Por Freddy Ortiz Regis
Cuando
la idea de salir de la URSS (hoy República Federativa de Rusia) había madurado,
decidí visitar a mi primo Edy que vivía en Leningrado (hoy San Petersburgo).
La
estación estival hervía sobre Moscú, refrescada, de cuando en cuando, por
alguna violenta tormenta a la que nunca logré acostumbrarme. Aún faltaba mucho
para la llegada del invierno, así que consideré que era el mejor momento para
viajar a Leningrado y conocer la antigua capital del reino de los zares, así
como visitar su famoso museo el Hermitage.
Le
escribí una carta a mi primo Edy, explicándole que quería visitarlo y, de paso,
conocer las bellezas de esta ciudad. Mi primo me respondió que tanto él como su
familia, y su hermano Paco, me esperaban con los brazos abiertos.
Mi
primo Edy fue el primero de la familia que viajó a Rusia, específicamente a
Leningrado, a estudiar la carrera de arquitectura. Coincidentemente, cuando él
se encontraba ya en la mitad de su carrera, yo incursionaba en la Casa de la
Amistad Peruano-Soviética, estudiando el ruso y bebiendo de la arrobadora
filosofía del materialismo dialéctico e histórico.
Un
día, mi madre me dijo que mi tía Jesús (la mamá de mi primo Edy), había venido
a visitarla para invitarnos a una recepción en su casa de la urbanización San
Nicolás. Iba a llegar de Rusia su hijo Edy y quería presentarlo a la familia y
los amigos.
Al
escuchar las palabras de mi madre, yo me estremecí. Rusia —para mi cándida
adolescencia— era lo más grande que podía haber sobre la Tierra. Competía con
EE.UU. en la carrera espacial, se había posicionado como la segunda potencia
mundial, era el modelo del socialismo triunfante, y yo, estaba aprendiendo a
hablar no solo su idioma sino también a escudriñar la naturaleza de su
pensamiento. ¡Y ahora, mi madre me daba
la noticia de que yo tenía un primo que iba a venir a visitarnos procedente de
Rusia!
Mi
madre me narró todo lo que sabía de Edy, y yo comencé a contar los días que
faltaban para llegar a conocerlo. Y el día —como todo lo que ocurre en la vida—
llegó.
Al
llegar a la casa de mi tía Jesús, me sobrecogió una especial emoción. La sala,
que siempre había visto envuelta en la penumbra, ahora relucía como si se
hubieran encendido mil lámparas. Ingresé con mi madre y todos dirigieron sus
miradas hacia nosotros. El salón estaba lleno de gente elegantemente vestida.
Todos se veían muy intelectuales, y rápidamente asocié su presencia a la vida
política del padre de mi primo Edy y esposo de mi tía Jesús.
Encontramos
un lugar en donde sentarnos y yo hurgaba, buscando entre la gente, el rostro de
mi primo Edy, a quien no conocía personalmente. A quien sí conocía era a Paco,
el hermano de Edy, y aunque yo era algunos años mayor, nos dábamos tiempo para
compartir brevemente no solo en el colegio en el cual estudiamos la media sino
también en los momentos de familia en la casa de nuestras tías Flor e Irma del
barrio de Chicago.
Por
un momento vi pasar a Paco, pero no lo pude abordar pues se le veía apurado y
cumpliendo no sé qué encomienda. Le pregunté a mi madre si veía a Edy en la
reunión, pero ella me respondió que casi no se acordaba de él. Entonces, no
aguanté más, y pregunté a un señor que estaba a mi costado si —entre los
presentes— se encontraba mi primo Edy, el que había llegado de Rusia.
—
Aún no sale, hijo —me respondió amablemente.
Yo
me tranquilicé y me quedé muy quieto en mi asiento, esperando pacientemente la
presentación de mi primo.
