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Catedral de San Basilio (Moscú) |
Por
Freddy Ortiz Regis
He dejado para el final mis memorias
sobre mi estadía en Moscú como alumno de la facultad de economía de la
Universidad de la Amistad de los Pueblos, allá por los principios de la década
de los 80, aunque buena parte de los hechos y anécdotas —que incluyen a
situaciones y personajes de mi vida en relación con esta universidad, la ciudad
y su gente— están narrados en memorias como Kazajtan, Minsk, San Petersburgo y otras
a las que se puede acceder entrando a mi blog personal http://fredoreg.blogspot.com/.
Una
de las primeras impresiones cuando llegamos a Moscú fue encontrarnos con una
ciudad un tanto lúgubre. Sus calles, fríamente iluminadas, aparecían añejas
y vacías a través de las ventanas del autobús que nos llevaba a mediana
velocidad hacia la ciudad universitaria. Pensamos que este escenario se debía,
probablemente, a la hora por la que transitábamos a través de sus calles: era
de madrugada y todas las ciudades del mundo —seguramente— lucen así: relajadas
por el descanso y envueltas en el sueño de sus habitantes.
Este
fue el primer atisbo del desencuentro de nuestras culturas: nosotros
proveníamos de una cultura occidental capitalista en la cual las grandes ciudades
—especialmente de noche— brillan por la sordidez de su vida nocturna, el
destello de los neones y el infatigable tráfago de los automóviles,
restaurantes y discotecas. Sin embargo, Moscú, la capital de la segunda
potencia más grande del mundo de esa época: dormía plácidamente. Más adelante,
a medida que nos fuimos adentrando en la vida de la ciudad moscovita,
descubrimos que también tenía una vida nocturna, pero muy encubierta y
soterrada.
Un
segundo desencuentro lo vivimos cuando llegamos a la ciudad universitaria. Ahí
estaban reunidos estudiantes provenientes de más de cien países del mundo, la
mayoría de ellos de naciones más atrasadas que la nuestra y que se encontraban
en un franco camino hacia el socialismo, apoyadas por el régimen soviético de esa
época aún fuerte y triunfante. Sin
embargo, este desencuentro no tuvo nada que ver con las costumbres y modales
que apreciamos en los miles de jóvenes extranjeros que llegaban a la
universidad. Ver a los varones asiáticos tomados de la mano, caminando de lo
más tranquilos por los ambientes de la universidad, era algo que llamó nuestra
atención, pero que asimilamos rápidamente y hasta con gracia. Lo mismo
podríamos decir cuando descubríamos a los jóvenes rusos varones —especialmente
los provenientes de las zonas rurales— besándose tiernamente en la boca sin que
ello implicase —de ninguna manera— una atracción homosexual (1). Y ni qué decir
de los estudiantes provenientes de los países musulmanes para quienes su
religión les ha impregnado un altísimo sentido de la higiene, y entraban a los
servicios higiénicos no con papel higiénico (como lo hacemos nosotros desde que
tenemos uso de razón) sino con una botella… ¡Diablos! Nos decíamos. ¿Por qué
entran al baño con una botella? Pero, muy pronto, descubrimos que los
musulmanes no se limpiaban el trasero con papel higiénico sino con la mano,
ayudados por el agua que llevaban en las botellas (2).
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Bresniev besando a Honecker |
Pero, retomando, este segundo desencuentro —como lo vuelvo a repetir— no fue con las costumbres ni con la cultura de los estudiantes extranjeros con los que por primera vez sosteníamos un contacto multinacional, sino con su actitud hacia la vida. La actitud hacia la vida es una de las cualidades más importantes que tenemos las personas, pues es la postura que asumimos ante un hecho, y, en base a ella, actuamos de una forma o de otra, condicionando nuestras decisiones y, por tanto, definiendo nuestro presente y futuro. Es probable que la actitud hacia la vida esté influenciada o marcada por la cultura.
A
fin de ilustrar lo que quiero decir, narraré un hecho que ocurrió cuando
pasábamos la famosa cuarentena. La cuarentena era un período en que los
estudiantes extranjeros recién llegados a la universidad debían soportar y
consistía en no salir al mundo exterior. Los estudiantes permanecíamos en los
recintos de los bloques residenciales y solo teníamos contacto con el mundo
exterior a través de nuestros compatriotas que nos precedían en la universidad
y con la TV. Una noche —antes de irnos a
dormir— estando viendo televisión en una sala especialmente acondicionada para
ello, el televisor comenzó a fallar. En la sala había estudiantes de diferentes
razas y nacionalidades, mas nadie hacía nada por encontrar una solución al
problema. Los minutos pasaban y yo me tomé el trabajo de observar los rostros
de los estudiantes y pude comprobar que —a diferencia de los jóvenes de
Latinoamérica— el resto permanecía inmutable, como si la falla no existiera y,
por lo mismo, no había razón alguna para levantarse y asumir alguna conducta
orientada al cese del problema. Y, en efecto, fuimos los estudiantes latinos
quienes nos levantamos y exigimos, primero a los estudiantes rusos que también
estaban en la sala, que intervengan para solucionar el problema. Como no
encontramos ningún eco en ellos, nos dirigimos a las autoridades de la
universidad que estaban, en ese momento, a nuestro alcance, y les reclamamos
—por medio de señas y algunas gesticulaciones— que el televisor estaba
fallando. La reacción de las autoridades fue muy simple: entraron a la sala de
TV y desconectaron bruscamente el televisor, mandándonos a todos a dormir
inmediatamente. Todos los estudiantes —con excepción de los latinos— se
levantaron de sus asientos y obedecieron ipso
facto la orden del supervisor. Mientras tanto, los estudiantes latinos, nos
sentimos ofendidos y acatamos la orden con una espina clavada en el corazón.
Este
acontecimiento marcó a muchos de mis compañeros latinos, y con mayor rigor a
mis compatriotas peruanos, pues el trasfondo de este incidente —además de otros
factores que más adelante detallaré a lo largo de estas memorias— marcó nuestro
destino no solo en la universidad sino también en nuestra estadía en la URSS.
El
“viaje” a Leningrado
Cuando
llegamos a Moscú estaba terminando el verano y abriéndose paso el otoño. Los
días eran aún soleados y tolerablemente calurosos.
Cuando
terminó la cuarentena estábamos muy ansiosos por salir a la calle y conocer la
ciudad. Los compatriotas de años superiores, los que ya llevaban estudiando en
Moscú algunos años, estaban, también, deseosos de conocernos. Nosotros éramos
para ellos como los “cachimbos” o los “perros” como se les llama en Perú a los
que recién se inician en la universidad o en el ejército, respectivamente. Así
que cuando terminó la cuarentena fueron a visitarnos para conocernos,
ofrecernos sus servicios como guías de la ciudad y, también, para gastarnos
algunas bromas, haciéndonos pagar el piso de nuestro noviciado.
Recuerdo
con mucha claridad una de estas bromas. Un día nos preguntaron a un grupo de
compatriotas recién llegados a Moscú si queríamos conocer Leningrado (hoy San
Petersburgo). Nosotros nos miramos los unos a los otros pensando que se trataba
de una propuesta un tanto descabellada, pues, por un sentido común, imaginábamos
que la ciudad de Leningrado se encontraba a muchos kilómetros de distancia de
Moscú. Los chicos nos dijeron que sí. Que, efectivamente, Leningrado estaba
distante de Moscú, pero que —gracias al metro subterráneo y sus grandes
velocidades— podíamos llegar en apenas media hora. Nosotros no lo pensamos dos
veces y hasta compramos fruta para el camino.
Después
de recorrer varias estaciones del subterráneo de Moscú y quedar admirados de su
belleza y magnificencia, “llegamos a Leningrado”. Ya era como el mediodía por
lo que lo primero que hicimos fue buscar un comedor público para almorzar.
Después, recorrimos la ciudad de amplias plazas y avenidas. Entramos a un
mercado en donde vendían productos de primera necesidad y muchas flores de
diferentes estilos y colores, que nunca habíamos visto en Perú. Aún no teníamos
dinero, pues, la universidad no nos había dado nuestro primer estipendio, por
lo que los pocos rublos que manejábamos era dinero dado en préstamo por algunos
de nuestros compatriotas de los años superiores.
Cuando
retornamos, por la misma vía del subterráneo, nos esperaban en la villa
universitaria el resto de nuestros amigos pertenecientes al grupo de los recién
llegados, así como también muchos jóvenes estudiantes de los años superiores. Lo
primero que llamó nuestra atención fue advertir en sus rostros el inequívoco
gesto de la risa contenida cuando les referimos, alborozados, que “ya
conocíamos la ciudad de Leningrado”.
Al
final, todos explotaron en una sonora carcajada, a la que nos sumamos también
nosotros, no sin antes haberlos maldecido en nuestro interior por gastarnos
esta broma: hacernos creer que por el subterráneo se podía llegar hasta una
ciudad tan distante de Moscú como, en efecto, lo es Leningrado.
Pero
más allá de este episodio, que todos los años se repetía con los recién llegados, lo cierto es que
nuestros compatriotas de los años superiores fueron claves para nosotros no
solo para el conocimiento de la ciudad, sus costumbres, normas y peligros, sino
también para la consolidación de un conjunto de temores e inquietudes que, poco
a poco, fueron madurando la decisión (mía y de otros compatriotas más) de
alejarnos de Rusia definitivamente, con la abierta esperanza de conocer nuevos
horizontes en el Oeste capitalista, cargando, hasta ahora, con el amargo
sentimiento por no haber concluido los estudios para los que habíamos ganado
una beca en nuestro país.
La
universidad
Pronto,
el mes de setiembre terminaba y el otoño cedía el paso al invierno con sus
primeras nevadas. Coincidentemente, también comenzaron los estudios generales y
de idioma ruso en la universidad.
Todo
el primer año académico lo pasaríamos estudiando la lengua en que habríamos de
sobrellevar la carga académica de la Universidad de la Amistad de los Pueblos
de Moscú (a la que en adelante me referiré simplemente como “la universidad”).
Antes de llegar a la Unión Soviética ya había estudiado un curso básico del
idioma ruso en la ciudad de Trujillo, Perú, a la que llegué a vivir cuando
apenas tenía doce años. Precisamente, uno de los rubros de la evaluación para
poder ganar la beca de estudios a la —en ese entonces— Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas (URSS) era responder una batería de preguntas en ese
idioma.
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Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú |
Parte
de mis vivencias de los dos primeros años que estudié en esta universidad están
narradas en mis memorias tituladas VieraNicolaevna, escritas en honor y recuerdo de mi
entrañable profesora de ruso.
Como
ya lo anticipé líneas arriba, los alumnos recién incorporados a la universidad,
provenientes de los países llamados tercermundistas o en desarrollo, debíamos
completar un primer año de estudios generales y de idioma ruso, lo que nos
prepararía para sobrellevar los estudios de especialidad.
