Memorias
de mi estancia en la república de Kazajtán con la brigada de trabajo de la
universidad Drushba Naródav de Moscú.
Cuando llegué a Moscú lo primero que tuve que
enfrentar fue la famosa “cuarentena”. Como los astronautas recién llegados a la
Tierra tienen que pasar un período de aislamiento, así también el grupo de
peruanos que en 1979 llegamos a la capital de la entonces URSS (Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas), tuvimos que afrontar un período de encierro
en el pabellón de los recién llegados.
Eso nadie me lo había
dicho, así que para mí fue una sorpresa; aunque tal vez algunos de mis
compatriotas que llegaban por el partido comunista ya sabían cómo era la cosa.
Era de noche y estaba
muy cansado. Veintiséis horas de vuelo, desde Lima, más el cambio de horario (nueve
horas de diferencia), habían hecho mella en mi organismo. Después de que se nos
asignaron las habitaciones en donde íbamos a pasar la cuarentena (que implicaba
no salir a la calle por dos semanas) pasamos a un gran comedor ampliamente
iluminado y con muchas mesas pulcramente arregladas para la cena.
Era aproximadamente las
11 de la noche. Para llegar al comedor pasamos por un sala de estar en donde
había un televisor de veinticuatro pulgadas transmitiendo, en un idioma aún
completamente ininteligible para nosotros, las noticias de la hora. Muchos de
los latinos al ver el televisor no pudimos dejar de sobrecogernos: ¡era la
primera vez que veíamos una TV a color!
Mi primera noche en
Moscú fue una noche llena de excitación. Todo mi ser me revelaba que había
llegado a un mundo nuevo. Sentimientos encontrados se agitaban en mi corazón: estaba
a millones de kilómetros de mi casa y al mismo tiempo mi alma estaba ansiosa
por conocer muchas cosas nuevas e interesantes.
No recuerdo qué cenamos
en nuestra primera noche moscovita… El tiempo ha hecho estragos en mi memoria;
pero lo que no se borró de mi mente, y ha soportado el paso del tiempo, fue el
postre: un preparado a base de leche que en Rusia es la estrella de la
gastronomía y que ellos llaman kefir
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Delicioso kefir ruso |
La palabra kefir proviene de un vocablo turco que tiene
varios significados. Puede ser “placer” o “salud”. Pero lo cierto es que todos los estudiantes extranjeros
que habíamos llegado esa noche a la universidad, rechazamos el famoso kefir.
Los rusos y los estudiantes antiguos que nos atendían se reían de nuestra
reacción ante el kefir. “Con el tiempo van a amar el kefir”, nos decían con un
aire de conmiseración.
Y no se equivocaron. Entre las razones más poderosas que me harían retornar
a Rusia ―además de visitar las ciudades de Alma Atá y San Petersburgo, y
abrazar a algunos amigos que dejé― está el volver a paladear el incomparable
sabor del kefir.
Parte
I: El lago
Las dos semanas de la “cuarentena” pasaron lentas,
muy lentas. Exámenes médicos y sesiones de preparación para la vida
universitaria ocuparon la mayor parte de nuestro tiempo. Ver la televisión a
color estuvo entre las cosas que nos aliviaron el tedio y el anhelo de
libertad. Aunque no entendíamos aún el idioma ruso, nos deleitábamos en las
hermosas imágenes en color que la TV moscovita transmitía ininterrumpidamente. Cuando
terminó la cuarentena, lo primero que se nos vino a la mente, fue visitar la
Plaza Roja y la urna de Lenin, que se encontraba en el centro de la plaza y a
un costado de los muros del Kremlin.
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Histórica Plaza Roja de Moscú |
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Lenin embalsamado |
Pronto, el mes de setiembre terminaba y el otoño cedía el paso al
invierno con sus primeras nevadas. Coincidentemente también comenzaron los
estudios generales y de idioma ruso en la universidad. Los sucesos de mi primer
año en la facultad de estudios generales de la Universidad Drushba Naródav (Universidad de la Amistad de los Pueblos) serán motivo de la redacción de otras memorias,
en las que describiré ―hasta donde mi memoria me lo permita― los momentos más
impactantes de las alegrías y tristezas que hicieron de este tiempo inicial en
Moscú un etapa crucial de mi existencia.
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Universidad Drushba Naródav de Moscú |
Mientras tanto describiré en estas memorias mi viaje a la república de
Kazajtán al inicio del verano y término del primer año
de los estudios generales.
El invierno nos había golpeado duramente ese año. Como nunca la
temperatura alcanzó niveles que llegaron a -25 °C. Había sido un año muy
intenso, dominado por emociones y experiencias completamente nuevas. Entre
ellas el aprendizaje del idioma ruso, el adaptarnos a un clima de estaciones
extremas y lidiar con la nostalgia de la patria, la familia y los amigos.
Cuando terminó el invierno y el verano volvía a calentar la ciudad, yo
estaba feliz porque había culminado satisfactoriamente el primer año de
estudios generales y me había ganado el derecho de alistarme en una brigada
para trabajar fuera de la ciudad de Moscú.
La paga no era mala. En dos meses de trabajo recibiría lo que el
gobierno ruso me daba como estipendio en medio año. Había brigadas para
trabajar en el norte de Rusia, en el Mar Negro, en la región de los Urales, en
el mismo Moscú, y en Kazajtán. Elegí este último porque había cupo solo para
tres latinos, y los tres éramos peruanos.
Mi madre me escribía cartas dándome todas las indicaciones para pasar
los peligros y no cometer imprudencias. Ahora que ya no la tengo físicamente,
cuánto daría por volver a leer esas cartas, pero conjuntamente con fotos y
otros souvenirs que guardaba celosamente
como amuletos de mi destino, me fueron robados durante mi trayectoria por
Europa occidental, luego de abandonar Rusia.
Y el día llegó. A las diez de la mañana estaba puntual en el aeropuerto
de Sheremétievo la brigada que se dirigía a Alma Atá, la ―en ese entonces― capital de la república
de Kazajtán. El calor era abrumador, pero ahí estaba el grupo conformado por
aproximadamente treinta y cinco personas, entre ellas estudiantes rusos, asiáticos,
africanos y latinos. Había en el grupo solo dos mujeres de nacionalidad rusa. Los
latinos eran tres peruanos: Walter, Oswaldo y yo. Walter era de Lima, Oswaldo
del Cusco y, yo, de Trujillo.
De los rusos no conocía a ninguno de ellos. Los estudiantes rusos que
habían llevado conmigo los estudios generales o compartido la habitación habíanse
alistado en otras brigadas. De los asiáticos solo conocía a un nepalés con el
que no me llevaba muy bien (era mi vecino de habitación y siempre andaba
refunfuñando). Y de los africanos también solo conocía a uno, que había sido mi
compañero de aula, de nombre O’Kocha. Este africano (procedente de Lesoto) era
de un hermoso carácter. Siempre tenía una sonrisa en los labios. Alto -aprox.
1.80 m- y de buen parecer, hablaba el ruso con gran fluidez, mejor que nosotros
los latinos. Después me enteré que su papá era el ministro de economía de su
país.
De las aproximadamente treinta y cinco personas que componían la brigada
de Kazajtán, algo así como diecisiete eran rusos. Ellos tenían los cargos de
mando y sus edades fluctuaban entre los 18 y 22 años. Solo dos de ellos, el
capitán y su lugarteniente, aparentaban tener unos cuarenta años. Todos ellos
procedían del servicio militar y habían ganado su derecho a estudiar en la
Drushba Naródav gracias a su disciplina, inteligencia e integración con los
principios del marxismo-leninismo. Así que ya podrán imaginarse, mis queridos
lectores, cómo habría de ser el carácter y el talante que estos jóvenes
imprimirían a nuestra brigada de trabajo en las lejanas tierras kazajas.
Cuando subimos al avión (era la segunda vez que subía a un avión en mi
vida) todos nos sentamos agrupados por nacionalidades. El avión distaba en
mucho del que nos había llevado desde Lima hasta Moscú. Éste no tenía las
dimensiones de un avión intercontinental y no era a reacción sino que
funcionaba con motores de hélices, las que se podían ver rotar vertiginosamente
solo asomándose por alguna de las ventanas.
Walter, Oswaldo y yo cruzamos miradas ansiosas y, de pronto, ya
estábamos cruzando los cielos de la URSS rumbo a la república de Kazajtán. El
viaje fue algo accidentado. Un avión de hélices no es lo mismo que uno a
reacción. Fueron más de tres horas de un viaje cargado de sobresaltos pues la
ruta que une Moscú con Alma Atá era una ruta caracterizada por la presencia de grandes
zonas de turbulencias que hacían que la nave se sobresaltara de una manera que
a todos nos mantenía en vilo; con excepción de los rusos que parecían disfrutar
no solo de las bruscas subidas y bajadas de la nave sino también de nuestra mal
disimulada angustia. O’Kocha, esta vez no reía sino que murmuraba algo entre
sus labios que parecía más una plegaria.
Cuando llegamos al aeropuerto de Alma Atá nos esperaba un ómnibus que
nos llevó hasta la estación del tren. Era casi las dos de la tarde cuando
llegamos a la estación y almorzamos ahí muy rápidamente. A las tres de la tarde
estábamos todos instalados en el tren. Era la segunda vez que viajaba en tren.
La primera vez fue apenas terminando la secundaria cuando ―acompañado de mis
amigos de la promoción― viajé al sur del Perú y recorrí en tren la dura y
gélida ruta que une Arequipa con Puno, y a éste con el Cusco.
Cuando el tren comenzó a andar me invadió una profunda nostalgia, de
aquellas que hacen la diferencia entre viajar en tren y en avión. El sonido
profundo y aherrumbrado de las ruedas sobre los rieles y el desplazamiento inicial
lento, casi acompasado con el ocultamiento del sol en el horizonte, hicieron
que mi alma se sintiera, de pronto, dominada por un extraño sentimiento que era
mezcla de congoja y bienaventuranza.
Y ahí estábamos los tres peruanos nuevamente juntos, compartiendo los
asientos del tren y cada quien viviendo a su modo esta nueva aventura. Con
ninguno de los dos me unía una estrecha amistad. Tampoco habíamos compartido
aulas en los estudios generales. Walter era de Lima y había dejado la UNI
(Universidad Nacional de Ingeniería) para postular a una beca en Moscú. Era de
aspecto trigueño y de extracción más bien humilde. Cuando hablaba parecía que
daba órdenes y se esforzaba por aparentar una dureza que en el fondo no tenía.
Oswaldo era del Cusco y después de los estudios generales había decidido
estudiar física; apenas tenía 17 años y su rostro cetrino y afilado era el
típico de un indígena adolescente. Siempre estaba sonriente y era dado a poner
apodos y hacer bromas, algunas no siempre de buen gusto.
Durante el viaje ―que nos llevaría a una ciudad cercana al pueblo en
donde íbamos a trabajar y en el cual estaba instalado nuestro cuartel general (láguerie, en ruso)―, los tres
conversábamos acerca de nuestros orígenes ―tratando, cada uno, de expresar lo mejor
de sí mismo―, de nuestros sueños, de las razones por las que decidimos venir a
Rusia y qué era lo que esperábamos del futuro.
