Memorias de mi amistad con
Manuel Antonio Ledesma
Jacinto
Por Freddy Ortiz Regis
Conocí a Manuel Antonio en la facultad de derecho de la
Universidad Nacional de Trujillo, allá por la década de los 80. Él había
ingresado a esta casa superior de estudios —no estoy muy seguro— hacía uno o dos semestres
antes que yo. Y aunque no estudiamos juntos fuimos conectados por un movimiento
promovido por el arzobispo de Trujillo de ese entonces, el sacerdote Manuel
Prado Rosas, quien convocó a todos los jóvenes universitarios que sintieran la
vocación de testimoniar su fe católica en la universidad.
Yo acepté el llamamiento y desde entonces me hice amigo
de Manuel Antonio, con quien nos frecuentábamos —en el seno de la llamada
Comunidad Universitaria Católica (CUC)— por lo menos dos veces a la semana en
la sede del arzobispado de Trujillo. En esos años —los primeros de la década de
los 80— yo había retornado de Europa, desahuciado de los ideales de justicia,
igualdad y fraternidad que me llevaron a estudiar en Rusia. Y a partir de mi
retorno al Perú, se inició en mí una nueva búsqueda de Dios, que pasó
inicialmente por reconciliarme con el catolicismo, del cual había abjurado
durante mi encuentro con el materialismo dialéctico e histórico.
Dicen que cuando Dios nos guía hacia hechos,
experiencias, lugares y personas, no hay nada que pueda impedirlo, solo nuestra
terquedad o voluntariedad. Allá por el año 1987, un anuncio en el periódico,
solicitando un corrector de ediciones para la editorial Normas Legales S.A., me
llevó a presentar mi CV. A los pocos días me llamaron de la editorial para que
me presente ante el señor Franco Chico Colugna, quien era en ese entonces, el
jefe de ediciones.
Al ingresar a la entrevista me di con la sorpresa que
Manuel Antonio trabajaba en Normas Legales. No recuerdo el cargo que tenía,
pero sí entendí de que era uno de importancia, pues tenía un libre acceso a la
gerencia y al directorio de la empresa. Franco Chico me dio la bienvenida a la
editorial y Manuel Antonio estaba gozoso de que un amigo del CUC le acompañara
en la labor de editar y publicar la legislación para todo el país.
Durante los cinco años que permanecí laborando en esta
editorial, primero como corrector de ediciones, y posteriormente como creador
de un programa informático de legislación (Compuleg), Manuel Antonio jugó un
rol muy especial. Muchos fueron rotando tanto en la administración de la
empresa como en los mandos medios y más inferiores; pero Manuel Antonio
permanecía como una bisagra entre los trabajadores y los directivos. Su
personalidad diplomática, carismática, amable, elegante y ocurrente, le
otorgaba las cualidades para sobrellevar los éxitos, fracasos y contingencias
que acontecen en la vida de una empresa que tiene que luchar duramente para
hacerse de un lugar en el mercado. Eran los tenebrosos años del terrorismo en
nuestro país y había que trabajar sobrellevando esta crisis material y moral
que nos afectaba como ciudadanos y como trabajadores.
Pero no fue sino cuando dejé Normas Legales que mi amistad
con Manuel Antonio se hizo más fuerte. Yo me abrí paso como microempresario independiente,
lo que me permitió sufragar mis estudios de Derecho en una universidad privada,
pues había abandonado los estudios en la UNT fascinado por las satisfacciones rápidas
y personales que brinda el trabajo, primero en una radio como director del
noticiario y, luego, en la editorial Normas Legales.
Gracias a su posicionamiento en Normas
Legales, Manuel Antonio nunca dejo de recomendarme para continuar mi relación
con la editorial a través de servicios externos, los que facturaba ahora a
nombre de mi propia microempresa.
Durante este tiempo, Manuel Antonio me confió detalles de
su vida personal: del agradecimiento que les tenía a sus tías, las señoritas Murga,
la devoción a su madre y la inevitable sensación de orfandad por el padre
ausente. A veces asistíamos al cine, a comer a un restaurante o simplemente
pasar un día en la playa, por lo que aprovechábamos esos encuentros para
fortalecer nuestra amistad y para intercambiar ideas acerca de la vida, el
trabajo y hasta de la política.
Como yo, también había abandonado los estudios de Derecho
por atender a las exigencias del trabajo. Por ello, cuando la UNT publicó una
amnistía para todos los estudiantes que no habían podido culminar sus estudios,
sin importar el tiempo transcurrido, Manuel Antonio me visitó en mi hogar para
darme las buenas nuevas y consultarme si se acogía a dicha amnistía. La alegría
le desbordaba el alma y yo le dije: Amigo, Dios tarda, pero no olvida. Así que
ni corto ni perezoso, Manuel Antonio reinició el estudio de los pocos ciclos
que le quedaban y concluyó la carrera de Derecho exitosamente. El día de su
graduación fue uno de los más felices de su vida, el que compartió con todos sus amigos,
desde el de más elevada posición social hasta el más humilde, porque así era
Manuel Antonio: una persona universal, que abrazaba a todos sin resentir
diferencias ni prejuicios.