Es
en esta primera etapa de nuestra estadía en la universidad en donde se produjo
una de las más importantes revelaciones (yo diría, confesiones) que recibimos
de parte de los estudiantes peruanos que nos aventajaban en antigüedad y en
estudios académicos: la universidad no brindaba el mismo nivel académico que
otras instituciones académicas rusas sí ofrecían a los estudiantes de los
países provenientes de la órbita socialista o de los países del primer mundo
capitalista. La Universidad de la Amistad de los Pueblos, también llamada
Patricio Lumumba en honor a un mártir del socialismo congoleño, tenía como principal
finalidad —nos decían— preparar cuadros académico-políticos para las nacientes
repúblicas que luchaban contra el sistema capitalista y aspiraban a formar
parte de la órbita de influencia soviética en el mundo entero.
Esta
revelación —infligida desde los primeros días del inicio de las actividades
académicas— fue demoledora para nuestro espíritu. Muchos de los peruanos que
habíamos llegado a esta universidad —por no decir casi todos— habíamos dejado
las mejores universidades de nuestro país con la ilusión de seguir estudios más
rigurosos, exigentes y científicos que los que nos podían ofrecer las casas de
estudios superiores de un país tercermundista como el nuestro.
Muchas
fueron las noches insomnes, pensando en el futuro que me esperaba al haber
llegado a un lugar que no iba a llenar las expectativas que me movieron a dejar
lo más profundo y hermoso que puede tener un hombre en este mundo: el hogar. Me
sentía como un ave que después de volar tanto, por fin, llegó al lugar en donde
debe reinar la primavera y, en vez de ello, solo encontró el invierno más crudo
y solitario. ¿Qué podía hacer? ¿Retornar a mi país? ¿Qué razón les daría a mis
padres, a mis familiares y a mis amigos que me despidieron ilusionados por
haber conseguido algo que no era fácil alcanzar: una beca para seguir estudios
en la segunda potencia más grande de la Tierra? Nadie me creería. Por el
contrario, todos me juzgarían y me darían las espaldas. Y como el ave que llegó
a una estación equivocada, solo atiné a buscar un refugio, y esperar a que
pasara el invierno para intentar volar hacia nuevos horizontes.
Este
refugió lo encontré en mis compatriotas que también experimentaban la misma
decepción desoladora. También lo encontré en la ciudad de Moscú. En los libros.
En mi cuaderno de poesías que había traído como equipaje desde mi país y que
guardaba celosamente porque en él escribía no solo por el amor al arte sino
porque también era el confesionario de mis penas, anhelos, frustraciones y
ambiciones, disfrazadas con los ropajes de versos juveniles, inmaduros y hasta
trillados.
Esta
fue una de las primeras grandes lecciones sobre el carácter de los seres
humanos que aprendí: que unos se conforman con las circunstancias que
delinearon sus destinos y no tienen más respuesta ante la vida que acomodarse
lo mejor que pueden. Y así, pasan el resto de sus existencias desplegando el
rol de un personaje que el universo no necesita. Como el ave que perdió la
noción de su rumbo de retorno y no le queda más remedio que morir en una oscura
y desolada rama del bosque.
Esta
revelación —contrariamente— despertó en mí un sentimiento de rabia y de
rebeldía, pues apenas si estaba comenzando la guerra y ya había sido herido. De
ahí muchas de las cosas que viví y realicé en la Rusia soviética, hasta el día
de mi definitiva retirada, han estado marcadas por esta frustración que me
compelió a denunciar y desnudar —hasta donde se me permitía sin poner en riesgo
mi propia integridad personal— las contradicciones de un sistema que hablaba
como cordero pero que actuaba como dragón.
Por
ello, de aquí en adelante, las memorias que siguen están marcadas por esta
impronta. En ellas se reflejan las contradicciones del sistema socialista hasta
ese entonces imperante en la Rusia soviética (y hasta el día de hoy defendido
por movimientos políticos tanto rusos como extranjeros que añoran su retorno y
su implantación en contextos ajenos), así como también los perfiles
psicológicos de algunos personajes de mi entorno que contribuyeron a madurar mi
decisión de abandonar la URSS y emigrar hacia el Occidente capitalista (el
enemigo y el ensueño de muchos rusos en esa época).
Damián
No
recuerdo con claridad los detalles de cómo conocí a Damián. Pero era
conformante del grupo de peruanos que nos antecedían en la universidad. Tampoco
recuerdo las circunstancias que poco a poco nos convirtieron en amigos
inseparables.
Tampoco
recuerdo si Damián —que era casi de mi edad, o tal vez un año mayor— provenía
de alguna universidad de Lima o si había llegado a la universidad por el
conducto de la Casa de la Amistad con la URSS. De lo que sí estoy seguro era
que no pertenecía al Partido Comunista Peruano y que era de una extracción
social muy humilde.
Damián
era pequeño de estatura. Sus facciones revelaban una mezcla indígena y asiática.
Su rostro redondo y hasta hostil se iluminaba siempre que despedía una
carcajada, las que no eran insólitas en su espíritu jovial, rebelde y
aventurero.
Entre
él y yo no había, prácticamente, puntos en común. Él era directo; yo,
diplomático. Él era jovial y risueño; yo, flemático y aburrido. Él era
temerario; yo, prudente hasta el extremo. Él era de una extracción social baja;
yo, de una extracción social media. Él no tenía buenos modales; yo, era
refinado… Sin embargo, a pesar de estas diferencias, nos atraíamos, pues yo
veía en él cualidades que la educación parental y pública nunca me permitieron
desarrollar; y él veía en mí atributos que secretamente anhelaba cultivar.
Si
algo teníamos en común era que tanto él como yo estudiábamos la misma carrera:
economía. Él, en un nivel académico superior; y yo, recién comenzando los
estudios generales. Yo había dejado la facultad de ingeniería mecánica en mi
país, y ahora transitaba por una carrera que solo podía servirme para laborar
en algún país socialista o en rumbo al socialismo. Pero eso ya no nos
importaba. Ambos sabíamos que —en materia de porvenir profesional— estábamos perdiendo el tiempo y solo había que —siguiendo
un dicho popular de mi país—: “seguir la flecha” y pasarlo lo mejor que
pudiéramos hacerlo.
Sin
embargo, en materia de finanzas, la mayoría de estudiantes latinoamericanos,
solo dependíamos del estipendio que la universidad nos otorgaba a fin de mes, a
diferencia de los estudiantes africanos, que recibían, además del estipendio
universitario, otro por parte de sus gobiernos. Los jóvenes africanos que
estudiaban en la universidad eran hijos o familiares de connotados funcionarios
de los gobiernos socialistas de África, así que entre esos jóvenes que
compartían con nosotros los estudios en la Patricio Lumumba, probablemente
estaban los futuros ministros de esos países.
Damián
los odiaba. Decía, sin ocultar cierta envidia y hasta racismo, que “esos negros
se la llevaban fácil” pues —además de que las autoridades de la universidad
eran tolerantes con ellos en cuanto a las exigencias académicas— se daban “la
gran vida” con mujeres rusas y excesos de toda índole. En cambio, nosotros, los
latinos —y en especial los peruanos—, apenas si nos alcanzaba el estipendio
universitario, de modo que no podíamos ni siquiera soñar con la vaporosa vida
de los estudiantes africanos. Y como si esto no fuera suficiente, las chicas
peruanas nos pasaron a un segundo plano, pues el objeto de sus deseos y
preferencias ahora eran los rusos rubios y de ojos azules.
Un
día, entrando a clases en horas de la mañana, en uno de los pasadizos, escuché
un griterío. Conforme me iba acercando pude distinguir, entre las airadas
voces, la voz de Damián que se confundía con los gritos de otros estudiantes
rusos y africanos.
—
¿No les da vergüenza hacer esto? —gritaba Damián.
Mientras,
los estudiantes rusos y africanos, le pedían —también con gritos y con interjecciones
y ademanes— que los dejara en paz y que se largara de allí.
—
¿Qué se creen que somos los estudiantes? ¿Robots? ¿Máquinas a las que se debe
medir y cuantificar? —gritaba Damián encolerizado.
Ocurría
que un grupo de estudiantes rusos y africanos estaban colocando —en el espacio
reservado para los anuncios— reportes sobre el rendimiento académico de los
alumnos de diferentes facultades. Esto
enfureció a Damián quien, sin importarle las consecuencias de su accionar,
increpó duramente a los jóvenes estudiantes que solo estaban dando cumplimiento
a una disposición del decanato.
En
Rusia —como en todas las dictaduras marxistas— no había nada que escapara del
control de la autoridad (entendiéndose por ésta a la diversificada y
ampliamente extendida red de control, supervisión y espionaje del Partido
Comunista). Sea en los talleres, en las fábricas, en los laboratorios, en las
oficinas, en las fuerzas armadas, en el partido o en las instituciones
educativas, todos, desde las acciones menos trascendentes hasta las de mayor
impacto para la organización y la sociedad, debían estar bajo control y
supervisión. Para ello, el sistema político había creado un término —emulación— como contraparte del concepto
capitalista de competencia. Por ese
concepto de emulación todos debían
rendir cuentas de su actuación en concordancia con los planes de desarrollo
realizados por el Estado y el Partido. Nadie tenía el derecho de abstraerse o sentirse
al margen de sus aspiraciones y, por lo mismo, todos debían rendir cuentas a
través de toda una red de variables e indicadores de medición. Quedarse al
margen o rezagarse implicaba un demérito social en la vida de un individuo que
debía ser publicado, denunciado y castigado.
Y
esto era, precisamente, lo que estaban haciendo esa mañana aquellos jóvenes
rusos y africanos: estaban dando cumplimiento —de manera contrita y pública— a
la política de emulación de la
universidad: felicitando a los “mejores” y denunciando a los “peores”. Nunca
nadie había cuestionado esta perversa práctica, hasta el día en que Damián lo
hizo y le costó una semana de suspensión.
Los
chicos del Partido Comunista Peruano que estudiaban en la universidad veían con
recelo a Damián. En esa época, este partido había sufrido una división en el
Perú, de modo que ahora había dos facciones: la del PCP del Perú (que
conservaba la venia de la URSS) y el PCP-Mayoría (porque supuestamente arrastraba
a la mayoría de los miembros del PCP peruano). El primero era liderado por
Jorge del Prado y, el segundo, por Ventura Zegarra.
Los
ecos de esta división también habían llegado hasta la universidad, y aunque los
peruanos (pertenecientes o no al PCP) tratábamos de llevarnos lo mejor posible,
las tensiones se sentían en el aire.
