Por Freddy Ortiz Regis
Para quienes se han jurado amor por siempre, celebrar las bodas
de plata es un hecho que marca un hito en el camino de una relación engarzada en la eternidad. Por lo general, este acontecimiento se celebra rememorando los
pormenores que marcaron el inicio de esa relación así como los hechos relevantes
que significaron pruebas, desafíos, derrotas y victorias.
Cuando conocí al señor Jesucristo yo venía de sufrir una
gran decepción con las cosas que hasta ese entonces habían conformado las bases
sobre las cuales se estructuraba el edificio de mi vida.
Europa
Había permanecido en Europa casi cuatro años. Dos años y medio en Rusia y el resto del
tiempo en la Europa occidental. Llegué allá como resultado de mi vocación por
las ideas socialistas y marxistas, por lo que fui beneficiado con una beca
de estudios para seguir la carrera de Economía en una universidad de Moscú.
Pero llegué a Rusia en una época en la que comenzaban a
germinar profundas contradicciones con el sistema que había imperado en ese
país por más de sesenta años. El sistema socialista no había logrado ofrecer al
pueblo la igualdad soñada ni el bienestar económico que muchas naciones del
occidente europeo gozaban sin ninguna restricción. Los jóvenes comenzaban a
sentirse en un corsé en el cual no podían echar a volar las alas de su
entusiasmo y de su imaginación. Las desigualdades entre quienes ostentaban el
poder y el resto de la población, año a año se habían ido haciendo más
profundas, y la población comenzaba a sentir –sin poder expresarlo
abiertamente– que el precio de la utopía socialista era muy alto: sus más
esenciales libertades.
Soldados en la Plaza Roja de Moscú |
Cuando decidí abortar mis estudios en Moscú, y salir casi a salto de mata hacia la ciudad de Berlín
Oeste, no pasó mucho tiempo para que el muro que dividía a Europa en dos partes
se cayera por completo dando inicio a una nueva era en la historia de la
humanidad. Y en mi alma también había comenzado a hacer grietas el muro de las
convicciones que marcaron mi adolescencia y que habían dado sentido a mi
existencia, pero que me separaban de Alguien que nunca dejó de esperarme…
Trabajando “a la negra” –como se dice a los extranjeros que
no tienen permiso laboral– en algunas ciudades europeas y experimentando el
mundo libre en toda su plenitud, mi alma comenzó a añorar el calor del hogar.
Las noches insomnes pensando en mis padres y en mis hermanos, recordando los
bellos momentos que compartíamos en casa con mis tíos y mis primos, estaban por
llegar a su fin.
De regreso al hogar
Nunca olvidaré el rostro de mi madre cuando, finalmente,
llegué a casa. Ella me abrió la puerta a las siete de la mañana y, por unos
segundos, que ahora me parecen eternos, sus ojos se posaron en los míos como si
estuviera viendo el mismo rostro de Dios. Nos abrazamos, lloramos. Mis hermanos
y toda mi familia en pleno se sintió feliz con mi retorno, y nadie me reprochó
no haber concluido los estudios en Moscú, pues en el fondo, quizás, nunca
estuvieron de acuerdo que partiera hacia un mundo en el que, en nombre de la
igualdad, se había roto con Aquel que, precisamente, nos había creado como
seres libres e iguales.
Algún día publicaré mis experiencias en Rusia, de la
universidad, de cuando trabajé en Kazajstán (al norte de China), de los amigos que hice de toda lengua y nación,
de las peripecias que pasamos para aplacarnos el hambre cuando la plata se nos
acababa comprando libros o asistiendo al teatro, etc., etc. Ahora, quiero
centrarme en la forma cómo conocí a Jesús.
Después de haber pasado todos esos años en Europa, ahora de
regreso en mi país, mi alma comenzó a debatirse en un profundo vacío
existencial. Es cierto que sentía el calor y la alegría de estar rodeado de mis
padres y de mis hermanos, pero mi corazón y mi mente anhelaban la verdad. Mi
alma estaba herida porque sentía que había crecido creyendo por mucho tiempo en
algo que se había desmoronado por la fuerza arrolladora del tiempo y de las
ansias de libertad.