De Manuel Antonio podemos contar muchas anécdotas. Todos
quienes le hemos conocido guardamos más de un momento que nos mueve a la risa o
nos conmueve hasta la nostalgia. Voy a narrar uno que sucedió cuando yo trabajaba
en Normas Legales, Manuel Antonio ocupaba ahora el cargo de jefe de ediciones y
no creo haberlo compartido en el grupo.
Corría más o menos 1991 y yo
me encontraba totalmente abocado al desarrollo de un programa informático
(Compuleg) que permitiría no solo acceder instantáneamente a las normas legales a través de
diferentes vías, sino también apoyar en la creación de ediciones
extraordinarias de legislación gracias a la codificación —en una base de datos—
de las diferentes materias legislativas, lo que permitiría que la primera fase
de edición de una publicación extraordinaria, que demoraba meses, se pudiera
hacer en menos de 60 segundos.
El directorio, así como la
gerencia de la empresa editora, estaban muy esperanzados en el programa informático que estaba
desarrollando. Tanto así que hasta se programó una semana de presentación del
Compuleg en las mejores universidades de Lima, la que estuvo a cargo de Manuel
Antonio y de mi persona. Después de esa gira exitosa, la editorial programó la
presentación del Compuleg en nuestra ciudad y se eligió nada más ni nada menos
que el auditorio del Colegio de Abogados de La Libertad. Para este evento se
invitó a dos connotados juristas nacionales: el Dr. Fernando de Trazegnies
Granda y el Dr. Javier de Belaúnde.
A fin de que la audiencia
esté garantizada, la gerencia de Normas Legales publicó un aviso en el diario
La Industria anunciando la exposición del Compuleg y, como atractivos, la disertación
de los renombrados juristas antes mencionados. Cuando leí el aviso no pude
evitar sentir una profunda decepción porque Manuel Antonio y yo también
habíamos sido programados para la presentación del software, sin embargo,
nuestros nombres no aparecían por ningún lado en el aviso publicitario.
A la decepción le siguió el
enfado. Mandé inmediatamente una nota de protesta a la gerencia informando que,
si no se ponía un nuevo aviso que incluyera los nombres de Manuel Antonio y el
mío en calidad de presentadores del programa informático, yo no asistiría a
dicha presentación. Las reacciones no se hicieron esperar. De los diferentes
departamentos de la empresa fui convocado para que cediera en mi posición, a la
que me mantuve firme, con la terquedad y la seguridad de quien es consciente de
que está defendiendo una causa justa. El no tener el frondoso y reconocido
currículo académico ni los grandilocuentes apellidos de los famosos juristas
invitados no era una justificación para que se obviara nuestros nombres, a sabiendas de que Manuel Antonio y yo
teníamos a cargo la presentación del objeto y la razón de ser de la
convocatoria en el Colegio de Abogados.
Al día siguiente, apareció
en el diario La Industria un nuevo aviso conteniendo los nombres de Manuel
Antonio y el mío en calidad de presentadores del programa informático-jurídico
Compuleg.
La noche de la presentación
el auditorio del CALL estaba lleno. Después de las magistrales disertaciones de
los juristas De Trazegnies y De Belaúnde, subimos al estrado Manuel Antonio y
yo para presentar el Compuleg. Los juristas bajaron a la primera fila a fin de
poder apreciar nuestra exposición en un ecran de grandes dimensiones que se
había colocado a fin de que la imagen, procedente de una computadora, se
pudiera ver con la mayor nitidez, tamaño y precisión posibles.
Después de que Manuel
Antonio y yo hiciéramos una exposición introductoria del Compuleg, me quedé solo en
el estrado para demostrar su funcionamiento técnico. Era la primera vez que me
encontraba ante un auditorio lleno de profesionales del Derecho y con la
presencia de dos personalidades de renombrado prestigio no solo nacional
sino internacional, por lo que me sentía bastante nervioso.
Y para agravar mi
nerviosismo, el proyector conectado a la computadora se negó a funcionar, por
lo que me dieron la indicación de que debía hacer la presentación solo con la
pantalla de la computadora de apenas 14 pulgadas. Yo me sentí muy contrariado, molesto e
inseguro pues sentía que mi exposición no estaba saliendo como cuando presenté
el Compuleg en las universidades limeñas. Los rostros desconcertados de los
asistentes acrecentaron más mi nerviosismo, el cual fue percibido por los
organizadores, quienes me hicieron señas de que la presentación debía darla por
terminada.