Pero
el grupo que lideraba Damián —entre los cuales estaban Alberto, Manolo, Gonzalo,
un dominicano de nombre Enrique y yo— era completamente ajeno a estas
tensiones. Nuestras mayores preocupaciones eran otras, y aparecían cuando
después de habernos gastado el estipendio de la universidad no teníamos ni para
comer. Las clases y los exámenes no eran problema para nosotros. Éramos lo
suficientemente listos para salir airosos y —sin quererlo— pasar desapercibidos
en los reportes de la emulación
socialista.
Nuestras
queridas compatriotas eran nuestro paño de lágrimas cuando el dinero se nos
acababa. No entendíamos cómo, pero ellas siempre tenían sus reservas y —de pura
lástima— nos daban en préstamo unos cuantos rublos que pronto se nos esfumaban.
El
lector se sentirá intrigado por saber por qué no nos alcanzaba el estipendio
universitario. La respuesta es la siguiente: teníamos dos tipos de hambre que
soñábamos matar el día de pago: el hambre de comer rico, y el hambre por los
libros. El primero de ellos lo satisfacíamos yendo al famoso restaurante La
Habana (Gabana, en ruso), ubicado en
el distrito Tagansky de la ciudad de Moscú; y el segundo, visitando y comprando
libros compulsivamente en las librerías de las principales editoriales rusas en
la ciudad capital.
Cuando
llegábamos al restaurante La Habana sentíamos que ingresábamos a un pedacito de
Latinoamérica. La decoración, el estilo y la sazón de la comida nos eran
nostálgicamente familiares. No nos podíamos quejar de la comida rusa que nos
servían en el comedor universitario o que degustábamos en los restaurantes
populares (stalóbayas) de la ciudad, que
además de ser muy agradable era también muy nutritiva. Pero en el Gabana nos podíamos dar la oportunidad
de recuperar los sabores, sentimientos y vivencias que están asociados a la
manera de ser y de sentir de los latinoamericanos. La música, la forma de
presentación de los platos y el sabor de los potajes, todo nos hacía disfrutar
del calor, color y aroma de nuestros países y sus costumbres. Por ello,
esperábamos con muchas ansias la entrega del estipendio universitario para
reunirnos y —en medio de la alegría y desenfado que nos caracteriza— imaginar
que no estábamos tan lejos de nuestro país y que, aunque sea por una vez al
mes, podíamos acercarnos a la patria latinoamericana.
Después
del Gabana nos esperaban las
librerías de Moscú. Con el dinero que aún nos quedaba del estipendio, tomábamos
el metro que nos llevaba hasta el centro de Moscú en apenas minutos. Viajar en
el metro también era parte del programa de nuestra disipación. Cada una de sus
estaciones era casi una réplica de alguno de los palacios de la Rusia zarista.
Con una profundidad que significaba hasta tres minutos bajando por las
escaleras eléctricas, el metro era, al mismo tiempo, un refugio en caso de
conflicto nuclear. El periodista Gonzalo Aragonés lo describe así:
Mil y una maravillas. Ni el oro de la
República española ni las supuestas joyas del rey Príamo de Troya, arrebatadas
a los nazis durante la toma de Berlín a finales de la Segunda Guerra Mundial y
hoy conservadas en el Museo Pushkin de Moscú.
Como en los cuentos orientales, el
verdadero tesoro de la capital de Rusia se encuentra bajo tierra y es
maravilloso. Pero en vez de ser engañados por un malvado mago, para entrar
basta con pasar por taquilla, comprar un billete, atravesar los torniquetes y
bajar las escaleras mecánicas. Es el metro de Moscú, el más hermoso del mundo
gracias sobre todo a medio centenar de estaciones donde, como Aladino,
tendremos que restregarnos varias veces los ojos ante tanta abundancia de
riquezas. (3)
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Metro de Moscú |
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Metro de Moscú |
Con
el paseo por el metro de Moscú como intermedio, salíamos a la superficie y nos
dirigíamos a pie a las librerías de las principales editoriales rusas. En esa
época gozaban de mucho prestigio —por sus publicaciones en el campo de la
economía, la ciencia y la política— las editoriales Progreso, Mir y URSS. Ingresar
a las librerías de estas editoriales era como entrar a un templo religioso no solo
por la solemne y clásica arquitectura de sus edificios sino también por el
silencio y recogimiento con el que las personas se desplazaban por sus
diferentes áreas: tomando, leyendo, devolviendo o comprando la publicación de
su interés. En sus estantes había publicaciones no solo en ruso sino también en
los principales idiomas del mundo. Por ello, el área a la que nos dirigíamos
directamente era la de los libros en español.
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Librería de la Editorial Mir de Moscú |
Mientras
que nuestras visitas al restaurante Gabana
eran para recordar y traer nostalgias de experiencias ya vividas en nuestro
país, las visitas a las editoriales rusas eran —en cambio— para tener
experiencias nunca vividas… Comprar libros en nuestros países era —por aquella
época— un lujo que los hijos de la clase media hacia abajo no podíamos tener,
por lo que nuestro paño de lágrimas eran las vetustas y obsoletas bibliotecas y
las ediciones piratas de libros lights que
poco o nada aportaban a nuestros espíritus.
En cambio, ahora, ante nuestros ojos teníamos las más modernas publicaciones de
la ciencia y de la cultura en finos acabados y a precios accesibles.
Eran
tan accesibles que no comprábamos un único libro, sino que llevábamos todos los
que nos podía permitir el saldo del estipendio; y no solo para nosotros sino
también para regalar. Recuerdo con mucha nostalgia que envié sendas
publicaciones científicas a mis profesores de la academia “Nuevo Mundo” de
Trujillo, en donde me prepararon para ingresar a la facultad de ingeniería
mecánica.
Y
así, con nuestra preciosa carga, tomábamos nuevamente el metro que nos llevaba de
regreso hasta la ciudad universitaria, justo cuando los últimos rayos del sol
se ocultaban dejando el paso a la —como dice la famosa canción popular rusa—:
“Noche de Moscú con su fría luz”.
Por
un día habíamos sido completamente felices. Mañana probablemente tendríamos que
salir a endeudarnos; pero ese día habíamos sido inmensamente ricos. Mes a mes,
la pequeña biblioteca que cada uno había instalado en un rincón de sus
habitaciones iba quedando más pequeña, y luego hubo que guardar los libros en
cajas de cartón que metíamos debajo de la cama. Así, cuando no se nos daba la
gana de ir a clases, nos quedábamos, cada quien en su cuarto, escuchando música
y leyendo aquellos tesoros que nos estaban costado no solo la salud sino
también el orgullo.
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El autor de estas memorias (arriba en el centro)
con el fondo de la catedral de San Basilio de Moscú |
Una tarde
de esas en que las chicas se aburrían de darnos dinero en préstamo y
caminábamos por las calles con las tripas reclamándonos airadamente, tomamos el
bus que nos llevaría de retorno a la ciudad universitaria. Ese día no tomamos
el metro porque en este medio de transporte era imposible entrar sin haber
pagado el ticket, lo que no sucedía con el bus, en donde se podía viajar sin
pagar, siempre y cuando no fueras pillado por un controlador que eventualmente
podía subir a la unidad.
Era
como las cinco de la tarde (aunque dada la estación invernal parecía ser como las
siete de la noche) y el bus estaba repleto de pasajeros. Con las justas
logramos entrar y comenzamos a desplazarnos hasta la parte trasera de la
unidad. Cuando llegamos al final del bus advertimos que Damián no estaba.
Todos
nos preguntábamos qué había pasado. Algunos jurábamos que lo habíamos visto
subir al bus. Buscarlo entre la gente que iba apretujada y de pie era
prácticamente imposible. Los rusos eran tan altos y corpulentos que buscar a Damián
en el bus —además de incomodarlos— era como buscar una aguja en un pajar. A
esto se sumaba que todos vestíamos las indumentarias invernales compuestas de
gruesos y toscos abrigos que hacían muy difícil el desplazamiento entre los
pasajeros. Y, así, mientras el bus continuaba su marcha y se detenía en los
lugares establecidos ora para subir ora para bajar pasajeros, nosotros nos
pusimos de acuerdo en que Damián realmente no había subido, y si había subido,
había bajado en algún paradero.
Cuando
llegamos al paradero de la universidad, bajamos no solo nosotros sino también
algunos alumnos que también venían en el mismo bus con nosotros. Pero grata fue
nuestra sorpresa al ver que el último en bajar era Damián.
Nosotros
no salíamos de nuestro asombro y le preguntamos por qué se había quedado
retrasado. Él, sonrió maliciosamente y, metiendo la mano a los bolsillos
interiores de su abrigo sacó dos billeteras bastante abultadas. Todos nos
miramos entre sí. No lo podíamos creer... Pero superados los estragos morales
iniciales, esa noche, y los días subsiguientes, no nos faltó comida, y hasta
nos dimos el lujo de invitar a cenar a algunos estudiantes extranjeros (entre
rusos, asiáticos y latinoamericanos).
oOo
Algo
teníamos decidido: era la primera y la última vez que participábamos de una
“solución” como aquella. Nadie le incriminó nada a Damián porque al compartir
el fruto del delito, todos éramos cómplices y culpables en el mismo grado.
Con
esta resolución en claro, pronto Damián encontró una salida a nuestros
problemas financieros.
—
¡Muchachos, tengo la solución a nuestros problemas económicos! —nos dijo un día,
disfrutando del gesto de sorpresa e inquietud que se leía en nuestros rostros.
—
¡Habla! —le contestamos casi al unísono.
Lo
que nos propuso nos dejó pensativos. No nos quiso decir cómo ni con quién, pero
se había contactado con un personaje que reciclaba botellas y las vendía a las
fábricas de los alrededores de Moscú. Según él nos iba a dar un buen precio por
cada botella que pudiéramos recolectar, y el pago era inmediato.
Teníamos
que pensarlo. Los prejuicios que arrastrábamos de nuestra dieciochesca educación
peruana afloraron con todo su poder: ¿qué irían a decir nuestros compatriotas y
los otros estudiantes al vernos recolectar botellas por todos los edificios de
la ciudad universitaria? Dios mío. Esto era demasiado.
La
aceptación no fue inmediata. Cuando días después de la propuesta de Damián el
dinero del estipendio universitario conjuntamente con los préstamos se nos
habían acabado, ya no teníamos más alternativa que aceptarla. Esa misma noche, nos
dividimos la ciudad universitaria en zonas y cada cual comenzó a recolectar las
botellas de sus respectivos pabellones. Los primeros días sufrimos con las
miradas y las bromas que nos hacían los estudiantes; pero cuando constatamos
que la paga que recibíamos no era mala, pusimos un renovado empeño en el nuevo
oficio.
