Por Freddy Ortiz Regis
Después
de abandonar la Unión Soviética (antiguo nombre de la actual Rusia) me dirigí a
la ciudad de Berlín Oeste. Las memorias de mi llegada y parte de mi estadía en
esa ciudad están descritas en mi publicación del 9 de noviembre de 2014
titulada “El muro de Berlín, a 25 años de su caída”.
Al llegar, las primeras personas que me dieron posada
fueron los hermanos chiclayanos Huancaruna. Ellos residían como estudiantes en
esa moderna ciudad que había sido dividida como consecuencia de la segunda
guerra mundial y constituía un enclave del capitalismo en el corazón de la
Alemania Oriental, que formaba parte de los países satélites de la Unión
Soviética. No recuerdo qué estudiaba el menor de los hermanos, pero el mayor,
Teddy, seguía una carrera relacionada con las ciencias alimentarias. Ellos se
alternaban en darme el alojamiento, de modo que unos días pernoctaba en el
departamento del mayor, y otros, en el departamento del menor.
El poco dinero con el que había salido de Moscú lo
empleaba en adquirir algunas cosas que consideraba necesarias para el sustento.
Y aunque los Huancaruna nunca me pidieron nada y siempre rechazaban lo poco que
podía aportar, yo sentía que era la única forma como podía retribuirles su
generosa hospitalidad.
Los hermanos Huancaruna hablaban muy bien el alemán.
El mayor, Teddy, era más comunicativo y sociable, a diferencia de su hermano
–cuyo nombre también he olvidado– que era un tanto reservado y menos
locuaz. Sin embargo, cuando nos poníamos
de acuerdo para ir a un bar o a una discoteca, los roles se intercambiaban.
Teddy pasaba a ser el reservado, y su hermano, dejaba su manto de seriedad para
exhibirse como un chico alegre y vivaz.
Estos eran los mejores momentos que pasaba en la
compañía de los hermanos Huancaruna. Yo percibía que —como yo— también sufrían
la extrañeza de la patria y de la familia, a lo que se sumaba la fuerte
exigencia académica de los estudios. Por ello, las pocas veces que salíamos a
alegrarnos por la ciudad de Berlín, lo hacíamos con mucha energía y entrega.
Una noche —de esas que solíamos ir a uno que otro bar
para degustar algunos tragos y entregarnos a los placeres de la risa y la
plática desenfadada— advertimos que en una de las mesas estaba un grupo de
latinos que hablaban en ruso con dos mujeres.
Teddy me dijo:
— Oye, Freddy, ¿me parece
que en esa mesa están hablando en ruso, o me equivoco?
— No te equivocas, Teddy. En
efecto, están hablando en ruso.
Su hermano, me dijo:
— ¿Por qué no te acercas a
ellos y les saludas? ¿Te has fijado que los patas
parecen ser peruanos?
Los peruanos tenemos un biotipo que es muy particular
en el concierto de los países latinoamericanos y solo nos podían confundir con
los bolivianos.
— Bueno —le respondí—
podrían ser bolivianos, también.
— No lo creo —intervino
Teddy—. Los bolivianos tienen un seseo que es inconfundible, aun hablando un
idioma extranjero.
Yo me quedé un buen rato pensativo. Y observando
disimuladamente a los del grupo, llegué a la conclusión que los hermanos
Huancaruna estaban en lo cierto.
— Sí, amigos. Creo que
tienen razón.
— Anda, ve. Preséntate —me
dijeron los dos casi al unísono.
Yo dudé un poco, pero la idea de conocer a otros
compatriotas que —como yo— también hubieran abandonado la Unión Soviética, fue
más fuerte que cualquier reticencia mía.
— Está bien, iré.
Me levanté de mi asiento y me acerqué lentamente a la
mesa. En ella había tres jóvenes varones y dos mujeres.
— Hola —les dije en ruso.
Los cinco dejaron de conversar y se quedaron mirándome,
amigablemente.
— Hola —me respondió,
adelantándose, una de las jóvenes.
— Hola —me respondieron los
demás en ruso.
—¿Puedo sentarme?
Todos asinteron.
