Por Freddy Ortiz Regis
Estar enfermo es, al mismo
tiempo, una oportunidad para pensar, reflexionar, recordar. Para volcar la
mirada del alma hacia nosotros mismos. Anoche, mientras me debatía en una
crisis bronquial de las que suelo padecer apenas el invierno se asoma,
retrocedí en mis pensamientos hacia los ya lejanos años de mi infancia.
Surgían en mi mente las
imágenes de mis aventuras con mis amigos en las temporadas de verano, en
Huanchaco, y también, las imágenes de mis años en la escuelita. Y con una
especial aprehensión pasó al primer plano de mis recuerdos mi añorado profesor,
don Segundo Morales Llerena.
¿Qué habrá sido de su vida?, me
dije, retrocediendo, con las alas de la imaginación, en el tiempo. Debe de ser
ya un anciano. ¿Estará vivo? ¿Estará muerto? Y como compelido por un poderoso
impulso, estiré mi mano hacia el celular, con la esperanza que internet me
daría la respuesta. No han sido pocas las oportunidades que Google me ha
permitido encontrar personas que alguna vez fueron parte de mi vida y que no
sabía nada de ellos. Estaba seguro que algo encontraría de mi recordado
profesor del cuarto y quinto de primaria. Algún registro de algún concurso
público, alguna referencia en las redes sociales, alguna mención en una
actividad académica, algo debía de haber.
En milésimas de segundo el
buscador me dio los resultados. No había nada. Con excepción del primer
registro de los resultados de la consulta: Era la publicación en El Peruano (el
diario de los avisos legales y judiciales de mi país) de un edicto redactado en
los siguientes términos: “ANTE ESTE OFICIO NOTARIAL, SITO EN ORBEGOSO 377, LUIS
FERNANDO MORALES GUEVARA SOLICITA LA SUCESION INTESTADA DE SEGUNDO DAMIAN
MORALES LLERENA FALLECIDO EL 22.06.2015 A FIN DE DECLARARSE HEREDERO EN CALIDAD
DE HIJO DEL CAUSANTE. LINA AMAYO MARTINEZ, NOTARIO DE TRUJILLO.-“
Una profunda pena invadió mi
corazón. Mi querido profesor hacía dos semanas que había fallecido. Mientras
trataba de contener las lágrimas que se agolpaban, y mis bronquios
experimentaban una agitación que me recortaba la respiración, mi memoria
comenzó a retroceder en el tiempo hasta aquella mañana en que el profesor
Morales (como me referiré a él de ahora en adelante) llegó a la escuelita de
Huanchaco, por esa época, ubicada en el local de madera que ahora ocupa la
biblioteca municipal.
Yo llevaba ya estudiando en la
escuelita tres años. Había llegado con mi familia de Lima y nos instalamos en
casa de mi tía Elvira, hermana de mi madre, un caserón que quedaba a media
cuadra de la plaza de armas. Los primeros años me costó mucho adaptarme a la
nueva cultura de una caleta de pescadores. Parte de esas vivencias las he
plasmado en mis memorias que llevan por título: “Pedú: De nombres, sobrenombresy apodos…” y que se puede leer en este blog.
Cuando el profesor Morales fue
presentado lo primero que me impactó fue su porte, carisma y elegancia. Era
alto, muy bien parecido, de unos treinta años más o menos. Cuando me llamaron a
leer el periódico sentí su mirada que me seguía desde la fila hasta el banco de
la plazoleta en la cual me paraba para leer las noticias más importantes del
diario “La Industria”. El consejo de profesores había tomado la decisión de que
yo leería las noticias el primer día de clases de la semana; por ello me pasaba
el domingo en la tarde seleccionando las noticias que (a mis diez años) yo
consideraba eran las más importantes. Leía con mucha solvencia, pues desde los
5 años, Chabelita, la hija única de una vecina amiga de madre, en Lima, se
había tomado la paciencia y el cariño de enseñarme a leer.
Después de haber leído las
noticias y haber cantado el Himno Nacional, los niños (niños es un decir, pues
el 90% de los alumnos eran prácticamente adolescentes), ingresamos a nuestras
respectivas aulas según el grado al que pertenecíamos. Yo cursaba el cuarto año
y nuestro salón daba al Jr. Libertad.
El área del colegio era pequeña
y en ella se aglomeraban los seis años de la educación primaria: transición,
primero, segundo, tercer, cuarto y quinto año. Había que hacer un especial
esfuerzo para filtrar las voces de los otros maestros que –la mayoría de ellos–
gritaban cuando dictaban sus clases. Vienen a mi mente los nombres de la
profesora Rosa García (que era una paz de Dios), el profesor León (cuyo nombre
no recuerdo pero que a nosotros nos parecía el personaje de alguna película
policial), la profesora Ponce de León (a cuyos encendidos ojos verdes temía,
pues, mi mamá, siempre me había dicho que las personas con ojos verdes eran
malas), el profesor Paredes (que era colorado, con una prominente barriga,
burlón y manolarga) y el profesor Flores (que era el director, de rostro
amable, de unos cuarenta años, silencioso y sonriente, y el único que llegaba
en automóvil, uno pequeñito de color verde).
El profesor Morales había
llegado a la escuela como reemplazo del profesor Octavio Hinostroza. Sobre la
personalidad violenta de este docente también me he referido en mis memorias
arriba citadas. Los alumnos lo apodaron Pachacútec por ser despiadado tanto en
los tipos de castigos que nos imponía como por la saña con que los aplicaba.
