Por Freddy Ortiz Regis
Libre de las ataduras y
penurias de El Agostino, tenía ante mí a la ciudad de Berlín. Con la última paga y
unos cuantos ahorros que guardaba celosamente en el bolsillo de una casaca, sentía
que tenía el derecho de explorar esta maravillosa ciudad que representaba —aun
en plena Guerra Fría— el último reducto del sueño de un mundo libre.
Berlín Oeste era, pues,
como un portal dimensional que se superponía sobre los años de la dictadura
nazi y del estalinismo soviético; y el muro, era la última frontera que
separaba la libertad de la opresión. En el centro de la ciudad se erguía la Iglesia del Kaiser Wilhelm que fue bombardeada durante
la Segunda Guerra Mundial, y con cuyos chamuscados restos se tomó la decisión
de crear un monumento conmemorativo para recordar la insensatez de la guerra.
Pero no solo los monumentos eran los portavoces de la necesidad de un mundo
nuevo: los berlineses mismos eran el centro de la atención mundial; de cómo
ellos se desenvolvieran en este oasis de libertad dependía la validez de los
principios de un mundo libre, sin ideologías sectarias, que hicieran posible la
convivencia de los seres humanos en un marco de respeto y tolerancia.
Iglesia del Kaiser Wilhelm |
Una
de las primeras sensaciones de sorpresa que tuve al adentrarme en la vida
urbana de Berlín fue ver caminar por las calles, con la mayor soltura, a grupos
de jóvenes con el pelo pintado de muchos colores; otros, rapados; y otros,
vistiendo apretados atuendos que, si no fuera por el biotipo que permite
distinguir a un hombre de una mujer, no me habría sido posible diferenciarlos. Eran los punks.
Chica punk alemana |
Estos
jóvenes llamaron mucho mi atención no solo porque era la primera vez que los
veía sino, fundamentalmente, porque sus modales, expresiones y actitudes no se
correspondían con nada de lo que la sociedad tradicional había desarrollado en
siglos. A veces me pasaba mucho tiempo observándolos, como si se fueran alienígenas que habían llegado a nuestro planeta y que no habían logrado
integrarse con el resto de la gente. Parecía que ellos ni se daban cuenta de
nuestra existencia y que vivían su vida al margen de los demás.
Caminaban
en pequeños grupos de jóvenes de ambos sexos. También hacían uso de los
autobuses y se comportaban siguiendo las reglas establecidas para el
transporte público. Lo mismo ocurría cuando se reunían en los parques o plazas
de la ciudad. Solo hablaban entre ellos y se conducían de una manera que
consolidaba su peculiaridad y nihilismo.
El
movimiento punk alemán de la década de los 80s —y que me tocó apreciar durante mi estadía en la ciudad
de Berlín— fue
crucial para mi entendimiento de lo que significaba el mundo libre. Hasta
ese momento, mi vida, se había desarrollado y formado en ambientes
profundamente represivos. Desde mi niñez
hasta mi adolescencia la educación que había recibido se había fundamentado en
el autoritarismo religioso (el catolicismo) y el autoritarismo político (las sucesivas
e intermitentes dictaduras militares que gobernaron a mi país a lo largo de su
vida republicana). Posteriormente, en los años de mi floreciente juventud, la
influencia de la filosofía marxista (con su materialismo dialéctico e
histórico) consolidó en mi alma una cosmovisión rígida y dicotómica de la
existencia, la que terminó por resquebrajarse durante mi estadía en la Unión
Soviética. Por ello, encontrarme con los jóvenes punk en la vigorosa y
modernísima ciudad de Berlín fue — para mi
convaleciente “espíritu socialista”— un descubrimiento existencial que marcaría el inicio
de una nueva comprensión de la sociedad, la libertad y la democracia.
La
sola presencia de los punks alemanes era la más provocativa invitación a
reflexionar sobre las limitaciones de la sociedad de mi país: imposible que un
movimiento como este pudiera manifestarse en el Perú. Sin embargo, ahora, veía
a estos jóvenes contestatarios en Alemania Occidental, un país que, no hacía
mucho, había estado dominado por una ideología dictatorial, fanática y genocida
como lo fue el nacionalsocialismo.