La noche había caído ya y el sueño no nos era propicio. Hacíamos tiempo
caminando por los vagones, mirando a la gente que viajaba en el tren, todos de rasgos
asiáticos y que hablaban en una lengua que no era el ruso sino el kazajo. La
gente, conformada por hombres rudos, mujeres de aspecto sumiso y niños, también
nos observaba, pero ninguno se atrevió a dirigirnos una sola palabra, a pesar
de que también hablaban el ruso.
Cuando era aproximadamente las cuatro de la madrugada el tren se detuvo
y estuvo así casi una hora. Los compañeros rusos de la brigada nos informaron
que se había producido una falla, que no nos preocupáramos, y que llegaríamos
bien a la ciudad cuyo nombre se me ha olvidado por completo.
En el ínterin de la falla del tren, bajamos de éste para respirar el
freso aire de la noche. Frente a nuestro tren estaba la otra vía férrea de
retorno. Nunca olvidaré que mientras estábamos ahí, mirando las estrellas y
riéndonos de alguna ocurrencia de Oswaldo, de pronto vimos venir, por la vía de
retorno, otro tren, con dirección a Alma Atá. Digo nunca lo olvidaré porque
jamás había visto en mi vida un tren de tan descomunal longitud. No alcancé a
terminar de contar el número de vagones, pero calculé que demoró en pasar
delante de nosotros como unos diez minutos.
― ¡Ah burro tren! ―exclamamos los tres.
Cuando el tren terminó de pasar, en mi mente quedó bien claro que estábamos
no en cualquier país sino en una potencia mundial capaz de transportar tan
gigantesca producción.
Pronto tuvimos que subir al tren
y el aire fresco de la noche nos estimuló el sueño. Cuando despertamos el
paisaje de la estepa se abría aún infinito ante nuestros ojos. Pero ya no
faltaba mucho. En breve llegaríamos a la ciudad y de ahí hasta Raievka (que en ruso significa Paraíso), que era nuestro destino final.
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Raievka |
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Estepa y bosques de Raievka |
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Casas de Raievka |
Cuando llegamos a la ciudad abordamos un bus de regular tamaño.
Nuevamente la estepa se abrió ante nosotros y el calor se hacía insoportable.
Era como las dos de la tarde. En el trayecto, casi ya llegando a Raievka,
divisamos un pequeño lago, y Walter, Oswaldo y yo cruzamos miradas cómplices.
Cuando llegamos a Raievka el bus cruzó el pequeño pueblo rural y se
dirigió a un edificio de madera, de un solo piso, que era nuestro cuartel
general y que se encontraba como a unos cien metros del pueblo: era el láguerie.
Algo que llamó mi atención fue que cuando cruzamos el pueblo, no vi a
nadie. Y a no ser porque no se advertía descuido ni falta de limpieza,
cualquiera hubiera juzgado que se trataba de un pueblo fantasma. Yo me
imaginaba un comité de recepción esperándonos, pero cuando llegamos al láguerie, y descargamos nuestro
equipaje, nadie del pueblo se apareció para darnos, al menos, la bienvenida.
El láguerie, como ya lo dije
antes, era de madera. Estaba conformado por tres estructuras separadas apenas
por algunos metros de distancia haciendo un área total aproximada de 600 m2.
En la primera estaban las habitaciones que debían compartir cuatro estudiantes,
como lo era en la universidad. La segunda estructura era un amplio comedor que
contenía dos grandes mesas en forma de L con capacidad ―cada una― para
aproximadamente 50 personas cómodamente sentadas; y también albergaba la
cocina. Y la tercera estructura estaba conformada por dos duchas que recibían
el agua que caía proveniente de un cilindro colocado a unos siete metros de
altura; también estaban en esta estructura los lavatorios y retretes, sin
puertas ni separaciones, de modo que quien tuviera algún sentido de la
privacidad, en este lugar estaba destinado a olvidarse de él.
Después que nos instalamos en las habitaciones (los tres peruanos fuimos
colocados en habitaciones distintas), el comandante, cuyo nombre era Dimitri,
nos reunió a todos en el centro del láguerie
para darnos la bienvenida a Raievka y, también, un asueto de una hora para
organizar nuestras cosas y asearnos. Después de ese tiempo nos reuniríamos en
el comedor para tomar un refrigerio. El sol no amainaba sus rayos, y caía sobre
el centro del láguerie con una furia
indomable. En el centro del láguerie
había dos astas de aproximadamente unos veinte metros de altura, de metal, en
las que no flameaba bandera alguna.
Después de romper filas, los brigadistas se juntaron cada quien con los
de su nacionalidad para llevar a cabo la orden del comandante.
Cuando Walter, Oswaldo y yo nos juntamos otra vez, estábamos algo
mortificados porque nos habían separado, pues teníamos la ilusión que
compartiríamos la misma habitación. Y después de rumiar
nuestra amargura, pusimos en marcha lo que ―en el bus que nos tría a Raievka―
habíamos secretamente decidido hacer: ir al lago que habíamos visto a unos aproximadamente
500 metros del láguerie.
Salimos del láguerie con toda
naturalidad pues nadie se había percatado de nosotros. Caminamos por
aproximadamente unos veinte minutos por un sendero de tierra apisonada que
estábamos seguros conducía hacia el lago. Y no nos habíamos equivocado: frente
a nosotros estaba ese inmenso lago invitándonos a entrar en sus aguas.
Sudorosos pero entusiasmados nos quitamos la ropa en menos de dos minutos y nos
lanzamos a las aguas que de cristalinas no tenían nada.
Ahora, que han pasado todos estos años de los sucesos que narro en medio
de sentimientos encontrados, caigo en la cuenta de que éramos como niños,
incapaces de medir el riesgo y el peligro. Apenas habíamos llegado a ese lugar
extraño y no sabíamos nada de ese lugar. ¿Qué si era un lago donde se
depositaban residuos venenosos? ¿Qué si en ese lago había una fauna peligrosa
para la población? En nada de esto pensamos. Nos arrojamos a sus aguas que tenían ―a pesar del calor reinante― una temperatura muy agradable, y retozamos como
críos halándonos de las piernas y los brazos, chapoteando con el agua y
zambulléndonos infinitamente en medio de risas y gritos de alegría. ¿Cuánto
tiempo pasó? No lo sé. Nos olvidamos completamente del tiempo. Y no fue sino
hasta cuando escuchamos el frenético claxon de un jeep que se dirigía hasta nosotros que reparamos que el tiempo
existía y que, además, algo malo iba a sucedernos.
Salimos del lago y nos dirigimos hacia donde habíamos dejado nuestras
ropas. Nos vestimos rápidamente pero el jeep,
en el que había tres brigadistas rusos, ya había llegado hasta nosotros.
De ahí bajó el lugarteniente, un hombre entrando ya en la edad madura, de ojos
verdes y cabellos rubios que le caían sobre los hombros, y cuyo nombre era
Misha. Su mirada no estaba dominada por la ira sino por la incredulidad. Yo lo observaba
y adivinaba que no creía que esto estaba realmente sucediendo. Walter y
Oswaldo, como yo, estábamos paralizados de temor.
― ¿Pero qué %$*#& hacen aquí? ― Nos espetó con su voz que no parecía de un hombre maduro sino la de un adolescente afónico.
Nosotros no sabíamos qué decir. Hubo un momento de silencio que pareció
una eternidad. Y nuevamente el lugarteniente volvió a preguntar:
― ¿Por qué están aquí sin permiso? ¿Quién les ha autorizado venir aquí?
Walter y yo nos habíamos quedado mudos como peces, pero Oswaldo ―en un
gesto que hasta ahora me causa admiración― sonrió nerviosamente, y abriendo su
boca dijo:
― Es que el comandante ha dicho que podemos asearnos, y por eso hemos venido
hasta el lago…
El rostro del lugarteniente , al escuchar las palabras de Oswaldo y ver su
rostro de niño inocente que a la sazón había puesto, se relajó y, señalando
hacia el jeep, nos pidió que nos
acomodáramos en la parte trasera del vehículo.
Mi cabeza estallaba en pensamientos trágicos. ¿Qué nos podría pasar? Los
tres peruanos nos mirábamos silenciosamente mientras el jeep avanzaba rápidamente hacia el láguerie. Mi mente no tenía otro pensamiento que el rostro ceñudo y
agrio de Dimitri, el comandante. Éste era un hombre parco, y las pocas veces
que le había oído hablar sus palabras se escuchaban amargadas y carentes de
alguna pizca de alegría o entusiasmo. Parecía tener más de cincuenta años, pero
no podía tener esa edad… Sus cabellos eran rubios, y al igual que Misha ―su
lugarteniente― también le caían sobre los hombros. Eran el más alto de todos
los que conformábamos la brigada universitaria. Sus ojos azules, cuando se
posaban sobre los de otra persona, parecían anhelar penetrar hasta en lo más
íntimo de las vidas. “¿Qué nos habría de decir, ahora, el comandante?”, era la
pregunta que taladraba en mi mente.
No voy a reproducir el recibimiento que nos dio el comandante apenas
llegamos al láguerie. Cuando nos vio
llegar se acercó rápidamente hacia nosotros y nos invitó a pasar a su
habitación. Ahí se desahogó de toda la tensión que había acumulado desde que
salimos de Moscú y llegamos a Raievka. Después de cada invectiva que nos
lanzaba se afilaba los bigotes rubios y largos que acrecentaban el aire de
respeto y sapiencia que se desprendía de su rostro.
― ¡Que esto nunca más vuelva a repetirse! ― cerró su airada alocución.
Si vuelven a actuar de la forma como a ustedes se les antoja, los devuelvo a
Moscú acompañando un parte de su mal comportamiento. ¡Retírense y vayan a
cenar!
Cabizbajos nos dirigimos hacia los servicios higiénicos, y luego fuimos al
comedor. Cuando entramos se hizo un grave silencio y todos posaron sus miradas
sobre nosotros.
― ¿Por qué mierda nos miran? ― susurró Walter en español, muy
contrariado.
Yo no le respondí nada, pero Oswaldo ingresó al comedor con una sonrisa
burlona en los labios.
Parte
II: Pável
Esa noche no pude dormir bien. Las palabras del
comandante, airadas y llenas de reproche, resonaban una y otra vez en mi
cabeza. Pero me calmaba a mí mismo reconociendo que ―después de todo― no se
habían cumplido mis peores temores y, como dicen en mi país, la “habíamos
sacado barata”.
Pero, desde ese día, los tres peruanitos, no dejaron de estar
entre ceja y ceja del comandante.
Al día siguiente,
Walter, Oswaldo y yo, previo al desayuno, nos buscamos. Como nunca antes sentí
su presencia como algo familiar. Ahora sentíamos que éramos ―los tres― una
familia en medio de esta comunidad de personas a las que solo nos unía un
idioma aún extraño para nosotros: el ruso. Los sucesos del día anterior habían
hecho nacer en nosotros un nuevo lazo de amistad que solo se interrumpiría algún
tiempo después, cuando abandoné Rusia en mi ruta hacia el occidente libre.
Después del desayuno,
el comandante Dimitri, se dirigió a nosotros. Mi corazón se sobresaltó porque
pensé que iba a recordar los sucesos del día anterior. Pero no. El comandante
habló de las razones por las que estábamos en Raievka y nos explicó que
habíamos venido a trabajar para atender necesidades de la comunidad que
requerían de intensa mano de obra.
