Por Freddy Ortiz Regis
Vista panorámica de la ciudad de Bonn |
El “Hotel
Verde”
Cuando llegamos a Bonn era como
las cinco de la tarde. Un sol esplendoroso reposaba sobre sus calles dándole un
aire casi festivo a la antigua ciudad que relucía por su limpieza y modernidad.
Sí, esto fue lo primero que llamó nuestra atención: la perfecta simbiosis entre
lo clásico de sus construcciones y arquitectura y lo moderno de sus
automóviles, buses y señalizaciones.
Juan y yo experimentamos una
oleada de emociones y sonreímos, casi al mismo tiempo, disfrutando de esta espontánea
sensación de seguridad, belleza y perfección que emanaba de la ciudad, desde
cualquier rincón por donde la mirásemos. Secretamente, algo nos decía que nos
iba a ir mejor en Bonn que en Berlín, pues, el abrazo citadino de esta cálida
urbe nos rodeó casi instantáneamente.
Caminamos sin rumbo por sus
calles y avenidas hasta que —como guiados por un instinto— llegamos a una plaza
en donde se destacaba un monumento: era el monumento a Bethoven. Más tarde nos
enteramos de que esta plaza se llamaba Münsterplatz y que la estatua al universal
músico alemán fue erigida en el año 1845.
Plaza Münsterplatz |
Sentimos hambre y entramos a un
McDonald's que, en ese momento, estaba repleto de gente de todas las edades;
todos joviales, conversando animosamente y en voz alta. Qué hermoso se
escuchaba el idioma alemán en la voz de sus bellas doncellas, y qué duro y
hasta áspero en las voces de sus varoniles mancebos. La atención fue muy rápida,
pues, en esa época, McDonald's tenía como slogan comercial que, si se demoraban
más de cinco minutos en atenderte, simplemente no pagabas. Cuando recibí mi
pedido sentí que el apetito me había disminuido porque advertí que detrás de
esa jugosa hamburguesa y esas irresistibles papitas fritas, estaba el sudor, el
terrible estrés y la angustia que percibí en los jóvenes trabajadores extranjeros
que se movían —no en puestos de trabajo sino en puestos de combate—
con un frenesí digno de la más encarnizada de las batallas.
— ¿Qué te pasa, Freddy? —me
preguntó Juan al sentarnos a una de las mesas, descubriendo un repentino
ensombrecimiento de mi rostro.
— Nada, amigo —le mentí, pero sintiendo
en mis adentros los tristes recuerdos de mi paso por el Agostino.
Después de engañar a nuestros
estómagos salimos del restaurante con la preocupación de no saber en dónde
iríamos a pasar la noche. Pronto anochecería y no conocíamos a nadie en esta
ciudad que nos pudiera ofrecer un techo. Sobre la base de nuestra experiencia
en Berlín buscamos y preguntamos (yo con mi inglés bastante aceptable y Juan
con su alemán menos aceptable que mi inglés) sobre algún lugar, un albergue o
algo que se le parezca que nos pudiera servir para evitar tener que pasar la
noche en una plaza, un parque o en alguna estación del metro.
La alegría inicial que nos rodeó
al llegar a Bonn en las horas de la tarde, rápidamente se esfumó al llegar la
noche y enfrentarnos a la encrucijada de encontrar un lugar en dónde dormir. Finalmente,
nos arreglamos para dormir entre los crecidos arbustos de una plaza pública.
Felizmente era verano y la noche era cálidamente fresca. En la mitad de la
madrugada sentimos un poco de frío, pero nos apretujamos para darnos mutuamente
un poco de calor.
Así pasamos una semana. En el día
buscábamos trabajo, visitando todos los restaurantes que podíamos encontrar, caminando
de un lado a otro, y recibiendo una gentil negativa como respuesta. Comíamos lo
que nuestros exiguos presupuestos lo permitían, y cuando llegaba la noche, nos
guarecíamos entre los crecidos arbustos de esa placita a la que le pusimos por
nombre el Hotel Verde, en alusión, tanto por la vegetación que la
rodeaba y que nos permitía camuflarnos dándonos seguridad y cobijo, como por la
corriente política que dominaba en la ciudad: los verdes, defensores de
la naturaleza, el medio ambiente y una economía sustentable.