Pero,
esta transición alemana, no iba a ser rápida ni fácil. Los rezagos de una
educación autoritaria, en un extremo, y los albores de una cultura alternativa
que ponía en jaque los valores tradicionales de occidente, en el otro extremo,
estaban en permanente pugna no solo en el arte y la cultura sino también en los
modos de actuar y conducirse de los berlineses de ayer y los de ahora. Una
muestra de esto es lo que paso continuación a narrar:
Una
mañana cuando que me dirigía hacia el metro (U-Bahn) advertí un tumulto en la
entrada de la estación. Me abrí paso entre la gente y pude ver a un anciano y a
una joven punk protagonizando un
peculiar conflicto: el anciano quería pasar justamente por el lugar en donde la
joven estaba sentada. Ella, impertérrita, permanecía sentada con las piernas
flexionadas mientras el anciano la golpeaba —con golpes controlados en los
muslos— con su bastón, exhortándola a levantarse y cederle el paso. El anciano
tenía a su disposición más de cinco metros para que pudiera entrar a la
estación del metro, pero se había propuesto pasar, precisamente, por el pequeño
espacio que ocupaba la joven sentada. Otro hecho que también llamó mi atención
fue la pasividad del público. Todos observaban la escena. Algunos, los de edad
avanzada, fruncían el entrecejo, mientras que los más jóvenes solo atinaban a
esbozar una ligera sonrisa. Pero a nadie se le ocurrió meterse en el conflicto.
Entrada de una estación del Metro de Berlín |
Como
andaba apurado, me retiré, pero con la inquietud de saber cómo terminaría el
impase. En el trayecto del viaje, a la velocidad del vagón, iba pensando en los
múltiples mensajes que se desprendían de este conflicto. Por un lado, el
anciano defendiendo el orden (la
entrada a la estación del metro no es para sentarse) y, por el otro, la joven defendiendo
la libertad (ella puede sentarse en
donde le plazca, siempre y cuando su posicionamiento no representara un
obstáculo insalvable para el tránsito de las personas). La indiferencia del
público también enviaba un mensaje: los conflictos deben resolverse —hasta
donde la seguridad y la integridad de los protagonistas lo permitiesen— solo por
los implicados en él.
Pero
Berlín nos tenía reservadas otras encrucijadas… Uno de los problemas que
enfrentaba esta ciudad era la presencia de los inmigrantes. Ubicada en el corazón de Europa, como bisagra
entre el capitalismo y el socialismo, la ciudad era el centro de la atención no
solo de intelectuales, artistas y aventureros, sino también de una masa laboral
ansiosa de hacer dinero y salir de la pobreza. Los inmigrantes (en su mayoría
jóvenes provenientes de los países capitalistas más atrasados tanto de la
Europa capitalista como de la socialista) encontraron en Berlín las puertas
abiertas para iniciar el sueño berlinés de la prosperidad, la libertad y el
placer.
Y
hablando de esto último, las discotecas berlinesas se contaban entre los
lugares en donde se podía dar rienda suelta a muchas cosas: desde pasar un
momento de sano esparcimiento con tus amigos hasta agotar una sensual cacería
de drogas y sexo. Las discotecas también estaban clasificadas por las subculturas
que convivían en esta gran ciudad. Dos eran las más importantes pues dos eran
las corrientes juveniles que se disputaban el centro de la atención: los pops
y los punks. Mientras éstos encarnaban el hartazgo con la hipocresía hippie,
la estrechez de miras de la
burguesía y la rebeldía nihilista hacia una sociedad que lo más grande que
había conseguido era engendrar dos guerras mundiales casi sucesivas, aquéllos estaban
enfocados en la cultura pop norteamericana de la década de los 70s, en el
estilo de Jhon Travolta y de Olivia Newton-John (de la película Fiebre del
sábado por la noche) y en el horizonte consumista de la ropa glamorosa y la
comida rápida. Los pops y los punks eran irreconciliables y ambos
estaban en los extremos de la cultura berlinesa de los 80s.
Jóvenes pops alemanes |
Obviamente
que las discotecas a las cuales asistíamos eran a las discotecas de los pops.