Resulta que los tres varones eran dos peruanos y un paraguayo;
mientras que las mujeres eran dos jóvenes rusas que vivían en Berlín. Los
jóvenes latinos estaban de paso en la ciudad de retorno a Rusia,
específicamente a la ciudad de Leningrado (hoy San Petersburgo).
Apenas se habían conocido en el bar y ya habían entablado una grata tertulia.
Después de indagar todo cuanto pudieron sobre mí, y yo
de ellos, pasamos a conversar sobre la ciudad de Berlín que, a los que estaban
de paso, les parecía fascinante.
Tragos van, tragos vienen, el tiempo avanzó inexorablemente.
Los jóvenes tenían que retirarse porque a las primeras horas del alba debían
abordar el tren que los llevaría de retorno a Moscú para, posteriormente, tomar
el que los trasladaría hasta Leningrado. Una de las jóvenes, la de menor edad,
se fue con ellos y en la mesa solo quedamos Marina y yo.
Cuando me volví para mirar hacia la mesa en que había
dejado a los hermanos Huancaruna, ésta estaba ocupada por otras personas. Así
que no me quedaba más alternativa que quedarme en la mesa, acompañando a
Marina, y pensando en dónde pasaría la noche porque el bar se encontraba en un
lugar al que solo los hermanos Huancaruna sabían llegar.
Marina pareció notar mi aprehensión y sonriendo me
dijo:
— ¿Cómo me dijiste que te
llamabas?
— Freddy —le respondí.
— Yo soy Marina —me dijo creyendo que no había
retenido su nombre.
— Sí, claro, Marina —le respondí.
Se hizo un largo silencio entre los dos, que ella
rompió con la misma sonrisa.
— ¿Estás preocupado por tus amigos?
A la verdad, no solo estaba preocupado sino también asustado.
— Es que no sé en qué momento los he perdido de vista.
— Ellos se despidieron de ti —me dijo, mientras
llevaba a sus labios el último sorbo de cerveza que quedaba en su vaso.
No lo podía creer. “¡Cómo no me había percatado de
esto!”, me dije para mis adentros.
En eso, se acercó una joven para preguntar si íbamos a
pedir más bebida, a lo que ella asintió pidiendo dos vasos más de cerveza.
— No te preocupes más, Freddy —me dijo apretando su
mano sobre la mía—. Yo no vivo muy lejos de aquí, así que puedes pasar la noche
en mi departamento.
Si Marina se había propuesto calmar mi ansiedad, lo
único que había conseguido era el efecto contrario. Yo nunca había pasado la
noche en el departamento de ninguna mujer, y menos, en el de una desconocida
aún para mí.
Pero no solo pasaría solamente esa noche en su
departamento, sino que —con su ayuda— al día siguiente pude llegar hasta la
casa de Teddy Huancaruna para retirar de ahí mi austero equipaje y darle las
gracias por su generosa hospitalidad.
Marina vivía sola en un apartamento que quedaba en el
tercer piso de una antigua casona muy cerca del zoológico de Berlín por la Friedrichstraße.
Cuando le pregunté de qué parte de la Unión Soviética era, ella me dijo que
había nacido en Kaliningrado, pero
que se había criado en Volgogrado. Y cuando
le hice más preguntas, sobre todo, cómo es que vivía en Berlín, me respondió
que la historia era muy larga y que algún día me contaría todo.
Una de esas tardes en que solía irse del departamento
a trabajar (nunca me dijo en qué trabajaba ni en dónde), encontré un álbum de
fotos con algunas relativas a su familia y a su niñez. Ahí aparecía ella como
de unos cinco años de edad, vistiendo un vestido blanco. Su pelo rubio y sus
ojos azules intensos como el cielo resplandecían destacándose como lo más
hermoso de su pequeña figura infantil.