También tentamos en algunos
institutos y universidades, pero todos nos exigían el dominio del idioma alemán
y pasar por un riguroso examen también en el mismo idioma. Estaban abiertas las
puertas con una media beca, pero acceder a ésta también pasaba por atender a
las mismas condiciones del idioma.
Con los bolsillos casi vacíos,
las posibilidades de estudiar en Bonn prácticamente eran nulas, si teníamos en
cuenta que hasta ahora no habíamos podido encontrar una fuente de ingresos.
Bonn no tenía las mismas revoluciones que Berlín, que era una ciudad mucho más
grande y con mayores oportunidades, pero, también, con mayor inmigración, por
lo que la lucha para encontrar un empleo también era feroz y, la mayoría de las
veces, frustrante.
Una noche —sin poder conciliar el
sueño y al amparo de una cálida temperatura y de las brillantes estrellas que
titilaban alegres sobre la ciudad y sobre nuestras tristezas— nos pasamos
conversando toda la madrugada acerca de nuestras vidas y de cómo habíamos
llegado hasta este punto de ser inquilinos “morosos” del Hotel Verde.
Juan no tardó en ponerse a llorar y yo —que solo suelo llorar cuando estoy bajo
los efectos del alcohol— no pude acompañarlo en su dolor. Solo atiné a poner mi
mano sobre su hombro y le dije que no debíamos llorar sino tomar una decisión:
volver a Berlín o retornar al Perú. Juan se secó las lágrimas y decidió
retornar a Berlín y seguir intentando en una ciudad a la que ya conocía.
Volvería al restaurante en donde había trabajado de manera muy eficiente y le
pediría perdón al italiano que le despidió, prometiéndole solemnemente no dar
cobijo nunca más a ningún inmigrante.
Yo, decidí retornar al Perú. Era
una decisión que había tomado sin habérsela comentando a Juan. Y ahora, que estábamos
en un intercambio de decisiones, consideré que era el momento de decírselo.
Tenía planeado ir a la embajada de Perú en Bonn y no moverme de ahí hasta que
mis paisanos me ayudaran a comprar un pasaje de retorno a mi país.
Sin darnos cuenta, el día comenzó
a despuntar. Nos despedimos del Hotel Verde y nos dirigimos a tomar
desayuno a un café cercano a la Universidad de Bonn, en donde también habíamos
intentado —sin éxito— una salida académica. Después de desayunar, Juan me pidió
que lo acompañara hasta el inmenso jardín de dicha universidad para tomarnos
una foto. “Ya que no hemos logrado quedarnos en ella, al menos guardemos un
recuerdo de su fachada”, me dijo, recuperando su alegría y la luminosidad de su
sonrisa.
Así lo hicimos. Luego acompañé a
Juan a la estación del tren en donde nos dimos el último abrazo. Con profunda
nostalgia y emoción revivo esta despedida, recordando sus manitas diciéndome
adiós por la ventana del tren mientras mis ojos se humedecían no solamente
porque presentía que no volvería a verlo nunca más sino, también, porque me
quedaba, otra vez, completamente solo.
“El
Poncho”
Después de despedir a Juan (era
como las 10 de la mañana) me dirigí hacia la embajada del Perú en Alemania. Ya
había estado antes frente a ella en uno de esos días que buscaba trabajo por
las calles de Bonn, así que no me fue difícil encontrarla.
No recuerdo el nombre de la
calle, mas sí su fachada que tenía la apariencia de ser una casa más de ese
barrio elegante y tranquilo que había sido elegido por mi país para ser su sede
diplomática en la —por aquel tiempo— capital de la República Federal de
Alemania. Toqué el timbre y la voz de una mujer me saludó por el
intercomunicador en alemán. Yo le respondí en español y le dije que era un
ciudadano peruano que necesitaba una orientación. Al cabo de unos minutos, la
puerta se abrió y me hizo pasar la misma mujer que me había atendido por el
intercomunicador.
