Autor de estas memorias con el lago Titicaca de fondo Isla de Amantaní |
Por Freddy Ortiz Regis
No se vaya a pensar que el título de esta
composición se debe a una forma de gobierno independiente o que estoy
proponiendo un desmembramiento del Perú y de Bolivia, a los cuales pertenece
este inconmensurable cuerpo de aguas que comparten, bendecidamente, ambas
naciones. El título solo hace referencia a una forma de vida que ha luchado por
mantenerse fiel a sus orígenes en medio de la creciente influencia de la
cultura occidental y de la tecnología que impera en las naciones en medio de
las cuales se encuentra enclavada.
Cuando conocí el lago Titicaca, me encontraba
saliendo de la adolescencia. Con un grupo de jóvenes, compañeros de clase del Colegio
Nacional de San Juan de Trujillo, realizamos un tour —allá por el año 1976— que
comprendió las ciudades de Lima, Arequipa, Puno y Cusco.
Cuando llegamos a la ciudad de Puno, bajamos del
tren cuya estación estaba a orillas del lago. Era como las 5 de la tarde y el
crespúsculo de julio comenzaba a dibujar sus pincelazos en el horizonte del
lago. Si no hubiera sido por este hermoso espectáculo, la imagen con la que nos
hubiéramos quedado del lago habría sido la de un simple charco de agua inundado
de basurales, miasmas y aves revoloteando en busca de insanos alimentos.
Lo primero que se nos vino a la mente fue encontrar
un hospedaje lo más cerca posible pues el frío era casi insoportable. Después
de una travesía desde Arequipa, pasando por Juliaca, en un servicio económico
que no tenía sistema de calefacción, lo que dominaba nuestros deseos era
encontrar un lugar cálido en donde podamos beber algo que calentara nuestros ateridos
cuerpos.
Después de caminar por unos cuantos minutos,
soportando el gélido frío y sintiendo el terrible impacto de estar a más de 3,800
metros sobre el nivel del mar, encontramos un pequeño hostal que lo único que
nos ofrecía era un techo, una cama y mucha agua fría… Nos instalamos buenamente
en él e inmediatamente salimos nuevamente a la calle a buscar algo caliente que
ingerir. Encontramos un restaurante en el cual nos sirvieron un caldo de no me
acuerdo qué con muchas papas, el que devoramos con frenesí.
La sola idea de salir a conocer la ciudad nos
pareció suicida. Además, lo poco que habíamos visto de Puno en nuestra búsqueda
de un hotel y luego de un restaurante, nos había mostrado una ciudad poco atractiva
y —por las inclemencias del clima— hasta hostil. En nuestro itinerario original
estaba llegar hasta la ciudad boliviana de Copacabana; sin embargo, esto quedó
de lado y decidimos retornar lo más pronto al hostal y al día siguiente
enrumbar hacia el Cusco, en donde esperábamos encontrar un ambiente más
propicio y amigable.
Así pasó y Puno quedó en mi memoria como un lugar episódico
en la ruta hacia una ciudad que brillaba como el Sol: el Cusco. Cuando el tren
partió rumbo a la capital del imperio incaico, miré por la ventana y vi el lago
Titicaca que se perdía tristemente en el horizonte, y nunca imaginé que en el
ocaso de mi vida volvería a él para redescubrir no solo su belleza sino también
el microcosmos de vida y de color que se desarrollaba sobre sus aguas.
oOo
Cuando llegamos a Juliaca en un vuelo de casi 90
minutos, nos esperaba un radiante sol matinal y una agradable temperatura de 15
grados centígrados. Una emoción muy grande embargó mi corazón pues retornaba al
altiplano después de más de cuarenta años. El jovencito inmaduro y friolento que
una vez pasó por esta ciudad rumbo a Puno ya no era más. En su lugar estaba un
hombre que había conocido temperaturas mucho más gélidas como las de la Europa
oriental y escalado alturas mucho más altas como las del Pastoruri.
Sin embargo, el tiempo —que todo lo transforma— también me hacía arrastrar el
peso de los años y una hipertensión (aunque controlada) que jugaban en mi
contra.
El grupo, conformado por diecinueve personas, nos
dirigimos en un miniván hacia la ciudad de Puno. La ruta que conduce desde
Juliaca hasta la capital del departamento Puno nos sorprendió gratamente por su
modernidad y asfaltado, por lo que llegamos en apenas unos quince minutos al hermoso
hotel Ciudad del Lago en donde estaban ya reservadas nuestras habitaciones.
El desayuno lo teníamos libre, por lo que aproveché
para recorrer las calles de la ciudad de Puno que no se semejaban, en lo más
mínimo, a la agreste ciudad que me desilusionó hacía cuatro décadas. Encontré
orden, limpieza, negocios muy bien estructurados, restaurantes de lujo y una atmósfera
cosmopolita y andina que la engrandecían.
Plaza de Armas de la ciudad de Puno |
Después de conseguir un lugar para desayunar —una
leche chocolatada con un sánguche de jamón y queso— retorné al hotel para
integrarme al grupo y prepararnos para viajar al complejo arqueológico de
Sillustani y, luego, a la ciudad de Chucuito con su famoso templo de la
fertilidad.
El complejo arqueológico de Sillustani se ubica a 31
kilómetros de la ciudad de Puno, en el distrito de Atuncolla. Ocupa la
explanada y laderas de la península situada en la orilla este de la laguna
Umayo. El sitio arqueológico presenta ocupación Tiwanaku (600 d.C.-1100 d.C.)
que se define en base a fragmentos de cerámica dispersos, pero no en el mismo
sitio de Sillustani, si no en los alrededores (1).