Y Marina se había quedado pequeña. Cuando yo vivía en
Moscú nunca había superado en estatura a mujer rusa alguna, así que con Marina
yo me sentía alto, pues, su estatura, no pasaba de un metro con cincuenta y
cinco centímetros aproximadamente. Pero lo que a Marina le faltaba en altura,
le sobraba en grosor: era gordita, piernas y brazos robustos, anchas caderas y
poderosos senos que se apretaban jugosos debajo de su entallada blusa,
contrastando todo, con su pequeño rostro de niña, sus ojos azules y sus sonrosadas
mejillas; como las mejillas de las mujeres del Ande de mi país cuando bajan al nivel del mar.
La vida de Marina no sé si era triste o feliz. Todas
las noches salíamos a uno que otro bar y no regresábamos hasta pasada la una o
las dos de la madrugada. Yo me sentía exhausto porque siempre me había
acostumbrado a dormir a las diez u once la noche. Y cuando los primeros rayos
del sol entraban por las ventanas del departamento de María yo me levantaba sin
hacer mucho ruido para no despertarla, recogía la colchoneta en la que dormía, preparaba
el desayuno, hacía la limpieza y luego descendía por el ascensor hasta la calle
en busca de un empleo que me permitiera obtener algunos ingresos para seguir
subsistiendo en esta moderna y exigente ciudad.
Cuando yo retornaba, pasado un poco el mediodía, ya no
la encontraba. Ella había comprado comida para los dos y me dejaba mi parte en
el interior de un horno eléctrico. Cuando no compraba nada, entonces me dejaba
diez marcos para que coma algo por la calle. Su departamento constaba solamente
de tres ambientes: el dormitorio, que era el más amplio, la cocina y los
servicios higiénicos. Yo dormía en la cocina, sobre una colchoneta que
enrollaba apenas me levantaba y colocaba sigilosamente en una esquina de su
habitación. Los primeros días se me hicieron muy difíciles para conciliar el
sueño: sus ronquidos eran tan potentes que no sé cómo los vecinos no
protestaban. Y así como empezaba, de pronto, dejaba de roncar, y entonces
parecía que la noche recién era noche y que las puertas del mundo de lo onírico
se abrían para dejarme entrar.
La habitación de Marina daba la impresión que se había
detenido en el tiempo de la segunda guerra mundial. Los pocos muebles que había
eran todos de madera: la cama, una mesa redonda en el centro, una cómoda sobre
el que se apilaban libros en alemán y en ruso dejando muy poco de espacio para
sus únicos artículos de belleza: un juego de peinetas y uno que otro perfume,
un ropero de dos cuerpos con un amplio espejo en el centro, un sillón y dos
sillas. No había radio y menos televisión. Pensé que tal vez podía tener un
tocadiscos, pero nunca pude encontrarlo.
Y así transcurrían mis días al amparo de la
hospitalidad de Marina. Mientras las semanas iban pasando y el poco dinero que
había traído de Moscú se me iba desvaneciendo, mi angustia iba en aumento. Pero
Marina parecía que tenía un sexto sentido, y siempre me decía que hasta que no
consiguiera un empleo su casa y sus recursos (que no sabía de dónde los obtenía)
estaban disponibles para mí.
Los fines de semana —en que ella no trabajaba—
solíamos dormir hasta casi el mediodía. Nos aseábamos y salíamos a recorrer la
ciudad de Berlín, en especial, los barrios que están en las riberas de los ríos
Esprea, Havel, Panke, Dahme y Wuhle que fluyen tranquilamente por la ciudad. Yo
esperaba con ansias los fines de semana porque podíamos comer en algún
restaurante, pasear al aire libre, conversar y reírnos de la vida y, lo más
importante, en esos días no nos acercábamos ni por broma a los bares a los que
solíamos ir todas las noches y permanecer ahí hasta las primeras horas de la
madrugada.
Uno de esos fines de semana —no recuerdo si fue un
sábado o un domingo por la tarde— Marina me dijo que íbamos a ir a visitar a
unos amigos chilenos que vivían a casi unos veinte minutos de viaje en el metro
de Berlín. Yo me sorprendí porque hasta ese momento había llegado a la
conclusión de que solamente yo era su amigo.
No pude ocultar mi inquietud pues nunca me había
hablado de ellos. Cuando le pregunté cómo así los conocía, me respondió:
— Ellos son refugiados que han obtenido asilo político.