Típica calle de Bonn (la antigua capital de Alemania Occidental) |
Cuando me invitó a tomar asiento
en un recinto que tenía la forma de un recibidor, la mujer me preguntó mi
nombre y de dónde era. Después de responder a sus preguntas, me consultó cuál
era el motivo de mi presencia en la embajada. Inicialmente desconfiaba de esta
mujer y le respondí con generalidades: básicamente que necesitaba hablar con el
embajador sobre un asunto de interés muy personal.
La mujer se dio cuenta de mis
evasivas y en un tono más enérgico me informó que si no le confiaba a ella el
motivo real y en detalle de mi visita, no podría comunicarme con algún
funcionario de la embajada.
Ante esta disyuntiva no me quedó
más remedio que sincerarme con ella. Le conté desde mi llegada a Rusia, los
motivos de mi salida de ese país y la situación en que me encontraba: sin poder
seguir mis estudios, sin trabajo y con un enorme deseo de retornar a mi hogar. La
mujer me escuchó con suma atención a pesar de que yo hacía mi mejor esfuerzo
para resumir todo lo que había vivido desde que llegué a la URSS hasta el
momento en que me encontraba sentado frente a ella.
Cuando terminé, ella se quedó
pensativa unos segundos. Luego se levantó de su asiento y me pidió que espere
un momento. Abrió una puerta y después de ingresar a otro recinto, la cerró. Yo
estaba muy ansioso y solo atinaba a mirar el techo y las paredes. En mi memoria
se ha borrado qué había en esas paredes, pero supongo que estarían colgados
algunos cuadros de nuestra cultura pictórica o, tal vez, algunos afiches de
nuestro pasado milenario.
Creo que transcurrieron unos ocho
o diez minutos y la puerta por donde se fue la mujer se abrió y volvió a aparecer
ella, invitándome a seguirla. Caminamos por un estrecho corredor hasta ingresar
a una oficina que tenía la puerta abierta y por la cual ingresaba la potente
luz de la mañana. La mujer me invitó a tomar asiento frente a un tipo que
aparecía ante mi vista como un hombre joven y de buen parecer.
— El señor embajador no está en
este momento —me dijo la mujer con amabilidad—, pero le presento al encargado
de negocios de la embajada. Me dijo su nombre y apellido, pero ahora que
escribo estas memorias, solo me he quedado con su nombre: Luis.
Dicho esto, se retiró, cerrando
suavemente la puerta. El funcionario que tenía ante mí hizo que mi mente se
retrotrajera a los años de mi niñez en la caleta de Huanchaco, cuando conocí a un
niño de mi edad que se propuso hacerme la vida imposible. El parecido de este
funcionario de la embajada con ese niño era extraordinario y, por un momento,
pensé de que se trataba de la misma persona. Creo que todos en la vida cargamos
en la mochila de nuestros recuerdos hechos, vivencias y experiencias que
hubiéramos preferido enfrentar de modo que hubieran transcurrido de otra
manera. Ese niño —cuyo recuerdo me lo traía el rostro del funcionario de la
embajada que estaba sentado frente a mí— me había elegido para dar rienda
suelta a su macabro potencial de abuso y maldad. Como dos gallos que están en
un mismo corral el niño de mis recuerdos buscaba impacientemente enfrentarse
conmigo para saciar su necesidad de supremacía, dominio y varonilidad. Pero nunca
pude enfrentármele porque mis primas —que rodeaban mi vida con su cariño y
sobreprotección— siempre lo impedían. Y cuando ese niño desapareció de mi vida,
pues solo pasó la temporada veraniega y retorno a la ciudad, yo me quedé con
una terrible deuda conmigo mismo: enfrentarlo y cobrarle todas sus ofensas e
improperios a los que me sometía casi diariamente.
Así que cuando el funcionario,
por fin, me dirigió la palabra yo estaba dominado por esa extraña y desagradable
sensación de tener frente a mí al que había ensombrecido, aunque por muy breve
tiempo, una parte importante de mi niñez.