Ese iba a ser el primer
día de trabajo y, los tres peruanos, abrigamos la esperanza de permanecer
juntos en el lugar a dónde nos habrían de enviar. Pero nos desilusionamos. El
comandante nos dispersó en brigadas distintas. Walter integró el grupo que iba
a trabajar en una granja de cerdos; Oswaldo a una fábrica de ladrillos; y yo, a
una brigada que tenía por misión abrir zanjas para los cimientos de nuevas
casas y centros comunitarios. Las brigadas eran rotativas y durante los dos
meses que permaneceríamos en Raievka habríamos de prestar nuestros servicios en
cada uno de los grupos de trabajo.
Un sentimiento, mezcla
de tristeza y ansiedad, nos invadió cuando nos despedimos. Ellos se fueron en
un bus, y mi brigada, conformada por seis rusos, tres africanos, un asiático y
yo, solo caminamos en dirección de Raievka. Nos volveríamos a ver a la hora del
almuerzo.
Cuando mi brigada llegó
al lugar advertí que era un terreno de aproximadamente unos 700 metros
cuadrados de área. Tenía las zonas en donde íbamos a excavar ya delimitadas.
Había una camioneta estacionada desde la cual se nos proporcionaron los picos y
palanas para comenzar a abrir las zanjas. Era la primera vez que tenía un pico
y palana entre mis manos. Realmente eran instrumentos algo pesados y por un
instante dudé de mi capacidad para hacer el trabajo. Pero me di valor y me dije
a mí mismo que no iba a volver atrás y que daría todo lo mejor.
Era como las nueve de
la mañana y el sol caía con fuerza ya sobre Raievka. La orden de comenzar a
abrir las zanjas se había dado y todos a una levantábamos el pico y lo
dejábamos descender con fuerza abriendo la tierra que cedía al impacto de los
golpes decididos y acompasados de las herramientas. Una vez que la tierra cedía
lo suficiente, usábamos la palana para retirarla a un costado de la zanja.
La gente del pueblo poco a poco comenzó a
integrarse con nosotros. Al principio nos observaban, a un costado del área de
trabajo, como cuando se mira a un circo que recién ha llegado. Lo que más les
llamaba la atención eran nuestros compañeros africanos. Cualquiera creería que
era la primera vez que veían a personas de color negro. Los niños fueron los primeros que se acercaron para tocarnos y pedirnos “rubashka”.
Los estudiantes extranjeros de la brigada nos
sentíamos intrigados por la insistencia de los niños para que les diéramos
“rubashka”, que en ruso significa “camisa”. Cuando hacíamos un alto para
refrescarnos con alguna bebida que la gente del pueblo nos llevaba y que
llamaban “kampota”, los niños se nos acercaban y nos pedían obstinadamente:
“rubashka”.
Hasta que uno de los
estudiantes extranjeros ―un africano de nombre Mteto― no aguantó más y
dirigiéndose hacia el jefe de la brigada, un ruso de nombre Vladimir, le
preguntó en un tono de profunda inquietud:
― ¿Por qué nos piden camisas?
El jefe de brigada soltó
una carcajada y le respondió:
― Noooo…. ¡Están pidiendo
chicles!
En ruso los vocablos camisa y chicle son muy parecidos; solo los diferenciaba el énfasis en el
fonema “sh”.
Todos nos reímos a una
sola vez. Los niños también sonrieron porque se dieron cuenta que ahora por fin
sabíamos lo que nos pedían. La fabricación de chicles en la URSS de esa época
era una producción en extremo limitada y podría decir que hasta casi nula, como
todo aquello que implicaba la industria
ligera del país (la liógkaia
pramuíchliennast). Por eso los niños aguardaban ansiosos la llegada de los
extranjeros para disfrutar del excitante y dulcísimo sabor de los chicles.
Lamentablemente, ya
teníamos en Rusia casi un año, y los pocos chicles que los estudiantes
extranjeros traían en sus equipajes procedentes de sus países de origen, habíase
ya consumido. Así que poco a poco dejamos de ser atractivos para los niños que
se acostumbraron a vernos todos los días abriendo las zanjas y, además, no
estábamos en la disposición de satisfacer aquello que tanto anhelaban.
Pero solo un niño no se
alejó de nosotros, especialmente de mí. Su nombre era Pável, y tenía 6 años.
Desde la primera vez que me alcanzó un vaso de leche que su abuela le dio para
que me entregara, nos hicimos amigos entrañables. En los breves tiempos de
descanso que teníamos, él se me acercaba con sus juguetes de madera. Me hablaba mezclando el ruso con el kazajo; pero nos entendíamos muy
bien. Su abuelita se ponía muy contenta cuando le llevaba la corriente en sus
juegos, y, tal vez, por ello me daba una doble ración de leche fresca. Una
tarde, casi ya para retornar al láguerie,
luego de una jornada más de trabajo, no pude resistir el irrefrenable deseo de
cargarlo y abrazarlo; tal vez porque sería la última vez que nos veríamos. La
rotación de las brigadas se adelantó en dos días y no pude despedirme de él ni
de su abuelita.
Cuando terminó nuestra
labor de abrir zanjas, no sólo habíamos terminado las que inicialmente fueron
trazadas sino que también continuamos con la apertura de otras nuevas, en las
calles, para ampliar el servicio del agua potable domiciliaria de Raievka. Mis
manos habían resistido las peores ampollas que jamás tuve en mi cuerpo. Los
músculos de mis brazos y de mis hombros habíase ensanchado y endurecido de tal
modo que si ―de pronto― hubiera retornado al Perú, mis familiares y amigos
habrían pensado que había pasado más el tiempo en un gimnasio que en la
universidad.
Estos primeros veinte
días en Raievka estuvieron llenos de emociones y experiencias nuevas no solo
para mí sino también para mis otros amigos peruanos, Walter y Oswaldo. Cuando
nos reuníamos a la hora del almuerzo era poco el tiempo que teníamos para
contarnos las cosas que nos habían pasado en nuestros respectivos puestos de
trabajo; pero en la noche, salíamos al patio central del láguerie, y ahí, bajo las titilantes estrellas del Asia central y
la fresca brisa que venía del norte, nos poníamos a conversar de muchas cosas,
entre ellas, de los grandes contrastes que tenía la URSS, del gran adelanto que
mostraba, por un lado, en algunas áreas de su existencia como potencia mundial industrial
y militar y, por otro, de los profundos atrasos que se constataba en su
desarrollo social y cultural.
Una noche, en la
madrugada, los gritos mezclados con sollozos de un africano en el patio del láguerie, nos hicieron despertar
sobresaltados:
― Malditos rusos… ¿Para
qué he venido a este país de mierda?.. Mejor me hubiera quedado en mi país…
Yo me asomé a la
ventana y grande fue mi sorpresa al ver que era O´Kocha el que vociferaba y
lloraba al mismo tiempo. No lo podía creer. Era una persona completamente diferente
al que había conocido en la facultad de estudios generales y que solía extenderme
su gran mano para agitar fuertemente la mía entre risas y palabras de aprecio.
¿Qué le estaba
pasando?, me pregunté muy preocupado. Seguí mirándolo por la ventana y nadie
pareció interesarse por él. Todos continuaban su sueño porque a las 6 en punto
de la mañana ―al grito de ¡paidión!, ¡paidión! (“¡a levantarse!”, en ruso)― todos
teníamos que saltar de la cama, arreglar la habitación y dirigirnos rumbo a los
servicios higiénicos para iniciar una nueva jornada de agobiante trabajo.
La vida en la Unión
Soviética de ese entonces no era fácil. A decir verdad, para el pueblo ruso y
los pueblos que conformaban la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, históricamente
la vida nunca había sido fácil. Por siglos fueron sojuzgados por monarquías
absolutistas de lo más despóticas y crueles. Estos pueblos soportaron las dos
grandes guerras estoicamente pagando un precio muy alto de millones de vidas
además de sufrimiento, carencias, angustias y humillaciones. Por ello, la
llegada del socialismo representó para los soviéticos (los rusos y todos los
pueblos no rusos asociados a ellos ya sea voluntariamente o por la fuerza) el
inicio de una nueva etapa de prosperidad y grandeza nacional.
Este esfuerzo del
socialismo marxista en la Unión Soviética (la URSS) había dado resultados a
medias. El desarrollo se enfocó en el impulso de la industria pesada (la tiarriólaia
pramuíchliennast) en detrimento de la industria ligera. La industria pesada
atañía a la maquinaria industrial, equipos bélicos, maquinaria de transporte
pesado (tractores, trenes, camiones, aviones), maquinaria de construcción y la
industria aeroespacial; por su parte, la industria
ligera era concebida como todo aquello que podía ser considerado “no
esencial” o “prescindible”, aunque estuviera muy ligado a las satisfacciones
personales y de desarrollo humano individual, como la industria de cosméticos, alimentos
sofisticados (gaseosas, golosinas y, entre éstas, los añorados chicles de los
niños kazajos), ropa, artículos electrónicos y de aseo personales, perfumería,
relojería, etc. La política de economía
planificada que llevaba Rusia y todos sus países satélites así había sido
establecida. El plan era vender la imagen al mundo de una potencia mundial aunque en el interior de la Unión Soviética y sus países satélites la gente sufría por
la escasez de productos que concernían a los goces y satisfacciones que son inherentes
a la naturaleza humana.
Por ello, cuando todos
los estudiantes de la Drushba Naródav llegamos a Moscú no pudimos evitar cierto
desencanto pues, mientras, por un lado, admirábamos el desarrollo militar,
aeroespacial y urbanístico de sus grandes ciudades, por el otro, también
padecíamos ―como el resto de soviéticos― de la carencia de elementales
artículos de uso personal. Adquirir papel higiénico era toda una Odisea, solo por poner un ejemplo.
Por ello procuraba
entender el llanto de O’Kocha esa noche en el láguerie de Raievka. Todos los estudiantes extranjeros que habíamos
llegado a estudiar a la universidad Drushba Naródav proveníamos de países
capitalistas, en los cuales el desarrollo de la industria ligera estaba
hiperdesarrollado. Y si en Moscú sufríamos carencias y limitaciones para
acceder a productos elementales de naturaleza personal, ya podrá imaginarse el
lector cómo era la situación en un pueblito desconocido del país más grande de
la Tierra de ese entonces, situado a miles de miles de kilómetros de la gran
capital soviética.
Siempre recuerdo, como hechos ilustrativos de
esto que acabo de narrar, cómo muchas veces, caminando por las calles de Moscú,
la gente se me acercaba para solicitar comprarme el abrigo, el reloj y hasta las
gafas que llevaba puestos, y que había traído de mi Trujillo querido. Para
nosotros, que proveíamos de una cultura de abundancia (aunque no siempre
teníamos acceso a todo por los grandes desniveles económicos que caracteriza al
capitalismo), no nos era fácil adaptarnos al socialismo soviético. En nuestro
fuero interno añorábamos las delicias y placeres del capitalismo y en secreto
lo sufríamos y callábamos. Cuando queríamos disfrutar del placentero sabor de
una Pepsi Cola teníamos que apuntarnos para asistir a las charlas de la Casa de
las Américas (un centro cultural que quedaba en el centro de Moscú). Ahí nos
sentábamos para escuchar ―sin tener por supuesto algún interés en la
disertación― y esperar que repartieran las botellitas de la agradable bebida
que hasta ahora no sé de dónde las sacaban ni cómo llegaban hasta ahí. Otra
manera de poder tener acceso a los productos del capitalismo era ir a una
tienda exclusiva para extranjeros ―cuyo nombre me he olvidado pero que estaba
prohibida para los soviéticos― en la cual podíamos adquirir los productos que
naturalmente se ofertaban en nuestros mercados capitalistas. Íbamos ahí no solo
a comprar algunas cosas para nosotros sino, principalmente, a comprar productos
que nuestros compañeros de estudios soviéticos nos encargaban les
adquiriésemos. Por supuesto que ―como buenos capitalistas que en el fondo
éramos― nosotros les cobrábamos una comisión por “el favor”, que ellos pagaban
con el mayor de los gustos. Lo que más nos pedían los soviéticos les
comprásemos eran anteojos de sol, bluejeans
y discos de música rock de los famosos grupos de occidente.