Los punks no solo nos inspiraban temor, sino que, además, no estábamos
preparados para digerir su subterránea contracultura. Quienes veníamos huyendo y
desertando de la cortina de hierro (la Europa socialista con la Unión Soviética
a la cabeza) encontramos en los pops la encarnación que reivindicaba los
valores que una vez abominamos en nuestros países, hipnotizados por la
propaganda marxista de los 70s en América Latina y, sobre todo, en el Perú de
la revolución izquierdista de Velazco Alvarado. Así, a la escasez que agobiaba
a la economía socialista planificada se oponía la abundancia de la sociedad de
consumo berlinesa; a la austeridad de la moda moscovita se superponía la
opulencia y elegancia de la cultura pop; a la subyugación del
individualismo a todo nivel del marxismo-leninismo se contraponía la elevación del yo de los adolescentes y jóvenes pops en su más exaltada
demostración.
Pero
en la sociedad berlinesa no solo brillaban los pops y los punks.
Como ya lo dije antes, estas subculturas se encontraban en los extremos. Entre
uno y otro coexistían otras expresiones culturales y políticas como las defensoras
del pacifismo y del medio ambiente (los verdes), las que luchaban por la
caída del muro de Berlín y la reunificación de las dos Alemanias (los reunionistas),
y la amplia gama de los partidos políticos tradicionales entre los que
destacaban el CDU (Unión Demócrata Cristiana) y el SPD (Partido Socialdemócrata
de Alemania).
Muro de Berlín |
Algunos
lectores se estarán preguntando ¿y qué fue del partido nacionalsocialista
(nazi)? Cuando llegué a Alemania guardaba
el secreto temor de que aún existieran rezagos de este partido político en la
sociedad alemana de la posguerra. Grato fue descubrir que los alemanes de la
década de los 80s resentían y hasta se avergonzaban de que una era de su
luminosa historia hubiera sido ensombrecida por la llegada de los nazis al
poder y la captura por parte de éstos de todos los estamentos de la vida de esta
gran nación europea.
Sin
embargo, a pesar de este resentimiento, la sociedad alemana aprendió que la
democracia es la forma más razonable de la coexistencia humana, y este sistema
está cimentado en los partidos políticos que son los instrumentos y las
instituciones fundamentales a través de los cuales se canaliza la voluntad
popular. Debido a esto, para el ordenamiento jurídico alemán es muy difícil
proscribir partidos políticos, aun cuando alguno contenga en su seno principios
y valores que nieguen o debiliten los postulados de la democracia.
Sólo
en dos ocasiones se ha decretado la prohibición de partidos políticos en
Alemania: en 1951 y 1956. En el primer caso, fue proscrito el llamado Partido Socialista
del Reich (SRP), que se atenía a la tradición del partido nazi NSDAP. En el
segundo caso, siguió el mismo camino el Partido Comunista de Alemania (KPD), al
cual se le atribuía estrecho contacto con la Unión Soviética y la desaparecida
República Democrática Alemana. En plena Guerra Fría, el KPD era considerado una
amenaza para la democracia y para el gobierno del entonces canciller Konrad
Adenauer. (1)
A
partir de estas dos fechas ya no han existido más prohibiciones de partidos. La
refundación en 1964 de un partido nazi fue tolerada y tan solo los movimientos
de sus dirigentes y afiliados, vigilados. El intento de declararlo ilegal por
parte del gobierno socialdemócrata y verde del canciller Schröder fracasó
precisamente en el Tribunal Constitucional (2003) y con el comunismo nadie se
ha atrevido. (1)
Tribunal Constitucional de Alemania |
Adiós, Berlín
Una
mañana, alguien tocaba la puerta de mi habitación insistentemente, quitándome
el sueño. Había llegado a mi cuarto a las tres de la madrugada con algunos
tragos de más y que te despierten a las seis es de lo más desagradable que
puedes esperar.
Me
levanté con la cabeza dándome vueltas y, preguntando quién era el que tocaba la
puerta, escuché la voz de Juan que respondió del otro lado.
Abrí
la puerta, intrigado, y vi el rostro desencajado de mi amigo. ¿Qué había
pasado? Hacía solo unas horas habíamos estado en una discoteca y él —como
siempre e incansable— había estado de lo más alegre y en la conquista infructuosa
de alguna bella chica pop.
— Entra,
Juan —le dije—. ¿Qué pasó?
—
Pasa que todo se fue a la mierda, amigo —me contestó, profundamente
contrariado.