Ya desde que estaba en Europa, el amor por la lectura –que
en el colegio me lo había implantado, a fuerza de llanto y dolor, mi maestro
Nelson Vásquez–, se había fortalecido mucho más. Los fines de semana prefería
quedarme en mi cuarto de la universidad leyendo todo lo que podía en una
irrefrenable carrera por disfrutar de los mundos, los sueños y las entelequias
que salían de los libros y novelas, y que me transportaban a vivir experiencias
que me hacían sentir héroe y villano, amo y vasallo, rico y pobre, todo al
mismo tiempo. Solo cuando mis amigos me decían que iríamos a pasear por los
parques de Moscú y de paso comer el sabroso y jugoso Shashlik (una especie de anticuchos de carne de cordero marinada),
entonces cerraba los libros, saltaba de la cama y me iba con ellos a pasear,
reír, comer y hacer diabluras.
Shashlik ruso |
El encuentro con la
Verdad
Pero, ahora, en mi país, mi alma sufría mucho porque oleadas
de nostalgia por todo lo vivido en Europa me asaltaban, envolviéndome en una
terrible tristeza que ni las lecturas en la tranquilidad y el amor de mi hogar podían
aplacar. Hasta que mi vista se dirigió hacia un libro que siempre había ocupado
un lugar decorativo en el estante de los libros de mi casa: la Biblia.
Extendí mi brazo y la tomé. La hojeé por breves minutos
mientras en mi mente comenzaban a surgir las imágenes que ilustraban la obra de
Dante Aligheri referidas al infierno. Esta obra que nunca había leído pero
cuyas imágenes se aparecían en mis sueños de niño, había marcado mi actitud
hacia la Biblia, asumiéndola como un libro plagado de maldiciones, amenazas y
tormentos. A esto se sumó la educación religiosa que recibí en mi niñez, en
donde se me inculcó el carácter de un Dios implacable y extremadamente puro que
contrastaba con mi impureza. Por ello no era de sorprender que mi joven corazón
hubiese sido conquistado por las ideas de los agnósticos, quienes despotricando
de una fe fundamentada en la religiosidad y la represión, proclamaban la muerte
de ese Dios para dar –según ellos– apertura al mundo de la libertad y la
realización del hombre como verdadero amo y señor del universo.
Ilustración de una sección del Infierno de Dante Aligheri |
Recuerdo como si fuera ayer, la tarde en que tomé la Biblia,
y luchando contra los prejuicios que me había formado de ella desde mi niñez,
tomé la decisión de leerla, no desde el principio, sino a partir del Nuevo
Testamento (los evangelios y las cartas de los apóstoles). Terminé su lectura
cuando ya la noche había llegado y la madrugada se extendía sobre la ciudad
envolviéndola en su oscuro manto de silencio. Por ello, las palabras del
apóstol Juan, cerrando el Apocalipsis con un conmovedor “¡Sí, ven Señor Jesús!”, retumbaron en el silencio de la noche
abriendo un surco en mi mente y en mi corazón. Movido por una fuerza sobrehumana,
que sobrepasaba toda la lógica que había regido mi vida desde siempre, me
arrodillé al pie de mi cama y, con los ojos inundados por las lágrimas, que
eran una mezcla de vergüenza, amargura y felicidad, reconocí que había
encontrado la Verdad que siempre había buscado desde los años más tempranos de
mi existencia. ¡La verdad no era una cosa, ni una idea, ni nada por el estilo;
la verdad era una persona, la persona de Jesús! (Juan 14:6).
Desde allí todo es historia ya… Cuando los rayos fulgurantes
del sol me despertaron por la mañana sabía que ahora se levantaba una persona nueva.
Desde ese día comenzó una inagotable búsqueda por conocer más de Jesucristo y
de gozarlo con otros que también le conocían.