Por ello mi experiencia
―y creo también la de mis compañeros extranjeros que formaron parte de la
brigada de Kazajtán― en Raievka fue muy dura en lo que a satisfacción de muchas
necesidades concernía. Siempre andábamos con sed. Cuando íbamos ―a sabiendas
que no íbamos a encontrar nada― al bazar del pueblito, siempre encontrábamos
los mismos insulsos productos de todos los días. La palabra novedad no se conocía en Raievka, aunque
quizá la única novedad que temporalmente veían los raievkanos era,
probablemente, nosotros…
Pero en medio de esta
abulia había cosas que tenían un encanto especial, haciendo soportable nuestra
estancia en este lugar llamado el Paraíso.
Entre ellas estaba la gente de Raievka. Al principio, como lo mencioné antes,
se mostraron poco amigables con nosotros pero, poco a poco, se fueron
integrando y permitían que los niños se acercaran al láguerie y dialogasen con nosotros. Por supuesto no les podíamos
dar chicles pero los domingos ―que era el único día que teníamos de descanso en
la semana― les enseñábamos algunas de nuestras canciones que ellos repetían sin
saber qué decía la letra. También les enseñamos algunos trucos con cartas y
jugábamos al ajedrez.
La hora del almuerzo y
la cena también eran momentos que encendían en nuestros corazones (y estómagos)
la llama de la alegría y la renovación. Como lo dije al comenzar estas
memorias, en la brigada se alistaron dos mujeres rusas, las que en compañía de
otro joven ruso, eran los encargados de darnos puntualmente el desayuno, el
almuerzo y la cena. No cocinaban mal y preparaban la gastronomía a la que ya
nos habíamos familiarizado en el comedor de la Drushba Naródav. Es decir, el borsh (un exquisito caldo a base de remolacha
y coles), las jatlietas (una especia
de carne molida en forma de albóndigas), el asado de carne con puré, el sháslik (una especie de anticuchos de
carne de cordero), el pollo al horno en salsa de setas, y otras delicias más
que la memoria no me permite recordar. A propósito de este último potaje vienen
a mis recuerdos un hecho que ahora me provoca risa, pero que en ese momento
nadie se rió. Cierto día que habíamos llegado al láguerie cuando la luz del sol aún resplandecía en el cielo de
Raievka, las chicas que estaban en la cocina, una de nombre Nadiershda (que en
ruso significa Esperanza), nos llamó a los tres peruanos que conversábamos y
reíamos amenamente en el comedor. Nos pidió que vayamos al bosque (que estaba -caminando- como a unos quince minutos del láguerie) y que traigamos hongos para la cena. Nos dio una canasta para que ahí
depositemos las setas. Nos mostró una seta que cogió de la mesa de la cocina y
nos dijo que ese era el aspecto de las que teníamos que traer…
Para los peruanos
hablarnos de setas era equivalente a
hablarles del loche a
los rusos. Pero aceptamos el encargo y partimos los tres rumbo al bosque.
Cuando llegamos no nos fue tan fácil ubicarlos. Estaban a la sombra de algunos árboles
y los había de todo tamaño, forma y color. ¿Cómo era el ejemplo que nos había
mostrado Nadiershda? Discutimos entre los tres y no nos pusimos de acuerdo. En
lo único que sí estábamos de acuerdo era que las setas que teníamos a la vista
eran más hermosas, vistosas y apetecibles. Así que acordamos extraer solamente
aquellos ejemplares que más cautivaron nuestra visión.
Cuando llegamos, Nadiershda
estaba impaciente. Nos habíamos demorado más de lo que ella pensaba nos iba a
llevar ir y traer las setas para la cena. El sol estaba a punto de ocultarse ya y la noche comenzaba a desplegar su manto de oscuridad sobre el láguerie.
Le entregamos la canasta con setas a medio llenar, y al ver el contenido dentro
de ella, sus ojos se abrieron desmesuradamente y dio un grito que nos
sorprendió. Las personas que estaban en la cocina, también esperándonos, se
acercaron a ver el contenido de la canasta; no gritaron pero en sus rostros
de dibujó un rictus mezcla de enojo y sorpresa. ¿Qué había pasado? Simplemente,
que habíamos traído setas que eran altamente venenosas…
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Setas comestibles |
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Setas venenosas |
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Setas venenosas |
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Setas venenosas |
No pasó ni cinco
minutos y el capitán, el lugarteniente y algunos jefes de brigada ya estaban al
tanto de lo sucedido. Ya se imaginará querido lector nuestro desconcierto: ¿ahora
el comandante pensaría que teníamos la intención de envenenarlos a todos? Pero,
después de escuchar nuestras explicaciones y hacerles entender que lo que
sabíamos sobre setas era tanto como ellos sobre física cuántica, todos los que
habíanse enterado de lo sucedido dieron vuelta a la hoja y nos comprendieron
con mucha amabilidad. Esa noche la cena fue pollo al horno con papas doradas y nada
más…
Otra cosa que también
nos hacía llevadera la vida en Raievka eran los banya rusos públicos.
Ya los había disfrutado en Moscú, y en Raievka había uno al que íbamos todos
los domingos en la tarde. La primera vez que asistí a uno de los mundialmente
famosos banya rusos fue en Moscú,
cuando el invierno arreciaba con toda su crudeza. Todos nos decían “tienen que
ir a los baños pues si no van es como
si no hubiesen estado nunca en Rusia”. Una de las primeras cosas que me
impresionó de estos baños fue la desinhibición de todos los que ahí asistían
(todos eran varones; aunque después me enteré que los había también para
mujeres y, mixto, para familias). Había que desnudarse para pasar por unas
duchas que conducían hasta el área de los baños, que eran cabinas de
madera en donde había bancos también
de madera para sentarse y una estufa de piedras. Una bocanada de aire ardiendo azota en la
cara nada más abrir la puerta y eleva el ritmo cardíaco a mil por hora. La
diferencia fundamental del banya ruso es que no es seco, sino de vapor, lo
que lo sitúa en un punto intermedio entre la sauna finlandesa y el baño turco.
Una vez dentro y desnudo, en medio de aproximadamente una docena de personas
también desnudas, el procedimiento es sencillo: uno se sienta en el banco,
aguanta lo que puede, y cuando ya no se resiste más se sale de la cabina y se
refresca con agua helada de un cubo (este paso, en los baños públicos de mayor
categoría como los moscovitas, se sustituía por un chapuzón en una piscina también
de agua helada). Cuando era necesario el encargado del banya echaba un poco de agua sobre la estufa para generar más
vapor, y vuelta a empezar.
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Ciudadanos rusos disfrutando del banya |
Hecho esto dos o tres
veces (en tiempo unos tres cuartos de hora, si se ha hecho bien), llega el
turno de la “paliza”. Y es que el elemento más característico de los banya rusos es un curioso “masaje” que
uno mismo se da (si se ha optado por tomar el banya solo) o unos a otros (en el caso del banya público) con ramas de eucalipto que previamente se han
mantenido en remojo para que estén algo más blandas. Tengo que reconocer que
―junto con el kefir y otras bondades que en su oportunidad narraré― el banya ruso ha sido una de las
experiencias más satisfactorias y auténticas que he vivido durante mi vida en
la ex Unión Soviética.
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Típica cabina del banya ruso |
Otra de las cosas nuevas
que aprendí en esa nación fue a lidiar con el concepto de privacidad que me
habían inculcado mis padres desde niño. Para mí era difícil por no decir
imposible miccionar en la presencia de alguien. Cuando estaba en la escuela y
en el colegio esperaba que casi no hubiera nadie en los servicios higiénicos
para poder entrar y hacer, en total privacidad, mis necesidades personales. Por
ello, cuando llegué al láguerie de
Raievka y comprobé que los servicios higiénicos estaban conformados por una media
docena de lavatorios y retretes sin ninguna separación que permitiera hacer las
necesidades corporales en total privacidad, me dije para mis adentros: “Ya me
fregué”. La primera semana me la pasé sin ―como se dice en mi país― poder “hacer
del cuerpo”. A la siguiente semana ya no aguantaba más. Había estado a la
expectativa que no hubiera nadie para poder entrar a los servicios, pero
siempre algo fallaba y alguien ingresaba; hasta que el domingo en la tarde, me
cercioré que la mayoría descansaba, y fui al excusado. Estaba solo y nunca me
había sido tan feliz en ese estado. Me bajé los pantalones y direccioné mi
trasero hacia uno de los retretes (a la sazón un hueco de madera casi a ras del
suelo y que en mi país llamamos silos).
Cuando me encontraba en lo mejor de la satisfacción de esta necesidad biológica
entró un asiático, que me saludó cortésmente y se bajó inmediatamente los pantalones
para ponerse en la misma posición que yo. No sabía qué hacer. Tuve el impulso
de subirme los pantalones pero hay un momento en la satisfacción de esta
necesidad en que no se puede dar marcha atrás. Miré al chinito (creo que era de
Mongolia) y advertí que también me miraba y con una sonrisa de la más natural. Entonces
me di por vencido. Bajé mi cabeza para mirar hacia el suelo mientras escuchaba cómo
entraban, uno por uno, africanos y rusos, en medio de risas y cazurronadas. De
ahí en adelante, me curé de esa paruresis que me afectaba desde pequeño y
comencé a ver mi cuerpo, y su fisiología, como algo que compartíamos, de manera
natural y deshinibida, todas las personas por la simple calidad de seres
humanos.
Parte
III: El baile
El mismo día que el comandante Dimitri anunció el
cambio de actividades de todos los grupos también nos anunció que habíamos sido
invitados por la comuna de Raievka al baile mensual que se realizaba en un
ambiente construido para esa ocasión. Todos los miembros de las brigadas
aplaudimos de alegría al escuchar esta noticia. ¡Un baile! ¡Y aquí en Raievka!
No lo podíamos creer.
El baile iba a ser aún dentro
de dos semanas y Dimitri pidió que, por nacionalidades, organizáramos una
presentación artística, pues, previamente iba a haber una entrega de diplomas de
parte de la comuna de Raievka, que se sentía agradecida por el trabajo
desplegado por la brigada de la Drushba Naródav de Moscú. La entrega de
diplomas iba a ser en el pequeño teatro del pueblo, adyacente al salón de
baile.
Las brigadas se iban a
mantener con los mismos componentes, así que nuestra esperanza de trabajar los tres peruanos
juntos, se desvanecieron otra vez. La brigada de Walter fue designada para
continuar las labores de apertura de zanjas; la brigada de Oswaldo fue
designada a la granja de cerdos; y la mía, a la fábrica de ladrillos. Lo único
que sí rotó fueron los jefes de brigada. Mi jefe, un ruso de nombre Vladimir,
fue reemplazado por otro ruso de nombre Sasha.
