera la revista.

— Tengo entendido que sí, Kolia —le respondí. A lo que añadí:

— En mi país hay modelos para todo tipo de economías. La gente rica compra los mejores automóviles. Pero los automóviles de la gente no rica también son muy buenos, modernos y durables.

En Moscú solo circulaban dos tipos de automóviles: los Lada que eran la marca rusa, con una producción estándar y a los sólo se podía acceder tras años de espera o por la intermediación de algunas influencias; y los Mercedez Benz, que eran alemanes, y que servían para el uso de los diplomáticos y altos funcionarios del estado.

Kolia se quedó pensativo y no atinó a decirme nada más. El tiempo había transcurrido y me dijo:

— Es hora de almorzar… ¿Me acompañas al comedor?

— Claro que sí, Kolia —le respondí.

Mientras me preparaba para salir al comedor, en mi mente solo refulgía una luz: Kolia era otro de los rusos obsesionados por Occidente, la moda y su cultura. Y lo que era mejor: era hijo de una persona muy influyente no solo en Rusia sino también en la universidad. En esa época, por obra y gracia del materialismo dialéctico e histórico yo había dejado de creer en Dios. Pero en el fondo de mi ser sentía que una voluntad superior, más allá de toda mi comprensión, me protegía y guiaba mis pasos.

Cuando ingresamos al comedor, mis compatriotas nos seguían con la vista, hasta que llegamos a la cola para recibir nuestra ración. Las chicas pocas veces me pasaban la voz pero, ahora, de un momento a otro, todas se habían vuelto mis “amigas” y me saludaban dibujando su mejor sonrisa. Cuando Kolia recibió su ración, se despidió de mí, dirigiéndose con su charola hacia un grupo de sus amigos rusos que estaban en una de las mesas del amplio comedor universitario. Yo también me despedí de Kolia, y me dirigí a la mesa en que se encontraban Damián y varios de mis amigos más íntimos de la universidad.

— ¡Vaya, vaya! ¡Mis respetos, amigo Freddy! Ahora usted se codea con la alta sociedad —me dijo Damián, recibiéndome con su clásica sorna y sarcasmo.

Todos los que compartían la mesa estallaron en una sonora carcajada, mientras yo me acomodaba en un extremo de la mesa.

— Bueno, eso no depende de mí. Es el bolo (así les decíamos a los rusos) que han asignado para mi habitación —les dije.

Todos se quedaron en silencio, y Alberto, lo rompió diciendo:

— Buena varas tienes ahora, Freddy. ¡Aprovéchala!

En efecto, todos parecíamos coincidir en que mi amistad con Kolia podía ser aprovechada. Sólo tenía que encontrar el momento más oportuno para que esto se dé.

Y el momento comenzó a darse... Una tarde, después de clases, saqué de entre mis cosas un paquete de naipes y me puse a jugar solitario sobre mi cama.

Al rato llegó Kolia con su típico maletín James Bond. Me saludó y de inmediato puso atención al juego. Yo sentía que quería saber qué estaba jugando, pero no se atrevía a preguntarme. Entonces decidí tomar la iniciativa:

    Kolia, ¿sabes jugar naipes?

Kolia sonrió y se sonrojó como un niño ante una situación que no sabe controlar.

    Pues, no —me respondió timoratamente.

    Si quieres te enseño.

El rostro de Kolia se iluminó. Se puso una ropa más ligera e invitándome a su cama, me dijo:

    Ahora, sí. Enséñame.

Lo que Kolia no sabía es que estaba ante alguien que cultivaba los juegos de naipes desde muy niño. Todas las visitas de mi abuelo terminaban en partidas de naipes que duraban más allá de la medianoche. Cuando mi familia emigró de Lima a Huanchaco, en casa de la hermana de mi madre, mis tíos se reunían para jugar naipes. Nadie nos enseñó. Los juegos los aprendimos viéndolos a ellos jugar y haciendo los mandados para que la mesa de juego no solo esté surtida con las apuestas sino también con galletas, pasteles y muchas bebidas gaseosas.

Desde el póquer hasta el casino —pasando por los ocho locos, el nervioso, el carga la burra, el nadie sabe para quién trabaja y el golpeado—, todos llegaron a ser dominados por Kolia. Pero el que más le gustó, y el que más jugamos, fue el casino. Apenas llegábamos de la universidad comenzábamos a jugar hasta que llegaba la hora de ir a cenar al comedor; y luego reiniciábamos el juego hasta la hora de ir a dormir. Hubo días en que nos poníamos de acuerdo para no ir a clases y nos quedábamos en nuestra habitación jugando sin parar. Kolia estaba fascinado por los juegos y entre nosotros comenzó a surgir una amistad que preparó el terreno para hacernos confesiones personales mutuas acerca de nuestras vidas, nuestros anhelos y nuestros sueños, los que no revelaré por respeto a su intimidad.

