Por Freddy Ortiz Regis
Mi reciente viaje a la ciudad de
Cajamarca ha sido tan emocionante y estremecedor como otras veces en las que he
tenido la oportunidad de visitarla. La primera vez que fui a Cajamarca fue con
ocasión del viaje de promoción de la escuela primaria. En compañía de mi
querido maestro, don Segundo Morales Llerena, y mis compañeros del quinto año,
llegamos a Cajamarca deseosos de conocer el Cuarto del Rescate del Inca
Atahualpa y la famosa Silla del Inca, desde la cual, el soberano del imperio
observaba el hermoso paisaje de esta ciudad andina.
Otra oportunidad que tuve para ir
a Cajamarca fue con ocasión de la subida del equipo de fútbol –el Carlos A.
Manucci– a la categoría del fútbol profesional peruano. Ganamos a la
Universidad Técnica de Cajamarca (UTC) y desde ese momento es otra la historia
del fútbol liberteño, con sus triunfos y fracasos. En esa ocasión fui con mi
amado tío Manuel Li –quien en vida fue un fanático
carlista– y disfruté de los famosos Baños del Inca, que son emanaciones de
aguas termales a las que se les atribuye virtudes curativas.
* *
Cajamarca es para quienes vivimos
en la zona norte del Perú (tanto de la costa, la sierra y la selva) un poderoso
centro de atracción turística. Digo de la zona norte, porque, la zona sur de mi
país cuenta con la maravillosa ciudad del Cusco, que es considerada la capital
arqueológica de América. Por ello, los peruanos del norte, sin tener que
desplazarnos hasta el Cusco, encontramos en Cajamarca una ciudad que integra de
manera esplendorosa el encuentro de dos mundos: el mundo europeo y el mundo
andino. De más está decir que fue en esta ciudad en que se encontraron las
huestes invasoras españolas, comandadas por Francisco Pizarro, con el soberano
inca Atahualpa, hijo de Huayna Cápac, y que se encontraba en Cajamarca de
retorno al Cusco para coronarse inca después de derrotar –en una cruenta y
fraticida guerra– a su hermano Huáscar.
Por ello, Cajamarca, a diferencia
del Cusco, debe su breve legado inca a este acontecimiento histórico de la
presencia del inca Atahualpa, pues, la ciudad, rebosa de la impronta española
desde cualquier ángulo por donde se la mire. Sin embargo, el atractivo
turístico cajamarquino está muy conectado con las huellas del paso del inca
Atahualpa por la ciudad y se ha soslayado –creo yo– el legado español que aún
se percibe en las fachadas de sus casas con balcones y en su vasta red de
templos católicos que están ubicados en sectores estratégicos de la ciudad, entre
las que destacan la catedral (también llamada templo de Santa Catalina), el
templo de San Francisco y el templo de Belén.
En esta ocasión, tuve la
oportunidad de visitar las catacumbas y el convento que está adyacente al
templo de San Francisco. “Este templo (también llamado de San Antonio) tiene
una historia interesante, fue terminado de construir en el año de 1579, y después
de 108 años fue demolido para iniciarse su reconstrucción en el año 1699, bajo
la advocación de San Antonio de Padua. La edificación final fue culminada en el
año de 1779, unos 80 años después de haberse iniciado su construcción, pero uno
de los inconvenientes fue conseguir el material, ante lo cual, don Antonio
Astopilco aceptó donar el material de construcción y por ello se ganó el
derecho de ser sepultado, junto a su familia, en las catacumbas del templo. La
construcción de la fachada del templo se hizo usando el estilo barroco, estilo
predominante en ese entonces”. (Fuente: RPP. Iglesias del centro histórico de Cajamarca. Edición
del 14/12/2012)
El autor de estas memorias en el frontis del templo de San Francisco, del que forma parte el museo del mismo nombre |
Debido a que estaba cerrado el
ingreso a este templo, no me quedó más remedio que visitar –por un módico
precio– las catacumbas y el convento, que forman parte del complejo religioso
del mismo. Esta visita –en la compañía de mi prima Zully y mi hermano Luis–
estuvo llena de sorpresas. La primera de ellas fue conocer a nuestro guía:
Kevin Bardales Vásquez, un niño de apenas doce años de edad y que cursa el
segundo de media en el emblemático Colegio San Ramón de Cajamarca. Después de
mirarnos entre nosotros con una inquietud muy mal disimulada, no nos quedó más
alternativa que seguirle los pasos cuando –con su voz infantil pero firme– nos
dijo: “Síganme por aquí”.
Kevin, nuestro pequeño gran guía. |
Y después de advertirnos que solo
podíamos tomar fotografías de los lugares y objetos que él solamente nos permitiría, bajamos
por unas escalinatas hasta lo que –según nos dijo– habían sido las catacumbas. “Con
el paso de los años han sido desactivadas, quedando solamente algunas tumbas en
la que solamente en una de ellas se ha dejado osamentas como referencia a lo
que un día fue el lugar de enterramiento de notables y de franciscanos que vivieron
en el convento”, nos dijo.