— Señor Ortiz, no nos es posible
atender a su requerimiento de sufragarle un pasaje de retorno al Perú— me dijo,
al tiempo que se levantaba de su asiento para tomar una cajetilla de
cigarrillos que se encontraba en un mueble cerca de la ventana.
Al verle de cuerpo entero la
aprehensión que sentía ante él comenzó a atenuarse. Era un tipo muy alto, de
aproximadamente 1.90 m. El niño de mi historia —cuando teníamos más o menos 10
años— era de mi porte y de mi contextura: baja y delgaducha. “No, no podía ser
la misma persona”, me dije para mis adentros, mientras el funcionario seguía
hablando y encendía su cigarrillo. “¿Pero, y si ha tenido una mejor
alimentación que yo? ¿O si ha practicado algún deporte? ¿O si por su raza
(blanca latina) había dado un estirón y me había sacado ventaja por muchos
centímetros más?”, seguía pensando, hasta que la voz del funcionario me sacó de
mis cavilaciones:
— ¿Me está escuchado, señor
Ortiz? —me dijo.
— Sí, señor —le respondí. Y
añadí:
— ¿Qué acaso no tienen los
recursos para ayudarme a regresar al Perú? ¿Entonces, para qué está la embajada
de nuestro país aquí?
El funcionario se repantigó nuevamente
en su asiento y exhalando una amplia bocanada de humo me respondió:
— No es eso, señor Ortiz. Lo que
pasa es que yo no puedo tomar una decisión en ese sentido sin que previamente
se haya analizado bien su problema.
— ¿Con quién? ¿Con el embajador?
—le repliqué.
— Con él y otros funcionarios
también —me respondió. Y haciendo silencio por breves instantes, me volvió a
hablar:
— Pero hay algo que podemos
hacer… —me dijo, al tiempo que tomaba el auricular del teléfono que estaba
sobre su escritorio.
De pronto, la desagradable idea
de estar frente a ese niño de mi infancia que me había marcado negativamente se
fue, y comencé a prestarle mayor atención al hombre que, ahora, tenía en sus
manos un aspecto crucial de mi destino.
— Hola Jorge, te saluda Lucho
—dijo contestando el saludo de su interlocutor.
¡Lucho! ¡Este era también el
nombre del niño de mis recuerdos! Y, nuevamente, la aprehensión volvió a
dominarme, mientras mi interlocutor se enfrascaba en una conversación telefónica
por la que ponía al corriente de mi situación a esa persona de nombre Jorge.
No sé cuánto tiempo duró la
conversación telefónica, pero en ese lapso mi mente sopesó todas las
probabilidades de que el funcionario de la embajada fuera —o no— aquel niño
que, de repente, habíase escapado de lo más profundo de mi subconsciente. No
podía ser él —cavilaba—. Ese incipiente patán no podía ser, ahora, el refinado
y servicial funcionario que se tomaba el trabajo de hablar con otro paisano y
buscaba una salida para mi situación. Pero, por otro lado, había en su rostro,
en su expresión corporal y en el timbre de su voz, el sello de alguien a quien
la vida le ha sonreído no solo con placeres sino también con poder e
influencia. ¡Seguía en la encrucijada!
— Muy bien, señor Ortiz —dijo el
funcionario, sacándome bruscamente de mis cavilaciones—. Acabo de conversar con
don Jorge Valverde. Él es el propietario del único restaurante peruano que hay
aquí en Bonn. Le he expuesto su caso y me dice que justo está necesitando un
operario para su restaurante.
Y haciendo una pausa para darme
el tiempo de procesar la información, me preguntó:
— ¿Le parece si vamos a verlo?
Yo me levanté de mi asiento y le
respondí:
— Por supuesto que sí, señor.
Salimos y me pidió que lo espere frente de la fachada de la embajada. Luego de unos minutos, apareció manejando un lujoso automóvil de color blanco. Me abrió la puerta trasera e ingresé al vehículo que lucía resplandeciente también en su interior. “Mmm… No, no puede ser él”, me dije, mientras me acomodaba en el asiento.