Pronto descubrí que Kolia era un niño con sueños de grande. Era el último de tres hermanos. Sus padres siempre habían estado al servicio del gobierno en las altas esferas del poder y eran pocos los momentos que compartían como una verdadera familia. Su constitución delicada y su poco apego a los estudios, fueron determinantes para que sus padres movieran cielo y tierra para que sea aceptado en la Universidad de la Amistad de los Pueblos. Cuando, al fin, fue aceptado, sus padres se alegraron mucho porque sus temores —de que el menor de sus hijos se volviera un resentido del sistema— por fin comenzaban a disiparse. Y es que a Kolia solo le interesaba la cultura de Occidente. Con un grupo de amigos de la secundaria formaron una especie de cofradía que tenía por misión agenciarse de toda publicación relativa a esta parte desconocida del mundo: desde libros y revistas sobre lo último de la moda en ropa y tecnología hasta discos y videos sobre los grupos musicales que arrasaban en los EE.UU. y Europa.  El estudio del inglés se convirtió para este grupo de adolescentes en la única manera como podían comprender el cúmulo de información que —subterfugiamente— recibían, a escondidas no solo de sus padres sino también de las autoridades escolares. Esto explicaba el amplio dominio que Kolia tenía de este idioma, así como su elegante y occidental manera de vestir. El grupo nunca fue descubierto y solo se desintegró cuando los chicos enrumbaron cada uno por los caminos que el Estado y la familia les tenían reservados.

Todas estas confesiones Kolia me las hizo en el tráfago de nuestros interminables juegos de naipes y solo interrumpidos —de cuando en cuando— por alguna que otra visita que las chicas peruanas hacían a mi habitación con uno que otro pretexto, pero con la finalidad de atraer la atención de Kolia. Pero Kolia solo tenía ojos e interés por los naipes y por todo lo que yo podía contarle acerca de la vida en Occidente.

Cuando llegaba la noche y podía estar solo con mis pensamientos, reparaba si todas estas confesiones que Kolia me había hecho eran suficientes para compartirle mi plan secreto de abandonar Rusia y la universidad. Me debatía pensando si, tal vez, todo no era sino un intento maquiavélico de la universidad para conocer mi forma de pensar y que, en realidad, Kolia, no era mi amigo —y ni siquiera un estudiante— sino solo un espía al servicio de otros intereses.

Quería consultar este dilema con Damián, pero éste se había distanciado un poco de mí, tal vez resentido porque Kolia consumía casi todo mi tiempo. Fuera de Damián no tenía a nadie que me mereciera la confianza. Así que, en este asunto, me encontraba completamente solo.

Pronto terminaría el otoño y el tiempo para salir de la URSS se me hacía más corto, pues, por nada del mundo me aventuraría por Europa occidental en pleno invierno. Desesperado porque el tiempo jugaba ya en mi contra, me decidí compartir a Damián mi decisión. Él se emocionó mucho porque en su corazón también había albergado la posibilidad de salir de la URSS y tentar suerte en Europa occidental. Me apoyó incondicionalmente. Incluso me prometió conseguirme un contacto peruano en Alemania para que me brinde alojamiento los primeros días, en caso llegare a cristalizarse mi salida de la Unión Soviética a través de un salvoconducto de punto libre. Cuando le participé de la idea de recurrir a Kolia para lograr que la universidad acceda a mi petición, después de cavilar por un largo tiempo, me dijo que “corriera el riesgo”.

Y así lo hice. Una mañana en que Kolia y yo nos pusimos de acuerdo para no ir a clases y quedarnos a jugar, hice un alto en el juego, y sin poderle ocultar mi aprehensión, le dije:

— Kolia, tengo algo que pedirte.

Los ojos azules del joven se posaron en los míos como tratando de descubrir, anticipadamente, el contenido de mi mensaje. Así que, animado por el interés que fluía de su mirada, comencé mi discurso mimetizando cada una de mis ideas, sentimientos y palabras con la experiencia que él también sufría: su desencanto por el sistema socialista. Conforme iba avanzando en mi alocución, el rostro de Kolia se iba enterneciendo e identificando con mi amargura, lo que me dio ánimo y confianza de que estaba tratando con un interlocutor válido y consecuente.