De
aquí en adelante se acabaron los días de estrecheces. Ahora no solo podíamos
gastar nuestro estipendio en el Gabana
y en las librerías con despreocupación y sin ningún complejo de culpa, sino que
también podíamos ir con mayor frecuencia al Vedenjá,
que era el Parque de Exposición de los Logros
de la Economía Nacional, “el mayor espacio permanente de exposiciones y
feria de muestras de los adelantos en tecnología de Rusia, y uno de los espacios
públicos recreativos más populares de la ciudad de Moscú”. Inaugurado en 1939 actualmente
se ha restaurado y ampliado. "Tiene medio centenar de edificios y estructuras de
interés cultural, un centenar de exposiciones anuales y varias centenas de hectáreas
de tamaño; en el 2018 fue visitado por treinta millones de personas”. (2)
|
Vedenjá (Moscú) |
Damián,
con sus defectos y virtudes, fue mi mejor amigo durante mi estadía en la URSS.
Esta amistad fue probada en muchas ocasiones, algunas de las cuales ya he
narrado en estas memorias pero, sobre todo, cuando me enfermé.
Corría
el tercer año —y dicho sea de paso— el último de mi estancia en Rusia. Ese año
el invierno había sido uno de los peores de los últimos años. Una noche, de
pronto, comencé a sentirme mal y una fiebre muy alta se apoderó de mí.
Fue
él quien se encargó de llamar a una ambulancia y acompañarme durante todo el
trayecto hasta el hospital (balnitza)
más cercano a la ciudad universitaria. Nunca había estado en una ambulancia,
por lo que el crepitar de la sirena y las destellantes luces de la circulina,
me infundieron temor. Pensé que los paramédicos solo se limitarían a
auscultarme, recetarme alguna medicina y prescribirme guardar reposo en mi
habitación de la villa universitaria; pero no, me levantaron, me pusieron en
una camilla y me llevaron presto al hospital.
En
el trayecto veía el rostro de Damián muy preocupado. No lo reconocía.
Acostumbrado a verlo siempre sonriente y hasta burlón, ahora lo veía
desencajado y ensombrecido. Esto acrecentó más mis temores e —hipocondríaco como siempre he sido— me
imaginé lo peor.
Debido
al intenso tránsito vehicular de la hora, llegar al hospital llevó un tiempo
considerable. Cuando llegamos, se abrió la puerta trasera de la ambulancia y el
primero que bajó fue Damián. Luego ingresaron los paramédicos que me bajaron en
la camilla, la que asentaron suavemente sobre el piso. Al ingresar al hospital recorrimos por varios
pasillos, viendo ir y venir a médicos y enfermeras. De pronto, el movimiento de
la camilla se detuvo y sentí que pasaron varios minutos hasta que, nuevamente,
continuó el recorrido que me llevó a una habitación amplia compuesta por seis
camas. Solo había una que estaba libre: la primera de la izquierda, tomando
como referencia la puerta de ingreso a la sala. Los paramédicos me colocaron en
dicha cama y tuve que despedirme de Damián con un intercambio de cálidas miradas,
pues no le permitieron el ingreso a la habitación.
Después
de que una enfermera me ayudó a liberarme de mi ropa y ponerme una bata del
hospital, los médicos ordenaron que me pusieran suero y medicinas. Mientras,
sentía que la fiebre me consumía, y todo lo que ocurría a mi alrededor lo veía
como en cámara lenta y muy alejado de mí. No recuerdo más qué pasó en aquella
noche. En la madrugada tuve pesadillas que probablemente eran alimentadas por
el estado febril en que me encontraba.
Al
amanecer me sentí más aliviado, aunque la fiebre aún continuaba. La luz
brillante del sol invernal penetraba por un gran ventanal que estaba en el
centro de la sala, como queriendo aliviar las almas de los enfermos con su energía
proveniente del cosmos. Poco a poco el silencio de la madrugada comenzó a ceder
ante los ruidos de camillas, pasos de enfermeras y conversaciones del personal
médico y asistencial que provenían de los corredores del hospital. De pronto
ingresaron a la sala un grupo de enfermeras para ayudarnos con el aseo
personal. A sus gritos casi maternales reaccionamos todos los que estábamos en
la sala y nos olvidamos de las dolencias para mostrarnos prestos y
colaboradores.
Después
del aseo personal y del cambio de las sábanas y mantas se retiraron no sin
antes indicarnos que nos preparáramos para recibir la visita de turno del
personal médico. Después de que los médicos nos auscultaron y dieron las
indicaciones al personal de enfermería, nos trajeron el desayuno. Las
enfermeras elevaron la cabecera de las camas y, mientras desayunaba, desplacé
mi atención sobre quienes me acompañaban en la sala. En las dos camas de mi
izquierda había dos ancianos, y en las tres camas de al frente había tres
soldados del ejército ruso, muy jóvenes, diría que estaban haciendo el servicio
militar.
Ellos
me observaban a mí con el mismo interés que yo a ellos. Después de que el
personal recogió los utensilios del desayuno, mis acompañantes comenzaron a
conversar entre ellos. Del tenor de sus conversaciones pude advertir que todos
ellos no eran moscovitas, sino que provenían del interior de la URSS. El más
locuaz de todos era el anciano que estaba a la izquierda de mi cama. Él promovía
las conversaciones y hacía hablar a los más jóvenes, incluso al que estaba en
la cama más alejada, que era un muchacho muy alto, de pelo color castaño y ojos
marrones, pero poco comunicativo.
En
horas de la tarde sentí una mano en el hombro que me despertó. Eran Damián y
Alberto que habían venido a visitarme. La fiebre había disminuido, pero yo
sentía una cierta incomodidad para llenar mis pulmones de aire. Sin embargo,
esto pasó a un segundo plano cuando vi a mis dos amigos. Ambos se turnaban para
hacerme reír, lo que hacía con fatiga debido a la tos que me afectaba. Los
soldados también habían recibido las visitas de sus compañeros de armas y de algunos
oficiales de mayor rango, y los únicos que no tenían visitas eran los dos
ancianos de mi izquierda.
El
anciano más locuaz no dejaba de mirar a mis amigos cuando me hablaban. En su
rostro se podía advertir que estaba profundamente intrigado por la lengua en la
que conversábamos. Después de terminado el tiempo de la visita, mis amigos y
los soldados del ejército ruso se retiraron. Cuando mis amigos se acercaron a
estrecharme la mano, les pregunté qué habían dicho los médicos acerca de lo que
me afectaba. Ellos se miraron entre sí y después de un breve silencio, Damián
me dijo que el diagnóstico era: neumonía. Yo me inquieté sobremanera, pero
Damián me dijo que no me preocupara. Que estaba en un hospital especializado en
este tipo de dolencias y que pronto volvería a la universidad.
Muy
pronto la noche cayó sobre el hospital y las luces artificiales se encendieron
para comenzar el turno nocturno. Después de traernos la cena, un equipo de
enfermeras me colocó ventosas sobre la espalda. Luego de ello, las luces de la
sala se apagaron y el anciano de mi izquierda comenzó a estirar la lengua a los
jóvenes de las camas de al frente. Al principio, ellos como que no querían
hablar, pero la insistencia del anciano los hizo abrirse a la locuacidad. El
viejo quería saber qué armas usaban en el ejército, pues él también había
servido en sus años mozos. Esta conversación me trajo el recuerdo del tiempo
que trabajé en Kazajtán durante mis vacaciones de verano en el segundo año de
mi estadía en Moscú. Ahí los rusos que laboraban con mi brigada también estaban
ansiosos por saber qué armas usaban los soldados en el Perú. La respuesta que
les di está registrada en las memorias de mi paso por esta exrepública
soviética y se puede acceder en la publicación titulada Kazajtán.
La
conversación entre el anciano y los soldados pronto dio un giro hacia el
potencial militar de los EE.UU. Los soldados estaban convencidos de que su país
poseía un armamento superior al de los EE.UU. y que, en la eventualidad de una
confrontación bélica entre ambas superpotencias, la Unión Soviética prevalecería.
El viejo comenzó a reírse y, esforzándose porque su voz no sea lo
suficientemente fuerte que pudiera traspasar la puerta de la sala y esparcirse
por los pasadizos, les dijo:
—
Ah, muchachos… Eso es lo que ustedes creen. ¿Acaso no saben que EE.UU. tiene un
arma que mata a las personas y deja intactas las cosas?
Los
soldados guardaron silencio por unos segundos, y el del extremo, el que siempre
permanecía callado, le dijo:
—
Estás loco, viejo. ¿Cómo va a ser posible eso?
—
¡Claro que es posible! —dijo el anciano— ¿Qué no les han hablado en el ejército
de que EE.UU. posee la bomba de neutrones?
El
viejo estaba en lo cierto. Antes de salir de mi país ya había leído algo sobre
este proyecto del gobierno de los EE.UU. en la guerra fría que sostenía contra
la URSS y sus países satélites de Europa y del resto del mundo. Lo que yo no
sabía a ciencia cierta era cómo funcionaba ni cuáles eran sus principios
fundamentales. No sé si el viejo lo sabía, pero cuando uno de los soldados le
replicó que cómo era eso de la bomba de neutrones, el anciano solo atinó a
responder:
—
Mejor lo dejamos ahí, muchachos. No quiero que tengan pesadillas en la noche.
Y
dirigiendo su rostro hacia mi cama, me preguntó por mi nombre. Yo le respondí
con mucha amabilidad y le dije, además, que era estudiante de la Universidad de
la Amistad de los Pueblos de Moscú.
El
viejo y los soldados escucharon atentamente mi respuesta. Entonces, el viejo,
me preguntó dónde quedaba esa universidad y qué estudiaba específicamente. Yo
le respondí que la universidad quedaba en la avenida Miklukho-Maklaya en el
distrito administrativo del sur-oeste de Moscú, y que estudiaba ahí la
especialidad de economía.
Después
de haber hecho estas preguntas introductorias, el anciano me lanzó la pregunta
que anhelaba hacerme desde el momento en que mis compañeros Damián y Alberto se
retiraron al término del horario de visitas:
—
¿Y de dónde es usted —me inquirió.
—
De Perú —le respondí, a secas.
—
¿Perú? ¿Dónde queda eso? —me preguntó el anciano dando a su voz un tono
marcadamente dramático.
Después
de todo el tiempo que tenía en la URSS ya no me chocaba tanto que la gente
no reconociera a mi país. Al principio sí me dolía, pero, poco a poco, comencé
a entender que el conocimiento del mundo por parte de la gente no tenía por qué
ser enciclopédico, y aún más sobre un país pobre, en vías de desarrollo y sin
un historial de grandiosos aportes históricos o tecnológicos a la humanidad
como en realidad lo era mi país. Sin embargo, como embajadores del Perú,
teníamos el deber de hacerlo conocer y de divulgar sus riquezas y
potencialidades.
Ahora
tenía ante mí a una persona que no sabía que mi país siquiera existía. Conocía
sobre la bomba de neutrones, pero ¡no sabía nada acerca del Perú! Así que para
ayudarle un poco le respondí dándole una pista geográfica:
—
Queda en Sudamérica —le dije con la misma amabilidad de siempre.