De
pronto percibí una excitación entre todos los presentes. Estaba entrando a la
sala mi primo Edy. Le acompañaban mis tíos. Todos prorrumpieron en un
prolongado aplauso, que solo se detuvo cuando el padre de Edy tomó la palabra y
presentó a su hijo, que había venido de vacaciones a su ciudad natal y luego
retornaría a Leningrado para terminar sus estudios de arquitectura.
A
continuación, mi primo Edy hizo uso de la palabra. Habló de la universidad en
la ciudad de Leningrado, de sus años como estudiante y de los sueños que tenía
al terminar su carrera y retornar a nuestro país para quedarse definitivamente.
Luego, levantando la mano derecha, invitó a hacer un brindis a todos los
presentes.
Todos
volvieron a aplaudir y yo me encontraba muy contento y sorprendido por la
personalidad de mi primo Edy, quien vestía un elegante terno de color claro,
completamente distinto al oscuro, que era el común denominador entre los
presentes. Su rostro —extremadamente pálido por el clima gélido de Leningrado—
expresaba una mezcla de inteligencia y serenidad que se acentuaban con la puntiaguda
barbilla de color azabache que se prolongaba de su rostro asemejándolo al del
líder revolucionario Lenin.
“Vaya,
pero ¡qué extremadamente parecido a Lenin es!”, me dije para mis adentros,
mientras sentía la mirada de mi madre que quería penetrar en lo más profundo de
mis pensamientos.
Yo
me volví hacia ella y le respondí con una sonrisa. Luego todos tomamos asiento
y mi primo Edy comenzó a dialogar con los asistentes, especialmente con sus
amigos y familiares más directos. Mi tía Jesús irradiaba orgullo por donde se
le mirara. Las horas nocturnas pasaron y al despedirme, sólo me quedé con el
apretón de manos que mi primo Edy me dio. Había sido tan requerido por los
asistentes, la mayoría personas de edad mayor, que no había quedado ni un
minuto para que me le acercara y le participara de mis estudios del idioma ruso
y de la filosofía marxista, así como de mi admiración por Rusia y el secreto
anhelo de algún día llegar a conocer ese gran país.
Por
ello, cuando mi tía Jesús se enteró que había ganado una beca para estudiar en
Rusia, fue la primera en alegrarse hasta las lágrimas pues —decía— ahora alguien
más de la familia habría de estar cerca de “sus hijitos” Edy y Paco (que un año
antes también había ganado la beca para estudiar ingeniería civil en
Leningrado).
oOo
Una
vez llegado a la estación de Leningradsky, en Moscú, me aseguré de comprar una
cajetilla de cigarrillos, mientras esperaba con cierta aprehensión el llamado
para subir al tren que me llevaría hasta San Petersburgo, cubriendo los casi
720 kilómetros que separan a estas dos grandes urbes rusas.
La
estación de Leningradsky fue construida entre 1844 y 1851 por el arquitecto
Konstantín Ton como la terminal de la línea ferroviaria Moscú-San Petersburgo,
un proyecto del zar Nicolás I. La estación fue inaugurada en 1851 y fue
conocida como estación Peterburgski debido a que el trayecto finalizaba en la
ciudad petersburguesa. Tras la muerte del zar cinco años después, la estación
fue renombrada Nikoláyevski y, por consiguiente, la línea ferroviaria cambió a
Nikoláyevskaya, nombre que se conservó hasta 1924. Ese año, los bolcheviques
renombraron la estación a Oktiábrski para conmemorar la Revolución de Octubre.
El nombre actual se fijó en 1937.
Mientras
permanecía en la estación, esperando el llamado para subir al tren, nada me hacía
presagiar que, algunos años después, esta hermosa estación, dominada por el
ruido de los trenes que llegaban y salían, el ajetreo de los pasajeros cargando
bultos y maletas, y el olor de las cafeterías y restaurantes, habría de agregar
—a la espléndida modernidad en que el capitalismo salvaje y antidemocrático de
Putin ha llevado a la Rusia de hoy— el conmovedor escenario de los niños
abandonados que viven, se drogan y duermen en los rincones más obscuros de la
estación, a la espera de alguna caridad o de la oferta insana de los
pederastas.