Cuando terminé de contarle todo, sin interrupción alguna de su parte, Kolia se puso muy triste:

    Y si te vas, ¿con quién jugaré a los naipes? —fue lo que atinó a decirme.

Yo hice una mueca tratando de simular una sonrisa. Y después de un breve silencio, que a mí me pareció una eternidad, Kolia me dijo:

    Hablaré con el supervisor Vasiliev.

El supervisor Vasiliev era uno de los muchos supervisores que había en la universidad. Era un hombre de mediana estatura, de cabello oscuro ensortijado y de una palidez casi enfermiza que se había hecho fama de acceder a los pedidos de los estudiantes a cambio de algunas “prebendas”.

    Y qué le diré —le dije a Kolia.

    Dile que necesitas viajar a tu país, pero con salvoconducto de punto libre, pues un familiar tuyo en Alemania va a sufragar tus pasajes de ida y de retorno —me dijo Kolia con tranquilidad.

    ¿Y si me lo niega? —repliqué.

    Tú ve nomás —me dijo Kolia con mucha seguridad.

Extendí mi mano a Kolia en señal de agradecimiento, y él me respondió con un fuerte abrazo.

Al día siguiente hice lo que Kolia me había aconsejado.

Al entrar a la oficina del supervisor Vasiliev, éste me recibió muy cordialmente. Le expliqué que mi madre estaba muy enferma y que debía viajar al Perú con el compromiso de retornar a comienzos del próximo ciclo académico. Pero, por motivos económicos, debía salir de la URSS con un salvoconducto de punto libre pues un primo, que vivía en Alemania, me iba a apoyar económicamente con los pasajes de ida y de retorno.

El supervisor Vasiliev me escuchó atentamente y luego me pidió que llenara una proforma para formalizar la solicitud. Así lo hice. Al despedirme, el funcionario me dijo que se iba a comunicar conmigo apenas tuviera el resultado de mi tramitación.

Fueron seis largos días de agonía para mí. Kolia se desapareció de la universidad y no sabía nada de él. Lo busqué en las aulas en donde recibía sus clases y nadie sabía darme razón de él. Por otro lado, el supervisor Vasiliev tampoco daba señal de vida. Damián, Manolo, Alberto y Enrique, mis amigos más cercanos, compartían mi sufrimiento y solo atinaban a darme palabras de aliento.

Las noches de insomnio afectaron mi salud y alimentaban aún más mi paranoia: ¿qué habrá pasado con Kolia?, ¿acaso habrá delatado mi verdadero plan ante las autoridades de la universidad? Y, si eso ha ocurrido, ¿qué va a pasar conmigo?

Al sexto día, una mano huesuda sacudía mi hombro suavemente. Era casi ya el mediodía y mis ojos, aún somnolientos, no podían dar crédito a lo que estaba mirando: era Kolia —con su sonrisa de niño y su porte de hombre de negocios— que me despertaba.

    ¿Por Dios, Kolia? ¿En dónde has estado? —atiné a preguntarle casi suplicante.

Kolia volvió a sonreír y no respondió a mi pregunta. Solo me dijo:

    El supervisor Vasiliev necesita hablar contigo. Tienes que ir ahora. Es urgente.

Cuando intenté seguir el hilo de mi conversación, Kolia se retiró súbitamente de la habitación.

Mi corazón latía a mil por minuto. ¿Qué será lo que me va responder el supervisor Vasiliev? ¿Me negará el salvoconducto? ¿Se habrá descubierto mi plan de salir de la Unión Soviética sin retorno?  Pero, mientras me aseaba y me vestía para ir a la oficina del supervisor Vasiliev, las dudas y los temores comenzaron a huir de mi mente al contrastarlos con el rostro amigable y sonriente de Kolia hacía apenas unos minutos.

Salí del edificio y crucé la plaza que separa la villa universitaria de las oficinas administrativas de la universidad. Cuando me anuncié en la oficina del supervisor Vasiliev, éste se quedó parado frente a mí mirándome de pies a cabeza sin ninguna expresión en el rostro que pudiera darme una pista de lo que me esperaba. Nuevamente, mi corazón se aceleró.

Cuando, por fin, el supervisor Vasiliev me invitó a tomar asiento, sentí que había retornado al tiempo presente.