Al
mencionar la palabra “Sudamérica” los soldados comenzaron a hablar entre sí con
palabrotas y vulgaridades en contra de los EE.UU.
—
¿Sudamérica? —replicó el anciano como si hubiera escuchado una mala palabra.
—
Sí, Sudamérica —le respondí, inquieto por la tensión que se sentía en el
ambiente.
Entonces
el viejo, les ordenó callarse a los soldados y guardar la compostura. Y después
de un breve silencio, que me pareció una eternidad, el anciano se dirigió hacia
mí, con estas palabras:
—
Señor americano, tenga usted buenas noches. Que descanse.
Y
nunca más me dirigió la palabra en los cinco días siguientes que permanecí en
el hospital.
Cuando
referí estos hechos a mis amigos que vinieron a visitarme, todos coincidían en
que mis acompañantes —dada su ignorancia en materia de geografía y partiendo de
la generalizada idea de que América es solo los EE.UU.— habían interpretado que
el Perú quedaba ¡en el sur de EE.UU.! Y, por tanto, tenían el disgusto de tener
a un amierikanski (americano) como
compañero de sala.
Esta
anécdota, que se desparramó jocosamente por toda la comunidad de peruanos en la
universidad, la traigo a la memoria como un ejemplo de lo distanciados que
podemos estar los seres humanos, y de la urgencia de que los planes
educacionales de los gobiernos contemplen la necesidad de ser más abiertos y
tolerantes en el conocimiento de las naciones, pueblos y comunidades que
componen nuestro maravilloso planeta llamado Tierra.
El
día que me dieron de baja en el hospital vinieron a recogerme Damián y Alberto.
No teníamos palabras para agradecer a las enfermeras y al personal médico que
me atendieron maravillosamente. Era una mañana radiante con el sol
estrellándose sobre los cristales níveos de las calles y avenidas moscovitas.
Sin embargo, una sensación de nostalgia me invadía, trayendo el recuerdo de mis
padres y de mis hermanos y reafirmándome solemnemente en mi decisión de dejar la
Unión Soviética y buscar una nueva oportunidad en el Occidente europeo.
La
salida de la Unión Soviética
El
tiempo que permanecí en el hospital me dio la oportunidad para reflexionar y
reafirmar mi decisión de no demorar más mi salida de la Unión Soviética. Me
animaba la posibilidad de tentar una beca de estudios en algún país de Europa
occidental, siendo Alemania, el candidato de más peso. Tenía conocimiento por
Damián y otros compatriotas que no eran pocos los latinoamericanos que,
habiendo abandonado la URSS, habían logrado una beca o posicionarse bien en
otros países europeos, especialmente en la tierra de Beethoven y Karl Marx.
Pero,
lograr la salida de la Unión Soviética hacia Occidente no era una cosa
sencilla. Había que sustentar hasta el hartazgo los motivos de la salida.
Además, esta salida debía ser temporal, pues plantear una salida definitiva era
un asunto extremadamente complejo y hasta dramático. Ni el gobierno soviético ni
las autoridades universitarias estaban dispuestos a aceptar que los alumnos
tiraran la toalla y se marcharan así nomás. Además, existía un convenio con los
países de origen de los estudiantes y estaba también, en juego, el prestigio
académico y político del régimen socialista ruso para retener a sus estudiantes
extranjeros.
Sin embargo, tenía dos cosas a mi favor: la corrupción que se sabía
existía soterradamente entre algunos funcionarios de la universidad,
y el hecho de que el nivel de deserción de los estudiantes no era alto y se
encontraba dentro de los niveles previstos por el sistema. Las razones por las
que el nivel de deserción no era alto ya he intentado explicarlas desde el
comienzo de estas memorias: eran pocos los que no nos resignábamos a aceptar
las circunstancias que se habían entretejido y que nos habían traído hasta este
centro superior de estudios que no satisfacía nuestras expectativas académicas y
personales más profundas. A esto, se sumaba, también, la decepción que el
socialismo soviético nos había producido; aunque nada —en esa época— nos hacía
presumir que el desmoronamiento de este sistema iba a ser más rápido de lo que
nos habíamos imaginado.
Debo reconocer que en la universidad encontré almas convencidas de que el
socialismo soviético era triunfante y que estaba destinado a implantarse en
toda la Tierra. Los chicos que provenían de Nicaragua, El Salvador, Honduras y
los rusos de las repúblicas blancas de la URSS eran los más adoctrinados.
Muchos de ellos —en especial los de Nicaragua y El Salvador— eran jóvenes que
habían sido sustraídos de las guerrillas que sostenían con los regímenes
despóticos que los habían gobernado toda la vida, y traídos hasta Moscú para
prepararse y conformar los cuadros intelectuales que sus revoluciones
necesitaban. En el caso de los rusos casi todos provenían de haber culminado el
servicio militar, y por los méritos hechos durante el servicio eran premiados
con una beca de estudios en la Universidad de la Amistad de los Pueblos de
Moscú.
Una
noche, en que un grupo de peruanos, latinos y rusos estábamos reunidos en la
habitación de Enrique, un estudiante dominicano también de la facultad de
economía, celebrando su cumpleaños, Damián, que tenía entre ceja y ceja a los
militares rusos, intencionalmente y en voz alta, pregunto: “¿Por qué hay tantos
militares en las calles con maletines James Bond en vez de llevar fusiles?”.
Inmediatamente
—y tal vez un poco estimulado por los tragos— Vladimir (que era en ese momento
mi compañero de cuarto) se levantó y en voz alta le respondió a Damián:
—
Los militares, para tu conocimiento, son los que —haciendo un ademán con los
brazos hacia el techo—garantizan que todo esto exista.
Para
algunos no quedó claro si Vladimir se refería a la existencia de la universidad
o de todo el sistema soviético que había convertido a Rusia en la segunda
potencia del mundo.
Y
justo cuando Damián se disponía a replicarle, la alegría y ancestral extroversión
de los amigos dominicanos le interrumpió con nuevos brindis tanto a la salud
del cumplimentado como de la “Madre Patria Rusa” que nos albergaba con su manto
protector.
Satisfecho,
Vladimir, se sumió nuevamente en la vorágine de alegría y algarabía de la
fiesta, y lo que pudo haber encendido un gran fuego, pasó como un destello
imperceptible que se disolvió en el tráfago de la celebración.
Yo
no quité mi vista de Damián, cuyos ojos estaban encendidos por la ira. Me
acerqué a él para tratar de apagar el fuego que le consumía. No sé qué le dije,
pero sí recuerdo con nitidez sus proféticas palabras:
—
¡Huevón! Si supiera que de todo esto que ahora
existe no se acordará nadie jamás…
Pero
Vladimir estaba muy lejos de ser el calificativo que Damián le había endilgado
en un arrebato de cólera. Al día siguiente, Vladimir no recordaba nada de lo
que había pasado en la fiesta. Me despertó muy temprano diciéndome que le dolía
la cabeza y —por primera vez durante el tiempo que compartimos la habitación
(además de él también la compartía con un chileno y un africano)— me dijo que
no iba a asistir a clases.
Vladimir
era natural de una ciudad llamada Volgogrado por su ubicación a orillas del río
Volga. Antiguamente se llamó Tsaritsyn y más adelante Stalingrado. Es conocida
por ser sitio de una de las batallas más cruentas de la Segunda Guerra Mundial, en la cual los soldados soviéticos
resistieron los intentos de conquistar la ciudad por parte de las fuerzas
hitlerianas entre junio de 1942 y febrero de 1943, con un altísimo coste de
vidas humanas. En honor a la batalla se levantó la estatua de la Madre Patria,
una monumental estructura de 85 metros de altura y uno de los símbolos de la
ciudad.
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Estatua de la Madre Patria de Volgogrado |
Vladimir
era de estatura baja tomando como referentes a los rusos blancos que eran mayormente
de estatura alta. De ojos verdes y cabello castaño-oscuro hacía gala de una
figura corpulenta y estilizada gracias a su inquebrantable vocación por la
gimnasia y los deportes. Él vino a vivir conmigo en el segundo año de mi
permanencia en la universidad. En ese momento nos tocó compartir la misma
habitación con un joven procedente de Chile de nombre Sergio, y otro procedente
de Mozambique de nombre Mteto. Los cuatro nos llevábamos muy bien. El chileno
era tan atento conmigo que hasta caía en una exageración mortificante; en las
noches, cuando ya estábamos todos en nuestras camas, desempaquetaba su equipo
de sonido que le habían traído de Europa occidental y nos dormíamos arrullados
por la música de un sonido estereofónico de la más alta fidelidad. Por su parte,
Mteto, siempre paraba sonriendo, por ello lo que más recuerdo de su figura son
sus níveos dientes que contrastaban con la intensísima oscuridad de su piel
africana. Así las cosas, Vladimir se había hecho la idea de que él era como un
mentor para nosotros, a quien debíamos emular en todo o, en casi todo.
A
las 5:30 de la mañana, sin importar en qué estación del año estuviéramos viviendo,
Vladimir nos levantaba para salir a correr cuarenta minutos al bosque. Los
bosques en Moscú son hermosos oasis de verdor que cumplen la función no solo de
mejorar la calidad del aire de esta ciudad de más de diez millones de
habitantes, sino que también sirven como espacios para la práctica del footing y de la gimnasia. Cada cierto
trecho, uno se encuentra con una estructura para realizar un tipo determinado
de ejercicios gimnásticos. Así que, Vladimir, tenía todos los elementos para
hacer de sus eventuales compañeros de cuarto, si no los mejores, al menos
aplicados alumnos de la gimnasia y el footing.
Después de cada sesión retornábamos a nuestro pabellón y nos duchábamos los
primeros, antes de que este recinto se poblara de los alumnos que se alistaban
para ir a clases.
Pero
a Vladimir no le era suficiente con quitarme el sueño a las 5:30 de la mañana.
A veces, me despertaba a las 2 o 2:30 de la madrugada para que le evalúe su
pronunciación del español, que era el idioma extranjero que él había elegido
estudiar. Era un aprovechado estudiante. Y en el período de exámenes venía con
su cargamento de cigarrillos, té y caramelos que compartía con nosotros para
hacernos más llevaderas las noches de insomnio. A él le debo una costumbre que
traje a mi país, pero que he ido perdiendo paulatinamente: el tomar té sin azúcar,
pero con un caramelo en la boca. Y aunque en mi país ya había comenzado a fumar
a escondidas de mis padres en las reuniones con los amigos, a Vladimir también
le debo haber reforzado mi vocación por el tabaco, que continué y perfeccioné
más tarde —cuando abandoné la URSS— en Alemania comprando tabaco para liar.
|
Tabaco para liar |
Pero
no todos los rusos eran como Vladimir. También había estudiantes que, por
razones que no comprendíamos a cabalidad, estaban en la universidad no por
haber sido premiados en el servicio militar, sino porque eran familiares
—directos o indirectos— de altos funcionarios del gobierno soviético.