Así lo hice. Los
organizadores agradecieron a los asistentes por su interés en la informática
jurídica y por haber atendido a la invitación de Normas Legales. En un apartado
de la reunión, en medio de las fotografías y abrazos de despedida con los
renombrados juristas, escuché que alguien le preguntó al Dr. Fernando de
Trazegnies qué le había parecido el Compuleg, a lo que él respondió:
Felicitaciones, ¡tienen un diamante en bruto!
Escuchar estas palabras
significó mucho para un veinteañero como yo que se había atrevido, de manera
autodidacta, solo leyendo manuales de programación de la época, diseñar y
ejecutar un programa para automatizar el Derecho, partiendo desde la legislación.
Manuel Antonio se me acercó
y me felicitó tratando de amenguar mi desazón por la fallida exposición. Y
cuando todos se fueron y nos dejaron solos, Manuel Antonio me propuso ir a cenar al restaurante del lujoso Hotel Los Libertadores que queda en
la Plaza de Armas de Trujillo (hoy Hotel Costa del Sol).
Yo, por supuesto, me negué
excusándome de no tener los medios para pagar la cuenta en un lugar tan costoso
como ese.
—No te preocupes, Freddy —me
dijo Manuel Antonio, sonriendo—. La gerencia ha dispuesto que ellos van a
cubrir los gastos.
Aquella noche los dos nos
dimos un banquete. Y mientras conversábamos de muchas cosas —entre ellas de los
contratiempos tenidos con el proyector y de mi nerviosa presentación— yo
comprendí que Manuel Antonio me había mentido: que la cuenta no la iban a pagar
los directivos de la empresa, sino él; y aunque yo no dejaba de sufrir por
haber sido golpeado en el corazón de mi orgullo sentí —como el bálsamo
cuando mitiga el dolor— que había ganado a un amigo de dimensiones sobrehumanas.
Estuve con Manuel Antonio en los momentos claves de su
vida. Cuando por fin tuvo noticias de la existencia de su familia en la línea
paterna que residía en los Estados Unidos de América, estuve con él —como un
oyente atento y amoroso— participando de su alegría y de su nostalgia por los
hermanos que estuvieron ausentes durante toda su vida. Traduciendo al inglés y
al español su emocionada correspondencia epistolar, pude comprender la
dimensión del vacío que ellos habían dejado en su corazón.
También estuve con él en su graduación en la UNT. Luego,
asesorándolo en la elaboración de su tesis de licenciatura y —un año antes de
que cayera aciagamente enfermo— preparando juntos la metodología y el diseño de
su tesis de maestría. Dios le llamó justo cuando comenzaba a desplegar su
título de abogado como docente universitario y a disfrutar del gozo de una
familia que —con una vocación irrenunciable de padre— se había sabido ganar a
través de su ahijado Enrique y de sus dos hermosos nietos que llegaron a
ser la luz y la felicidad de sus últimos años.
Aquella mañana que me llamó por teléfono para comunicarme
que su cuerpo no le respondía y que era debido a un tumor que se había
desarrollado en su cerebro, yo me llené de preocupación y miedo. Cuando por fin
nos vimos personalmente después de haber sido revisado por médicos de
Trujillo y de Lima, no podía creer la serenidad y sosiego con que me hablaba
sobre la forma en que habría de enfrentar a una enfermedad que no tenía
curación.
El 9 de julio de 2021, Normas Legales, la empresa que él
llamó su “segundo hogar” habría de cumplir 39 años de fundación. Y aunque la editorial
fue vendida —junto con el Compuleg— a otra compañía también dedicada a la
difusión de la legislación nacional (Gaceta Jurídica), Manuel Antonio sentía
que, aunque la empresa físicamente ya no podía existir, el capital humano,
conformado por todos los directivos y trabajadores que una vez la hicieron
grande, debería seguir existiendo a través de la amistad imperecedera y del intercambio virtual en un grupo de
Facebook.
Por ello, días antes del 9 de julio del año 2021 —en su estado de
postración en una silla de ruedas— me llamó para grabar un mensaje por el 39º
aniversario de Normas Legales. Yo cumplí con su encargo y lo publiqué
—transcribiéndolo en su integridad— en la página de Facebook del grupo.
Dos semanas después, Manuel Antonio, caería en una casi
total inconsciencia, soportando una larga pero sosegada agonía, gracias a su
fe en Dios y al apoyo de las personas de su círculo más íntimo; las que no voy
a nombrar para que el Señor, que ve en lo secreto, sepa recompensarlos en
público.
Siete meses después, atendería al llamado del Señor,
dejando este mundo para esperar el cumplimiento oportuno de las promesas de
nuestro Salvador consagradas en Juan 6:39-41: “Y esta es la voluntad del Padre,
el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo
resucite en el día postrero. Y esta es la voluntad del que me ha enviado:
Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le
resucitaré en el día postrero”.
Descansa en paz, Manuel Antonio, amigo mío. Dios no me permita apartarme de su gracia para poder reencontrarnos en aquel día postrero.
“Hasta cualquier
momentito”.
Ledesma Jacinto (marzo 2022)