Pero
esto, es historia de una época que no me ha tocado testificar. La historia que
ahora traigo ocurrió durante el gobierno marxista de la Rusia Soviética, cuando
me encontraba en Moscú becado como estudiante de la facultad de economía. Y
aunque mi corazón y mi mente ya habían comenzado a percibir desde muy temprano muchas
de las inconsistencias y contradicciones que el pueblo ruso denunciaba en voz
baja pero con rabia, no fue sino hasta pasado dos años de mi estancia en Moscú
que me decidí voltear la hoja de mi vida y reiniciar mis sueños y convicciones.
Hasta
que, por fin, el altavoz de la estación Leningradsky comenzó a llamar a los
pasajeros que tenían por destino la ciudad de Leningrado. Tomé mi maletín y me
apeé al tren. El viaje fue sin sobresaltos. Me recosté en el camarote que
estaba sobre mi cabeza y cuando abrí los ojos la intensa luz de la mañana
ingresaba por la ventana. Estábamos entrando a la ciudad de Leningrado, y en la
estación me esperaba mi primo Paco.
Después
de darnos un fuerte abrazo, mi primo Paco me llevó a conocer la hermosa
universidad estatal de Leningrado, en la cual llevaba ya un año estudiando la
carrera de ingeniería civil. Grato fue encontrarme allí con el joven Iván
Flores Alegría, un buen amigo, bisnieto de nuestro laureado escritor Ciro
Alegría, y que también estudiaba en la misma universidad de mi primo Paco, pero
en la facultad de medicina. A Iván lo conocí cuando asistíamos a la Academia
Nuevo Mundo de Trujillo. Yo me preparaba para lograr una vacante en ingeniería mecánica y
él en medicina. Nuestras madres se hicieron muy amigas y, durante el tiempo que
sus hijos estuvieron en la URSS, saber que ellas y nuestras familias se reunían
y compartían hermosos momentos de amistad, nos ayudaba a sobrellevar la soledad
y el extrañamiento que implicaba vivir en un país tan lejano y con una cultura
casi diametralmente diferente a la nuestra.
Después
de conocer la ciudad universitaria y la residencia de los jóvenes estudiantes
de la universidad de Leningrado, siendo ya el atardecer, nos dirigimos a la
casa de mi primo Edy, no sin antes recorrer a la luz de la puesta del sol
algunas calles de esta ciudad que fue fundada en 1703 por Pedro El Grande. Este zar se empecinó en hacer de Rusia un
país moderno, más cercano a Europa, y trasladó la capital de Moscú a San
Petersburgo en 1714, cambiándola por Petrogrado
(en honor de su nombre). Desde entonces esta hermosa ciudad ha sufrido grandes
transformaciones debido a las revoluciones políticas que la afectaron a lo
largo de su historia. Así, en 1924 (bajo el poder de los comunistas) se cambió
su nombre a Leningrado, en honor a
Lenin, el fundador del estado soviético; y en 1991, luego de la caída del
régimen socialista, recuperó su nombre: San Petersburgo.
Mi
primo Edy vivía en un edificio de departamentos en un barrio no muy alejado del
centro de Leningrado. Había que tomar un ascensor para llegar al quinto piso en
el que residía con su esposa y el mayor de sus hijos, que a la sazón tendría
como unos tres o cuatro años de edad. Al ingresar sentí el calor de un hogar.
Mi primo Edy me recibió con un cálido abrazo y me presentó a su esposa y a su
hermoso bebé.