Uno
de estos estudiantes era Kolia. Este Kolia, según me informaron, era el hijo
del director del Gosplan (el Sistema
Nacional de Planificación Estatal de la URSS). También era alumno de la
facultad de economía de la universidad y desde el tiempo de los estudios
generales era considerado el príncipe
azul no solo de las peruanas sino también de todas las chicas
latinoamericanas. Alto y de contextura delgada, pelo rubio y ojos azules, Kolia
parecía, en efecto, un artista de cine de Hollywood. Así que nuestras queridas
compatriotas, que venían ya programadas desde sus hogares con casarse con un
tipo así, andaban siempre merodeando por las entradas y las salidas de este
chico de ensueño. Siempre se le veía con botas, blue jeans y saco de terno (traje, como se dice en el resto de
países hispanohablantes), llevando en la mano un maletín tipo James Bond. Por
ello, nosotros, los peruanos, nos reíamos a sus espaldas porque nos parecía una
gran huachafería usar saco de terno con pantalones blue jeans. Sin embargo, nuestras burlas era el producto de nuestra
ignorancia de la moda de Occidente (EE.UU. y Europa), la que ni por broma un
peruano se atrevería a vestir en una sociedad tan conservadora y pacata como la
nuestra. Así, que este Kolia, caminaba confiado porque en realidad no solo
estaba a la moda con Occidente, sino que, además, se había adelantado a su época
en lo que a la moda moscovita concernía.
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Blue jeans y saco |
Nunca
coincidí con él ni en los estudios generales ni en los cursos de facultad. Sin
embargo, se le veía causar revuelo en los pasillos de la universidad, en la
biblioteca, en los comedores y también en las salas de deportes, atrayendo las
miradas iracundas (o envidiosas) de los varones y las embelesadas de las
chicas.
Cuando
entraba ya por mi tercer año de permanencia en la universidad se producía no
solamente el cambio de residencia sino también de compañeros de habitación.
Este también era el tiempo en que debía ejecutar mi plan de retiro de la Unión
Soviética y, obviamente, de la universidad. El tiempo había avanzado y aunque
las circunstancias no las veía lo suficientemente maduras, mi corazón y mi
mente ya se habían puesto de acuerdo para salir de la URSS e iniciar un nuevo intento
en Occidente.
Mi
meta era lograr que los funcionarios académicos me otorguen el salvoconducto de
salida temporal de la universidad a través de un punto libre. Solo había dos tipos de salvoconducto: el de punto libre y el de punto fijo (que era el aeropuerto Sheremiétevo de Moscú con rumbo a
Lima). Si me daban el salvoconducto de punto
fijo estaba obligado a comprar mis pasajes Moscú-Lima y Lima-Moscú y
presentarlo a las autoridades universitarias. Si esto ocurría, prácticamente
mis sueños de ir a Occidente habían terminado. Mis padres y mi familia ya
habían hecho un supremo esfuerzo para costear los gastos complementarios de mi
viaje a Moscú, por lo que molestarlos para financiar una farsa (a sabiendas de que
iba a dejar la universidad y no tenía en mente retornar) no solo era inmoral
sino, además, imposible, dados sus limitados recursos económicos.
Por
ello, no me quedaba más opción que lograr el salvoconducto de punto libre, que significaba que yo
podía elegir el lugar y la vía por la cual salir de la URSS. Este tipo de
salvoconducto solo se entregaba a alumnos que gozaban de la más alta estimación
de parte de las autoridades; era como un premio a su incondicionalidad
académica e ideológica. Pero…, también se entregaba a alumnos que podían
prestarse como intermediarios de las aspiraciones materiales de algunos
funcionarios de la universidad. Expresado en términos más claros: si un
funcionario deseaba que alguien le trajese de Occidente un bien que era
imposible comprarlo en la URSS, tenía la oportunidad de hacerlo con los alumnos
que salían y retornaban a la universidad con el salvoconducto de punto libre. En
algunos casos, el funcionario pagaba ex
post el precio del producto; pero, en la mayoría de casos, los recibían
graciosamente, como una muestra del “agradecimiento” del alumno beneficiado con
dicho tipo de salvoconducto.
Teniendo
en cuenta mis antecedentes y mi desempeño en la universidad, la única manera
que podía obtener el salvoconducto de punto libre era por la segunda vía. Sólo
tenía que conectarme con la o las personas claves de la universidad y hacerles
la proposición en los términos más delicados y diplomáticos posibles. Mi plan consistía en hacerles creer que mi
madre estaba muy enferma, que había la posibilidad de que ella muriera, por lo
que me urgía retornar al Perú para acompañarla en sus últimos momentos. El
permiso sería por el tiempo de un ciclo académico, y luego “retornaría a la
universidad para continuar y concluir mis estudios”. Pero para ello, debía
salir de la URSS con el salvoconducto de punto libre para viajar a Alemania en
donde “un pariente me financiaría los pasajes tanto de ida al Perú como de
retorno a Moscú”.
El
plan y la historia eran perfectos, pero conforme avanzaba el tiempo no podía
encontrar los contactos que me hicieran llegar hacia los funcionarios claves.
Esta indefinición me tenía cada vez más preocupado y mis amigos se habían dado
cuenta, pues siempre me encontraban pensativo y taciturno. Ya no tenía más
ganas de salir a nuestros paseos de fin de mes en donde dábamos rienda suelta a
nuestros dos apetitos más profundos: la buena comida del Gabana y las hermosas librerías de Moscú.
Esta
vez ni Damián podía serme de ayuda. La mala reputación que se había ganado
entre los estudiantes que pertenecían al Partido y las autoridades
universitarias, le hacían la persona menos idónea para apoyarme en este
momento. Y hasta cierto punto, por más que me había cuidado, yo también estaba
salpicado por su reputación.
Pero,
todo estaba a punto de dar un giro inesperado, a mi favor.
Un
día de esos en que había decidido no ir a clases sino quedarme en mi habitación
leyendo alguno de los libros de mi voluminosa biblioteca sentí que alguien
introducía la llave en la chapa de la puerta y la abría lentamente. Hasta ese
día solamente vivíamos en la habitación —aparte de mí— un nepalés y un angoleño.
Aún la universidad no había asignado al estudiante ruso que debería completar
el cuarteto de mi habitación, así que había una cama vacía, frente a la mía.
Cuando
la puerta se abrió completamente, vi entrar a un joven alto y rubio. Yo me senté
inmediatamente sobre la cama y le quedé mirando: era Kolia. Él sonrió
ligeramente y me saludó:
—
Buen día —me dijo.
—
Buen día —le respondí.
Inmediatamente
se acercó a la cama vacía y depositó una maleta grande con ruedas que traía
arrastrando. Luego se dio vuelta hacia mí y me extendió la mano, diciéndome:
—
Mi nombre es Kolia. Me han asignado a esta habitación. ¿Cómo te llamas tú?
Yo,
sin salir aún de mi asombro, le respondí:
—
Hola. Mi nombre es Freddy, un gusto.
—
¿De dónde eres? —me preguntó.
—
De Perú —le respondí.
—
No has ido a clases —me dijo.
—
Se me hizo tarde, lo siento —le respondí.
Kolia
sonrió afectuosamente y se quedó en silencio, retirando el contenido de su
maleta y colocándolo ordenadamente sobre su cama.
—
¿Qué lees? — me preguntó sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.
—
Los cien años de soledad —le respondí.
—
Oh —reaccionó, haciendo un gesto de sorpresa.
—
Es de un escritor colombiano, de nombre Gabriel García Márquez —le dije.
—
¿Y de qué trata? —me preguntó.
Yo
guardé silencio por unos segundos tratando de buscar en el idioma ruso la
respuesta a una pregunta tan compleja y con las palabras que sabía.
—
Se trata de la historia de la familia Buendía a lo largo de siete generaciones
en el pueblo ficticio de Macondo. Es una obra calificada como perteneciente al realismo
mágico —le respondí, casi balbuceando, e impotente por no tener el léxico que
me permitiera llegar a Kolia en la forma que yo quería. La universidad nos
había preparado en el idioma ruso para entender los fundamentos y los principios
de la economía, no para conferenciar sobre obras literarias.
Kolia
se quedó paralizado, sin quitarme la mirada de encima.
—
¿Hablas inglés? —me preguntó, imprimiéndole a su rostro un marcado interés.
—
Sí —le respondí.
Kolia
sonrió y me preguntó:
—
¿Te parece si nos comunicamos en inglés?
Yo
asentí con un movimiento de mi cabeza.
—
¡Qué bueno! —me dijo. Y, a continuación, me pidió que le repitiera lo que le
había referido sobre la obra ahora en inglés.
— It is the story of the Buendia family over seven
generations in the fictional town of Macondo. It is a work classified as
belonging to magical realism.
Kolia
volvió a sonreír, esta vez con mayor efusividad. Y me dijo:
—
Creo que nos vamos a entender perfectamente, Freddy —me respondió en un fluido
y correcto inglés.
Y
de ahí en adelante, solamente hablábamos en inglés cuando estábamos solos.
Y
mientras arreglaba sus cosas, Kolia se interesó por el Perú. Quería saber cómo
era la gente. Cómo eran las ciudades. Cómo era la comida. Cómo eran las chicas.
En mi pared, al lado de mi cama, yo tenía una fotografía de la Plaza Mayor de
Trujillo. Se acercó a ella y me preguntó sobre la arquitectura de la plaza,
llamándole mucho la atención que cada casona tenía un color diferente. Luego,
sacó de entre sus cosas una revista que me la entregó, preguntándome:
—
¿Hay autos como éstos en Perú?
Se
trataba de una revista en lengua inglesa de automóviles de última moda. La
hojeé brevemente mientras me preguntaba cómo había hecho para obtener esta
publicación.
—
Sí. Algunos modelos que están en esta revista los he visto no solo en mi ciudad
sino también en Lima —le respondí.
Se
trataba de modelos de automóviles de muchas marcas, pero yo solo pude
identificar a los de las marcas Nissan, Ford, Chevrolet y Toyota. Todos eran
modelos con líneas futurísticas y de lujo. A Kolia le brillaban los ojos.
—
¿Y son muy caros? —me preguntó, extendiendo su mano para que le devolviera la
revista.
—
Tengo entendido que sí, Kolia —le respondí. A lo que añadí:
—
En mi país hay modelos para todo tipo de economías. La gente rica compra los
mejores automóviles. Pero los automóviles de la gente no rica también son muy
buenos, modernos y durables.
En
Moscú solo circulaban dos tipos de automóviles: los Lada que eran la marca rusa,
con una producción estándar y a los sólo se podía acceder tras años de espera o
por la intermediación de algunas influencias; y los Mercedez Benz, que eran
alemanes, y que servían para el uso de los diplomáticos y altos funcionarios
del estado.
