Finalmente, llegó el día
esperado. Frank no podía ocultar su profundo nerviosismo. Los médicos le habían
aconsejado que debía dejar de lado toda inquietud y ansiedad para mantenerse
calmado y relajado. “Pero, ¿cómo voy a estar tranquilo –pensaba Frank– si está
a punto de hacerse realidad el sueño de mi vida?”.
La operación debía iniciar en
dos horas. Alrededor suyo estaban sus padres, sus hermanos, primos y amigos. En
sus rostros trataba de encontrar la luz de la esperanza. De vez en cuando ingresaba uno que otro
personal médico para leer los instrumentos que tenía conectados al cuerpo. Y en
los rostros de éstos también buscaba una pisca de ilusión. Pero nada. Todos le
observaban como quien mira un ser raro, tal vez alguien venido del espacio
exterior, y sobre el que hay que guardar las distancias. Esto impactó
profundamente en Frank, por lo que decidió no volver a interrogar más los
rostros de nadie.
Entonces, comenzó a retroceder
en el tiempo, a los años en que sentado sobre su silla de ruedas contemplaba,
desde la ventana de su habitación, cómo los niños jugaban, yendo y viniendo de
un lado a otro, en medio de gritos de júbilo y alegría. Mientras, él, solo
podía gozar poniéndose en el lugar de ellos o imaginándose las maravillosas
sensaciones que debían de producir trepar, patear una pelota, abrazarse con un
amigo o, simplemente, revolcarse en la tierra y en el polvo.
Pero no iba a llorar, al menos
hoy. Bajó la mirada y empezó a recorrer lentamente todo su cuerpo, desde las
puntas de los pies hasta donde podía abarcar su vista. Era la última vez que
veía ese cuerpo sin movimiento que le había acompañado desde que vino al mundo.
Treinta años no eran nada, pensó, para todo el tiempo que le quedaría tratando
de recuperar la vida que le fue negada. Pero, ¿cómo sería el cuerpo que le iban
a trasplantar?, se preguntó. Hasta donde Frank sabía era el cuerpo de un hombre
de menor edad que él. Había quedado irremediablemente vegetativo por un
terrible impacto en la cabeza y, ahora, la suya habría de reemplazarse en aquel
organismo inmóvil.
Lo último que Frank vio, antes
de ser anestesiado, fue la luz proveniente de las lámparas del quirófano.
Después de quedar inconsciente, el personal de enfermeros, ingresó a la sala el
cuerpo de la persona que iba a recibir la cabeza de Frank, y lo colocaron a su
diestra. Los médicos y enfermeros que conformaban el equipo solo cruzaban las
palabras necesarias mientras se preparaban para dar inicio a la intervención. De
pronto, se hizo el silencio y la quietud. Las miradas de todos estaban puestas
en el doctor Canavaro, el jefe del equipo, quien, con voz serena pero firme,
dio la orden de iniciar la operación. Acto seguido, empezaron a cercenar, al
mismo tiempo, ambas cabezas. La separación terminó con una precisión
inmejorable. La cabeza del cuerpo donante fue colocada en una bandeja de acero
quirúrgico, mientras, la cabeza de Frank, comenzó a ser implantada en el nuevo
cuerpo, iniciándose por la conexión de la espina dorsal y el resto de
terminaciones nerviosas. Esta era la parte más grave de la intervención. El
rostro del doctor Canavaro revelaba en toda su magnitud la tensión y los
sentimientos que rodeaban esta hazaña. Si todo salía bien, pensó, miles de
personas podrían tener una nueva oportunidad para seguir viviendo con dignidad,
y él, reemplazaría con la gloria los insultos y burlas que había recibido de un
sector de la comunidad científica desde que anunció al mundo la posibilidad de trasplantar
un cuerpo. Siempre se resistió a que denominaran a su empresa médica como un trasplante
de cabeza. “La cabeza no es lo que se trasplanta –insistía–; es el cuerpo. El
órgano que tiene conciencia es siempre el receptor, y el órgano inconsciente
siempre es el donante, pero ambos deben tener vida”. Sin embargo, esto era algo
que no podían –o no querían– entender los medios (para éstos, la idea de trasplantar
una cabeza vendía más que trasplantar un cuerpo) que, a la sazón, acampaban en
las afueras de la clínica esperando, impacientes, la conferencia de prensa que
el doctor Canavaro se había comprometido a dar.
Después de treinta y seis horas
de iniciada la operación, el Dr. Canavaro y su equipo, anunciaron a los cientos
de periodistas –que ojerosos esperaban su declaración– que el trasplante de
cuerpo había sido un éxito desde el punto de vista quirúrgico. “El paciente
estará cuatro meses en un coma inducido, luego del cual sabremos, a ciencia
cierta, si también podemos hablar de un éxito en cuanto a los resultados
esperados”, dijo, disculpándose por no ofrecer más declaraciones para retirarse
a descansar.
Pasados los cuatro meses, Frank
despertó. A su alrededor estaban el doctor Canavaro y decenas de médicos que lo
observaban, con expectación. El doctor Canavaro, colocó su mano sobre el hombro
de su paciente y, con palabras muy suaves y cariñosas, le preguntó cómo se
sentía. Frank no respondió palabra alguna. Sus ojos se movían de un lado a
otro, casi frenéticamente. De pronto, Frank comenzó a convulsionar e,
inmediatamente, el doctor Canavaro ordenó que volvieran a inducirlo al coma.
Una semana después, Frank
volvió a despertar. Esta vez estaban en la habitación, además del doctor
Canavaro y los médicos del equipo, los familiares de Frank y, también, los
padres del donante, quien era un joven de veintidós años, natural de China.
Cuando el doctor Canavaro le habló, Frank, esbozó una sonrisa, pero su mirada
estaba dirigida hacia los padres del donante que permanecían en un rincón de la
habitación, tristes y acongojados. Y, ante la admiración de todos los allí
presentes, Frank empezó a hablar en una lengua que era ininteligible para
todos, menos para los padres del donante que, impulsados por una fuerza
irrefrenable, se abalanzaron sobre el cuerpo de Frank para abrazarlo y cubrirlo
de besos mientras reían, sollozaban y le hablaban en su idioma nativo.
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