Yo pensé que eran refugiados chilenos que estaban
siendo perseguidos por sus ideas y que provenían de algún país de la órbita
soviética.
— No. Ellos son perseguidos políticos de la dictadura
de Pinochet —me respondió.
En el año 1973, las fuerzas armadas chilenas
derrocaron al presidente constitucional Salvador Allende inaugurando un estado
dictatorial y de terror con el objetivo de exterminar toda manifestación de las
fuerzas políticas de la izquierda marxista. Esto dio origen a que miles de
chilenos de izquierda abandonaran su país y solicitaran asilo político en las
democracias de occidente, entre ellas, Alemania.
Y en tanto ella me hablaba de esos chilenos que habían
logrado el asilo en Berlín, el taxi que nos conducía recorría las avenidas y
calles, mientras la tarde comenzaba a decaer para ceder el paso a la
vertiginosa vida nocturna de esta gran ciudad.
Cuando llegamos al lugar donde vivían sus amigos
chilenos, tuvimos que subir hasta el segundo piso de una casona, también tan
antigua como la casa en donde vivía Marina. Al llegar, ella tocó la puerta y
una voz —con ese dejo tan peculiar que tienen los chilenos al hablar— preguntó
en alemán quién era.
— Soy yo, Marina —respondió también en alemán.
Al abrirse la puerta apareció la figura de un hombre
como de unos 38 años de edad. Después de saludar a Marina con un beso en la
mejilla, desplazó su mirada hacia mí.
— Es un amigo peruano —le dijo Marina, adelantándose
para calmar la indisimulada aprehensión que se reflejaba en su rostro.
Después de extenderme la mano, nos hizo pasar a la
casa. El departamento era mucho más grande que el de Marina. La sala casi
duplicaba en tamaño y hacia el fondo se podía ver hasta tres puertas que
comunicaban a otras habitaciones.
De pronto, aparecieron dos hombres más. También eran
chilenos y saludaron a Marina con un beso en la mejilla. Como el anterior,
ambos dirigieron sus miradas hacia mi persona. Al enterarse que era peruano, se
acercaron a mí y me extendieron la mano sin expresar ningún sentimiento en sus
rostros.
Me incomodó que el tema inicial de conversación fuera
mi persona. Querían saber todo de mí: De qué parte del Perú era. Quiénes eran
mis padres. Cómo llegué a Rusia. Qué estaba estudiando. Por qué salí de Rusia.
Qué opinión tenía del sistema socialista. Que si las mujeres rusas eran tan
retacas como Marina. Etc., etc., etc. Yo les respondía haciendo un profundo
esfuerzo por ocultar mi desazón por su forma de hablar y comportarse. Cuando
vivía en Moscú compartí, por una temporada, mi habitación con un chileno, un
ruso y un joven africano. Mis relaciones con el chileno nunca fueron buenas
porque estuvieron basadas en la hipocresía. Yo percibía que el chileno se daba
aires de superioridad conmigo, y a esto se añadía mi visceral rechazo por ese
acento que le imprimen a sus expresiones que delata una superficial y cruda
conexión con la realidad y las personas.
Después de que se cansaron de hurgar en mi vida, se
dieron cuenta de que Marina se sentía tan incómoda como yo. Ella se había
mantenido al margen de la conversación pues el español que decía conocer no le
alcanzaba para entender el interrogatorio al que me habían sometido sus amigos.
Luego, pasaron a hablar con ella en alemán, y ahora me tocó el turno de encontrarme
en el limbo: el alemán que había estudiado en los cinco años de la educación
media no me alcanzaba para entender su plática.
De pronto, María tomó su bolso y le dio dinero a uno
de los chilenos, quien salió presto hacia la calle. Al rato retornó con tres
cajas de cerveza y dos pizzas grandes. Uno de ellos colocó un casete en una
radiograbadora y con gran potencia comenzó a escucharse los cánticos de los
trovadores chilenos de izquierda, muchos de ellos ya asesinados por la
dictadura pinochetista.