Kolia
se quedó pensativo y no atinó a decirme nada más. El tiempo había transcurrido
y me dijo:
—
Es hora de almorzar… ¿Me acompañas al comedor?
—
Claro que sí, Kolia —le respondí.
Mientras
me preparaba para salir al comedor, en mi mente solo refulgía una luz: Kolia
era otro de los rusos obsesionados por Occidente, la moda y su cultura. Y lo
que era mejor: era hijo de una persona muy influyente no solo en Rusia sino
también en la universidad. En esa época, por obra y gracia del materialismo
dialéctico e histórico yo había dejado de creer en Dios. Pero en el fondo de mi
ser sentía que una voluntad superior, más allá de toda mi comprensión, me
protegía y guiaba mis pasos.
Cuando
ingresamos al comedor, mis compatriotas nos seguían con la vista, hasta que
llegamos a la cola para recibir nuestra ración. Las chicas pocas veces me
pasaban la voz pero, ahora, de un momento a otro, todas se habían
vuelto mis “amigas” y me saludaban dibujando su mejor sonrisa. Cuando Kolia
recibió su ración, se despidió de mí, dirigiéndose con su charola hacia un
grupo de sus amigos rusos que estaban en una de las mesas del amplio comedor
universitario. Yo también me despedí de Kolia, y me dirigí a la mesa en que se
encontraban Damián y varios de mis amigos más íntimos de la universidad.
—
¡Vaya, vaya! ¡Mis respetos, amigo Freddy! Ahora usted se codea con la alta
sociedad —me dijo Damián, recibiéndome con su clásica sorna y sarcasmo.
Todos
los que compartían la mesa estallaron en una sonora carcajada, mientras yo me
acomodaba en un extremo de la mesa.
—
Bueno, eso no depende de mí. Es el bolo
(así les decíamos a los rusos) que han asignado para mi habitación —les dije.
Todos
se quedaron en silencio, y Alberto, lo rompió diciendo:
—
Buena varas tienes ahora, Freddy. ¡Aprovéchala!
En
efecto, todos parecíamos coincidir en que mi amistad con Kolia podía ser
aprovechada. Sólo tenía que encontrar el momento más oportuno para que esto se
dé.
Y
el momento comenzó a darse... Una tarde, después de clases, saqué de entre mis
cosas un paquete de naipes y me puse a jugar solitario sobre mi cama.
Al
rato llegó Kolia con su típico maletín James Bond. Me saludó y de inmediato
puso atención al juego. Yo sentía que quería saber qué estaba jugando, pero no
se atrevía a preguntarme. Entonces decidí tomar la iniciativa:
— Kolia, ¿sabes jugar naipes?
Kolia
sonrió y se sonrojó como un niño ante una situación que no sabe controlar.
— Pues, no —me respondió timoratamente.
— Si quieres te enseño.
El
rostro de Kolia se iluminó. Se puso una ropa más ligera e invitándome a su
cama, me dijo:
— Ahora, sí. Enséñame.
Lo
que Kolia no sabía es que estaba ante alguien que cultivaba los juegos de
naipes desde muy niño. Todas las visitas de mi abuelo terminaban en partidas de
naipes que duraban más allá de la medianoche. Cuando mi familia emigró de Lima
a Huanchaco, en casa de la hermana de mi madre, mis tíos se reunían para jugar
naipes. Nadie nos enseñó. Los juegos los aprendimos viéndolos a ellos jugar y
haciendo los mandados para que la mesa de juego no solo esté surtida con las
apuestas sino también con galletas, pasteles y muchas bebidas gaseosas.
Desde
el póquer hasta el casino —pasando por los ocho locos, el nervioso, el carga la burra,
el nadie sabe para quién trabaja y el
golpeado—, todos llegaron a ser
dominados por Kolia. Pero el que más le gustó, y el que más jugamos, fue el casino. Apenas llegábamos de la
universidad comenzábamos a jugar hasta que llegaba la hora de ir a cenar al
comedor; y luego reiniciábamos el juego hasta la hora de ir a dormir. Hubo días
en que nos poníamos de acuerdo para no ir a clases y nos quedábamos en nuestra
habitación jugando sin parar. Kolia estaba fascinado por los juegos y entre
nosotros comenzó a surgir una amistad que preparó el terreno para hacernos
confesiones personales mutuas acerca de nuestras vidas, nuestros anhelos y
nuestros sueños, los que no revelaré por respeto a su intimidad.
Pronto
descubrí que Kolia era un niño con sueños de grande. Era el último de tres hermanos.
Sus padres siempre habían estado al servicio del gobierno en las altas esferas
del poder y eran pocos los momentos que compartían como una verdadera familia. Su
constitución delicada y su poco apego a los estudios, fueron determinantes para
que sus padres movieran cielo y tierra para que sea aceptado en la Universidad
de la Amistad de los Pueblos. Cuando, al fin, fue aceptado, sus padres se
alegraron mucho porque sus temores —de que el menor de sus hijos se volviera un
resentido del sistema— por fin comenzaban a disiparse. Y es que a Kolia solo le
interesaba la cultura de Occidente. Con un grupo de amigos de la secundaria
formaron una especie de cofradía que tenía por misión agenciarse de toda
publicación relativa a esta parte desconocida del mundo: desde libros y
revistas sobre lo último de la moda en ropa y tecnología hasta discos y videos
sobre los grupos musicales que arrasaban en los EE.UU. y Europa. El estudio del inglés se convirtió para este
grupo de adolescentes en la única manera como podían comprender el cúmulo de
información que —subterfugiamente— recibían, a escondidas no solo de sus padres
sino también de las autoridades escolares. Esto explicaba el amplio dominio que
Kolia tenía de este idioma, así como su elegante y occidental manera de vestir.
El grupo nunca fue descubierto y solo se desintegró cuando los chicos
enrumbaron cada uno por los caminos que el Estado y la familia les tenían
reservados.
Todas
estas confesiones Kolia me las hizo en el tráfago de nuestros interminables juegos
de naipes y solo interrumpidos —de cuando en cuando— por alguna que otra visita
que las chicas peruanas hacían a mi habitación con uno que otro pretexto, pero
con la finalidad de atraer la atención de Kolia. Pero Kolia solo tenía ojos e
interés por los naipes y por todo lo que yo podía contarle acerca de la vida en
Occidente.
Cuando
llegaba la noche y podía estar solo con mis pensamientos, reparaba si todas
estas confesiones que Kolia me había hecho eran suficientes para compartirle mi
plan secreto de abandonar Rusia y la universidad. Me debatía pensando si, tal
vez, todo no era sino un intento maquiavélico de la universidad para conocer mi
forma de pensar y que, en realidad, Kolia, no era mi amigo —y ni siquiera un
estudiante— sino solo un espía al servicio de otros intereses.
Quería
consultar este dilema con Damián, pero éste se había distanciado un poco de mí,
tal vez resentido porque Kolia consumía casi todo mi tiempo. Fuera de Damián no
tenía a nadie que me mereciera la confianza. Así que, en este asunto, me
encontraba completamente solo.
Pronto
terminaría el otoño y el tiempo para salir de la URSS se me hacía más corto,
pues, por nada del mundo me aventuraría por Europa occidental en pleno
invierno. Desesperado porque el tiempo jugaba ya en mi contra, me decidí
compartir a Damián mi decisión. Él se emocionó mucho porque en su corazón
también había albergado la posibilidad de salir de la URSS y tentar suerte en
Europa occidental. Me apoyó incondicionalmente. Incluso me prometió conseguirme
un contacto peruano en Alemania para que me brinde alojamiento los primeros
días, en caso llegare a cristalizarse mi salida de la Unión Soviética a través
de un salvoconducto de punto libre. Cuando le participé de la idea de recurrir a
Kolia para lograr que la universidad acceda a mi petición, después de cavilar
por un largo tiempo, me dijo que “corriera el riesgo”.
Y
así lo hice. Una mañana en que Kolia y yo nos pusimos de acuerdo para no ir a
clases y quedarnos a jugar, hice un alto en el juego, y sin poderle ocultar mi
aprehensión, le dije:
—
Kolia, tengo algo que pedirte.
Los
ojos azules del joven se posaron en los míos como tratando de descubrir,
anticipadamente, el contenido de mi mensaje. Así que, animado por el interés
que fluía de su mirada, comencé mi discurso mimetizando cada una de mis ideas,
sentimientos y palabras con la experiencia que él también sufría: su desencanto
por el sistema socialista. Conforme iba avanzando en mi alocución, el rostro de
Kolia se iba enterneciendo e identificando con mi amargura, lo que me dio ánimo
y confianza de que estaba tratando con un interlocutor válido y consecuente.
Cuando
terminé de contarle todo, sin interrupción alguna de su parte, Kolia se puso
muy triste:
— Y si te vas, ¿con quién jugaré a los
naipes? —fue lo que atinó a decirme.
Yo
hice una mueca tratando de simular una sonrisa. Y después de un breve silencio,
que a mí me pareció una eternidad, Kolia me dijo:
— Hablaré con el supervisor Vasiliev.
El
supervisor Vasiliev era uno de los muchos supervisores que había en la
universidad. Era un hombre de mediana estatura, de cabello oscuro ensortijado y
de una palidez casi enfermiza que se había hecho fama de acceder a los pedidos
de los estudiantes a cambio de algunas “prebendas”.
— Y qué le diré —le dije a Kolia.
— Dile que necesitas viajar a tu país,
pero con salvoconducto de punto libre, pues un familiar tuyo en Alemania va a
sufragar tus pasajes de ida y de retorno —me dijo Kolia con tranquilidad.
— ¿Y si me lo niega? —repliqué.
— Tú ve nomás —me dijo Kolia con mucha
seguridad.
Extendí
mi mano a Kolia en señal de agradecimiento, y él me respondió con un fuerte
abrazo.
Al
día siguiente hice lo que Kolia me había aconsejado.
Al
entrar a la oficina del supervisor Vasiliev, éste me recibió muy cordialmente.
Le expliqué que mi madre estaba muy enferma y que debía viajar al Perú con el
compromiso de retornar a comienzos del próximo ciclo académico. Pero, por
motivos económicos, debía salir de la URSS con un salvoconducto de punto libre
pues un primo, que vivía en Alemania, me iba a apoyar económicamente con los
pasajes de ida y de retorno.
El
supervisor Vasiliev me escuchó atentamente y luego me pidió que llenara una
proforma para formalizar la solicitud. Así lo hice. Al despedirme, el
funcionario me dijo que se iba a comunicar conmigo apenas tuviera el resultado
de mi tramitación.
Fueron
seis largos días de agonía para mí. Kolia se desapareció de la universidad y no
sabía nada de él. Lo busqué en las aulas en donde recibía sus clases y nadie sabía
darme razón de él. Por otro lado, el supervisor Vasiliev tampoco daba señal de
vida. Damián, Manolo, Alberto y Enrique, mis amigos más cercanos, compartían mi
sufrimiento y solo atinaban a darme palabras de aliento.