Este Sasha era de
contextura delgada, alto, rubio, ojos azules. Tenía siempre el pelo cortado
casi al ras, como si aún continuara en el ejército. Aparentaba tener unos
veintiún años y la risa era algo que se dibujaba en su rostro muy
esporádicamente, ya que de ordinario siempre se le veía serio y meditabundo. Cuando
coincidíamos en el almuerzo, en la cena o en las pichangas de fútbol o de vóley
que a veces se organizaba en el láguerie,
cruzábamos miradas pero nunca intercambiamos palabra alguna a pesar de que tenía
la impresión que deseaba hablarme.
Desde el primer día que
partimos rumbo a la fábrica de ladrillos, que era la actividad que nos habían
asignado, Sasha dejó bien en claro que no iba a permitir ninguna indisciplina
ni holgazanería en el trabajo. Hablaba como si estuviera siempre dando órdenes
y sazonaba sus alocuciones con muchas adjetivaciones y palabras de grueso
calibre. A diferencia de Vladimir, mi anterior jefe, que tenía un carácter
afable y bondadoso, este Sasha se hacía notar por exponer un sobreliderazgo y
un talante duro y poco amigable.
Cuando llegamos a la
fábrica de ladrillos nos guió por las instalaciones y explicó, casi a gritos,
qué función se hacía en cada una de ellas. La fábrica tenía cuatro ambientes:
el primero era el área donde se recepcionaba la tierra que venía en volquetadas
y se ingresaba a una tolva que dirigía el material hacia una faja
transportadora; el segundo era el área donde se mezclaba la tierra que venía de
la faja transportadora con el agua y se formaban los adobes; en el tercer
ambiente se recepcionaba, desde una faja transportadora, los adobes ya formados
y se les colocaba en pilas para que sequen; y el cuarto ambiente era el salón
de máquinas desde el cual un operario (que no pertenecía a la brigada sino que era un
poblador de Raievka) dirigía el sistema de fajas transportadoras así como el
mezclado de la tierra con el agua. Los brigadistas solo fuimos asignados a la
primera y tercera áreas.
La primera semana Sasha
asignó a un ruso de nombre Serguei para trabajar conjuntamente con él en la
primera sección; al resto de brigadistas nos asignó a la tercera sección, es
decir al área donde se recepcionaba los adobes ya formados y se les colocaba en
pilas para secado (una vez secos, los adobes eran llevados al honor para el
cocido, pero éste quedaba en un lugar distante de la fábrica).
El trabajo en la sección tercera, donde yo me
encontraba, no era tan riguroso como el que veníamos de hacer en las calles de
Raievka. La apertura de zanjas representó ―inicialmente― una penosa labor para mi nula experiencia en trabajos de mano de obra. Al duro esfuerzo físico
se sumaba la inclemencia del sol que caía sobre nuestras cabezas y espaldas de
manera inmisericorde. Ahora, en cambio, me encontraba en un ambiente que nos
protegía de los rayos solares, aunque el calor seguía siendo muy fuerte. Ahí teníamos
que estar en el máximo grado de atención, pues los adobes venían por las fajas
transportadoras de manera continua, sin detenerse, sin pausas, y a un ritmo
siempre constante. Un retraso, un error de cualquiera de nosotros, provocaría
un amontonamiento de adobes con el consiguiente desperdicio de tiempo y de
material.
Y así era nuestra
rutina de todos los días en la fábrica de ladrillos. Había que permanecer de
pie y en estado de alerta máxima casi siete horas al día. Cuando llegaba al láguerie, en las horas del crepúsculo y
al final de la jornada, lo único que deseaba era tirarme en la cama y que nadie
me moviera.
Mientras tanto, la excitación por la presentación en
el teatro de Raievka y el baile crecía a medida que se acercaba el día.
Walter, Oswaldo y yo
estábamos también muy animados y, al mismo tiempo, preocupados porque no
sabíamos qué íbamos a presentar en el teatro. Walter no sabía cantar ni recitar
ni nada. Oswaldo sabía algunas canciones cusqueñas que a Walter y a mí no nos
entusiasmaron mucho. Al final decidimos que cantaríamos el huayno Poco a poco, y yo
acompañaría con la flauta dulce. Las últimas cuatro noches antes de la llegada
del domingo, que era el día de la presentación y el baile, estuvimos ensayando
en el patio del láguerie mientras
sentíamos las miradas de todos nuestros compañeros brigadistas. Algunos niños
de Raievka también se acercaban y nos escuchaban ―entre risas y muestras de
alegría― ensayar el melodioso ritmo andino.
Y el día esperado
llegó. Ese domingo en la mañana los tres peruanos lo dedicamos a dar los
últimos toques a nuestra presentación de la noche. La misma excitación se
sentía en los demás grupos de brigadistas que, por nacionalidades, también iban
a presentarse en el teatro. Los rusos iban a cantar y bailar, y los asiáticos y
los africanos, como nosotros, solo cantar.
La mañana se fue rápidamente
y la orden era descansar para después del almuerzo ir al banya ruso. Luego, la comuna iba a ofrecernos una cena de gala a
eso de las 6:00 p.m. en el comedor del láguerie
para, posteriormente, dirigirnos todos al centro cultural de Raievka para la
presentación, entrega de diplomas y el baile esperado. Hasta ahí todo estaba
bien. Las cosas aparecían perfectamente planificadas, y no podíamos imaginar
siquiera lo que ocurriría algunas horas después…
Después de almorzar,
siendo aproximadamente las 3:00 p.m. partimos rumbo al banya ruso. Ahí estuvimos como una hora más o menos. Al salir del banya la sed nos consumía. Entonces
Walter, Oswaldo y yo pedimos permiso para ir al almacén de Raievka, que era la
única tienda del pueblo, a ver si encontrábamos kampota para beber. Cuando llegamos al almacén, no había nada para
beber excepto vino. Ni una botella de kampota
y menos de Baikal (una cola moscovita que infructuosamente intentaba imitar a
la Coca Cola o a la Pepsi). Cuando la sed invade ―y más si sales de un banya ruso― ésta se hace insoportable,
de modo que todo aquello que sea bebible se convierte, por una fuerza que brota
desde lo más profundo de la necesidad, en irresistiblemente apetecible.
Salimos de la tienda
con tres botellas de vino. Ahora nuestra preocupación era encontrar un sitio donde beberlas.
Caminamos por las callecitas de Raievka llevando las botellas de vino en brazos
y recibiendo el saludo de algunos pueblerinos que al cruzarse nos levantaban el
brazo y regalaban una sonrisa. Hasta que de pronto vimos un lugarcito que
parecía deshabitado. Era la última casita del lado oeste del pueblo y tras él
se abría un campo abierto que llegaba, como a la distancia de unos 200 metros,
hasta un bosque de imponentes cedros. Nos acercamos a ella y constatamos que en
realidad se trataba de un almacén en el cual –no sabemos quién o quiénes― se
guardaba herramientas agrícolas. También había en él viejas cabalgaduras y en
las paredes había retazos viejos de periódicos en ruso que no intentamos
averiguar qué decían.
Aguardamos en su
interior como unos cinco minutos y al constatar que al menos en ese momento
nadie podría aparecerse, procedimos a abrir la primera de las botellas que
consumimos a pico de botella con el ansia de quien está a punto de perecer de
sed en un desierto. El maravilloso líquido corría por nuestras gargantas
llenando de placer y encanto cada célula de nuestro ser. Los tres reíamos y nos
pasábamos la botella con frenesí, como si se tratara de un precioso trofeo que
nos merecíamos desde hacía mucho tiempo. Cuando terminamos la primera botella
no dudamos ni un segundo en abrir la segunda. Al término de la segunda botella
la sed había amainado pero la tercera no podía quedarse sin abrir. Cuando
terminamos la tercera botella de vino no solo se había calmado nuestra sed sino
que también nuestro espíritu había recibido una dosis de alegría y sosiego.
Escondimos las tres
botellas detrás de un cilindro viejo que había en un rincón del almacén y
salimos de él, renovados, con dirección al láguerie.
Cuando llegamos, era ya
casi las cinco de la tarde y nos preguntaron por qué habíamos tardado en retornar.
Les respondimos que nos habíamos topado con algunos aldeanos y nos habían
invitado kampota y un poco de vino.
Los rusos se quedaron mirándonos por unos breves instantes pero ya no había
tiempo para hacer indagaciones: las autoridades comunales ya estaban en el
comedor y las mesas no solo estaban engalanadas de hermosos arreglos florales
sino también servidas con apetitosos potajes.
Pero, yo me sentía muy
mareado. Le dije a Walter y Oswaldo que tenía ganas de vomitar. Ellos me
dijeron que “ni se me ocurra”, que “tenía que aguantar”.
Cuando entramos al
comedor, los brigadistas nos sentamos por nacionalidades. Walter, Oswaldo y yo
nos ubicamos casi en la esquina de las mesas al formar la letra L. A nuestra
izquierda estaban los rusos y frente a nosotros un grupo de africanos. En la
cabecera de la mesa, mucho más a nuestra izquierda, estaba el gobernador de
Raievka. Esta alta autoridad era de contextura gruesa y alta, de rasgos
achinados pero de color rosado. Era un cruce de kazajo y ruso. Aparentaba tener
unos 55 años y siempre tenía una sonrisa en su rostro. Cuando se levantó, todos
aplaudimos fervorosamente. Yo lo veía, pero a ratos, su imagen se me volvía
borrosa. Yo lo escuchaba decir ―como si estuviera a decenas de metros de distancia― que
“se sentía muy contento con nuestra presencia en Raievka”, que “celebraba el
internacionalismo socialista como una de las más grandes conquistas de la
revolución soviética”, que “Raievka siempre habría de vivir agradecida no solo
con el partido y la universidad sino también con nosotros por el aporte que
había significado nuestro trabajo en favor de la comunidad”… Y luego ya no pude
escucharle más nada porque en mi cerebro sentí que el mundo comenzaba a girar
de la manera más vertiginosamente posible. El vómito fue tan repentino y
violento que no me dio tiempo para levantarme y salir despavoridamente del
comedor. En vez de ello, me apoyé sobre la mesa y descargué sobre ella ―de la
forma más desvergonzada― el contenido de mi estómago lleno de vino mezclado con
los jugos gástricos.
Yo me sentía en shock.
No me había desmayado pero sentía que estaba a punto de estarlo. Solo sentí que
mis compañeros rusos que compartían conmigo la brigada en la fábrica de
ladrillos, y entre ellos Sasha, me tomaron por los brazos y piernas y me
sacaron del comedor mientras los comensales se levantaban y movían sus asientos
para dejarlos pasar con su carga humanamente languideciente.
Recuerdo –cual si
hubiera estado en un mundo de sombras― cómo mis compañeros me llevaron
pendiendo de los brazos y piernas y exclamando todo tipo de maldiciones rusas
por el largo corredor que unía el comedor con mi habitación. Cuando llegaron me
colocaron en la cama y procedieron a desnudarme. Una vez desnudo tomaron las
mantas que cubrían las camas de la habitación y comenzaron a sacudirlas delante
de mí con frenesí para refrescarme y darme oxígeno, sí mucho oxígeno…
No recuerdo qué más
pasó, pero me quedé profundamente dormido.