El funcionario condujo por las
calles de Bonn por aproximadamente unos veinte minutos. Durante el trayecto no
me dirigió la palabra y solamente tarareaba una canción de rock que trasmitía
la radio. Finalmente, se estacionó, y salimos
del vehículo. Miré hacia la fachada que tenía frente de mí. Era un restaurante
de comida peruana y en la parte superior de la puerta de entrada había un
letrero que decía Peruanisches Restaurant “El Poncho”.
La puerta se abrió y salió del
local un hombre de mediana edad y estatura, con el pelo y la barba canosos. Se
dirigió hacia el funcionario que se le acercó con la mano extendida y una
amplia sonrisa.
— Este es el joven, Jorge —le
dijo, tomándome por el hombro y acercándome hacia él.
El hombre canoso me extendió su
mano estrechando la mía con mucha franqueza. El funcionario de la embajada, sin
dirigirme la mirada, se despidió con premura, como si estuviera
desembarazándose de una enorme carga.
Al quedarme solo con el hombre de
la barba y el pelo blanco se hizo un silencio entre los dos, que fue roto por
él, diciéndome:
— Pero pasa por favor — me dijo
esbozando una franca sonrisa.
Yo le seguí y atravesé el umbral
de la puerta. Lo que vi adentro me envolvió de mi terruño. El local estaba
profusamente adornado de cuadros, instrumentos musicales y objetos de arte de
la cultura andina peruana. Las mesas estaban cubiertas de bellos manteles que
asemejaban hermosos telares Paracas. No había casi iluminación natural y la
poca que había provenía de unas lámparas adornadas con plumas que evocaban la
sensualidad y el misticismo de la Amazonía.
Sin embargo, todo este conjunto
de maravillosas evocaciones se encontraba en un perfecto desorden. Pronto
advertí por qué: un joven estaba haciendo la limpieza. El muchacho apagó presto
la aspiradora que no me permitía escuchar lo que el hombre —cuyo nombre era
Jorge— me decía siseando las palabras. El joven se quedó mirándome con una
fresca sonrisa que se conjugaba con los brillantes destellos que se desprendían
de sus gafas estilo John Lennon.
— ¿Dónde está tu equipaje? —era lo que el hombre cano me había estado
preguntando y no había podido escucharle por mi fascinación con el restaurante
y el ruido ensordecedor de la aspiradora.
— Está en la estación del tren,
señor… —le respondí, preguntándole implícitamente por su nombre.
— Jorge… Jorge Valverde— me
respondió con una sonrisa que convertía su rostro en un indio americano de ojos
rasgados.
— ¿Y cuál es el tuyo? —me
preguntó.
— Freddy Ortiz, señor —le
respondí.
Luego, don Jorge —que así lo
llamaré de ahora en adelante— me presentó al joven que estaba haciendo la
limpieza:
— Él es Julio. Es el cocinero.
Julio se acercó a mí con la misma
sonrisa amistosa de antes y me extendió la mano. Luego me dio una palmada en el
hombro y percibí que ambos se sentían extremadamente felices por mi presencia.
Luego entendería por qué.
Don Jorge ordenó a Julio que deje
lo que estaba haciendo para que me acompañe a la estación del tren a traer mi
equipaje. Julio, sin dejar de sonreír (a la verdad, nunca dejó de sonreír, con
excepción de un acontecimiento que más adelante narraré) colocó la aspiradora
en un rincón del salón, se quitó el delantal que llevaba puesto, y me indicó,
con un ademán, que saliéramos del restaurante.
Tomamos un taxi y en el trayecto
hacia la estación del tren me bombardeó de preguntas, las que, obviamente,
respondí con la mayor satisfacción, pues, me había caído muy bien y sentía que podríamos
llegar a ser buenos amigos. Y sin que yo le hiciera preguntas, comenzó a
hablarme de él. Me dijo que era limeño y que aburrido de la monotonía y de las
estrecheces económicas de su vida, se despidió de sus padres y se marchó a
Venezuela que, en esa época, era La Meca de los latinoamericanos que no podían
llegar hasta los Estados Unidos. En Caracas había hecho todo tipo de trabajos
hasta que llegó como ayudante de cocina de un hotel internacional de la hermosa
y lujosa ciudad capital que aglutinaba a migrantes de todas partes y daba
rienda suelta a un inagotable despilfarro originado en los —también—
inagotables pozos petroleros del país.