Y mientras las horas de la noche avanzaban, el licor
iba haciendo sus estragos. Marina estaba más sonrosada que nunca y los chilenos
cantaban a viva voz sin importarles que podían estar incomodando a los vecinos.
Uno de ellos se me acercó y me rodeó por los hombros con su brazo derecho
pretendiendo obligarme a cantar conjuntamente ellos.
La atmósfera se hacía cada vez más tensa y del
lenguaje suave y amical que inicialmente nos prodigaron transmutaron a otro saturado
de palabras y expresiones duras y groseras, lamentando su situación de
refugiados y lanzando maldiciones al gobierno dictatorial de Pinochet. Uno de
ellos, que fijaba de cuando en cuando su atención en mi persona, me increpó
—sin esconder un sentimiento de rabia— el odio
que supuestamente los peruanos guardábamos hacia los chilenos.
Yo me encontraba muy perturbado, pues, desde el
comienzo, no me fiaba de estos tipos. Marina se percató de esta situación y
levantándose de su asiento se dirigió hacia una de las puertas que yo imaginé
sería el excusado, probablemente para arreglarse y disponerse a marcharnos. Pero,
como el alcohol hace perder la noción del tiempo, no me percaté que Marina
demoraba en retornar. Agudicé al máximo mis sentidos y pude advertir que
también faltaba uno de los chilenos. No duró mucho mi preocupación porque al
momento se escucharon los gritos de Marina, llamándome.
Yo me levanté presto de mi asiento y corrí en
dirección de la puerta por donde Marina había ingresado. No era el excusado.
Era la cocina. Y encima de ella, forcejando, se encontraba el chileno que nos
había abierto la puerta y hecho pasar. Mi corazón se puso a mil. No lo dudé un
instante y me abalancé sobre él empujándolo para separarlo de Marina a quien sostenía
por las muñecas.
Pero, no pude hacer nada más. Los otros chilenos
habían ido tras mis pasos. Uno de ellos me rodeó el cuello con su brazo como
intentando ahorcarme, mientras el otro (el que creía que los peruanos odiamos a
los chilenos) se la emprendió a puntapiés contra mí. Yo era apenas un mozo de
22 años, mientras ellos promediaban los 35 años. Marina pudo zafarse del
chileno que intentaba abusar de ella, y se abalanzó sobre los otros dos que me
tenían prisionero. Ella gritaba, como intentando llamar la atención de los
vecinos y encontrar alguna forma de ayuda, pero todo era en vano. Sin saber
cómo, la puerta del departamento se abrió, y tanto a Marina como mí los tres
hombres nos lanzaron con toda su fuerza haciéndonos rodar por la escalera. De
no ser porque en el trayecto pude agarrarme de uno de los balaustres, nuestra
caída habría sido más aparatosa y accidentada. Ya en el rellano nos detuvimos y,
después de examinarnos mutuamente, constatamos que nuestras contusiones no eran
graves ni requerían atención médica. Ella intentó regresar, seguramente para decirles
todo lo que su rabia le hiciera decir, pero logré retenerla por un brazo y
convencerla de que no era el momento.
Al salir a la calle, tomamos un taxi que surgió más
oportuno que nunca de entre la oscuridad de la noche. No hablamos por el camino.
Cuando llegamos a su casa me pidió, con lágrimas en los ojos, perdón por todo
lo que había pasado. Yo me sentía no solo adolorido física sino también
espiritualmente. Nunca nadie me había humillado de esa manera y, al dolor, añadía
mucha soledad, rabia y frustración.
Me pidió que me recostara en su cama mientras cumplía
con asegurar la puerta con todos los cerrojos que ella había acondicionado.
Cuando retornó, apagó la luz, y se echó a mi lado. Yo hice el ademán —a pesar
del dolor que me sobrecogía— de levantarme de la cama, pero Marina me tomó del
brazo y me pidió que no me fuera…
Al amanecer, fui el primero en abrir los ojos, y sin
quererlo vino a mi mente la letra de esa bella y sugerente canción de Raphael: “Había
sido mi gran noche y, al despertar, mi vida ya sabía algo que no conocía”.
Pintura de la portada: Girl Asleep, 1935, by Pablo Picasso.