Por Freddy Ortiz Regis
Decidí pasar el Sábado en la compañía de mi Dulce
María y la naturaleza. Elegimos un hermoso parque que está enclavado en el
suburbio de Trujillo, a tan solo cinco cuadras de mi nuevo hogar. El sol,
implacable, calentaba nuestras cabezas a pesar que hacíamos todos los esfuerzos
por transitar a la sombra.
Dulce María estaba
emocionadísima, y yo también. Era nuestro primer paseo solos. De rato en rato
cambiaba de mano y me miraba, de abajo hacia arriba, con esa sonrisa de niñita que
refresca e ilumina el alma.
Un hombre, entrado en
años, nos ayudó a llegar hasta el parque. En el camino me contó que todos sus
hijos se habían ido al extranjero y se había quedado solamente con una
nietecita. “Debe quererla mucho”, me dijo. “Claro que sí, señor, con ese amor
que solo los abuelos sienten por los nietos”, le respondí.
- Es cierto, amigo… Mi
nieta es todo para mí. Soy publicista, y la última vez que fui a Tarapoto, mi
nieta me pidió que le trajera una tortuga. A cambio, me daría el beso más largo
del mundo…
- ¿Y cómo le fue? –le pregunté.
- Pues se la traje… Llegué
a casa cuando ella estaba durmiendo. Coloqué la tortuga, de unos 30 cm de
longitud, debajo de uno de los árboles que tenemos en el jardín. A la mañana, se
levantó, y saltando de alegría, me preguntó si le había traído su tortuga. Yo
le dije –mintiéndole- que no había podido. Entonces, en su rostro se dibujó la
sombra de la tristeza y la decepción.
- Oh, pobrecilla –dije-.
Pero, entonces, ¿qué pasó?
El hombre sonrió y
continuó:
- Yo le dije: “Pero vamos
al jardín para poder darte un abrazo”. Tomé su mano y salimos al jardín y
caminamos hasta el árbol donde había dejado la tortuga la noche anterior. Ahí
estaba. Pero mi niña no se había dado cuenta aún. Entonces, yo me puse de
cuclillas, y le pedí que me dé un gran abrazo. Ella, aún con la tristeza, me
dio el abrazo, y mientras estábamos así, sentí un estremecimiento: “¡Abuelo, la
tortuga!”. Entonces, ella volvió a abrazarme, y me dio el beso más largo del
mundo!..
Yo sonreí y Dulce María
también. Aunque mi nena aún no habla, todo lo entiende. Le di un abrazo a mi
ocasional acompañante y nos despedimos, pues él debía tomar el bus hacia el
balneario de Huanchaco, y nosotros, ya habíamos llegado al hermoso Parque de
los Filósofos.
Parque de los Filósofos, La Noria, Trujillo |
Lo primero que hicimos al
llegar al parque fue buscar un asiento debajo de un gran árbol. El sudor
recorría desde nuestras frentes y caía en grandes gotas sobre el cuello. Pero,
debajo de la sombra del árbol, el clima era el más agradable del mundo. Un
pensamiento de agradecimiento vino a mi mente: “Cómo, Señor, has establecido
que unas pequeñitas hojas de los árboles puedan poner a raya la furia de una
estrella tan grande como el Sol”.
No bien nos sentamos,
Dulce María se sintió atraída por las aves que volaban de un árbol a otro. Yo,
en cambio, me sentí atraído por las estatuas de los filósofos. Ahí estaban
Engels, Sócrates, Platón, Séneca, Aristóteles, Salazar Bondy, entre otros prohombres
de la historia, pensativos, y con un gesto nada cercano a la alegría o la
complacencia. He recorrido muchos
lugares del mundo, y en ninguno, he encontrado un parque que reúna a los
filósofos en una especie de panteón del conocimiento y la sabiduría.
De pronto, una voz, me sacó
de mis pensamientos por los filósofos, reunidos en una ágora urbana y
resplandeciente por el sol estival. Era la voz de una mujer, también entrada en
años, que me preguntaba si podía sentarse junto a nosotros.