La península de Umayo llegó a ser la capital del
reino Qolla (1100-1450 d.C.), una de cuyas características más importantes fue
la construcción de chullpas. Las chullpas están ubicadas en la cima de una
pequeña colina. Entre las más famosas, figuran la chullpa del Lagarto, llamada
así por los grandes bloques de piedra que tiene en la base. Investigaciones
arqueológicas han determinado que las chullpas cumplían la función de tumbas o
mausoleos para individuos de alto estatus social, quienes eran enterrados con
los bienes que utilizaron en vida y, en algunos casos, hasta con personas que
los acompañarían en la siguiente vida (1).
No está demás decir, que Sillustani fue nuestra
primera prueba de fuego en la altura de Puno. Escalar hasta la cúspide en donde
se encuentran las tumbas es todo un desafío para los habitantes de la costa
peruana. Hasta ella se llega dando un rodeo a la montaña. A simple vista, las
chullpas aparecen al alcance de la mano, pero llegar hasta ellas es una caminata
de más o menos treinta minutos respirando por la boca y sintiendo las ganas de
regresar por nuestros pasos. Solo la hermosa vista del lago Umayo, el radiante
cielo azul moteado de nubes esplendorosamente níveas y la prominente chullpa
mayor destacándose en el primer plano de la montaña, son las cosas que nos
hacen seguir adelante y alcanzar nuestra meta.
Después de visitar este magnífico centro
arqueológico, enrumbamos hasta Chucuito para conocer el templo de la fertilidad,
también llamado Inca Uyo, que es un sitio arqueológico situado en la ciudad de
Chucuito, distrito de Chucuito a unos 18 kilómetros de la ciudad de Puno.
Su espacio no es muy grande, pero dentro de este
templo se puede encontrar alrededor de 80 falos de piedra. Este santuario tiene
como nombre “Inca Uyo”, de origen aymara y que significa “miembro viril del inca”,
haciéndose grandes ofrendas en agradecimiento al milagro de la reproducción
(2).
Las historias contadas por los lugareños sobre este
santuario hacen referencia a que las mujeres recobraban la fertilidad mediante
un rito con hojas de coca y chicha de maíz morado, luego se sentaban sobre el
falo y echaban la chicha, si el líquido se iba hacia los costados no se podía
tener hijos, pero si este iba hacia el centro, tendrían hijos (2).
Sin embargo, la historia también nos cuenta que el lugar
habría sido un ushno, un altar donde se realizaban ofrendas líquidas
(con chicha, conocida como la sangre de los sacrificios) que, a través de las
piedras, eran filtradas hacia el interior de la tierra para rendirle culto a la
pachamama y, por lo tanto, a su fertilidad (2).
A pesar de conocer esto, quienes tenemos el
privilegio de visitar el templo de la fertilidad, no podemos evitar apreciarlo,
de primera intención, desde la perspectiva de nuestra cultura. Por ello, no
llaman la atención las bromas y las actitudes maliciosas de los visitantes que
ven en los falos de piedra manifestaciones eróticas de una civilización que no
tenía los mismos prejuicios, represiones ni tabúes como los que arrastramos aún
los peruanos del siglo XXI. Nunca debemos olvidar que el principio fundamental
del conocimiento de una nueva civilización, anterior a la nuestra, es no
apreciarla con los lentes de nuestra cultura, sino con la vocación y el
esfuerzo de comprenderla, aprehenderla y estudiarla desde la perspectiva de su
propia cosmovisión. Solo la ciencia —encarnada en la arqueología y la
antropología— nos dará progresivamente las claves de esa cosmovisión y las respuestas
para una mejor y objetiva comprensión de nuestros antepasados y, por lo mismo,
de nuestro futuro.
Es casi las 3 de la tarde y no hemos almorzado aún.
Así que después de todo este desgaste, lo único que queremos tener delante de
nosotros es un apetitoso almuerzo que compense todo el esfuerzo desplegado.
Nuestro guía, el Sr. Esteban Ramos, nos llevó a un
restaurante ubicado a solo unas cuadras de la plaza principal de Chucuito. Yo
creo que ya nos estaban esperando porque, dada la hora, me pareció extraño que
nos ofrecieran una carta bastante variada. Unimos las mesas y los “19
guerreros”, como por ahí nos autodenominamos, reparamos el hambre con
exquisitos platos a base de trucha, el pez emblemático del lago Titicaca.
Sopa de papas |
Trucha frita |
Chicharrones de trucha |
Queso frito |
El lago Titicaca
Después de aplacar el hambre, enrumbamos de retorno
a la ciudad de Puno, al hermoso hotel Ciudad del Lago. Al día siguiente nos
esperaba el plato de fondo de nuestro tour: la visita al lago Titicaca y sus
islas.
En la noche no podía conciliar bien el sueño. El
frío penetraba las gruesas lunas que estaban selladas para permitir que el aire
acondicionado cumpla con su función. Me tomé una cápsula de Acetazolamida y me cubrí
con las cuatro mantas que pesaban —juntas— casi como ocho kilogramos. En la
madrugada me despertó el bochorno del calor. El termostato marcaba casi 26
grados centígrados, así que me levanté raudamente y lo apagué. Volví a la cama
y dormí plácidamente hasta las 6 a.m. en que sonó mi celular: había que bajar a
desayunar porque el miniván que nos llevaría al Titicaca estaba ya
esperándonos.
Después de desayunar, el miniván nos llevó hasta el
puerto, que es como llaman al atracadero de las embarcaciones que cubren el
servicio turístico sobre el lago. La mañana estaba seminublada y el lago se
exhibía como un regalo, esperándonos para descubrirnos sus maravillas y
misterios. De aquella imagen de mi adolescencia no quedada nada. Los basurales
y los miasmas de la contaminación de hacía cuatro décadas habían sido
reemplazados por aguas casi cristalinas, embarcaciones que creaban el paisaje
de un muelle de lujo y un ambiente de regocijo y expectativa que fluía de los rostros
de decenas de turistas ansiosos por abordar.