Pensé que volver a los brazos de la iglesia en que mis padres me
bautizaron era lo más aconsejable; pero no encontré en ella la luz ni el
carácter del Cristo que me había deslumbrado en los evangelios. Y aunque gané
nuevos amigos, que ahora son parte de mi muy reducido grupo de personas por
quienes guardo una especial devoción, en la iglesia católica solo percibí una
vocación por Dios fundamentada en las tradiciones, los ritos y las particulares
interpretaciones de los papas y santos de la iglesia acerca de la verdad.
La Cruzada para
Cristo
Por ello, no pasó mucho tiempo para que comenzara a
frecuentar los círculos de los cristianos evangélicos. Los años que pasé entre
ellos fue un tiempo muy especial. Aprendí que Dios tiene formas insospechadas
para guiar a las personas hacia Él. Pero también descubrí que hay muchos lobos
disfrazados de ovejas tratando de devorar los corazones sinceros y dispuestos a
caer –por su fe en Dios– en todo tipo de trampas y seducciones. También en mi
paso por estos hermanos cristianos gané nuevos amigos, que aún conservo, y en
cuyas vidas simples, de abnegación, pobreza y alegría, encuentro siempre
inspiración para seguir adelante en la vida cristiana.
Durante el tiempo que adoré a Dios en la compañía de los
hermanos evangélicos me bauticé en la iglesia bautista, pues llegué a ser parte
de una organización paraeclesiástica denominada “Cruzada Estudiantil y
Profesional para Cristo”, más conocida simplemente como “la Cruzada”. En esta
organización se asentaron en mi mente los fundamentos de un estudio
metodológico y claro de las Escrituras. Fundada para presentar a Cristo entre
los círculos de la universidad, quienes pertenecíamos a la Cruzada, nos
esmeramos en un estudio sincero y práctico de la palabra de Dios. Y ahora que
escribo estas líneas vienen a mi mente los rostros de Luis Silencio, Juanita, Rosy, Javier, Maya, Jhony, María
Elena Porturas, y muchos otros más, cuyos nombres la memoria me traiciona, pero
que los veo en mi recuerdo con sus risas fragantes y plenos de una felicidad
que solo Cristo podía otorgar. Algunos de ellos han fallecido y me están
esperando para reencontrarnos en un dichoso abrazo cuando suene la trompeta
final. Las experiencias vividas con los hermanos de la Cruzada serán
irrepetibles, sobre todo cuando presentábamos la película “Jesús de Nazareth” a
miles de personas a lo largo y ancho del país. No nos importaba el frío o el
calor pues nuestra mayor recompensa era ver los rostros de las personas iluminadas
por los rayos del amor de Cristo que emanaban de la película, y que por esos
años, proyectábamos en un cinematógrafo en rollos de celuloide, y que cuidábamos
como a las niñas de nuestros ojos de las inclemencias del clima, del transporte
o de los amigos de lo ajeno.
Escena de la película "Jesús de Nazareth" |
Una luz mayor
Pero Dios tenía una luz mayor reservada para mí. Desde aquella
madrugada en que caí arrodillado a los pies de mi Salvador había comenzado para
mí la historia de una experiencia nueva con Dios en mi vida, dirigiendo mis
pasos y señalándome el orden y la prioridad de las cosas en la vida y en el
universo. Aunque había aprendido mucho y tenido experiencias que
enriquecieron mi forma de aprehender la realidad y amar a mis semejantes, yo
tenía aún en mi corazón muchas inquietudes y preguntas sin respuestas.
Estas interrogantes se manifestaban en fallas en mi
condición espiritual que ponían a prueba mi fidelidad a Dios y a sus
principios, me llenaban de angustia y ensombrecían mi relación con Dios y con
mis semejantes. Tratando de encontrar nuevas respuestas dediqué buena parte de
mi tiempo y recursos a estudiar las doctrinas de otras religiones –cristianas y
no cristianas– con la esperanza de encontrar respuestas no sólo convincentes
sino verdaderas.