Las
noches de insomnio afectaron mi salud y alimentaban aún más mi paranoia: ¿qué
habrá pasado con Kolia?, ¿acaso habrá delatado mi verdadero plan ante las
autoridades de la universidad? Y, si eso ha ocurrido, ¿qué va a pasar conmigo?
Al
sexto día, una mano huesuda sacudía mi hombro suavemente. Era casi ya el
mediodía y mis ojos, aún somnolientos, no podían dar crédito a lo que estaba
mirando: era Kolia —con su sonrisa de niño y su porte de hombre de negocios—
que me despertaba.
— ¿Por Dios, Kolia? ¿En dónde has estado?
—atiné a preguntarle casi suplicante.
Kolia
volvió a sonreír y no respondió a mi pregunta. Solo me dijo:
— El supervisor Vasiliev necesita hablar
contigo. Tienes que ir ahora. Es urgente.
Cuando
intenté seguir el hilo de mi conversación, Kolia se retiró súbitamente de la
habitación.
Mi
corazón latía a mil por minuto. ¿Qué será lo que me va responder el supervisor
Vasiliev? ¿Me negará el salvoconducto? ¿Se habrá descubierto mi plan de salir
de la Unión Soviética sin retorno? Pero,
mientras me aseaba y me vestía para ir a la oficina del supervisor Vasiliev, las
dudas y los temores comenzaron a huir de mi mente al contrastarlos con el
rostro amigable y sonriente de Kolia hacía apenas unos minutos.
Salí
del edificio y crucé la plaza que separa la villa universitaria de las oficinas
administrativas de la universidad. Cuando me anuncié en la oficina del
supervisor Vasiliev, éste se quedó parado frente a mí mirándome de pies a
cabeza sin ninguna expresión en el rostro que pudiera darme una pista de lo que
me esperaba. Nuevamente, mi corazón se aceleró.
Cuando,
por fin, el supervisor Vasiliev me invitó a tomar asiento, sentí que había
retornado al tiempo presente.
— Quiero informarle que la universidad ha
aceptado otorgarle el permiso para ausentarse temporalmente. Deberá usted
firmar un compromiso e inmediatamente se le otorgará el salvoconducto para que
pueda salir del país.
En
sus palabras no había la pisca de algún sentimiento. Yo me quedé mirándole a
los ojos tratando de penetrar en su mente y descubrir qué tipo de salvoconducto
la universidad me iba a otorgar. No me atrevía a preguntarle por temor a dar
evidencia de un especial y sospechoso interés. Cuando terminé de leer el
compromiso, lo firmé y, de inmediato, el supervisor Vasiliev me entregó el
salvoconducto. Mis manos temblaban y guardé rápidamente el papel en mi bolsillo
—sin leerlo— para que no se evidencie mi nerviosismo.
— Muchas gracias, supervisor Vasiliev —le
dije.
El
supervisor Vasiliev, como si de un truco de magia se tratara, dibujó una
sonrisa en su rostro, y me dijo:
— Que le vaya bien, alumno. Solo quiero
pedirle un favor.
— Dígame usted, supervisor Vasiliev —le
dije.
—
A
su regreso le agradecería me traiga una flauta traversa alemana —me dijo
acentuando aún más su original sonrisa.
Escuchar
este pedido era para mí la respuesta a mi dolorosa incertidumbre.
— Considérelo un hecho, supervisor
Vasiliev —le respondí, extendiendo mi mano hacia él.
Cuando
de regreso volví a cruzar la plaza, de retorno a mi habitación, saqué el documento
de mi bolsillo, y con lágrimas en los ojos pude leer: Точка отправления:
бесплатно (Punto de salida: libre).
Ya
casi llegando al edificio de habitaciones, me encontré con Damián, Enrique y
Alberto que salían de él rumbo al comedor, pues era la hora del almuerzo. Al
verlos levanté en alto, como si de un pañuelo se tratara, el documento que
minutos antes me había entregado el supervisor Vasiliev. Al leerlo, Enrique, con
ese acento tan dominicano, exclamó:
— ¡Es increíble!
Mis
amigos me abrazaron y me dijeron: “Tenemos que celebrarlo. Te invitamos el
almuerzo”. Ahora sí tenía hambre. Mucha
hambre.
Al
ingresar al amplio comedor de la universidad vi, a lo lejos, almorzando con sus
camaradas, a Kolia. Cuando él también se fijó en mí, sonrió y me hizo un guiño.
Yo también le sonreí en señal de aprobación y agradecimiento.
Epílogo
Una
semana después de haber recibido el salvoconducto con punto de salida libre de
la URSS, me encontraba en la estación ferroviaria moscovita de Kurskaya cuyo
destino final era la ciudad de Berlín Oeste.
Era
como las cinco de tarde y apenas llegado a la estación la llamada insistente de
partida me hizo despedir rápidamente de mis mejores amigos: Damián, Manolo,
Enrique y Alberto. Solo llevaba un pequeño equipaje y cuatrocientos dólares que
había escondido celosamente (los pormenores de este viaje, así como de mi
llegada a Berlín Oeste, están narrados en mis memorias tituladas El muro deBerlín, a 25 años de su caída.
Cuando
el tren comenzó a moverse vi las manos en alto de mis amigos que me despedían.
En sus rostros se leía la tristeza por la partida de un amigo y también la
esperanza por seguir, alguna vez, mis pasos. Traté de no perderlos de vista
hasta donde me era posible el inexorable avance del tren.
Finalmente,
dejé de verlos y mis ojos se humedecieron por un sentimiento inexplicable: me
dolía dejar este gran país. Como si fuera una película comenzaron a surgir en
mi mente el rostro de Viera Nicolaevna; la dejadez de Manolo; el tiempo que pasé en la brigada de
trabajo de Kazajtán; Damián y sus locuras y rebeldías; las noches
fumando y tomando té con caramelos; Kolia y sus interminables juegos y
preguntas; la hospitalidad de mis primos Edy y Paco en San Petersburgo; la
inolvidable visita a Minsk y sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial;
las incursiones maravillosas al restaurante Gabana y las librerías de Moscú;
nuestras irreverentes visitas a la Casa de las Américas solo para saborear una
botella de Pepsi Cola; el sabor único del kefir
y de la smietana; el circo de Moscú;
el calor humano de las grandes y poderosas mamás rusas regañándonos y
diciéndonos “молодец!” (¡bien hecho, chicos!); los mágicos amaneceres del
invierno ruso con la nieve simulándonos un paraíso albiceleste; las tardes
tormentosas del verano moscovita con sus relámpagos que nos asustaban y nos
arrinconaban al pie de nuestras ventanas; los baños rusos que pusieron a prueba
nuestra resistencia al calor y al frío extremos; las hermosas mujeres rusas con
sus elegantes abrigos y botas imitando a las francesas; Vladimir y su
exacerbado orgullo soviético que contrastaba con sus no pocos frecuentes ataques
de melancolía y depresión; mi tiempo en el hospital y el bondadoso trato que
recibí de los médicos y enfermeras; las interminables noches de fuegos
artificiales de los городские фестивали (fiestas del pueblo); las canciones de
Elton John y Engelbert Humperdink estrujándonos el corazón; los atracones de shashlik al caer el caer el sol moscovita; todo esto, y mucho más, se agolpaba dolorosamente
en mi corazón como si las cosas que ahora me impulsaban a abandonar la Unión
Soviética hubieran desaparecido y solo hubiera quedado espacio para lo bello y
digno de agradecimiento.
Horas
más tarde, cruzaba la frontera que separa a Rusia de Polonia, y lo que venía
después era Alemania Oriental (en esa época denominada República Democrática de
Alemania —RDA). Atrás había quedado la URSS en mi vida. ¿Cómo se irían a
repartir mis libros que compulsivamente había comprado en Moscú a costa de
sacrificar el estipendio universitario? No lo sabía. Probablemente Damián y
Enrique se quedarían con la mayor parte. Una sonrisa se desprendió de lo más
profundo de mi corazón. Una nueva etapa de mi vida daba inicio y no sabía qué
me esperaba después de atravesar la cortina de hierro.
----oOo----
Nota del autor.
Estas memorias sobre mi permanencia en la Unión Soviética reflejan mi experiencia
y sentir personales. De ningún modo implican un menosprecio o desautorización de la experiencia y
valoraciones que sobre los mismos hechos y circunstancias tengan otras
personas, sea que formen parte o no de estas memorias.
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(1) Heriberto Padillo (2016), en un
interesante artículo titulado Besos de
hombre y publicado en la web, escribe: Besarse era una epidemia en la Rusia
de 1800. Hombres y mujeres se besaban a toda hora y por cualquier motivo. Un
beso del zar, por ejemplo, se atesoraba como una elevada forma de
reconocimiento social. Muchos años después, en 1979, la foto del soviético
Leonid Breznev saludando con beso profundo de boca a su homólogo alemán Erich
Honecker le dio la vuelta al mundo. Para entonces era bien visto que los
hombres soviéticos se besaran en la boca, para saludarse y honrarse. No sé qué
habrán pensado de Honecker sus compatriotas pero, con la llegada del
capitalismo a Rusia, sus habitantes importaron valores de Occidente y no ven
hoy bien que se besen personas del mismo sexo. Recuperado de http://bit.ly/3cuV8gZ
(2) Carlota M. (2014) en su interesante artículo
Limpiarse con papel higiénico no es
higiénico, escribe: Para los musulmanes la mano izquierda es la mano
impura, la mano con la que se lavan tras hacer sus necesidades, mientras que la
mano derecha es la que utilizan para comer. “Ninguno de vosotros debe tocarse
el pene con la mano derecha cuando está orinando, ni higienizarse con la mano
derecha después de hacer sus necesidades”. Es por eso que en países como
Marruecos el papel higiénico en los baños no abunda demasiado y cuando vas de
viaje es recomendable llevar siempre contigo clínex o papel por si te cuesta
adaptarte tan rápido a las costumbres locales y quieres limpiarte como te has
limpiado toda la vida (…). Nadie me cree ahí fuera pero los musulmanes,
especialmente los que rezan como está mandao, son tremendamente higiénicos en
su intimidad. Y aunque limpiarse el culo con la mano en principio pueda parecer
horrible, todo es empezar… Os lo aseguro. En Marruecos, igual que en tantos
otros países musulmanes, hay dos formas de hacerlo. La primera de ellas, la más
‘humilde’, consiste en utilizar uno de los pequeños cubos de plástico que hay
en el baño, valiéndote del grifo que normalmente sale de la parte baja de la
pared. Lo llenas de agua y te limpias como limpiarías con agua algo que está
sucio. Tan simple como eso. Luego te lavas las manos y listo. Recuperado de http://bit.ly/2IznJnD