Retornando a El Poncho —luego de haber
recogido mi equipaje que había dejado guardado en los gabinetes de la estación
ferroviaria— Julio retomó su historia. De ayudante de cocina pasó a ser
cocinero. Comenzó a ganar mejor, pero no pudo acostumbrarse a dos cosas: la
infernal presión de los gerentes del hotel y las humillaciones por las que
tenía que pasar debido a su condición de extranjero. No te imaginas cómo son
esos venezolanos —me decía—. A donde vayas te enrostran tu condición de
extranjero e inmigrante. “Vete pa tu país”, “vienes a llevarte los reales”,
eran, entre muchos otros, los agravios que tenía que soportar en el metro, en
el bus y hasta en el trabajo.
Estación ferroviaria de Bonn |
Yo lo escuchaba atónito. Nunca
hubiera imaginado que entre latinos podríamos discriminarnos. Había sentido
algo de eso en Moscú y en Berlín, pero ¡¿en Caracas?!
— Sí, amigo —continuó—. Hasta que
me llegó al huevo Caracas y, con lo que había ahorrado, me dije: ¡Europa
allá voy! Y aquí me tienes. Ya llevó casi un año trabajando con don Jorge y no
me puedo quejar. Don Jorge es bueno y los alemanes son chéveres; sólo piensan
en pasarlo bacán.
Después de escuchar el relato de
Julio, se me despertó el deseo de hacerle muchas preguntas, pero tenía que
esperar. El taxi había llegado a El Poncho.
Don Jorge salió a nuestro
encuentro y, dibujando esa sonrisa que era una mezcla de rictus ceremonioso y
reacción automática, me ayudó con mi equipaje. En realidad, no era mucho. Julio
llevaba una maleta pequeña, y yo, otra ligeramente más grande.
— Por ahora vas a dejar tu
equipaje en el sótano del edificio —me dijo don Jorge, ahora dejando de sonreír
y recuperando su rostro sus rasgos originales: mezcla de andino y citadino.
Ya casi era el mediodía. Don
Jorge dio a Julio algunas instrucciones, y luego me preguntó si tenía hambre. El
desayuno que había tomado con Juan ya estaba agonizando, así que sin dudar un
segundo le respondí afirmativamente.
— Acompáñame —me dijo.
Salimos del restaurante no sin
antes despedirme de Julio con un fuerte apretón de manos. Julio seguía en
estado de ensoñación, y don Jorge advirtió mi perplejidad.
— Je, je, je, je… Este Julio… Ya
lo vas a ir conociendo mejor… —me dijo mientras ingresábamos a su automóvil, un
vehículo que no era nuevo, pero que lucía muy bien cuidado y ordenado.
Yo sonreí sin dejar de mostrar mi
extrañeza. En el trayecto a no sabía dónde, don Jorge me contó que Julio
era un magnífico muchacho. Que tenía cara de niño, pero que ya tenía 26 años. “Desde
que ha conocido a unos españoles místicos se ha convertido en un tipo que
desborda felicidad por todos sus poros. Seguramente ya te va a hablar de su maharishi”,
me dijo, sonriendo maliciosamente y conduciendo con mucha pericia por las
calles de Bonn.
Después de conducir aproximadamente
por unos 40 minutos detuvo su automóvil en frente de una casa toda pintada de
blanco y con un amplio pero maltratado jardín.
— Baja, hemos llegado a mi casa
—me dijo.
Al ingresar advertí que la casa
era muy grande. Los muebles, enseres y adornos mostraban descuido y desorden.
Nos detuvimos en medio de la sala hasta que las palabras en alemán de una
mujer, arropadas en gritos destemplados, se escucharon venir desde el segundo
piso.