Estando en una de esas crisis existenciales, tratando de
encontrar respuestas a los problemas de la vida, de la muerte, al por qué de
tantas religiones en el mundo, y a un sinfín de interrogantes, llegó a
visitarme a mi casa un amigo mío que retornaba al Perú después de algunos años
viviendo y trabajando en Bolivia como colportor
de las publicaciones de la iglesia adventista del séptimo día. Colportor es una
palabra que no figura en el diccionario pero es como se denomina a las personas
que dedican su vida a difundir la Biblia y las publicaciones cristianas ya sea
a través de las ventas o la donación sistemática.
Este amigo, cuyo nombre es Juan Carlos Vásquez, me dijo,
cuando le compartí las inquietudes que sobresaltaban mi relación con Dios: “Te
voy a traer algunos libros que son parte de mi ministerio para que los leas”. Yo
le agradecí su atención. Y no pasó una semana cuando volvió a tocar mi puerta
cargado de varios libros que dejó sobre mi mesa.
– Aquí están, como te los prometí. Léelos con paz y
tranquilidad y luego me das tu opinión.
Y se marchó tan rápido como llegó.
Yo tomé los libros que me dejó y recuerdo claramente los
nombres de esas publicaciones: El Deseado
de todas las gentes, El conflicto de
los siglos y Mensajes selectos
(tomos I, II y III). Todos esos libros tenían como autor a la escritora
adventista del siglo XIX, Ellen G. White.
Cuando terminé la lectura de todos estos libros, llamé a mi
amigo Juan Carlos y le dije:
–
Yo quiero conocer la iglesia adventista y reunir
con las personas que profesan esta fe.
–
Por supuesto que sí, Freddy – me dijo.
Escritora norteamericana Elena G. de White |
El sábado siguiente, Juan Carlos me llevó a visitar la IA7D
de la urbanización Las Quintanas (Trujillo) y participé en el culto de
adoración con los fieles adventistas. Allí mismo se anunció que la iglesia,
entre semana, estaba ofreciendo cursos sobre el estudio de los libros de Daniel
y el Apocalipsis. Me ofrecieron participar gratuitamente de esos cursos, y yo
accedí gustosamente.
Cuando terminó el estudio de los cursos, los hermanos
adventistas que los habían dictado, hicieron un llamado para entregar la vida a Cristo a través del bautismo. Yo dudé en hacerlo pues ya me
había bautizado algunos años atrás. Cuando le compartí a un hermano de esta
iglesia que yo ya había sido bautizado en la iglesia bautista, él me
respondió con firmeza que tenía que volver a bautizarme.
Esto me causó un poco de desazón y lo asumí como una muestra
de intolerancia por parte de la iglesia adventista de no reconocer mi bautizo
en otra iglesia. Durante algunos meses estuve pensando sobre este impase hasta
que volví a plantearlo a un anciano de la iglesia, quien al percibir mi
turbación me dijo estas palabras que nunca olvidaré:
–
Hijo, no te angusties por esto… Si por Jesús tuviera
que bautizarme cien veces, con gusto me bautizaría cien veces y más, por amor a
quien no sólo nos ha dado el ejemplo del bautismo sino también su vida para que
seamos salvos por su sangre…
En las aguas del
bautismo
Fue así como un 8 de octubre de hace ya veinticinco años me
entregué a Jesús en las aguas del bautismo.
Desde esa fecha hasta la actualidad en que escribo estas
líneas no sólo he encontrado respuestas a los grandes enigmas de la vida sino
también un nuevo sentido de mi relación con Dios. No es que ya no tenga inquietudes
ni interrogantes acerca de Dios y de su creación, es solo que ahora el Espíritu
de Dios me capacita constantemente para encontrar las respuestas a la luz de
cómo Cristo hubiera reaccionado frente a tal o cual situación que nos presenta
la vida.