Puerto de Puno en orillas del Titicaca |
El primero en darnos la bienvenida fue el licenciado
Walter Durand, joven profesional en turismo, egresado de la Universidad Nacional del Altiplano de Puno.
En el interín de la travesía nos narró que pertenecía a la nación de los Uros
que habitan en los islotes de junco sobre las aguas del Titicaca. Nosotros nos
sentimos gozosos de tener la suerte de que un miembro de las comunidades que
habitan en el lago sea quien nos instruya y aleccione en este microcosmos
completamente nuevo para nosotros.
Walter tiene el biotipo de los habitantes que
conforman la nación Uro, conformante a su vez, de las comunidades aymaras y
quechuas que pueblan el departamento de Puno. De rostro redondo, frente amplia,
bajo en estatura y ojillos achinados pero vivaces, el color de la piel de
Walter era el resultado de las inclemencias del sol y del frío que —cuando se despliegan
en sus manifestaciones extremas— convierten en cobrizo todo lo que tocan.
Nuestro guía, Lic. Walter Durand |
Islas de los uros
No pasó mucho tiempo navegando sobre las aguas del
Titicaca cuando llegamos al primer islote de los uros. Walter nos indicó que en
el Titicaca había poco más de cien islotes de los Uros; mas, aquel al que
habíamos llegado —el islote Qana Marka Mayku—, no era aquel en el que nació y
se crió.
Cada islote está gobernado por un presidente, quien
regula sobre los asuntos atinentes a las costumbres y a las reglas ancestrales
de sus antepasados. Como es costumbre de los uros, se conforma un comité de
recepción encabezado por el presidente, el que da la bienvenida a los turistas
que llegan al islote. Para nuestro caso, el presidente fue una mujer, quien estuvo
acompañada por otras dos mujeres.
Una vez en el islote, llama su atención nuestro
temor de pisar un terreno hecho solamente de junco (totora, como le llaman los
Uros). Los uros recolectan sus raíces cuando salen a flote, en la época de
lluvia; cortan grandes bloques y los van uniendo hasta que forman una isla
flotante que puede perdurar hasta veintitrés años. Por lo general son los
hombres quienes recolectan la totora. Para mantenerlas, cada quince días se
añade una nueva capa de totora sobre la superficie y anclan las islas con
cuerdas, estacas y piedras que se hunden a una profundidad de unos tres metros,
según nos explicó Walter.
A lo largo del año, el nivel del Titicaca apenas
sube unos dos metros, en gran parte debido a la evaporación, pero también
gracias al río Desaguadero, que descarga agua en otro lago en la parte
boliviana. En cada isla conviven entre cinco y siete familias que subsisten
gracias a la caza y la pesca que luego venden o cambian en el mercado de Puno.
Además, realizan hermosos y coloridos bordados y artesanías que venden a los
turistas que les visitan (3).
También las viviendas y algunas de las embarcaciones
que utilizan están fabricadas con totora, planta que además comen y utilizan
como medicina. Las casas, de forma rectangular, son unos pequeños habitáculos
de una sola pieza en los que duerme toda la familia. En cuanto a las
embarcaciones, que pueden tener incluso dos pisos, tardan unos seis meses en
construirse y pueden utilizarse unos siete años.
En las islas de los Uros |
La llegada de los turistas es un acontecimiento que
los uros esperan con mucha paciencia, sobre todo en este tiempo de la pandemia
del coronavirus que ha impactado negativamente en la afluencia de visitantes.
Son expertos mercaderes. El regateo no tiene casi ninguna eficacia con ellos
pues se mantienen incólumes frente a sus precios. Esto es bueno porque saben apreciar
y valorar el tiempo y los recursos que les consume realizar alguno de sus
hermosos textiles y prendas de vestir.
— Si alguna obra de bien les mueve hacer en favor de
los habitantes de las islas, que no sea ofrecerles una propina, sino más bien
comprarles sus productos. Eso no solo les provee de ingresos para su
subsistencia, sino también de dignidad —nos dice Walter, minutos antes de
llegar a la primera de las islas.
Así que premunidos de este consejo compramos lo más
que nos permitió nuestra economía. Aún nos quedaban más islas por conocer, así
que había necesidad de dosificar, también, nuestros gastos.
Pero el contacto con lo uros no se reduce a un mero intercambio
comercial. Ellos nos prodigaron con una clase magistral sobre cómo es que se
construyen y se mantienen las islas flotantes y, lo más emotivo: nos facilitaron
sus prendas de vestir para que nos tomemos fotografías y vivamos la experiencia
de “confundirnos, vestirnos y vernos como ellos”.
Nuestro grupo ataviado con los ropajes uros |
Esta experiencia no tiene precio. Uno de los
clamores históricos más fuertes de nuestra peruanidad es la necesidad de
conocernos los unos a los otros. Durante siglos el peruano de la costa ha
vivido divorciado del peruano de la sierra, y éste del de la selva, y viceversa.
Esta separación encuentra su solución en el turismo vivencial, que
permite que las mujeres y los hombres puedan colocarse en el lugar de sus
compatriotas que viven en diferentes contextos telúricos y culturales. Y aunque
el intercambio haya sido episódico —como el que hemos experimentado con los
uros— la trascendencia y el impacto socioemocional es tan grande y poderoso que
quedará grabado en nuestros corazones hasta cuando Dios nos dé la gracia de la vida.