Manifestando cierta incomodidad,
don Jorge me dijo que era su esposa. Me pidió que dejara mi equipaje en la sala
y pasara a la cocina a desayunar.
Él me preparó unos huevos
revueltos que acompañó con una tasa de café y tostadas.
Cuando estaba a mitad del
desayuno se apareció la mujer en la cocina. Yo la saludé cortésmente,
poniéndome en pie. Don Jorge, en español, me presentó a su esposa, cuyo nombre
era Emma.
La mujer, entrada ya en la segunda
madurez, de tez blanca muy pálida, cabello castaño oscuro y estatura un poco
mayor que la de don Jorge, me miró detenidamente, recorriendo con su mirada
todo mi cuerpo. Yo, a la expectativa, la miraba directamente a los ojos esperando un
desenlace nada pacífico. Pero me equivoqué: su rostro, en cuyo semblante se
dibujaba un rictus de angustia y malgenio, se transformó iluminado por una
grácil sonrisa.
Se dio media vuelta y —sin
dirigir palabra alguna hacia su esposo ni a mi persona— se retiró de la cocina,
subiendo nuevamente por las escaleras hacia el segundo piso.
Después de tomar desayuno, don
Jorge me llevó a una habitación que quedaba en el primer piso de su casa. Ahí
dejé mi equipaje y me dijo que —hasta que no consiga un lugar en donde pasar la
noche— pernoctaría allí.
Yo le agradecí su gentileza y me
respondió con esa marcada sonrisa que ya se me estaba haciendo familiar.
— Tenemos que regresar al
restaurante —me dijo.
De retorno al restaurante, don
Jorge comenzó a contarme parte de su vida. Me dijo que era arequipeño y que
había llegado a Alemania hacía doce años. Había llegado a Bonn a un congreso
internacional de periodistas, representando al diario El Comercio de Lima, que
era su centro de trabajo desde que terminó sus estudios de periodismo en
Arequipa. El hecho es que se quedó prendado de Alemania y para agarrarle más el
gusto a este país se enamoró de aquella ciudadana que ahora era su esposa. Los
primeros años de su matrimonio fueron muy felices. Juntos viajaron por casi
toda Europa conociendo sus maravillosas ciudades y disfrutando de sus encantos
y costumbres. Pero con el paso de los años, su esposa no pudo darle hijos. Un
impedimento físico se lo impedía y, entonces, los alegres y hermosos primeros
años de su matrimonio fueron transformándose en una monotonía y en un
sinsentido que se fue acrecentando conforme don Jorge puso sus sentimientos y
atenciones en otras mujeres y en la vida disipada que le ofrecía El Poncho.
El restaurante —el único de
cocina peruana en Bonn— tenía cuatro años de funcionamiento y había calado en
el gusto de los habitantes de esta elegante y cómoda ciudad capital. Pero no
todo era color de rosa en el negocio. Desde 1974 había comenzado a llegar a
Alemania una oleada de inmigrantes chilenos que habían logrado obtener el asilo
político. Estos inmigrantes chilenos —todos de izquierda— venían huyendo de la
persecución desatada por la dictadura de Augusto Pinochet. Y gran parte de
estos inmigrantes se había afincado en Bonn y vivían —sin hacer nada
productivo— del estipendio y los beneficios que les otorgaba graciosamente el
gobierno alemán.
— Y ya los vas a ver en la noche
—me dijo, don Jorge—. A partir de las nueve comienzan a llegar al restaurante.
Se apoderan de la mayor parte de las mesas y, sin hacer un consumo importante,
se pasan toda la noche dando arengas revolucionarias a todo pulmón, cantando
sus canciones políticas y, no pocos, hasta lloran por la nostalgia del terruño o
por la pérdida de algunos de sus familiares y amigos a manos de la dictadura. Esto,
como comprenderás, asusta a los comensales alemanes que prefieren retirarse.
El relato de don Jorge se
interrumpió pues ya habíamos llegado a El Poncho. Julio nos abrió la puerta, con su permanente sonrisa. Había un delicioso olor en el ambiente y pronto
descubrí que era el almuerzo que había preparado.
(continuará…)