Restos que han quedado de las catacumbas, actualmente desactivadas |
Luego de esto, nos invitó a
recorrer los ambientes del convento –que es en la práctica un museo– en el que se
custodian (no se puede decir conservan pues todos los objetos tanto de arte como los enseres que fueron usados por los
franciscanos se encuentran en un franco proceso de deterioro “a vista y
paciencia de la comunidad y las autoridades que no apoyan en nada para evitar
que esto suceda”, según las palabras de nuestro pequeño guía).
Sobre el convento, nuestro guía
nos dijo que fue concluido en el año 1562, y en él vivieron los primeros
franciscanos. El más célebre de ellos fue Mateo de Jumila quien, a pesar de no
ser sacerdote, fue el que evangelizó a Cajamarca y Chachapoyas. En el año 1811,
por orden del virrey Abacal, se convierte en parroquia y los franciscanos
tuvieron que dejar el convento. En el año 1870, a petición de los cajamarquinos,
los franciscanos regresan nuevamente a vivir en el convento hasta el día de
hoy.
Entrada al museo de San Francisco |
Una vez adentro se puede ver que
existe una colección de lienzos quiteños, cusqueños, limeños y también
cajamarquinos (Cajamarca va a ser muy influenciada por Quito). Hay también
algunas esculturas de buena manufactura. Lástima que los lienzos y los ambientes
están muy descuidados y la museografía es muy pobre. En algunos ambientes se
nota todavía las antiguas pinturas murales. En el primero de ellos están –como
en una colección sin mayor organización y criterio– elementos de lo más
descomunal: lienzos, esculturas, biblias y misales en latín, muebles de los
siglos XVII y hasta un órgano del siglo XVIII.
El museo consta de cuatro
ambientes dispuestos alrededor de un patio central o claustro, en los que se
puede apreciar imágenes antiguas, indumentarias, muebles y objetos menores de
uso litúrgico. Los ambientes, en los que actualmente funciona el museo, son
adaptaciones de las antiguas celdas de los franciscanos. En el patio central hay
una vieja pileta que Kevin –nuestro pequeño guía– accionó encendiendo un motor
que hizo discurrir el agua a través de su estructura. Luego de permitirnos ver
correr el agua, apagó el mecanismo y cerró, escrupulosamente, la caja que
contiene el interruptor eléctrico.
Patio central del museo con adaptaciones de las antiguas celdas de los franciscanos |
El tiempo que pasamos en el museo
conventalicio fue de aproximadamente 40 minutos; tiempo que apenas si lo
sentimos escuchando con placer, entusiasmo y admiración los datos, anécdotas,
hechos y leyendas que –con erudita dicción– Kevin nos hacía llegar con la mayor
naturalidad y desenvolvimiento. No me alcanza el espacio para revelar todo lo
que este niño nos compartió; y tampoco lo haría, pues es un derecho de reserva
que me autoimpongo a fin de mantener siempre vivo el interés de los lectores por
conocer tanto los secretos del museo como el trabajo de este pequeño guía,
ejemplo para los jóvenes que anhelan posicionarse en la lucha por la vida. Dentro de esta reserva están los
cientos de fotografías que podía haberse tomado, pero que están vedadas a
fin de garantizar, por un lado, la vida útil de lienzos y esculturas y, por
otro lado, la información que es patrimonio del museo y su única fuente de
ingresos.
Cuando llegamos a una celda que
había sido el dormitorio de un sacerdote franciscano me quedé maravillado por
el escenario que se abría ante mis ojos: la edad media había sido capturada en
una pequeña habitación en la que estaban una cama con “colchón” de cuero de
vacuno, el bacín en el que el religioso hacía sus necesidades corporales, una
silla y un escritorio de madera, que activó en mi mente el motor de la
imaginación, haciéndome retroceder al momento en que objetos y personas daban
vida a un presente que se perdió en la insondabilidad del tiempo. Sobre el
escritorio de madera reposaban un crucifijo, una pequeña lámpara de mecha, un
tintero, pluma y un secador de tinta que habían sobrevivido al religioso
escritor y esperaban, mudos e inmóviles, el eterno retorno de su dueño.
Se apoderó de mí un deseo
irrefrenable de fotografiar esta reliquia, y dirigiéndome hacia mi pequeño
guía, le dije:
– Kevin, ¿podría tomar una
fotografía del escritorio? –le pregunté sabiendo cuál iba a ser la respuesta.
– No, señor –me respondió con
firmeza.
Yo no me di por vencido:
– Pero, Kevin, ¿y si desactivo el
flash de mi cámara?
El niño quedó pensativo por un
momento para responderme luego con la bondad que solo puede brotar de la
inocencia:
– Está bien. Pero solo una foto,
nada más.
Ancestral escritorio. Fina deferencia de nuestro guía. |
Después de agradecerle por esta
deferencia, y felices por el trofeo que nos llevábamos en la memoria digital de
la cámara, nos despedimos de Kevin, regalándole una propina y abrumándolo de
felicitaciones y consejos para que siga por ese sendero del conocimiento hasta
alcanzar la meta de una carrera profesional afín.
Al llegar nuevamente a la calle
sentí que había salido del túnel del tiempo. En mi mente y en mi corazón quedaron los objetos, sus espíritus y Kevin, volviendo a la vida la historia en
una íntima transubstanciación del pasado con su voz.
Vídeo de nuestro reciente viaje a la ciudad de Cajamarca
* * *
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