Por diez soles se tiene derecho a subir a dar un
paseo en una de sus enormes embarcaciones confeccionadas totalmente de totora.
El precio nos pareció justo así que nos subimos a la imponente embarcación y,
al mismo tiempo, nos despedimos de la comunidad de Qana marka mayku. El paseo
consistió en llegar hasta la isla de Mojsa Titikaka, en donde podríamos
degustar un refrigerio para luego continuar hasta nuestro destino principal: la
isla de Amantaní. En el trayecto, el firmamento se puso rápidamente de un color
oscuro que avizoraba una potente lluvia, al tiempo que las aguas del lago, como
un espejo infinito, se mimetizaban con el cielo adquiriendo una totalidad
acerada: como un enorme imán que de pronto se hizo líquido.
Al llegar a la isla de Mojsa Titikaka nos reencontramos
con un pedacito de occidente: ahí nos esperaban cachangas, infusiones, ceviche
de trucha, galletas, golosinas, gaseosas, jugos y todo cuanto estábamos
acostumbrados.
Isla de Amantaní
Después de degustar un breve refrigerio, Walter nos
aconsejó que nos proveyéramos de algunas cosas más porque el viaje hasta la
isla de Amantaní iba a ser algo largo y accidentado. Y no se equivocó. En la
mitad del trayecto, las aguas del lago, impulsadas por fuertes vientos,
formaron olas que hacían que la embarcación que nos transportaba diera
tremendos sobresaltos. Si hasta este momento había en el grupo algunos que
estaban sobrellevando estoicamente los estragos de la altura, con este “pequeño
oleaje” terminaron por empeorar su situación. Felizmente, Walter, nos
tranquilizó diciéndonos que, en comparación con otros oleajes, el que estábamos
experimentando “no era nada”.
Finalmente, ya casi faltando una hora para llegar a
la isla de Amantaní —que aparecía frente a nosotros como si estuviera a tan
solo cinco minutos— las aguas del lago se tranquilizaron como si se hubieran
puesto de acuerdo en darnos una tregua para llegar sanos y salvos a nuestro
destino. Habíamos navegado casi cuatro horas en el lago Titicaca desde nuestra
salida del puerto de Puno: ¡eso solamente era ya para nosotros un récord y un
descubrimiento! Y el lago, hasta nos ofreció uno de sus oleajes más “cariñosos”
para enriquecer nuestra experiencia. Solo faltó un poco de lluvia y algunos relámpagos
y truenos para que nuestra experiencia sea completa; pero esto, el lago nos lo
había reservado para después…
La isla de Amantaní es una isla rocosa; a diferencia
de los islotes de junco habitados por los uros de raigambre aymara. Las islas
rocosas del lago Titicacaca están habitadas por hablantes quechuas. Amantaní es
de forma casi circular con un diámetro promedio de 3.4 km. Alcanza una
superficie de 9,28 km², siendo la mayor isla de la parte peruana del lago (y la
segunda en relación a todo él, pues la más grande es la Isla del Sol, con un área
de 14.5 km²). Su altura máxima, en la cima del monte Llacastiti es de 4150 m.s.n.m.,
es decir 340 m sobre el nivel del lago (3810 msnm).
La isla tiene aproximadamente cuatrocientas
familias, repartidas en diez comunidades: Santa Rosa, Lampayuni, Sancayuni,
Alto Sancayuni, Occosuyo, Occopampa, Incatiana, Colquecachi y Villa Orinojón
más el pueblo.
Al llegar al atracadero de la isla nos esperaban dos
funcionarios: uno, representante del serenazgo, y el otro, del Sernanp. No nos
hicieron ningún cateo, inspección o preguntas. Solo querían demostrarnos —con
su sola presencia— que en la isla había autoridad para nuestro conocimiento
y fines pertinentes…
Después de evacuar la embarcación, Walter nos indicó
que debíamos ascender hasta un punto equidistante de las familias a las cuales
nos íbamos a integrar. Mientras ascendíamos por una vereda empedrada,
respirando por la boca, contemplábamos el hermoso paisaje que nos ofrecía la
isla rodeada por el lago. No creo haber visto antes un paisaje tan esplendoroso
y polícromo de la naturaleza. Por un momento me sentí como una criatura
viviente que se mueve en el interior de un lienzo pintado por una mano omniscientemente
artística.
Cuando llegamos al punto señalado por Walter nos
esperaban los representantes de cinco familias de Amantaní, pertenecientes a la
red de acogimiento familiar en el marco de turismo vivencial convenido por la
comunidad y las agencias de turismo. Nos organizamos en cinco grupos y cada
grupo se fue con uno de los representantes.
Mi grupo estuvo conformado por mi sobrino Juan
Pablo, su esposa Nathaly, su madre, doña Carmen, y yo. La familia que nos tocó
estaba conformada por doña Juana Calsi y su esposo Juan de Dios Calsi. Doña
Juana nos saludó con una franca sonrisa y nos pidió que la siguiéramos. “Por
aquí cerca, nomás”, nos dijo. Pero tuvimos que caminar un largo trecho,
jadeantes y sedientos, hasta llegar a su hogar enclavado en una depresión del
terreno.
Bajamos hasta el primer piso y de ahí tomamos unas
escaleras que conducían al segundo. Al llegar al primer piso nos topamos con la
suegra de Juan de Dios, quien con la misma sonrisa franca y fresca de doña
Juana, nos dio la bienvenida.
Al llegar al segundo piso apreciamos que la casa
estaba diseñada para el programa de turismo vivencial. Los cuartos —en número
de cuatro— se sucedían uno a continuación del otro y colindaban con una enorme
habitación que hacía de comedor. Junto al comedor estaba la cocina; compartimiento
que solo era usado para preparar los alimentos de los turistas porque la cocina
de la casa estaba en el primer piso, justo de donde salió la suegra de Juan de
Dios para saludarnos.