Cuando desperté era como las ocho de la noche y aún
permanecía desnudo. Era Sasha que me despertó para preguntarme cómo me sentía y
si estaba en condiciones de ir tanto a la noche de talentos como al baile que
se había programado también para ese día. Yo lo miré por unos segundos,
tratando de descubrir, si en su rostro, había algún vestigio de ira o reproche
contra mí. Había silencio en todo el láguerie
y supuse que solo estábamos los dos y nadie más. Pero no; Sasha no estaba molesto
y hasta me pareció que tenía compasión de mi estado.
― ¿Dónde están todos?
–le pregunté.
― Están en el teatro
–me respondió. Dimitri me ha dicho que como sea tienes que estar en la noche de
talentos y presentar el número que has ensayado con tus amigos peruanos. Tienes
que ir y Dimitri se olvidará de todo.
Yo me sentía muy
aliviado. Me levanté rápidamente, me vestí y tomé mi flauta dulce.
Por el camino me
disculpé con Sasha por mi comportamiento, y le di las gracias por la forma cómo
sentí que me había cuidado cuando estaba a punto de desmayarme. Sasha solo
atinó a sonreír y me dijo:
― No tienes por qué
agradecerme….
Y añadió unas palabras
en ruso que no reconocí pero que intuí serían algunas maldiciones, como era su
costumbre.
En ese momento ni él ni
yo podíamos imaginar cuán pronto habría de devolverle el favor por sus cuidados
de ahora.
Después de caminar como
unos diez minutos en medio de una lluvia moderada que de pronto comenzó a caer,
llegamos al centro cultural de Raievka, en donde me salieron al encuentro
Walter y Oswaldo. Cuando me saludaron pude advertir que no se encontraban bien.
El efecto de tres botellas de vino al
hilo y después de salir deshidratados de un banya ruso había
comenzado a hacer su efecto también en ellos. Había mucha agitación en el
ambiente y casi nadie parecía acordarse del escándalo que yo había
protagonizado apenas algunas horas en el comedor del láguerie.
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Cielo raievkano |
Walter y Oswaldo me
habían guardado asiento en el teatro y tras visualizar las presentaciones de
los rusos, africanos y asiáticos, nos llegó el turno a nosotros. Cuando nos
llamaron nos levantamos de nuestros asientos y en medio de los aplausos de todo
el pueblo de Raievka (pues por la gran cantidad de gente que había presumo que
se trataba de todo el pueblo) subimos las escalerillas que llevaban al
proscenio.
Walter, Oswaldo y yo
pronunciamos –uno por uno― el saludo que habíamos ensayado durante varias
semanas (al día siguiente nuestros amigos rusos brigadistas nos comentaron que
ni una sola palabra de nuestro saludo se había entendido...). Dicho esto
comenzamos a interpretar el famoso huayno Poco
a poco ante un público que nos escuchaba en silencio y al que casi no podíamos ver
porque solo alumbraban las luces del proscenio y éstas caían potentes sobre
nuestros rostros. Por lo que en ese momento no teníamos manera de ver la
reacción de los raievkanos al escucharnos interpretar el Poco a poco.
Al final de nuestra presentación
escuchamos un sonoro aplauso. Luego vino la entrega de diplomas y
posteriormente pasamos al salón de baile, en donde había, en un rincón, un
viejo equipo de sonido conformado por dos grandes columnas de parlantes y un
fonógrafo.
Además del fonógrafo y
sus parlantes el salón estaba engalanado de hermosas jovencitas kazajas que
frisaban entre los 15 y 20 años. También había jóvenes varones raievkanos por
las mismas edades. Los más viejos del pueblo estaban acompañados de sus esposas
y ―como lo había constatado en Moscú en las pocas reuniones sociales a las que
aún había tenido oportunidad de asistir en mi primer año en la facultad― todos
estaban separados en grupos por sexo y edad.
Tiempo después descubriría
que esa división solo era momentánea, hasta que el licor ―que se acostumbraba a
consumir sin discreción en la URSS― comenzaba a hacer sus efectos, y entonces,
todas las diferencias e inhibiciones se desbarataban.
Pero esa noche no iba a
haber alcohol porque estaban presentes jóvenes casi adolescentes en la compañía
de sus padres. Los únicos que estábamos alcoholizados y por ello Dimitri no
dejaba de quitarnos el ojo de encima, éramos nosotros: Walter, Oswaldo y yo.
Eran ya como las 9 y 30 de la noche y la lluvia había recrudecido tanto que se la
escuchaba golpear las lunas y el techo del salón de unos 100 metros cuadrados,
aproximadamente.
Cuando el fonógrafo
comenzó a emitir sus primeros sonidos (yo dudaba que ese equipo pudiera
funcionar) nadie salió a bailar. Después de dos piezas musicales salieron a
bailar, entre ellas, las mujeres más viejas. A la siguiente canción salieron a
bailar las mismas mujeres pero con sus maridos. Y así venían canciones tras
canción mientras la lluvia comenzaba a convertirse en una tormenta. El ruido de
la lluvia golpeando violentamente el salón y el destello profundo de los
relámpagos entrando por algunas de las ventanas llenaron el ambiente de una sensación
electrizante que nos envalentonó a Walter, Oswaldo y a mí a sacar a las chicas
que ―conversando alegremente entre ellas― ansiaban salir a bailar. Algunos de
los brigadistas rusos salieron a bailar pero no bailaban con las chicas kazajas
sino entre ellos; se les veía muy animados y comencé a pensar que también
habían bebido. Los brigadistas africanos y asiáticos no salieron a bailar pero
permanecían conversando animadamente. Pero algo llamó mi atención: Walter ya
no estaba en el salón. Salí a buscarlo y no lo encontré por ninguna parte. Me
preocupé y participé a Oswaldo la situación.
Decidimos salir a la
calle a buscarlo, pero era imposible caminar siquiera una cuadra. La lluvia era
en realidad una tormenta. Salir a buscar a Walter era una empresa muy
arriesgada. Los relámpagos me asustaban pero Oswaldo me tranquilizó y me dijo
que no se diferenciaban en nada de los que él había vivido en el Cusco. ¿Y
ahora qué íbamos a hacer? No podíamos entrar al baile y divertirnos de lo más
normal desconociendo el paradero de Walter. Teníamos que transmitir nuestra
preocupación a los brigadistas rusos con los que mejor nos habíamos
compenetrado. Y justo cuando íbamos a hacer esto, la luz eléctrica se fue en
todo Raievka dejándola completamente a merced de la atronadora y enceguecedora
luz de los relámpagos que se desparramaban como gigantescos racimos de uvas
sobre el pueblo.
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Relámpagos de Raievka |
La fiesta se había
acabado de una manera abrupta. Las chicas y todos los que ahí estaban reían y
gritaban nerviosamente tratando de encontrar las salidas del local. Dimitri
ordenó que todos los brigadistas deberíamos dirigirnos directamente al láguerie.
Nunca olvidaré esa
noche porque nunca había visto llover de esa manera en mi vida. Criado en mi niñez
en Lima (la ciudad en la que nunca llueve sino que cae una persistente y finísima
llovizna en el invierno) y después en Trujillo (conocida como la Capital de la Primavera), yo veía la
lluvia y los relámpagos como si fuesen la puesta en escena de una película de
terror. El trecho que separaba el salón de baile del láguerie me pareció una eternidad. Oswaldo caminaba lentamente, y
de rato en rato, se detenía para vomitar. Yo lo llevaba tomado de los hombros y
procurábamos avanzar en medio del charco de lodo y barro en que se habían
convertido las calles de Raievka. De pronto, cuando me pareció que el mayor de
los relámpagos había descargado su furia, vi a Walter en el horizonte, que
también era llevado de los hombros, casi a rastras, por un joven brigadista
africano.
Cuando el resplandor de
los rayos nos permitió divisar el láguerie,
mi corazón se sintió más aliviado porque pensé que al fin iba a estar a salvo
de ellos. Yo calculo que era más o menos la once de la noche. Entramos al láguerie y llevé a Oswaldo a su cama en
donde se quedó apaciblemente dormido; luego esperé a que llegase Walter para
ayudarlo a acomodarse también en su habitación. En la noche se escuchaban las
voces de Dimitri y de los jefes de brigadas que gritaban ordenando entrar a las
habitaciones y no detenernos en los servicios higiénicos. La tormenta no había
amainado y desde mi cama veía cómo la luz de los relámpagos iluminaba mi
habitación mientras todos reían y hacían bromas sobre las caídas que habíamos
sufrido en el fango. Así, de a pocos, la habitación se fue quedando en silencio
pues para todos los que me acompañaban una tormenta eléctrica no era novedad
alguna, y el sueño los fue atrapando uno por uno; pero para mí, esa noche,
había comprobado hasta dónde puede llegar el poder de la naturaleza y cuán
vulnerables podemos ser frente a ella.
Parte
IV: Sasha
Pronto los primeros rayos del sol se posaron sobre
Raievka y los gritos de los brigadieres nos despertaron como todos los días. Yo
sentía que me dolía mucho la cabeza pero tenía que levantarme. No podía darme
el lujo de considerarme enfermo pues ello actualizaría el desmadre que habíamos
protagonizado los peruanos el día anterior. Pero no iba a ser fácil que olvidaran
lo ocurrido. O’Kocha lo primero que hizo al verme entrar a los servicios para
asearme fue tomarme por la espalda, y levantándome, comenzó a gritar a todo
pulmón y repetidamente: “¡Freddy borracho!” “¡Freddy borracho!” “¡Freddy
borracho!” Los jóvenes brigadistas de todas las nacionalidades no dejaban de
reírse mientras yo solamente quería zafarme de los brazos de O’Kocha.
Cuando finalmente entré
al comedor para desayunar y luego partir hacia las faenas de trabajo, vi que el
mantel sobre el cual había vomitado la tarde anterior había sido cambiado por
otro de diferente textura y color. Yo me sentía muy avergonzado pero nadie me
daba tregua. Walter y Oswaldo también eran objeto de las bromas. Buscaba a
Dimitri y no lo encontraba en ninguna parte. Me enteré que había viajado a Alma
Atá a hacer unas gestiones relacionadas con la brigada de trabajo de la Drushba
Narodav. Respiré aliviado y me dije a mí mismo: “La página ha sido volteada”.
Después de desayunar, las brigadas nos
dirigimos a nuestros puestos de trabajo. El dolor de cabeza, con el desayuno,
había amainado y me sentía más confortado y dispuesto para un día más de dura
labor. Ya apenas quedaban veinte días para terminar nuestra presencia en
Raievka y volver a Moscú, ciudad en la que ya había descubierto algunos lugares
hermosos y agradables en los cuales solía pasar mi tiempo libre y digerir la
nostalgia que me asaltaba de cuando en cuando.
Cuando llegamos a la
fábrica de ladrillos, Sasha, después de la formación y las instrucciones que
siempre y repetitivamente nos daba, dijo que a partir de ahora yo le iba a
acompañar en su puesto de trabajo. Como ya lo dije antes, Sasha, el jefe de la
brigada, estaba en el puesto cuya función era recibir las volquetadas de tierra
que llegaban a la fábrica y que era la materia prima de los adobes. En ese
lugar trabajaban dos operarios: uno arriba, en contacto directo con el camión
que vaciaba la tierra sobre una tolva que a su vez llevaba el material hacia
una faja transportadora, la cual a su vez llevaba la tierra hacia la sección de
elaboración de los adobes, y el otro operario, que era Sasha, permanecía abajo,
controlando que las fajas transportadoras llevasen todo el material y nada se
desperdiciara. Tanto el operario de arriba como el de abajo tenían como
herramienta de trabajo la palana que servía para controlar el flujo de tierra
tanto en la tolva como en la misma faja
transportadora.