— ¿Cómo
así? Explícate, Juan —le dije.
—
El italiano ha descubierto que estoy dando posada a inmigrantes y me ha despedido.
Se
sentó sobre el borde de mi cama y se llevó las manos a la cara. Siempre había
visto a Juan alegre y sonriendo y, ahora, verlo en esa situación me rasgó el
corazón. Desde que me alejé de Marina y me quedé completamente solo, si había
tenido una palabra de aliento y un socorro oportuno, éste siempre vino de Juan.
Ahora, era mi oportunidad de devolverle lo bueno que había sido no solo conmigo
sino también con otros latinos que necesitaron un techo y un alivio urgentes.
Me
acerqué a él y, poniendo mi mano sobre su hombro, le dije:
—
Juan, puedes quedarte en mi cuarto hasta cuando encuentres otra chamba.
Nos
dimos un fuerte abrazo y así fue: durante el día salíamos a recorrer Berlín tratando
de encontrar una nueva fuente de ingresos, y cuando llegaba la noche buscábamos
a los hermanos Huancaruna y nos perdíamos entre las palpitantes avenidas y
calles de Berlín pretendiendo olvidarnos del estrés del desempleo y gastando
los pocos ahorros que nos quedaban. A veces los hermanos Huancaruna no nos
daban bola porque ellos eran estudiantes (y de los aplicados), y entonces solo
nos quedaba buscar a un peruano cuyo nombre se ha borrado de mi memoria, pero
que tenía todos los medios para conectarnos con el dark side de Berlín,
terminando, la mayor de las veces, borrachos y llorando desconsoladamente en mi
habitación por alguna razón que el alcohol, mezclado con sabe-Dios-qué-cosa,
desenterraba de nuestras almas.
Este
Perucho, por ponerle un nombre, consiguió que la Universidad Libre de
Berlín nos permitiera almorzar en su comedor universitario. También fue el
responsable de que me rentaran una habitación completamente amoblada en una residencial
dedicada exclusivamente para los estudiantes extranjeros. Gracias al carné que
el Perucho nos “tramitó” pudimos, Juan y yo, disfrutar de las delicias y
de la modernidad de este comedor y sobrellevar —con el estómago lleno— la
pérdida de nuestros empleos en las pizzerías. Así que un sentimiento de
agradecimiento nos unía a este Perucho (aunque nada con lo que nos favorecía
era gratuito) a pesar de que —durante las noches berlinesas— se había propuesto
llevarnos por el camino del mal y de la perdición. Y si no fuera por un
luctuoso suceso que ocurrió en el comedor universitario y que paso a narrar a
continuación, la trayectoria de nuestras vidas hubiera seguido tal vez su rumbo
ya trazado…
Universidad Libre de Berlín |
Era
el mediodía y Juan y yo nos encontrábamos en la cola para ingresar al comedor a
almorzar. El comedor tenía tres pisos y como era nuestra costumbre siempre
subíamos al segundo piso en donde una moderna faja transportadora nos hacía
llegar los alimentos. Nunca nos ubicamos en el primer piso porque éste era
ocupado en su gran mayoría por estudiantes del Oriente Medio; y no era por su
procedencia que nos alejábamos de ellos sino porque eran muy vocingleros y
pendencieros.
Apenas
recibida la comida de la faja transportadora, Juan y yo, nos dirigimos a ocupar
una de las mesas cercana a las escaleras que conducían al primer piso. Mientras
degustábamos la deliciosa y nutritiva comida que ese día se había preparado, de
pronto, escuchamos unos gritos terribles que venían desde el primer piso. Los
gritos se correspondían a hombres y mujeres que discutían en árabe. Pero, luego,
los gritos pasaron a un segundo plano porque —como si fuera un violento
vendaval— las mesas y enseres del primer piso comenzaron a volar en todas
direcciones haciendo que el ruido no solo apareciera atronador sino también
atemorizante. Esta batalla campal duró como diez minutos que a nosotros nos
parecieron una eternidad. Al ensordecedor ruido se unió, desde los exteriores,
las estremecedoras sirenas de la policía y de las ambulancias que se habían estacionado
en la puerta del comedor universitario. Cuando, al final, se nos dio el permiso
para bajar al primer piso y poder salir del comedor universitario, vimos un
panorama desolador: enormes manchas de sangre en el piso, enseres destruidos,
vidrios rotos en todas direcciones y muchos jóvenes árabes siendo transportados
en camillas hacia las ambulancias. ¿La policía? La policía nunca entró al
comedor: su respeto por la autonomía y la inviolabilidad del campus
universitario era absolutamente escrupuloso.