Un cuarto con vista al lago fue ocupado por mi
sobrino Juan Pablo y su esposa, y el cuarto contiguo, por doña Carmen y yo. Los
cuartos —de aproximadamente unos 9 m2— tienen dos camas de madera aceptablemente
cómodas, una mesa en donde colocar parte del equipaje y una silla. El techo está
adornado con motivos paisajísticos y el piso cubierto por una gruesa lona que
hace de alfombra. En Amantaní no llega la señal de la telefonía móvil y tampoco
internet. Así que nuestros preciados celulares, que son la caja de Pandora de
nuestra civilización, solo quedaron reducidos a meras cámaras fotográficas. Felizmente,
sí hay energía eléctrica. La isla cuenta con una red de cableado eléctrico, y
las casas tienen, en los techos, paneles solares que acumulan energía para
casos de emergencia, cuando la red pública de electricidad sufre algún
desperfecto.
Al constatar que, por primera vez en nuestras vidas,
estábamos incomunicados con el mundo exterior que conocíamos, sentimos una
natural aprehensión que luego se fue disipando conforme dirigíamos nuestra
atención y nuestras miradas al increíble paisaje que se abría ante nuestros
ojos, con la isla en el centro y el lago Titicaca —esta vez tan azul como el
cielo de Amantaní— rodeándola.
Después de instalarnos y conocer a la familia Calsi
Calsi pasamos, a eso del mediodía, al gran comedor. Digo gran comedor porque en
el centro se extiende una gran mesa, como de unos diez metros de longitud
cubierta por un hermoso mantel con motivos de la textilería indígena. El
almuerzo que la familia nos ofreció consistió en un caldo de quinua con papas
sancochadas como entrada y, de segundo, un plato de queso frito con papas
fritas, ensalada de tomate y arroz. Como refresco, infusión de muña.
En el hogar de la familia Calsi Calsi |
Ahí nos contó don Juan de Dios que la isla tiene una
economía de subsistencia. La agricultura es prácticamente la actividad más importante
de las familias y en la que participan los niños, las mujeres y los hombres.
Utilizan medios tradicionales y como abono los desechos de los corrales. Entre
ellos —nos dijo Juan de Dios— aún perviven los sistemas andinos colectivos como
el ayni y la minka. Otras actividades de subsistencia son básicamente
la pesca y la artesanía y —junto a la agricultura— son las actividades para el
sostenimiento de las familias. En cuanto a la agricultura, ésta se desarrolla
en pequeñas parcelas de tierras para su autoconsumo y aún se emplea la
ancestral técnica incaica de los andenes.
Cuando le preguntamos a Juan de Dios cómo se
abastecían de los productos que ellos no producían, nos dijo que recurrían al
sistema de trueque, especialmente para obtener la totora y el pescado de
lugares como Capachica, Uros, Ichu y Socca.
Un detalle que nos llamó la atención fue la limpieza
de la isla, a pesar de que habíamos visto que algunas familias tenían en sus
corrales ovejas y aves. Juan de Dios nos refirió que el ganado se cría en zonas
especializadas de la isla y quienes tienen en sus corrales una que otra oveja
se hace responsable de ellas.
— Cuando una oveja se sale de su corral por empecinamiento
del animal o negligencia de sus dueños, aquélla es “detenida” por la autoridad
y su propietario tiene que pagar hasta veinte soles para recuperarla —nos dijo
en tono jocoso.
Sin embargo, aunque la actividad pecuaria tiene
pequeñas dimensiones, tiene una gran importancia para la economía familiar (ovinos,
vacunos, porcinos y aves de corral). Y en cuanto a la producción de la pesca
artesanal, ésta es escasa (por efecto del cambio climático) y de autoconsumo;
los pobladores pescan especies nativas como el carachi, ispi, pejerrey y trucha
(4).
Después de haber disfrutado de un rico almuerzo y de
una interesante plática con Juan de Dios, nos acordamos de que Walter nos había
citado a las 5 p.m. en la cancha deportiva de Amantaní para enrumbar hacia el Mirador,
ubicado en la parte más alta de la isla. El propósito: conocer —aunque sea a
puertas cerradas por la pandemia— un templo inca y deleitarnos con la puesta
del Sol sobre el lago.
No todos acudimos a la cita. Muchos aprovecharon
para descansar y tomarse una sobrecarga de energías. Yo también me sentía
cansado: mi reloj que usualmente en la costa me marcaba entre 80 y 85
pulsaciones por minuto, ahora marcaba entre 115 y 120. Estaba preocupado. Sin
embargo, me sobrepuse y fui tras los pasos de Juana, la esposa de Juan de Dios,
quien nos guiaba hasta la cancha deportiva, que era el lugar de encuentro con
Walter y el resto de los “19 combatientes”.
Para llegar a la “cancha deportiva” había que seguir
cuesta arriba casi como veinte minutos. En el trayecto sentí dos fuertes punzadas
en el corazón y tomé la decisión de no continuar hasta la cima de la isla. “El
cuerpo, que no sabe hablar, nos da señales inequívocas”, me dije para mis
adentros. Así que sin decir una sola palabra seguí tras los pasos de Juana como
si estuviera avanzando con mi cruz hasta el monte Calvario.
Cuando llegamos a la cancha deportiva me di con la
sorpresa de que no estaban todos. Y de quienes habíamos llegado puntualmente a
la cita con Walter, un grupo (entre los cuales me encontraba yo) tomamos la
decisión de no continuar hasta el Mirador. Quienes sí continuaron (y mis
respetos por ellos) nos contaron que nos habíamos perdido uno de los
espectáculos más hermosos del mundo: la puesta del Sol sobre las aguas del lago
Titicaca.