Los camiones llegaban con una frecuencia promedio
de media hora, y en ese lapso los dos operarios que trabajaban en esa sección
aprovechaban para beber agua, refrescarse y conversar.
Cuando escuché que
Sasha anunció que yo le acompañaría, me estremecí. Trabajar con el jefe de brigada era un honor que
hasta ahora solo lo había tenido un connacional suyo. Y ahora él lo relevaba y
me nombraba a mí en esa función. “¿Por qué?”, me pregunté preocupadamente. Yo
no era de contextura fuerte; era el más bajo y delgado del grupo; a esto se
sumaban las acciones de indisciplina que habíamos protagonizado los latinos
apenas llegando a Raievka. Pero al mismo tiempo reparé que los tres peruanos ―los
peruanski como los rusos y
extranjeros nos llamaban― nunca habíamos tenido una llamada de atención por
negligencia o torpeza en el trabajo, como sí había ocurrido con mucha
frecuencia entre los africanos, y en menor grado, entre los asiáticos. Así que
–pensé― esa era la razón por la cual Sasha me otorgaba el privilegio de trabajar
a su lado.
Así, mientras
caminábamos hacia nuestro puesto de trabajo, Sasha me dio una palmada en el
hombro y me dijo:
― Tú te llamas Freddy…
¿Y qué significa Freddy? –me preguntó. Nunca he escuchado ese nombre.
Una de las cosas que
aprendí de un profesor cuando estudiaba la media era que “nunca debíamos
quedarnos callados” ante una situación dada. “Quedarse callados o responder
evasivamente revela falta de personalidad y de creatividad”, nos decía nuestro
profesor. Y en honor a la verdad, yo no sabía qué significaba mi nombre. Sabía
que mi madre me lo había puesto a instancia de una de sus hermanas. Mas qué
significaba Freddy, en verdad no lo
sabía; pero tenía que responderle algo razonable.
― Freddy es el
diminutivo de Álfred (Альфред, en ruso).
― Ah no lo sabía –me
respondió sonriente.
Se quedó pensativo,
mientras yo celebraba en mis adentros haberle dado una respuesta que parecía
haber aceptado. Muchos años más tarde comprobaría que ―sin saberlo― mi
respuesta había sido la apropiada, y que mi nombre es ―efectivamente― el
diminutivo de Alfredo, es de origen germano y significa resplandeciente,
célebre por su nobleza o
completamente responsable.
Pero volvió a la carga:
― Mmmmmm pero Freddy es
un nombre difícil de pronunciar. De ahora en adelante te voy a llamar Fedia.
Yo sonreí pensando que “Sasha”,
en mi país, es nombre para perros; pero la idea no me parecía descabellada.
Nunca me había gustado cómo me llamaban, y ahora, alguien me proponía un nuevo
nombre.
― Está bien, Sasha –le
respondí. No hay problema, puedes llamarme Fedia.
Sasha sonrió como un
niño, y la persona dura, tosca y hasta cierto punto desagradable que él se
esforzaba por representar había cedido el paso a un chico jovial, bromista y
hasta paternal. Volvió a darme una palmada en el hombro y, cuando llegamos a
nuestro puesto de trabajo, comenzó a instruirme con mucha paciencia sobre la
forma cómo debía recibir la tierra que traían los camiones.
Ahora que escribo estas
memorias reparo en que las condiciones de trabajo que teníamos en Raievka eran,
por decir lo menos, casi primitivas. Ahora que conozco los conceptos modernos de
la seguridad y salud en el trabajo y comparo con el ambiente laboral en que
trabajábamos los jóvenes brigadistas, advierto que prácticamente no existían
normas de seguridad, y si las había, éstas eran letra muerta.
― Debes tener mucho
cuidado ―me dijo Sasha cuando terminó de explicarme y se veía en el horizonte
que se acercaba un camión.
Él inmediatamente bajó
y se colocó al pie de la tolva que recibía la tierra para esperar que ésta baje
y, con la palana, impedir que el material se desbordase. Cuando llegó el camión
con su carga de tierra, la depositó violentamente sobre
la tolva, mientras yo, con la palana, luchaba también para que no se desbordara
y cayera todo el material en el centro del recipiente de hierro. Un resbalón de mi parte y
mi cuerpo caería conjuntamente con la tierra, y alguno de mis miembros sería
absorbido por la faja transportadora que estaba conformada por un gran cilindro
de hierro de más o menos un metro de diámetro y una gran faja hecha de un
material muy resistente que se desplazaba a la velocidad del cilindro.
Eso era todo lo que
teníamos que hacer. La operación duraba entre diez y quince minutos y los
camiones iban y venían cada treinta o cuarenta minutos. En ese lapso yo
aprovechaba para bajar y protegerme del inclemente sol, refrescarme, y conversar
con Sasha que siempre tenía un tema de conversación diferente y original.
Vienen a mi memoria algunas conversaciones que
tenía con él. Su mayor preocupación era saber cómo era el occidente. Sasha
había sido criado en una cultura que no conocía el capital ni los negocios.
Todos estaban subordinados al estado, y éste era quien planificaba el destino y
la calidad de vida de sus ciudadanos. Nunca le habían inculcado precepto
religioso alguno por lo que su vida y los principios que la regían se
fundamentaban en el amor a la patria, al partido y a la vida.
A la verdad ambos
éramos de la misma edad, pero por las diferencias raciales que había entre
ambos, él se imaginaba que yo era mucho menor. Cuando me hacía preguntas yo no
tenía la sabiduría ni la experiencia para responderle a la altura de la
profundidad de sus inquietudes. En realidad los dos éramos casi adolecentes que
luchábamos por encontrar un resquicio de la verdad. Él vivía en un país
dominado por la dictadura del estado y yo provenía de otro dominado por la
dictadura del capital. Yo estaba en su país con la esperanza de asimilarme a su
cultura, mas él veía en mí una puerta hacia un mundo que intuía desconocido
pero excitante.
Por eso siempre vivo
con el remordimiento de que nunca fui sincero con él; pues en mi necesidad por
encontrar en su cultura la respuesta a la crisis de mi cultura respondía a sus
inquietudes con el sesgo de mi propio interés existencial, distorsionando la
realidad del mundo occidental-capitalista, con el fin de reforzar en él el
reconocimiento y la admiración por su propio mundo. ¡Con qué candidez nos
autoengañamos los seres humanos!
Un día, en una de
nuestras pláticas, me preguntó si yo había servido en el ejército. Su pregunta
me hizo reflexionar. Por un momento pensé que Sasha comenzaba a ejercitar su
rol de informante del partido. Yo venía de una cultura en la que se nos había
inculcado que la URSS quería dominar a todo el mundo y su red de espionaje lo
había abarcado todo. Comencé a recelar de sus preguntas, pero tenía que darle
una respuesta inmediata. Nunca había servido en el ejército. Si le respondía
que no, el concepto que se estaba formando de mí se iría por los suelos. Para
los rusos ―y en especial para los jóvenes que conformaban la brigada― servir en
el ejército era la muestra más exaltada del honor y la madurez personal. Así
que volví a mentirle:
― Ah claro que sí,
Sasha; ¿cómo crees que no voy a haber servido en el ejército? –le respondí con la
mayor naturalidad.
Su rostro se iluminó y
luego comenzó con una batería de preguntas sobre tipos de armamentos, marcas de
tanques, alcances de objetivos, a las que yo respondía con marcas de
automóviles y electrodomésticos, o recordando escenas de algunas películas de
guerra que había visto en el cine. Cuando las interrogantes eran demasiado
embarazosas, fingía no entender algunas palabras de su pregunta.
Un día, cansado de que
él siempre hacía las preguntas y creaba los temas de conversación, tomé la
iniciativa y le pregunté sobre su familia, su ciudad y su mundo. Su rostro se
ensombreció cuando habló de su padre. Me contó que era un hombre alcohólico que
golpeaba a su madre y que se había ido de la casa cuando él era un málchik (un púber). Me contó que su
madre trabajaba en una fábrica de conservas de pescado de la ciudad en la que
habían nacido: Vladivostok.
Me dijo que él era el segundo de cuatro hermanos: dos varones y una mujer.
Cuando le pregunté por
qué estaba en una universidad de Moscú me dijo que se lo había ganado por haber
tenido un comportamiento destacado en el ejército. Me contó que sus planes eran
ser ingeniero para luego asimilarse en el ejército nuevamente pues ―según él―
“el ejército soviético es el fundamento sobre el cual existe la URSS y todo el
poderío que ella representa”.
Y así transcurrían los
días en la fábrica de ladrillos. Cada día nos sentíamos más amigos y hasta me
hizo prometerle que cuando retornara al Perú le escribiría y haría todo lo
posible para volver a encontrarnos, pero en mi país. Cuando estábamos en el láguerie me invitaba a su habitación
para jugar los nuevos juegos de naipes que yo le había enseñado y que nunca
había conocido. No le gustaba perder; por eso cuando yo comenzaba a ganar y no
darle tregua, tiraba los naipes por los aires en medio de maldiciones rusas, y
volviendo a relucir esa personalidad hosca y dura que se había construido para
los demás…
Fue un día jueves. Ya faltaba apenas cinco días para
dejar la fábrica de ladrillos y rotar a la última de las faenas programadas en
Raievka: la granja de cerdos. Ese día amaneció nublado como si el clima
estuviera anunciándonos algo malo y muy triste. Después de desayunar nos
transportamos hasta la fábrica de ladrillos.
Como siempre, después
de las faenas con los camiones que traían la materia prima para la fábrica, nos
sentábamos a platicar y tomar refrescos. Yo estaba interesado en saber cómo era
la labor en la granja de cerdos, pues él ya había pasado por eso. Pero justo
cuando Sasha iba a comenzar a hablar se escuchó en la distancia el motor de un
camión que se acercaba trayendo su carga de tierra. Cortamos la plática y subí
para recibir al camión como ya era mi costumbre. Cuando hubo vaciado toda su
carga, la unidad emprendió el camino de retorno, dejándome a mí y a Sasha en
las labores de direccionar la materia prima hacia la faja transportadora.
Estando así en esas
faenas escuché que Sasha gritaba. Sus gritos eran desgarradores y no podía
entender qué era lo que decía pues la distancia y el ruido de los motores me lo
impedía. Bajé
la pendiente que me separaba del lugar donde Sasha laboraba a toda la velocidad
que mi cuerpo me lo podía permitir. Cuando llegué a donde estaba mi compañero
lo vi tendido sobre la tierra y con su mano derecha atascada entre la faja y el
cilindro que patinaba con toda la fuerza que los motores le imprimían para
seguir su inefable recorrido. Mis ojos no podían dar crédito a la escena. El
cuerpo de Sasha convulsionaba por el dolor que le causaba toda la potencia del
cilindro presionando su mano y parte del antebrazo. Inmediatamente me abalancé
sobre su antebrazo derecho en un estúpido intento de sacar su brazo aprisionado
entre la faja y el cilindro. Sasha lloraba y de sus labios solo salía una sola
palabra: “Madre”, “madre”, “madre”…
Entonces al darme cuenta que
yo no podía hacer nada por él, rodeé su cabeza con mis brazos y le dije que iba
por ayuda. El seguía llorando y clamando por su madre. Me separé de él y corrí
como un loco hacia la sala de máquinas. Cuando llegué el sonido dentro de ella
era ensordecedor. Encontré al operario, un kazajo de edad madura que se
entretenía llenando un crucigrama y sentando en la parte superior del tablero
de las máquinas. Le grité en ruso que apagara los motores, pero el hombre solo
me miraba como si le estuviese hablando en un idioma que nunca había escuchado.