Lo
que vino después —para Juan y yo— luego de la tragedia en el comedor
universitario fue lo que más temíamos: quedarnos en la más completa indigencia.
La universidad cerró el comedor por varias semanas mientras se hacían las
investigaciones y se reparaban los daños ocasionados a su patrimonio. El comedor
—gracias a la intervención de nuestro “amigo” el Perucho— nos había sido
de gran ayuda y era lo que nos ataba aún a la ciudad de Berlín, a la que abrazábamos
con una rara dualidad existencial de esperanza y decadencia. Y, ahora que ya no
lo teníamos, fue el acicate para que mi amigo y yo nos decidiéramos por escuchar
el consejo de los hermanos Huancaruna: ir a Bonn, la capital de Alemania
Federal, y tentar una beca en alguna institución superior que tuviera entre sus postulados extender una mano a los jóvenes migrantes de los países
que no pertenecieran a la Comunidad Económica Europea (CEE), que así se llamaba
por ese entonces a la actual Unión Europea (UE) que terminó absorbiéndola.
Reuniendo
los pocos marcos que nos quedaban, Juan y yo, tomamos un colectivo hacia
la ciudad de Bonn. Este sistema de transporte era muy solicitado entre los
jóvenes alemanes que deseaban viajar en el interior de Alemania Federal.
Consistía en poner un aviso en los lugares indicados para los comunicados en
los pasadizos de los claustros universitarios convocando a otras personas para
arrendar un automóvil (con chofer incluido) y pagar, entre todos, el costo del
transporte.
Felizmente, conseguimos a dos personas dispuestas a completar —con nosotros— los cuatro
pasajeros para viajar a Bonn. El equipaje no podía ser muy voluminoso, así que
con mucho dolor tuvimos que deshacernos de algunas cosas que habíamos traído
desde Moscú y otras que habíamos adquirido en Berlín.
No me acuerdo el día, pero sí recuerdo con mucha nitidez que fue una mañana soleada de verano
que Juan y yo cruzamos la frontera que separaba Alemania Democrática de
Alemania Federal, dejando atrás a la moderna, pujante, sensual y vibrante
ciudad de Berlín. Nos embargaba un sentimiento de tristeza mezclado con rabia
por alejarnos de esta ciudad a la que habíamos llegado —tal como ocurrió con
nuestro arribo a Moscú— con la ilusión de hacer realidad el sueño de nuestros
padres: ser profesionales competentes formados en el extranjero.
Sin
embargo, a diferencia de lo vivido en Moscú —a la que logramos conocer además
de su faceta académica también por sus expresiones sociales y culturales— en
Berlín más nos habíamos aproximado a su dimensión underground que a lo
que ella nos podía ofrecer en el plano de la cultura y el arte.
Berlín
era una ciudad vanguardista que marcaba tendencias continuamente a nivel
mundial. Paseando por sus amplias avenidas y calles encontramos diseño, moda,
arte contemporáneo y galerías. Berlín marcaba, en esa época, las pautas del
arte europeo en todos sus aspectos. El sano entretenimiento estaba garantizado
con su ópera clásica, con ocho orquestas sinfónicas, incluyendo la famosa
Filarmónica de Berlín y tres grandes edificios de ópera que determinaban la
vida musical de la ciudad. Pero a nada de esto logramos acceder porque nuestras
vidas estuvieron siempre marcadas por el natural anhelo de satisfacer
prioritariamente nuestras necesidades primarias de trabajo, protección y
consuelo; las que logramos alcanzar de manera bastante precaria…
Ruta Berlín-Bonn |
Durante las casi seis horas que duró el trayecto de 600 kilómetros que hay entre Berlín y Bonn en automóvil, solo una cosa teníamos en mente: superar el fracaso de Berlín y conquistar la ciudad de Bonn, la elegante y flemática capital de Alemania Occidental.
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(1)
Sosa, F. (2018). Prohibición de partidos políticos. Disponible en http://bit.ly/3kYb0gF