Así que mientras ellos subían para ser testigos del beso
del Sol con el Lago, yo bajé por el mismo camino por el que ascendí hasta la
casa de los Calsi Calsi. En el trayecto, me encontré con un grupo de residentes
de la isla que conversaban animadamente en la lengua quechua. Me quedé
enamorado de sus sonidos y cadencias y, con su permiso, activé mi cámara y
comencé a filmarlos. Ellos no se inmutaron con mi presencia ni con la cámara,
por lo que deduje que el turismo —y los turistas— son para los habitantes de
Amantaní parte del paisaje natural con el que conviven desde su nacimiento.
La noche de discoteca
¡Vaya que me tomé un buen descanso! Cuando Juan
Pablo y Nathaly (que habían llegado hasta el Mirador) retornaron a la casa de
los Calsi, me encontraron completamente repuesto y con un mejor ánimo para
enfrentar lo que se venía más tarde: ¡la noche de discoteca!
La noche de discoteca era uno de los momentos más
esperados no solo por los pobladores de Amantaní que nos acogieron con tanta
hospitalidad sino también por los turistas que, de un modo o de otro, se
anoticiaron de sus características y pormenores. Era el momento de mayor
acercamiento pues los pobladores nos hacían llegar a nuestras habitaciones las
vestimentas típicas de Amantaní, las que debíamos lucir, con dignidad y orgullo,
en la discoteca.
Así que después de haber cenado, los Calsi Calsi nos
informaron que, en esta oportunidad, la noche de discoteca se iba a realizar en
su hogar, en el primer piso, justo en el ambiente que está debajo del gran
comedor. Yo respiré aliviado porque temía que caminar hasta la discoteca iba a
ser, para mí, otra prueba más de resistencia.
A eso de las 8 de la noche, mientras doña Carmen y
yo conversábamos acerca de cómo sería la famosa noche de discoteca, tocaron a
la puerta de nuestra habitación: era uno de los miembros de la comunidad
haciéndonos llegar las vestimentas. Para mí me dieron un hermoso poncho color
marrón con franjas multicolores en la parte inferior; y a doña Carmen una
pollera negra con motivos de flores, una blusa blanca también floreada y una
manta de color negro, además de una faja con franjas de colores. Yo me coloqué
el poncho en una, pero doña Carmen no sabía por dónde comenzar.
A las 8:30 p.m. estábamos todos en el salón de
baile. Me sentía muy satisfecho vistiendo, por primera vez, un hermoso poncho
amantanino; desde niño siempre quise usar uno, pero en la costa, en el medio en
el que siempre he vivido, usar poncho no era la costumbre. Mientras terminaban
de instalar el equipo de sonido, las mujeres lugareñas ayudaban a las de
nuestro grupo a reacomodar sus vestimentas. Yo, sentía que algo me faltaba;
pronto lo descubriría cuando doña Juana, nuestra anfitriona, se acercó a mí con
su franca sonrisa y me colocó un chuyo en la cabeza. Luego me tomó de las manos
y, al tiempo que el huayno comenzaba a sonar, ya estábamos bailando en el
centro del salón e iniciando la Noche de Discoteca.
Noche de discoteca |
Inmediatamente, los otros miembros de la comunidad
se acercaron a nuestro grupo para invitarlos a bailar. Pronto se integraron a
la noche de discoteca turistas conformantes de otros grupos que también
visitaban la isla, especialmente extranjeros. Lo cierto es que bailamos hasta
la medianoche derrochando alegría con los huaynos y sanjuanitos que el
“discjokey” (don Juan de Dios) colocaba uno a continuación de otro, sin darnos
tregua. Los comuneros tomaban cerveza y también chacchaban la hoja de la coca.
Todo me parecía surreal. Hasta ahora estas reuniones sociales del hombre y la
mujer andinos las había visto en películas o en documentales, y hoy era parte
de una de ellas. El cansancio y los males de la altura habían cedido para dar
el paso al jolgorio, al descubrimiento de nuevas experiencias y a la
integración con nuestros hermanos y hermanas de Amantaní.
Cuando, por fin me encontraba en mi cama, rememorando
los momentos más bonitos de la fiesta y esperando a que el sueño haga lo suyo, sucedió
lo que la naturaleza nos lo tenía reservado: una tormenta de relámpagos,
truenos y granizo se desató sobre la isla. Doña Carmen, que jamás había
experimentado tal fenómeno atmosférico, no cesaba de gritar y orar cada vez que
la potente luz de los relámpagos ingresaba por las ventanas de nuestra
habitación como si se tratara de la explosión de un equipo electrógeno. Y
cuando el estruendo de los truenos se estrellaba sobre los techos de las
casitas, debo confesar que también yo me sentí sobrecogido y hasta atemorizado.
Para mí no era la primera vez que experimentaba un
fenómeno de esta naturaleza. Lo viví cuando en los años de mi juventud estudié
en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (hoy Rusia). En Moscú, la
temporada de verano era la más propicia para las tormentas eléctricas, las que
eran de tal magnitud que hacían que las clases se suspendieran. También lo viví
en Kazajstán soviética (una república al norte de China) a donde fui a trabajar
durante mis vacaciones. Y, en mi país, cuando visité las ciudades amazónicas de
Yurimaguas y Tarapoto.
Sin embargo, mucho tiempo había transcurrido ya
desde esas experiencias que, ahora que volvía a vivirlo en Amantaní, no podía
evitar sentir ese natural temor que llevamos en nuestros genes ante la ímpetu y
la fuerza de la naturaleza.