Mientras
cenábamos, nos pusimos al día recordando a nuestros amados familiares que
estaban en el Perú, de cuánto los extrañábamos y de cómo a Edy, ya le faltaba
muy poco para retornar al Perú, y reencontrase nuevamente con la familia. También
fue parte de nuestra tertulia, la vida en la URSS, de los grandes avances que
esta sociedad había alcanzado, así como también de los grandes déficits que aún
se percibían. Pero hablar de política no era lo primordial en esos tiempos.
Para suplir ese vacío estaba el arte, los deportes y la ciencia. Así que, de
manera casi automática, nuestra conversación pasó a lo que sería el
acontecimiento artístico de mi vida: la visita al —después de Louvre de París— segundo
museo más grande del mundo, el Hermitage.
Aquella
noche —después de despedir a mi primo Paco, que retornaba a la residencia
estudiantil y prometerme venir a recogerme en la mañana para ir al museo— casi
no pude dormir. En mi mente aparecían y desaparecían las imágenes de mis
padres, de mis hermanos, de mis amigos, como si ellos también compartieran la
misma ansiedad que me embargaba. Mi corazón se estremecía pensando en cómo
había llegado hasta el hogar de mi primo Edy, quien una vez me pareció
inalcanzable, y ahora, departía con su esposa y su pequeño bebé, que hablaba el
ruso mejor que yo.
Pero
como el sueño llega sin avisar y nos desconecta del tiempo, muy pronto sentí la
mano de mi primo Edy que me despertaba para desayunar. Su esposa había
preparado un delicioso desayuno y pronto llegaría mi primo Paco para recogerme
e ir al museo.
oOo
Después
de desayunar, salimos con Paco rumbo al museo. Caminamos hacia la estación más
cercana del metro de San Petersburgo, que —con sus ciento once metros— es el
más profundo del mundo, y cuando se desciende por las escaleras mecánicas para
entrar en uno de sus múltiples vagones, se siente como si estuviéramos siendo
tragados por la tierra.
Luego
de unos minutos, salimos a la superficie y nos encontramos en una de las
principales avenidas de San Petersburgo, la Nevsky Prospekt, que conduce hasta
el río Neva y, ahí, mirando a la derecha, aparece el Palacio de Invierno en
todo su esplendor. Nos orientamos en dirección de la plaza Dvortsovaya (plaza
del palacio) para admirarla como se debe. La plaza es inmensa y en ella se
encuentran tres construcciones magníficas: la columna de Alejandro (que está en
medio de la plaza), el museo Hermitage (que ocupa cinco edificios unidos: el
Palacio de Invierno, el Teatro de Hermitage, el Hermitage Pequeño, el Hermitage
Viejo y el Nuevo Hermitage), y el edificio del estado mayor de San Petersburgo.
Yo
me quedé por un breve tiempo contemplando aquellas hermosas construcciones, y
tratando de acostumbrarme a la idea de que estaba viviendo una experiencia
real. Paco se percató de ese sublime sentimiento que se irradiaba de mi rostro
juvenil, y tomándome del brazo me guío hasta una cola conformada por decenas de
personas de toda edad, raza y nacionalidad, mientras él se encaminó a adquirir las
entradas para ingresar al Hermitage.
Una
vez dentro del museo, no pude evitar sentir un fuerte sobrecogimiento: en este
fastuoso edificio construido por un gobierno despótico se albergaban las obras
artísticas de los seres más refinados de la humanidad. Recorrer sus salas es un in crescendo de sensaciones y sentimientos encontrados: la más
bella de todas es la sala Malaquita con sus columnas, pilastras, chimeneas,
lámparas de pie y mesitas que están decoradas con malaquita de los montes
Urales. Y por ello, el verde vivo de la malaquita, combinado con el brillo del
dorado y el mobiliario tapiado con seda de color frambuesa, consagran la
impresión fantástica de esta sala.
Según
narran los historiadores rusos, este Palacio de Invierno era la residencia
principal de los zares rusos, lo que ha determinado su carácter fastuoso. El
Hermitage Pequeño fue construido para la vida privada de Catalina II. La
emperatriz quería descansar de la vida oficial en un lugar más íntimo y cálido.