Yo me desesperé y comencé a hablarle –inconscientemente― en español. Pero era
inútil, el hombre solo me miraba como un imbécil. Entonces salté hasta el
asiento en que se encontraba cómodamente sentado y con ambas manos comencé ―desquiciadamente―
a presionar botones y bajar switches,
en un desesperado intento de hacerle entender que debía apagar los motores.
Al parecer entendió lo
que quería decirle, y apagó los motores. Yo me apeé del tablero y dirigiéndome
a la puerta le grité casi al borde las lágrimas que el brigadier se había
accidentado. Mientras el maquinista corría en dirección de Sasha ―que ya no
gritaba ni decía nada―, yo me dirigí hacia la sala de recepción de los adobes y
avisé a todos los compañeros ―que habían detenido su trabajo por la
paralización de la faja transportadora― que Sasha había sufrido un accidente.
Cuando llegamos todos
hasta donde estaba Sasha lo encontramos sin sentido. El maquinista luchaba con
una navaja por cortar en dos la faja transportadora, pero era una tarea muy
difícil. Mientras, la sangre de Sasha iba tiñendo la faja y caía en gruesas
gotas sobre la tierra. Hasta que cedió la faja y retiramos la mano de Sasha que
presentaba un aspecto aterrador. Parecía la hoja de un árbol empapada en
sangre. El maquinista aferró a su motocicleta un pequeño vagón en el cual
depositamos el cuerpo inerte de Sasha.
Cuando el maquinista
desapareció en el horizonte, una profunda tristeza se apoderó de mí mientras
amargas lágrimas rodaban por mis mejillas, pues sentía que no había sido lo
suficientemente rápido para pedir ayuda y rescatar a tiempo a mi amigo que
ahora ―pensaba― agonizaba en la flor de su vida.
El accidente de Sasha
precipitó los cronogramas establecidos, y Dimitri, que aún se encontraba en
Alma Atá, ordenó que el retorno a Moscú se adelantara. También estableció que
la rotación se haga inmediatamente, de modo que al día siguiente de los sucesos
con Sasha ya no volvimos a la fábrica de ladrillos sino fuimos asignados a la
última etapa de nuestra misión en Raievka: la granja de cerdos.
Lo ocurrido con Sasha
era la comidilla de la brigada universitaria, pero nadie sabía dar razón de su
estado ni adónde había sido conducido. Mientras el bus nos conducía hacia
nuestro nuevo lugar de trabajo yo iba pensando en las cosas que habían pasado
la tarde anterior. Aún me resultaba difícil asimilar lo ocurrido y, sobre todo,
que Sasha ya no estaba entre nosotros y, quién sabe, qué podía pasarle. El
nuevo jefe de nuestra brigada era ahora Oleg, un ruso que había sido parte de
nuestro grupo desde cuando trabajábamos abriendo zanjas. Este Oleg era un
muchacho medio taciturno, usaba unas gafas con unos cristales tan gruesos que
sus ojos apenas si podían visualizarse. No tenía don de mando, pero si algo
habíamos aprendido en la brigada de trabajo y en tan poco tiempo era respetar a
quienes detentaban autoridad. Las pocas veces que hablaba lo hacía arrastrando
las palabras e imprimiéndoles a ellas un musicalidad que parecía estar siempre
dándonos consejos. Cuando veía algo que no le gustaba nos lo hacía ver
añadiendo a sus palabras una larga sonrisa al tiempo que nosotros nos
esforzábamos por encontrar sus ojos en el fondo de las gafas.
El primer día en la
granja de cerdos fue insoportable. El trabajo consistía en la limpieza de
decenas de corrales en los que se había criado cerdos. La orden era dejarlos
limpios a fin de que luego de un tiempo volviesen a ser habitados por los
paquidermos. La limpieza de las granjas se hacía con palanas, presionando con
fuerza y levantando lentamente las gruesas costras de excremento que se habían
ido acumulado quién sabe por cuánto tiempo. Al levantar las costras emanaba un
gas increíblemente pestilente que provocaba casi inmediatamente la náusea.
Pero lo peor estaba aún
por venir. La distancia entre las granjas y el láguerie era considerable y por medida de ahorro no podíamos ir
hasta éste para almorzar y luego retornar en la tarde. Cerca de las granjas
había una pequeña comunidad y desde ahí se dispuso traernos los alimentos. Por
tanto, esta granja pestilente e inmunda iba a ser casi nuestro hogar los
últimos días en Raievka. En ella habríamos ―además de laborar― tomar nuestros
alimentos del mediodía y hacer la pequeña siesta, que también era un ancestral
atributo de los rusos y kazajos.
Pero al tercer día,
almorzar y hacer la siesta en medio de esta pestilencia, pasó a ser una cosa
normal. Hay en la naturaleza humana un programa de respaldo que se activa en
las situaciones más difíciles para hacernos posible la lucha por la
supervivencia. Es esta nueva actitud hacia la adversidad la que nos ayuda a
entender cómo muchos hombres, mujeres y niños sobrevivieron a las cárceles, guetos
y campos de exterminio de todas las épocas e ideologías. Es como si en las
circunstancias más terribles de nuestras existencias tomara el control el homo sapiens más elemental, que vive en
nuestro interior, para ayudarnos a enfrentar la adversidad con la fuerza y la
naturalidad de los albores de la vida. Algún día ―espero nunca ocurra― la
tecnología que la humanidad ha creado sufrirá un inesperado colapso, pero solo
esta fuerza que se nos ha implantado en la estructura vital de nuestros genes
será la que nos ayudará a sobrevivir y renacer.
Y en Raievka ―apenas un
pequeño punto en la inmensidad de una de las naciones más poderosas y extensas
de nuestro planeta― la vida todavía se vivía en una escala embrionaria. La
puesta del Sol era aún un espectáculo al perderse en el lado opuesto de la
estepa de donde había salido. Una romántica lluvia podía convertirse, de un
momento a otro, en una perfecta tormenta. El silencio era el telón de fondo de
las mañanas, las tardes y las noches. El viento podía correr por la estepa, los
bosques y el pueblo arrastrando su cola musical e inspirando a sus habitantes a
evocar recuerdos y épocas. Los hombres, las mujeres y los niños aún se
saludaban y hacían lo mismo con los forasteros. En Raievka cada día parecía
igual; solo las personas se renovaban por el impulso irrefrenable de la
esperanza y la imaginación.
Epílogo
Después de lo acontecido con Sasha mi estado de
ánimo había decaído mucho. En las noches las pesadillas me asaltaban y el
lamento de Sasha atrapado por la faja transportadora me hacía despertar
acongojado. El trabajo en la granja de cerdos parecía ser la coronación de mi
desdicha, y Walter y Oswaldo se habían dado cuenta de ello. A pesar de que me
ayudaron en la labor de averiguar qué había sido de Sasha, tampoco tuvieron
éxito y la incertidumbre era la única respuesta que teníamos sobre su
situación.
Los días pasaron lentos
pero llegó la hora de partir de Raievka y retornar a Moscú. El último día
Dimitri dio una orden que a los tres peruanos nos sorprendió. Ordenó que los
peruanski izaran la bandera de la
URSS en el asta del láguerie. Esta
era una acción que había sido un privilegio dominical exclusivo de los rusos, hasta el último día en que se nos dio este
privilegio a nosotros. Walter, Oswaldo y yo teníamos
mucha paz interior cuando nos despedimos de la gente que acudió para vernos
subir al bus que nos llevaría a la estación del tren. Durante el viaje de
retorno ―tanto en el tren como en el avión que finalmente nos llevó hasta Moscú―
casi no hablamos entre nosotros porque nuestras mentes estaban ocupadas en los
recuerdos, en las experiencias y en las vidas que entraron en contacto con
nosotros en Raievka.
Han transcurrido tantos años desde nuestro viaje a Kazajtán. El tiempo ha cambiado muchas cosas. Ahora Kazajtán ya no es más una república de la URSS porque ésta simplemente desapareció en el
torrente de la historia. Ahora es una nación independiente que ha reconstruido
sus sueños y su destino, aquilatando lo mejor de las culturas rusa, asiática y
del medio oriente. Su capital ya no es Alma Atá sino Astaná; pero Alma Atá (Almaty como la llaman los kazajos) sigue siendo la ciudad más importante y
emprendedora de ese bello país.
Cuando llegamos a Moscú
nos quedaban apenas quince días de las vacaciones de verano. El otoño comenzaba
a pintar sus primeros colores. Reinsertarnos nuevamente en la vida de una
ciudad grande y cosmopolita como Moscú fue un nuevo desafío. Una noche, entre
sueños, escuché que gritaban, y me levanté sonámbulamente hacia el exterior de
la residencia estudiantil, despertándome abruptamente por la lluvia que caía
sobre mi cabeza. Había creído que aún estaba en el láguerie, y los gritos que había escuchado ―a la sazón el
vocinglerío de los estudiantes africanos llegando de madrugada a sus
habitaciones― los había confundido con aquellos que diariamente nos llamaban a
levantarnos para ir a trabajar.
Poco a poco me fui
reponiendo de Raievka. Un día, cuando ya había comenzado mis estudios de
carrera en la universidad, se acerca Oleg para darme una gran noticia: Sasha
había salido del hospital y había retornado a la universidad. Me dijo: “Lo
puedes encontrar en el comedor a la hora del almuerzo”. Cuando llegué al
comedor y le vi, corrí hacia él y Sasha no pudo contener las lágrimas. Nos
abrazamos y me dijo: “Spasiba, Fedia; spasiba!”, que en ruso significa:
“¡Gracias, Fedia; gracias!”.
Dialogamos brevemente y
me contó que no pudieron salvarle la mano. De ahí lo volví a ver en dos o tres
oportunidades más, saludándonos muy cordialmente. Luego no lo volví a ver ya
más porque poco después yo abandonaría la URSS rumbo a Alemania Occidental, en
la búsqueda de reinventar mi vida y mis creencias. Tampoco supe más de Walter y
Oswaldo sino hasta hace poco que reconocí a Oswaldo en un programa de televisión limeño en el que lo
entrevistaban en su calidad de congresista de la república. Oswaldo llegó a ser, además de político, un reputado
físico espacial; mas de Walter no llegué a saber nada hasta ahora.
Cuando dejé Rusa, entre
mi equipaje, llevaba mi cámara fotográfica profesional con un equipo completo
de revelado que compré con parte de lo que me pagaron por mi trabajo en Raievka,
y del que me había enamorado en un escaparate de una tienda apenas llegado a
Moscú. Con el resto del dinero compré libros que luego regalé porque no podía
llevármelos a Occidente.
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