Cuando la tormenta pasó —después de casi dos horas—
y el silencio volvió a reinar sobre la isla, ya no pude conciliar el sueño
pensando y recordando hechos de mi vida, procesando imágenes del épico imperio
incaico que surgían en mi mente como mensajeros del pasado entre las sombras de
la noche y admirándome sobre cómo —de un apacible firmamento estrellado antes
de la fiesta— el cielo se convirtió en un infierno de fuego y estruendosos ayes.
Cuando, por fin, el sueño tuvo misericordia de mí,
el estado REM de mi cerebro me llevó a un mundo mítico, alimentado seguramente por
la tormenta que acababa de terminar y la falta de oxígeno. En mi sueño observaba
a la isla de Amantaní desde lo alto, como si fuera un ave estacionada en los
aires. De pronto algo llamó mi atención hacia un punto de la isla: era una
silueta humana muy brillante que se movía lentamente sobre la superficie. Yo me
acerqué a esa luz y sentí un estremecimiento cuando vi que se trataba de un
hombre totalmente de oro. Pero el color del oro no era el de una tonalidad
metálica, sino incandescente, como si el ente fuera en sí mismo una fuente radioactiva.
El hombre caminaba lentamente —como caminaba yo en la isla agobiado por la
altura y el cansancio— por el sendero empedrado que nos había traído hasta la
casa de los Calsi Calsi. Me acerqué tanto hacia él desde las alturas, que el
hombre me localizó y, levantando rápidamente su rostro, se quedó mirándome
fieramente. En ese momento me desperté sobresaltado y advertí que doña Carmen
dormía plácidamente. Nuevamente volví a quedarme dormido y mis sueños me
llevaron a la isla de los uros; precisamente a la misma isla que habíamos
conocido en la mañana del día anterior. En mi sueño vi a la presidente que
repetía una escena en la cual abría un junco de totora y lo colocaba en la
frente de doña Elena, un miembro de nuestro grupo. El propósito de esa acción había
sido demostrar cómo la totora no solo sirve como un elemento de construcción,
sino también de sanación. La creencia de los uros es que el jugo que brota de
su tallo tiene propiedades antipiréticas ante cualquier enfermedad. Pero en mi
sueño, el brote de junco se convirtió en un filudo cuchillo que hirió
profusamente la frente de doña Elena hasta hacerla sangrar.
Cuando el día despuntó no quería levantarme. El
sueño me había llegado tarde y anhelaba seguir durmiendo un rato más. Pero ha
de saberse que en los tours los horarios son rígidos y hasta sagrados. Así que mientras
oía a doña Carmen que hablaba sola y se movía de un lado a otro de la
habitación, mi cerebro comenzó lentamente a entrar en la fase de vigilia.
Dicen que lo que soñaste en la madrugada te marca
para el resto del día. Mientras se hacía los preparativos para ir a desayunar y
preparar nuestras cosas para despedirnos de Amantaní y viajar a la isla de
Taquile, mi corazón meditaba en el contenido de aquellos sueños y trataba de
encontrarle algún significado. Algún día sabré el sentido de esos sueños (tal
vez para cuando ya se hayan cumplido); pero mientras tanto permanecerán escondidos
entre mis inquietudes, mis miedos y mis ilusiones.
Como si nada hubiera ocurrido en la madrugada, Amantaní
lucía en la mañana con un firmamento esplendorosamente soleado, con níveas
nubes altocúmulos y rodeada de un Titicaca intensamente azul. Era el mejor
marco para una despedida, que espero no sea un adiós. En el atracadero
coincidimos no solamente los de nuestro grupo, sino también turistas de otros
grupos, nacionales y extranjeros.
Los abrazos van y vienen y las palabras de
agradecimiento también. Para los habitantes de Amantaní que nos cobijaron en
sus hogares ésta, probablemente, sea una escena que —en épocas altas de turismo
vivencial— se repite varias veces a la semana. Sin embargo, para nosotros que
hemos vivido esta experiencia como algo único en nuestras vidas, despedirnos de
ellos adquiría un cariz especial. Ellos nos habían dejado una semilla en el
corazón que, estoy seguro, germinará hasta hacernos madurar de peruanidad. La
sonrisa franca de doña Juana, el rostro inocente de Juan de Dios, los niños haciendo
surf en la isla con sandboards de totora, los cantos de los
pájaros en la tarde y el rebuznar de los asnos en la mañana, el azul intenso
del cielo en el día y la llamarada borrascosa de la lluvia en la noche, todo
esto y más, permanecerán en nuestra memoria como elementos mágicos de un mundo
que sobrevive en el lago navegable más alto del mundo.
Mientras la embarcación arrancaba motores del
atracadero de Amantaní y se alejaba de la isla, las manitas de nuestros
anfitriones se agitaban diciéndonos adiós.
oOo
La isla de Taquile
Las distancias en el lago Titicaca son engañosas. Taquile
es una isla rocosa, similar a Amantaní en cuanto a su estructura geológica,
pero de menor tamaño. Desde la isla de Amantaní la veíamos permanentemente y
sabíamos que ella era nuestro próximo destino. Se veía tan cerca que pensábamos
que llegar hasta ella no nos iba a llevar más de diez minutos. Sin embargo,
desde que nos despedimos de Amantaní pasó un poco más de una hora para llegar
hasta el atracadero de Taquile y posar nuestros cansados pies sobre esta isla
de aspecto bastante pintoresco y atractivo.
A diferencia de Amantaní, que es propicia para el
turismo vivencial, Taquile es más propicia para el turismo cultural y gastronómico.