Por ese motivo el palacio fue denominado “Hermitage”, palabra francesa que
significa “ermita”, y a él solamente podían acceder sus invitados más
allegados.
El
Hermitage viejo fue construido en la década de 1770 para instalar la creciente
colección artística de Catalina II. Ahora en este palacio se encuentran obras
de los maestros del renacimiento italiano: se expone Judit, obra maestra de Giorgione, la poética Virgen de la Anunciación de Simone Martín y obras de Fra Angelico y
Boticelli. Pero las gemas de la colección son dos cuadros de Leonardo da Vinci:
la Madona Benois y la lacónica Madona Litta. Entre las obras de la
célebre colección de Tiziano destaca San
Sebastián, pintado al final de la vida del gran maestro veneciano.
En
el edificio del Hermitage nuevo encontramos una parte de la colección de los
maestros italianos, que fue construido por Nicolas I y abrió las puertas al
público hace 150 años. Aquí se encuentra arte italiano de los siglos XIII al
XVIII, La visión de San Agustín de
Lippi, La virgen y el niño de Fra Angelico,
El tañedor de laúd de Caravaggio. La
única obra de Miguel Ángel, El niño en
Cuclillas que estaba destinada al panteón de los Médici.
En
las salas grandes, decoradas con vasos de malaquita y lapislázuli, se encuentra
la exposición de pintura italiana y la colección de pintura española, que ha
sido considerada como una de las mejores fuera de España. En ella se puede ver
obras de El Greco, Velázquez, Ribera, Zurbarán, Murillo y Goya. Además de las
pinturas españolas, a principios del siglo XIX, se sumaron cuadros de maestros
de los Países Bajos. Esta colección no es grande, pero tiene obras maestras de
Robert Camping, Roger van del Weyden y Hugo van del Goes.
Las
casi cuatro horas que duró nuestra permanencia en el Hermitage no fueron
suficientes para apreciar todo lo que este lugar tiene para ofrecer al mundo
entero. Se dice que, si una persona dedicara solo un minuto a contemplar cada
pieza del museo, necesitaría cuatro años y medio, sin descanso, para verlas
todas. En total, en el Hermitage se
exponen unos 3 millones de obras de arte (cuadros, esculturas, obras gráficas,
hallazgos arqueológicos, monedas, medallas, objetos de artes aplicadas). Los
materiales del museo se encuentran repartidos en 400 salas y, hoy, gracias a la
tecnología informática, gran parte de este patrimonio de la humanidad se
encuentra digitalizado y es posible acceder a él a través de la página web https://www.hermitagemuseum.org/
oOo
Quien
visite el Hermitage no podrá seguir siendo el mismo. Haber tenido el privilegio
de estar en el Arca de Noé de la cultura
universal es algo que toca las fibras más esenciales de nuestro ser. Fue en
este lugar en que los otros ojos del alma se despertaron para engancharme con
la sensibilidad de los hombres y mujeres de todas las épocas y lugares de
nuestro mundo, que una vez fueron iluminados por la luz de la gracia o
entenebrecidos por la oscuridad de las tinieblas.
Despertar
la capacidad de ver los colores desde la tez de un niño pequeño, discernir las
proporciones desde la visión teofónica de un pintor arrebatado en el espíritu,
descubrir la amistad desde los trazos del amor entre un niño y su perro, sentir
la plasticidad del cuerpo humano en los golpes guiados de un escultor universal
y estremecerse con la oración de un anciano que ya perdió la conexión con este
mundo, son experiencias y sentimientos que solo el arte puede hacer aflorar en
todos y cada uno de nosotros. ¡Padres, maestros, expongan a los niños y adolescentes al
influjo bienhechor del arte en cualesquiera de sus más sublimes expresiones y obtendrán
ciudadanos refinados, sensibles y comprometidos!