- Por supuesto que sí –le
respondí.
Acto seguido ella se
sentó a nuestro lado y Dulce María se abrazó a mí como si se hubiera asustado
con su presencia.
- ¡Ay! Aún me faltan muchas
cuadras para llegar a mi casa, y los taxistas me quieren cobrar cinco soles para
llevarme… -dijo al tiempo que reposaba su robusto cuerpo sobre la banqueta.
El rostro de la mujer no
era un rostro agradable. Tenía una amplia frente debajo de la cual se posaban
unos enormes y potentes anteojos que afeaban su aspecto, agrandando
descomunalmente sus ojos. El poco cabello que tenía le caía sobre la nuca de
manera un poco descuidada, y su vestimenta… (lo siento, no puedo describir su
vestimenta, pues, desde siempre, nunca he podido memorizar la forma cómo van
vestidas las personas). Sin embargo, todo en ella reflejaba el estado de una
mujer humilde pero decente, cansada pero vigorosa, triste pero consolada.
- Pero ¿qué le pasa a
esta hermosa niña? –dijo, tratando de tocar a Dulce, quien lejos de
corresponder al cariño de la señora, se apretó más a mi cintura, tratando firmemente
de esquivarla.
Mi Dulce María |
La mujer no me preguntó
quién era Dulce María. Solo atinó a decirme:
- Qué hermosos son los
niños… Cómo extraño los años en que vivía con mis hijos y todo era felicidad…
- ¿Y qué pasó con sus
hijos? –le pregunté.
- Me refería a cuando
eran niños… Ahora todos se han ido, se han casado y me he quedado sola…
Se hizo un breve silencio
entre los dos, que rompí preguntándole:
- ¿No tiene a nadie que
vea por usted?
Ella sonrió ligeramente,
y me respondió:
- Me he quedado con mi
hija y con mi yerno. Por eso cuide mucho a su hijita –me dijo señalando con su mirada
a Dulce María- porque las niñas son las más amorosas y las que más se preocupan
de los padres.
- Lo que más extraño es
el tiempo en que eran niños y llamaba a mis cuatro hijos -tres hombres y una
niña- y a dos varoncitos que criamos conjuntamente con mi esposo, a almorzar. ¡Qué
tiempos tan maravillosos! Verlos alrededor de la mesa comiendo y celebrando sus
diabluras era lo que daba vida a mi hogar. A veces no había para comer como
Dios manda, pero nunca faltaba arroz y huevos para llenar la barriga no solo de
quienes eran mi familia sino también de uno que otro que también pasaba hambre.
Pero de pronto, la
alegría de su rostro se enturbió.
- Por eso digo, que la
hija mujer es la más sensible y la que más ama… Cuando me peleaba con mi esposo
y no me nacía atenderlo, mi hijita, la más pequeña, corría a la alacena, sacaba
un pan, y le preparaba un pan con mantequilla a su papá, que luego entregaba
diciéndole: “Toma, papito, come tu pan con mantequilla”.
- Y ¿qué es de su esposo?
–le pregunté, presagiando que su marido también estaba entre las razones de su
abatimiento.
- Mi esposo murió hace ya
quince años… Cuando novios, y los primeros años de nuestro matrimonio, fue un
hombre maravilloso. Pero de pronto, como si fuese de un día para otro, cambió. El hombre amoroso, amable y atento que era se
transformó en un ser díscolo, prepotente y abusivo. Pero yo estaba casada con él. Él me enseñó
muchas cosas de la vida que no sabía. Nunca cruzó por mi mente la idea de
dejarlo pues él era el padre de mis hijos y yo su esposa. Tenía que soportar
todos sus desprecios y deslealtades.
- Y ¿qué le pasó a su
esposo? –le pregunté.
- Una mañana, el teléfono
timbró y era él, que me llamaba desde Lima. “Clara, vente a Lima hoy mismo”, me
dijo por el hilo telefónico. Yo le pregunté qué pasó, y el insistió, sin darme
más explicación (como era su costumbre): “Vente a Lima, hoy”. Cuando llegué a
Lima, me dijo que los médicos le habían detectado un tumor en la boca del
estómago. Consultamos la opinión de otros médicos y todos coincidían en decir
que había que operar, pero que ello no garantizaba nada, pues el cáncer ya
había invadido otras zonas del estómago.