Por ello, cuando presentaron al profesor Morales y nos comunicaron que
Pachacútec ya no enseñaría más en la escuela, nuestros corazones latían de
ansiedad por saber quién y cómo sería el nuevo profesor. Acaso, ¿sería tan o
más implacable y castigador como el que nos había tocado los primeros años de
la primaria?
Nuestras dudas comenzaron a
despejarse apenas el profesor Morales ingresó al aula, y colocándose delante de
nosotros, comenzó a compartirnos sus primeras impresiones. El tiempo
transcurrido no me permite recordar qué fue lo que dijo. Pero, lo que sí
recuerdo es que el tono y el timbre de su voz, impresionaron nuestras mentes
y corazones de una forma como nunca antes lo habíamos percibido entre los muros
de un aula de clase. A diferencia de todos los maestros –con excepción del
director y la profesora Rosa García– que gritaban y amenazaban en sus clases,
el profesor Morales, nos hablaba como si el mar, la arena, el viento, el tiempo
y todos los elementos que eran parte de nuestro pequeño mundo cercano al mar se
hubieran reunido en una sola persona para transmitirnos sus secretos.
Las clases del profesor Morales
para mí eran mágicas. Atrás había quedado el tiempo de terror y miedo de don
Octavio. Ahora podíamos hablar y reír. Ahora se podía preguntar y cuestionar.
El trueno había dado paso al delicioso rumor del mar en sus orillas. La
oscuridad se había marchado para dejar entrar la luz de la palabra del profesor
Morales. Con su voz dulce pero varonil nos llevaba a mundos que nuestra
imaginación se encargaba de recrear y poblar. Pero no solamente salían de su
voz paisajes, horizontes y escenarios, también, salían de su alma, virtudes,
valores y sentimientos que penetraban nuestros corazones y nos convertían en
héroes, en gigantes capaces de enfrentarlo todo.
Los primeros meses con el
profesor Morales me llevaron al convencimiento de que la escuela podía servir
para algo. Mis dudas sobre la vida y el mundo desde la perspectiva de un
pequeño de diez años se las hacía llegar tanto en la clase como fuera de ella.
El profesor Morales comenzó a darse cuenta que éramos apenas un grupo de chicos
que recién había despertado y comenzado a explorar los ignotos caminos de la
vida.
Hasta antes de su llegada yo
era un niño que asistía a la escuela porque el entorno de los adultos que me
rodeaba así lo exigía. Yo, por mi parte, prefería caminar por la orilla de la
playa, pasarme horas en el muelle mirando el mar y soñando con lo que habría
allende su inmensidad, antes que ir a la escuela a enfrentar las amenazas y los
castigos del profesor Hinostroza. Vivía entre la espada y la pared, y ello
afectó el desarrollo de mi personalidad infantil en muchos sentidos. De esto se
dio cuenta el profesor Morales. Con mucho cariño y paciencia comenzó a
desbrozar el cascarón que me envolvía para dar salida a un niño soñador,
inteligente y sensible.
Un día, en casa, mientras
hurgaba entre los diarios que llegaban de la capital con un día de atraso, me
encontré con un suplemento que llamó poderosamente mi atención. Era un mapa de
la Luna. Estaba impreso en blanco y negro y medía, aproximadamente, 2.00 m por
1.50 m. Me pasé horas observándolo y soñando cómo sería llegar a pisar ese
cuerpo celeste que en las noches de Luna llena hacía que el mar destellara fulgores
de plata. Ahí estaban pulcramente señalados el Mar de las Lluvias, el Mar de la
Tranquilidad, el Mar de la Fecundidad, los cráteres Langrenus, Byrgius y
Grimaldi, entre otros accidentes lunares que excitaban mi fantasía e
imaginación. Lo doblé con mucha pulcritud y al día siguiente lo llevé a clase y se lo di al profesor Morales. El profesor Morales recibió el documento con
extrañeza y, sin retirar su mirada de mí, comenzó a desdoblarlo en medio de la
expectación de todos mis compañeros de aula. Cuando lo desplegó, todos quedaron
mirando el mapa como si –aunque, en efecto, lo era– fuera algo de otro mundo.
Después de algunos segundos, el profesor Morales salió del trance y, tras
felicitarme y agradecerme efusivamente por el regalo, trató de explicar qué era
lo que tenía entre sus manos, señalando y nombrando algunos de los cráteres y
mares que ahí se nombraban en gruesas letras de imprenta. Hecho esto, lo dobló
siguiendo las huellas de mi doblez, y lo depositó suavemente sobre su pupitre.
Yo estaba nervioso y me quedé por mucho tiempo mirando el mapa que reposaba
sobre el pupitre de mi maestro. La clase ya había comenzado y me costaba
concentrarme pensando qué habría de hacer mi profesor con el mapa de la Luna;
por un momento, me arrepentí de haberlo llevado a la escuela.
Pasaron los días y yo seguía
preocupado por el destino de mi mapa lunar y no me atrevía a preguntarle a mi
profesor qué había hecho con él. Pero un lunes, que entramos al salón después
de cantar los himnos, leer las noticias y hacer los rezos, vi que colgaba, de
una de las paredes del aula, un cuadro con marco de madera y cubierta de
vidrio. ¡Era mi mapa de la Luna!
Tengo muchas anécdotas que
contar de mi profesor Morales –como nuestro viaje de promoción a Cajamarca o el
concurso de jardines que con tanta esperanza él promovió pero que tuvo un fatal
desenlace-, mas será en otra oportunidad que la vida me dé para rendir honores
a esta persona que me devolvió la fe en la enseñanza pública y sembró en mi
mente la semilla de una educación fundamentada en la libertad.
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(*) Estas memorias fueron
escritas en la víspera del Día del Maestro del año 2016.