    Quiero informarle que la universidad ha aceptado otorgarle el permiso para ausentarse temporalmente. Deberá usted firmar un compromiso e inmediatamente se le otorgará el salvoconducto para que pueda salir del país.

En sus palabras no había la pisca de algún sentimiento. Yo me quedé mirándole a los ojos tratando de penetrar en su mente y descubrir qué tipo de salvoconducto la universidad me iba a otorgar. No me atrevía a preguntarle por temor a dar evidencia de un especial y sospechoso interés. Cuando terminé de leer el compromiso, lo firmé y, de inmediato, el supervisor Vasiliev me entregó el salvoconducto. Mis manos temblaban y guardé rápidamente el papel en mi bolsillo —sin leerlo— para que no se evidencie mi nerviosismo.

    Muchas gracias, supervisor Vasiliev —le dije.

El supervisor Vasiliev, como si de un truco de magia se tratara, dibujó una sonrisa en su rostro, y me dijo:

    Que le vaya bien, alumno. Solo quiero pedirle un favor.

    Dígame usted, supervisor Vasiliev —le dije.

                A su regreso le agradecería me traiga una flauta traversa alemana —me dijo acentuando aún más su original sonrisa.

Escuchar este pedido era para mí la respuesta a mi dolorosa incertidumbre.

    Considérelo un hecho, supervisor Vasiliev —le respondí, extendiendo mi mano hacia él.

Cuando de regreso volví a cruzar la plaza, de retorno a mi habitación, saqué el documento de mi bolsillo, y con lágrimas en los ojos pude leer: Точка отправления: бесплатно (Punto de salida: libre).

Ya casi llegando al edificio de habitaciones, me encontré con Damián, Enrique y Alberto que salían de él rumbo al comedor, pues era la hora del almuerzo. Al verlos levanté en alto, como si de un pañuelo se tratara, el documento que minutos antes me había entregado el supervisor Vasiliev. Al leerlo, Enrique, con ese acento tan dominicano, exclamó:

    ¡Es increíble!

Mis amigos me abrazaron y me dijeron: “Tenemos que celebrarlo. Te invitamos el almuerzo”.  Ahora sí tenía hambre. Mucha hambre.

Al ingresar al amplio comedor de la universidad vi, a lo lejos, almorzando con sus camaradas, a Kolia. Cuando él también se fijó en mí, sonrió y me hizo un guiño. Yo también le sonreí en señal de aprobación y agradecimiento.


Epílogo

Una semana después de haber recibido el salvoconducto con punto de salida libre de la URSS, me encontraba en la estación ferroviaria moscovita de Kurskaya cuyo destino final era la ciudad de Berlín Oeste.

Era como las cinco de tarde y apenas llegado a la estación la llamada insistente de partida me hizo despedir rápidamente de mis mejores amigos: Damián, Manolo, Enrique y Alberto. Solo llevaba un pequeño equipaje y cuatrocientos dólares que había escondido celosamente (los pormenores de este viaje, así como de mi llegada a Berlín Oeste, están narrados en mis memorias tituladas El muro deBerlín, a 25 años de su caída.

Cuando el tren comenzó a moverse vi las manos en alto de mis amigos que me despedían. En sus rostros se leía la tristeza por la partida de un amigo y también la esperanza por seguir, alguna vez, mis pasos. Traté de no perderlos de vista hasta donde me era posible el inexorable avance del tren.

Finalmente, dejé de verlos y mis ojos se humedecieron por un sentimiento inexplicable: me dolía dejar este gran país. Como si fuera una película comenzaron a surgir en mi mente el  rostro de Viera Nicolaevna; la dejadez de Manolo; el tiempo que pasé en la brigada de trabajo de Kazajtán; Damián y sus locuras y rebeldías; las noches fumando y tomando té con caramelos; Kolia y sus interminables juegos y preguntas; la hospitalidad de mis primos Edy y Paco en San Petersburgo; la inolvidable visita a Minsk y sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial; las incursiones maravillosas al restaurante Gabana y las librerías de Moscú; nuestras irreverentes visitas a la Casa de las Américas solo para saborear una botella de Pepsi Cola; el sabor único del kefir y de la smietana; el circo de Moscú; el calor humano de las grandes y poderosas mamás rusas regañándonos y diciéndonos “молодец!” (¡bien hecho, chicos!); los mágicos amaneceres del invierno ruso con la nieve simulándonos un paraíso albiceleste; las tardes tormentosas del verano moscovita con sus relámpagos que nos asustaban y nos arrinconaban al pie de nuestras ventanas; los baños rusos que pusieron a prueba nuestra resistencia al calor y al frío extremos; las hermosas mujeres rusas con sus elegantes abrigos y botas imitando a las francesas; Vladimir y su exacerbado orgullo soviético que contrastaba con sus no pocos frecuentes ataques de melancolía y depresión; mi tiempo en el hospital y el bondadoso trato que recibí de los médicos y enfermeras; las interminables noches de fuegos artificiales de los городские фестивали (fiestas del pueblo); las canciones de Elton John y Engelbert Humperdink estrujándonos el corazón;  los atracones de shashlik al caer el caer el sol moscovita; todo esto, y mucho más, se agolpaba dolorosamente en mi corazón como si las cosas que ahora me impulsaban a abandonar la Unión Soviética hubieran desaparecido y solo hubiera quedado espacio para lo bello y digno de agradecimiento.