Mientras Amantaní está aferrada casi inflexiblemente a sus tradiciones
ancestrales y así es como quiere compartirlas, Taquile, por su lado, se ha acomodado
al turista y a sus inclinaciones por comprar cosas, comer deliciosamente y mimetizarse
(para la foto) con la cultura anfitriona.
Cuando desembarcamos en uno de sus muchos atracaderos,
la isla se nos presentaba como un enorme desafío. Su belleza era de tal envergadura
que cualquier precio era poco con tal de caminar desde sus faldas hasta sus —hasta
ahora— escondidos tesoros. A diferencia de otros días, esta mañana había amanecido
con mucha energía y la oportunidad de reivindicarme por lo ocurrido en la isla
de Amantaní se me presentaba propicia. “El lago Titicaca también suele darte la
revancha”, me dije, y emprendí la subida deteniéndome cada diez minutos para rasguñarle
un poco de oxígeno al viento que soplaba desafiante sobre mi rostro.
Video subiendo por la
isla Taquile
Después de ascender casi por noventa minutos
llegamos a la plaza de armas de Taquile. En una de sus esquinas —como para
recordarnos que seguimos en el planeta Tierra— hay un poste con los nombres de
las grandes capitales del mundo y la distancia que nos separa de ellas.
La plaza principal de Taquile es muy hermosa y de
gran tamaño. De forma cuadrangular está rodeada por casas de adobe, un restaurante,
el templo católico y una gran tienda en donde los turistas pueden comprar lo
que ellos saben hacer mejor: tejidos.
La calidad y variedad de sus tejidos es increíble. Los
turistas pueden comprar sombreros, bufandas, chompas, ponchos, chuyos,
calcetines y todo tipo de prendas hechas con lana de alpaca. Como todos los
pobladores de la isla, son buenos comerciantes y son raras las veces que ceden
al regateo, por lo que los precios son casi fijos y al alcance de los
visitantes, lo que se justifica por su colorido, la complejidad de los motivos
y la calidad de la materia prima.
Con una de las hermosas vendedoras de tejidos de Taquile |
Al salir de la tienda nos sorprendió un conjunto de
danzantes que, en el centro de la plaza principal, invitaban a los turistas a unírseles.
Ni cortos ni perezosos nos unimos, haciendo un ruedo, en la festiva danza. El
malestar por la altura —más de 3,800 m.s.n.m.— y la falta de oxígeno, pasaron a
un segundo plano a medida que nuestros cuerpos se integraban, gozosos, con las hermosas
notas que salían de los instrumentos musicales de los danzantes. Nunca olvidaré
esta experiencia bajo el intenso cielo azul de Taquile, reflejado en las cristalinas
aguas del Titicaca.
Después de esta experiencia que llenó nuestros espíritus
con las telúricas melodías del Titicaca, nuestro guía nos dijo lo que querían
escuchar ya nuestros oídos: había llegado la hora del almuerzo. Así, después de
tomarnos muchas fotos con los músicos y danzantes, nos enrumbamos hasta el
lugar en donde nos esperaban con una gran mesa y un suculento almuerzo. Felizmente,
ya no había que seguir ascendiendo, sino que caminamos cuesta abajo teniendo
como telón de fondo el colorido paisaje de la vegetación rodeado por el intenso
azul del lago.
La caminata no duró más de diez minutos, y pronto
ingresamos a una casa que tenía un amplio patio, y en el centro, una gran mesa
ya lista para recibirnos. Mientras unos jóvenes taquileños tomaban nuestros
pedidos, los anfitriones, nos dieron una demostración de cómo hacen sus tejidos
y de los tintes que usan para darles el color y la belleza que les caracteriza.
A diferencia de la sazón de Amantaní, más natural y
apegada a sus ancestrales recetas, la gastronomía de Taquile era generosa en
sazón y sabor. ¡Hasta tenían Coca Cola!
Deliciosa sopa taquileña |
Después de almorzar nos despedimos de nuestros anfitriones
y de la isla de Taquile. Con esta experiencia terminaba nuestro viaje al lago
Titicaca y sus hermosas islas habitadas por los aimaras y los quechuas que
viven desde tiempos inmemoriales en completa paz y conservando sus ancestrales costumbres.
Con los ojos humedecidos por la nostalgia, Walter,
nuestro extraordinario guía aimara, natural de las islas del lago Titicaca
pertenecientes a los Uros, nos dijo que deberíamos sentirnos muy honrados por haber sido testigos de la cultura de esta república del Titicaca, pues las
generaciones futuras se están preparando para emigrar hacia las grandes
ciudades del Perú occidentalizado, de modo que lo que ahora hemos visto, dentro
de unos pocos años, ya no será, sea porque las nuevas generaciones abandonaron las
islas, o porque los que se queden adopten nuevas costumbres y estilos más
relajados y condescendientes con la forma de vida del capitalismo.
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(1) Andina
(2019). Chullpas de Sillustani: sitio arqueológico reabre sus puertas al
turismo en Puno. Disponible en https://bit.ly/32oZJRA
(2)
ProCrear (2020). Inca Uyo: el templo peruano de la fertilidad. Disponible en https://bit.ly/3fIiGlj
(3) National
Geographic (2018). Los Uros, el pueblo flotante del Lago Titicaca. Disponible
en https://bit.ly/3nNP5Lq. En este sitio de internet se
puede conocer más sobre el origen de los uros y costumbres de los uros.
(4) Páucar
Ruiz, Edith (2013). Análisis de los beneficios socioeconómicos de las familias
que participan del turismo rural. Un estudio en las comunidades de Amantaní en
Puno-Perú y La Pacanda en Michoacán de Ocampo-México. Disponible en https://bit.ly/3IuKlCp