Después
de salir del museo, mi primo Paco y yo caminamos en silencio por breve tiempo
por las calles de San Petersburgo, sintiendo que el Hermitage aún se proyectaba
en la plasticidad de sus edificios, avenidas y plazas. He conocido muchas
ciudades y pueblos de Rusia y de Europa, pero ninguno iguala a San Petersburgo
en su romanticismo, magia y belleza. Tendría que escribirse muchos libros para
poder expresar en toda su grandeza la historia, el sacrificio y la personalidad
de esta ciudad y su gente.
Esa
misma noche debía retornar a Moscú para reincorporarme a mis clases en la
Universidad de la Amistad de los Pueblos y continuar —hasta donde la discreción
lo permitiera— con mis planes de dejar la Unión Soviética. Por ello, cuando me despedí de mis primos
Paco y Edy y su familia en San Petersburgo, lo hice con la secreta incertidumbre
de no saber cuándo los volvería a ver nuevamente.
En
efecto, un año después, dejaba la URSS y me dirigía con destino a Berlín
Occidental, en un viaje por tren, y de cuyas peripecias narro en mis memorias tituladas
El muro de Berlín, a 25 años de su caída.
¿Qué
fue de las vidas de mis primos Edy y Paco? Pues, Edy retornó al Perú con su
esposa y tres hijos nacidos en San Petersburgo; algunos años después su amada esposa
peterbursguesa falleció, dejándolos a él y a sus hermosos hijos, quienes en la
actualidad son destacados profesionales que viven en EE.UU. Edy no solo
incursionó en el campo profesional privado como arquitecto, sino que también
ocupó importantes puestos como funcionario público en el Perú.
Mi primo Paco tuvo un hijo con una ciudadana rusa, de la que se separó. Hoy su
primogénito viene a visitarlo a Trujillo, y hace poco tuve el agrado de conocerlo
personalmente. Sigue la profesión de su padre y es consultor de importantes
empresas extranjeras. Después de terminar los estudios en San Petersburgo,
mi primo Paco viajó a Alemania, en donde se unió a una ciudadana alemana, con
la cual tuvo dos hijos que radican en ese país. Y tan igual que su hermano Edy, también ha desplegado una amplia y fructífera trayectoria profesional en el campo privado, ocupando las gerencias de importantes consorcios en nuestro país.
Y
estas son las memorias de mi visita a la hermosa ciudad de Leningrado, hoy con
su recuperado nombre, San Petersburgo. Moriré con la convicción de que mientras exista el Hermitage, la lucha del pueblo
ruso por la democracia y la libertad genuinas tendrán en este bastión de la cultura una
fuente inagotable de inspiración.
No
quiero terminar estas memorias sin confesar que, por alguna razón que apenas he
logrado discernir en las postrimerías de mi existencia, en cada ciudad y pueblo
que visité durante mi estadía en Europa, siempre tuve la ingrata sensación de
no ser merecedor de esas experiencias que inevitablemente me enriquecían como persona.
Esta sensación también me acompañó cuando —muchos años después— salí del
hospital como sobreviviente de una crisis de salud que me puso al borde de la
muerte. Sin embargo, a estas alturas de mi vida, todo se aclara y puedo ver en
retrospectiva el plan de Dios no solo para mí sino también para los que hoy forman
parte de mi círculo de familiares, amigos y clientes más íntimo, y para quienes he tratado
de ser —en la medida que los hechos y las circunstancias me lo han
permitido— una influencia positiva hacia la tolerancia, el respeto a la naturaleza, el amor por la verdad y la justicia y, sobre
todo, la confianza en un Ser Supremo que “hace salir su sol sobre
malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).
Si
algún día tengo nuevamente la oportunidad de retornar de visita a Rusia, lo
primero que haré será volver a San Petersburgo y recorrer, aunque
sea por cuatro horas más, este maravilloso museo que es el Hermitage y la
ciudad misma.