Horas más tarde, cruzaba la frontera que separa a Rusia de Polonia, y lo que venía después era Alemania Oriental (en esa época denominada República Democrática de Alemania —RDA). Atrás había quedado la URSS en mi vida. ¿Cómo se irían a repartir mis libros que compulsivamente había comprado en Moscú a costa de sacrificar el estipendio universitario? No lo sabía. Probablemente Damián y Enrique se quedarían con la mayor parte. Una sonrisa se desprendió de lo más profundo de mi corazón. Una nueva etapa de mi vida daba inicio y no sabía qué me esperaba después de atravesar la cortina de hierro.



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Nota del autor. Estas memorias sobre mi permanencia en la Unión Soviética reflejan mi experiencia y sentir personales. De ningún modo implican un menosprecio o desautorización de la experiencia y valoraciones que sobre los mismos hechos y circunstancias tengan otras personas, sea que formen parte o no de estas memorias.

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(1)  Heriberto Padillo (2016), en un interesante artículo titulado Besos de hombre y publicado en la web, escribe: Besarse era una epidemia en la Rusia de 1800. Hombres y mujeres se besaban a toda hora y por cualquier motivo. Un beso del zar, por ejemplo, se atesoraba como una elevada forma de reconocimiento social. Muchos años después, en 1979, la foto del soviético Leonid Breznev saludando con beso profundo de boca a su homólogo alemán Erich Honecker le dio la vuelta al mundo. Para entonces era bien visto que los hombres soviéticos se besaran en la boca, para saludarse y honrarse. No sé qué habrán pensado de Honecker sus compatriotas pero, con la llegada del capitalismo a Rusia, sus habitantes importaron valores de Occidente y no ven hoy bien que se besen personas del mismo sexo. Recuperado de http://bit.ly/3cuV8gZ

(2) Carlota M. (2014) en su interesante artículo Limpiarse con papel higiénico no es higiénico, escribe: Para los musulmanes la mano izquierda es la mano impura, la mano con la que se lavan tras hacer sus necesidades, mientras que la mano derecha es la que utilizan para comer. “Ninguno de vosotros debe tocarse el pene con la mano derecha cuando está orinando, ni higienizarse con la mano derecha después de hacer sus necesidades”. Es por eso que en países como Marruecos el papel higiénico en los baños no abunda demasiado y cuando vas de viaje es recomendable llevar siempre contigo clínex o papel por si te cuesta adaptarte tan rápido a las costumbres locales y quieres limpiarte como te has limpiado toda la vida (…). Nadie me cree ahí fuera pero los musulmanes, especialmente los que rezan como está mandao, son tremendamente higiénicos en su intimidad. Y aunque limpiarse el culo con la mano en principio pueda parecer horrible, todo es empezar… Os lo aseguro. En Marruecos, igual que en tantos otros países musulmanes, hay dos formas de hacerlo. La primera de ellas, la más ‘humilde’, consiste en utilizar uno de los pequeños cubos de plástico que hay en el baño, valiéndote del grifo que normalmente sale de la parte baja de la pared. Lo llenas de agua y te limpias como limpiarías con agua algo que está sucio. Tan simple como eso. Luego te lavas las manos y listo. Recuperado de http://bit.ly/2IznJnD 

(3) Aragonés, G. (2019). Moscú tiene un tesoro. Recuperado de https://www.lavanguardia.com/ocio/viajes/20190530/462556050107/metro-moscu-tesoro.html

(4) Wikipedia. VDNJ. Recuperado de https://es.wikipedia.org/wiki/VDNJ_(Rusia)