- Cuánto lo siento,
señora –le dije, al tiempo que trataba de animar a Dulce María a que saliese de
su ostracismo y gozara del parque, los árboles y los pajarillos que piaban y
revoloteaban a nuestro alrededor.
- Y ¿qué pasó después? –le
pregunté luego, alentándola a continuar con su relato.
- Mis hijos que viven en
Lima, desanimados por los pronósticos fatalistas de los médicos, decidieron
llevar a su padre a un curandero que -según decían- podía sanar hasta el
cáncer. Mi esposo, por supuesto, no sabía que tenía cáncer. El curandero,
después de auscultarlo, confirmó a mis hijos que ya no había remedio para su
padre. Recomendó que le den una serie de brebajes que él podía preparar a un
precio razonable para hacer más llevadera la agonía. Y fue así como llevaron a
mi esposo a casa de uno de mis hijos en Lima, en donde, después de pocos meses,
se extinguió en medio del dolor de todos.
- Cómo habrá sido la vida
de su esposo… Acaso era bebedor… -le dije a la señora.
Ella abriendo más sus
ojos, que tras los anteojos, parecían las órbitas de un antecesor antediluviano,
respondió:
- Nada de eso. Desde que
lo conocí fue un hombre amante del deporte. No fumaba. No bebía. Tanto amaba el
deporte que, mientras yo estaba dando a luz a alguno de sus hijos, él estaba viajando
en avión a algún torneo nacional o internacional.
Y ensombreciéndose
nuevamente su rostro, continuó:
- Los últimos meses de su
vida los dedicó a pedirme perdón. Al tiempo que tomaba los brebajes del
curandero con la misma religiosidad y puntualidad con que antes hacía sus entrenamientos,
me prometía que, apenas se sanara, trabajaría y viviría solo para mí. “Todo lo
que gane, Clara, será para ti. Tú dispondrás a tu gusto de todo lo que te dé”,
me decía, mientras sus ojos se nublaban por las lágrimas y sus manos se
aferraban a las mías. Pero él no tenía que pedirme perdón, porque yo siempre le
perdonaba. “Está bien –le decía con una sonrisa en los labios- tendré que
buscar un buen costalillo donde guardar todo el dinero que me vas a dar”.
Yo estaba muy triste por
la historia de esta mujer. No comprendía cómo el sol, el parque, las avecillas
y Dulce María, podían permanecer ajenos al dolor de esta hermosa mujer. Ella sintió
lo que yo sentía y me dijo: “Qué triste es a veces la vida. Yo no quiero seguir
viviendo sola. Justo vengo de averiguar cómo es eso del asilo. Me han dicho que
no se pasa mal y, al menos, no hay soledad”.
Entonces yo le respondí:
- Doña, yo creo que la
vida no es triste ni alegre. La vida es solamente justa. Lo que sembramos eso
cosechamos.
Ella, con el rostro
ligeramente iluminado, me dijo:
- ¡Sí! La vida es justa
nada más. Cómo no lo había pensado antes.
Durante el tiempo que
duró nuestra conversación, Dulce María, había estado esquiva, como si la voz de
la mujer, hubiera reemplazado el motivo por el que habíamos venido a este
hermoso parque.
De pronto, la inclinación
de los rayos solares hizo que éstos llegaran hasta nuestro asiento, obligándome
a despedirme de la mujer con un beso en la mejilla.
Por un momento me sentí
tentado a darle cinco soles para que pagara su taxi, pero me contuve pensando
que tal ofrecimiento podría ser interpretado como una ofensa, por una mujer
abatida por la vida pero enriquecida por la sabiduría y el amor.
- Adiós, niña linda –dijo
la señora, al tiempo que Dulce María hacía con su manita el ademán de la despedida.
Volveré pronto al Parque de los Filósofos para
agradecerles su último consejo.
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