Bautizo de Jesús en el río Jordán |
En la IA7D –como en todas las iglesias del mundo– existen
personas que se aferran a las tradiciones, a los ritos, a los prejuicios y a
las formas externas porque es más fácil llevar una religión fundamentada en las
apariencias. Pero también he conocido personas para quienes la opinión de Dios
pesa más que la opinión de los hombres, estén éstos dentro o fuera de la
iglesia.
Durante estos veinticinco años con Cristo, he sabido hacer
frente a situaciones extremas de la vida. He aprendido que para ser rico hay
que ser pobre. Que para desear la vida hay que estar al borde de perderla. Que
para poder amar hay que sentirse plenamente amado. Que para hacer el bien hay que vencer todos los
obstáculos que te pone no solo el enemigo de las almas sino también sus
instrumentos humanos.
Durante estos veinticinco años con Cristo, he aprendido que nuestra relación con Dios es sencilla, personal. La clave es abrir la puerta a Jesús para que Él nos ayuda a desarrollar el Cristo al que todos estamos llamados a ser. He aprendido a ser tolerante con mis hermanos cristianos de diferentes confesiones porque estoy convencido que Jesús dio su vida por las personas y no por las instituciones eclesiásticas. El fundamento del cambio reside en nosotros y en el grado de sujeción al poder del Padre. Cristo nos enseño que cosas mayores haremos en este mundo si permanecemos unidos a la vid que es el amor de Dios. Y
como dijo el pastor Tankiso Letseli (primer presidente negro de un colegio adventista
en Sudáfrica): “No esperemos que el ambiente nos dicte qué hacer, porque seremos
superados por los eventos. Seamos líderes de la transformación. El mundo está cambiando.
Creo que la educación tiene que prepararnos para ser agentes de cambio, en
lugar de responder meramente a este. Todos deberían tener la posibilidad de
aprender y de ver en nosotros modelos dignos de imitar”. (En: Revista Adventist
World, Nov. 2011, pág. 19). ¡Los que verdaderamente somos de Cristo, somos líderes y agentes del cambio!
En estos momentos que termino de escribir estas memorias de
mi relación con Jesús, acabo de leer una nota en la web, y que la transcribo porque no solo es representativa de
la apertura que como cristianos debemos tener hacia los demás sino también del
infinito anhelo de la iglesia de hoy de abrirse hacia nuevos horizontes del inagotable amor
de Dios:
"Quisiera que en
mi iglesia existiera un cartel que diga:
¡BIENVENIDOS!
En este lugar nos
equivocamos, pero seguimos amándonos.
No te preocupes cómo
vienes vestido, serás recibido sólo por ser humano.
Si no te gusta
nuestra música, trae la tuya, aquí procuramos conocernos y respetarnos.
Si piensas distinto,
no te preocupes, aquí no nos afligimos
de que alguien piense
diferente, sólo queremos que pienses.
Aquí queremos
abrazarte, aunque no tengamos brazos.
Sonreírte aunque no
tengamos dientes.
Caminar a tu lado
aunque nos falten piernas.
Deseamos que te
sientas acogido, porque aquí recibimos
a todos los que
tienen culpa, nos especializamos en llevar hacia
la gracia que limpia
y sana.
Aquí todos somos
reales, nadie finge ser lo que no es,
amamos y reímos,
lloramos y sentimos, pero somos hermanos.
Si nos equivocamos
pedimos perdón y seguimos adelante.
Es mi iglesia, somos
una familia, queremos que seas
parte de ella, Jesús
es nuestro amigo, él nos guía,
nosotros, sólo
intentamos vivir como él vivió,
sin discriminaciones
de ningún tipo” (MAN).
Han sido veinticinco años de caminar en su fúlgida luz y no
sé cuántos años más Dios me permita seguir en este mundo. Pero una cosa sí sé: Que
debo despojarme del lastre que me estorba, en especial del pecado que me asedia,
para correr con perseverancia la carrera que tengo por delante (Hebreos 12:1).
¡Ven Señor Jesús!